Eureka
El último sábado de octubre mi intención era encamarme con John hasta que llegara el domingo, y casi he estado a punto de conseguirlo. Casi. Porque al final nos han cortado el rollo a eso de las siete de la tarde y he tenido que abandonar la cama en aras de la vida social. Pero ¿cómo iba a negarme a ir a cenar a casa de Sara, si se va la semana que viene, es una chantajista nata y además ha invitado al mejor amigo de mi novio? Pues eso, que me la ha liado.
—¿Estás lista? —pregunta John, asomándose por la puerta del vestidor.
—Casi. Solo me faltan los zapatos.
—Voy pidiendo el coche.
Me anudo los cordones de mis Oxford nuevos y me pego un repaso en el espejo. Jersey beis, falda skater negra estampada con flores pequeñitas de colores, pantis también negros, coleta con la raya al lado, kohl, mucho rímel, colorete rosa y labios al natural. Pues no está nada mal. A ver qué opina John…
Le encuentro en la entrada de la suite, hablando por teléfono. Me pide un segundo alejando el móvil de su boca y sigue atendiendo a lo que sea que le estén diciendo. Pero poco. Porque no para de mirarme de arriba abajo. Levanta un dedo y lo gira en el aire, pidiéndome que me dé una vuelta. Lo hago con energía, dejando que el vuelo de mi falda coja altura, y John se muerde el labio y traga saliva. Opinión: positiva. Paquete: en su punto. Nivel de odio a Sara: máximo.
—Sí, te prometo que iremos a verte en cuanto podamos —dice John en inglés, y pone los ojos en blanco—. No puedo darte una fecha, Cynthia. Pero pronto, de veras. —Asiente con la cabeza, como si le estuvieran haciendo los cargos—. Que sí, en serio, no te preocupes más. Tengo que colgar, te llamaré el lunes. —Sonríe con ternura—. Tú también. Adiós.
Me acerco a él y le doy un beso en la suave piel que cubre su mandíbula.
—Estás muy guapa.
—Gracias. —Sonrío—. Lo mismo digo.
Y me quedo corta. Porque no os podéis ni imaginar cómo se le ciñe a su tonificado torso la camiseta gris de manga larga que lleva puesta. Por no mencionar que solo lleva abrochados dos de los cuatro botoncitos que la cierran y que los vaqueros desgastados le dan un aire de macarra que marea.
—Ya aceptas cumplidos sin sonrojarte. Vamos progresando… —Me pellizca una nalga. Le doy un cachete en el hombro—. Tienes que mejorar tu izquierda, baby —se burla—. No te vendría mal entrenar conmigo cuando estemos en Manhattan.
Abre la puerta de la suite y me cede el paso.
—¿Lo harías? —le pregunto ilusionada, caminando de espaldas por el pasillo.
John cierra la puerta, guarda la tarjetita en una cartera de piel negra y la mete en el bolsillo trasero de su pantalón.
—¿Llevarte al gimnasio? Claro, no se me olvida que nos quedó pendiente.
—Eso también, pero me refería a enseñarme a boxear.
Levanta las cejas sorprendido.
—¿Te gustaría aprender?
—¿Por qué no? Tiene que ser superdesestresante —pienso en voz alta, y pongo los puños en guardia—. Liarte, ahí, a mamporros contra un saco. —Pego un par de puñetazos al aire—. Meterle golpes sin conocimiento hasta quedarte a gusto.
John pulsa el botón del ascensor y me mira de reojo, divertido.
—Quita el estrés, desde luego, pero es algo más. Se trata de concentración. De control absoluto de tu cuerpo y de bloquear las emociones. —Le miro con el ceño fruncido y entramos en el ascensor. Se coloca frente a mí y piensa un segundo—. Ponte en esta situación: soy un atacante y tengo intención de acercarme a ti…
—Yo me dejo —digo levantando las palmas de las manos.
John se ríe y niega con la cabeza.
—Está bien. Pues, solo por esta vez y sin que sirva de precedente, imagina que soy otro. Un tipo despreciable que quiere hacerte daño. —Asiento y me obligo a ponerme seria—. Well, yo intento atacarte por tu izquierda. —Estira su musculado brazo y golpea con cuidado mi flanco izquierdo—. ¿Ves? Tú te desplazas por instinto a tu derecha para evitar el golpe. —Asiento. Aprecio mis costillas—. Pero lo que deberías hacer es empujar contra mi brazo y ayudarte del movimiento para atacar mi izquierda.
Las puertas del ascensor se abren en el hall. Camino detrás del maestro Po mientras él sigue con su exposición.
—Lo que quiero decir es que este tipo de disciplinas ayudan a bloquear los instintos. Te entrenas para saber cómo actuar. Te proporcionan control.
—¿Y todo eso te interesa? —pregunto, saliendo del hotel.
—Claro que me interesa. Es vital para mi profesión.
—Ya entiendo —musito.
Doy las gracias al botones que me abre la puerta y entro en el coche, cavilando.
—¿Qué piensas? —me pregunta John al sentarse a mi lado.
—Esa pregunta es de chicas —me burlo. John me da un pellizquito en el pezón y me quejo. Pero poco—. Pues pensaba en lo difícil que debe de ser jugar dos roles tan distintos. —Me giro un poco hacia él—. Me refiero a que todo eso del control y de bloquear los instintos no tiene nada que ver con el hombre que yo conozco.
—No es difícil, al contrario. Es más sencillo adoptar un rol, como tú dices, y dejar el resto para la vida privada. Mi mundo es complicado, Vega. Y la competencia es brutal. Todo el mundo quiere un pedazo del jodido pastel. Si demuestras una mínima debilidad, atacan contra ella hasta que…
De repente, frunce el ceño y su mano se aprieta sobre mi rodilla. Pasamos un buen rato en silencio hasta que el coche se detiene, pero no hace amago de bajarse.
—John… —murmuro.
—Sí, perdona, ¿hemos llegado? —pregunta mirando por la ventanilla.
—¿Estás bien?
Me da un beso apretado en los labios como respuesta y agarra mi mano. Salimos a la calle, y el ambientillo del sábado noche se palpa. El chino ya está en la esquina vendiendo latas de cerveza, un adolescente vomita en el portal de al lado, el camello del barrio está trapicheando en la otra esquina… Busco en el bolso las llaves.
—Mira qué pedazo de chulo, maricón —se oye a nuestra espalda.
—Calla, que te va a oír… —dice una segunda voz.
—¡Que me oiga! ¡Joder, qué culo! ¡¡¡Hombretón!!! ¡¡Dime quién es tu urólogo para que le chupe los dedos!!
John me mira desconcertado y nos echamos a reír.
—¡¡¡¡No te rías así, que me vuelvo loco!!!!
—Mira, ¿ves? En eso le doy la razón.
—¿Y en lo del culo no? —Entramos en el portal.
—En lo del culo también, aunque yo paso de conocer a tu urólogo.
Entramos en casa de Sara partiéndonos de risa. Todo está a oscuras. Solo se vislumbra la luz de la campana extractora de la cocina y algo de claridad que proviene de la terraza. Deben de andar por allí… Cuando salimos me quedo impresionada. Y no porque la terraza sea otra, es la de siempre: una mesa y cuatro sillas de teca, dos tumbonas de loneta con rayas amarillas y azules y un farolillo estilo árabe que trajo de no sé dónde. Nada más. Ni un triste tiesto. Pero me asombro porque yo esperaba una burger party y lo que tengo frente a mí es todo un banquete.
—Ha sido él —me aclara Sara señalando a David, que está ultimando los detalles de la mesa.
Se acerca a mí y me da un abrazo.
—Ya me extrañaba…
—Oye, guapa, que tú tampoco cocinas una mierda.
—¡Huy que no! Hago una tortilla de patatas que te mueres.
—Pero nada más. —Saluda a John con un choque de puños.
David me da dos besos y a John un abrazo de esos de macho alfa con palmadas sonoras en la espalda. Sonrío a Sara: al final va a resultar que no tenemos tan mal gusto para los hombres. Ella me guiña un ojo. Los chicos nos miran.
—Esa pulsera es divina, nena —disimulo.
—Sí, ¿verdad? Es que quien me la regaló me quiere mucho.
—Que no se te olvide cuando la fama y el éxito te encuentren en Dubái.
—Tranqui, siempre tendrás pase vip en mis fiestas —dice, petulante.
Cuánto voy a echar de menos a esta perra del demonio…
La cena resulta deliciosa —que alguien le ponga un monumento a quien inventó las tostadas galesas, por favor—. Es una velada cómoda y divertida, una noche de amigos, pero también es un poco amarga, porque no sé si alguna vez podremos volver a repetirla, porque cada vez que miro a Sara debo reprimir un suspiro. Ella es mi pilar, la niña de mis ojos, mis raíces. Y se va… Y yo me voy… Y mares de kilómetros nos separarán… Y me da un miedo terrible que nos distanciemos. No quiero perderla nunca. No quiero dejar más cosas por el camino.
El domingo, John y yo retomamos el plan de encamamiento y otra vez fracasamos. Pero ¿cómo iba a negarme a tomar algo con Erik, si es más majo que todo, estoy deseando presentarle a John y me ha propuesto ir al Thyssen? Pues eso, que otra vez estamos en marcha. John pidiendo el coche y yo calzándome los stilettos de tacón porque no quiero parecer la niña adoptada de una pareja gay ultramegaguapa.
Nos encontramos con Erik delante de Mujer en el baño de Liechtenstein, y tengo una absurda sensación de déjà vu. Paseamos por las salas en un silencio cómodo, como tres amigos que llevan quedando toda la vida para disfrutar del arte. John es fan de Pollock y Klee, en cambio Erik es más de Gauguin, y yo les aseguro que el mejor sin duda es Lautrec. Eso sí, no logro convencerlos. Es La pelirroja la que los gana para la causa.
Después de la visita nos vamos a tomar algo al Glass Bar del hotel Urban por sugerencia de Erik, que se muere por sentarse en una de las sillas transparentes diseñadas por Philippe Starck. John y yo nos sentamos en uno de los sofás que ocupan la pared opuesta a la barra y Erik se acomoda frente a nosotros en una de las Ghost Chairs como un niño con zapatos nuevos.
—¿Tienes noticias de Fran? —le pregunto cuando el camarero termina de servirnos nuestro pedido.
Erik sonríe y le da un trago a su mojito sin alcohol.
—Me resulta curioso que le llames «Fran». Creo que eres la única que lo hace.
—Es más corto que «Francesco», y llamarle «Drago» no me gusta…
—A mí tampoco.
—¿Qué tal le va? ¿Te ha llamado hoy?
—Sí, esta mañana. Como recompensa, ya sabes… —Le da otro trago a su bebida—. Está bien…, con sus bajones, como otras veces. Pero esta vez, al contrario que el resto, está convencido de que lo necesita y de que va a conseguirlo.
—No es imposible —apunta John—. Hay mucha gente que logra salir y encauzar su vida.
Asiento con la cabeza y le sonrío.
—Me ha dejado un recado para ti, ¿quieres oírlo? —me pregunta Erik.
—¡Claro!
Pone su móvil encima de la mesa y reproduce un archivo.
—«¿Ya estás grabando?» —pregunta Fran.
Oír su voz me emociona un poco, y agarro mi refresco.
—«Sí, ya está» —se oye decir a Erik.
—«Bene». —Carraspea—. «Ciao, bella. Te echo de menos, enana». —Se me encoge el ombliguillo, y me pego a John buscando su calor—. «Pienso mucho en ti y en las millones de cosas que quiero hacer contigo cuando salga de este antro. Gracias por cuidar de mi novio —dice, recalcando la palabra, y un pequeño sollozo se escucha en la grabación, creo que es Erik—, le has caído muy bien, por cierto». —Miro de reojo al alemán, y está como un tomate—. «Y cuídate mucho tú también, Vega. La luz cada vez es más grande» —dice refiriéndose al libro que le regalé—. «Voy a vencer».
La reproducción se corta y el silencio se instala en la mesa. Apuro mi refresco con la esperanza de que el nudo que ahoga mi garganta se diluya, pero no funciona. Mi barbilla no para de temblar, y unas lágrimas muy gordas ruedan por mis mejillas. Oigo la respiración entrecortada de Erik y sé que también está llorando. Puto Drago. Qué manía le tengo. Que nos devuelva a Francesco de una vez. Necesito a mi amigo más que nunca ahora que el remolino de los cambios se está convirtiendo en huracán.
Al día siguiente, John se va a Londres a primera hora. Hasta el miércoles no regresa. Lo único bueno de su ausencia es que aprovecho para dormir esos días con Sara y acompañarla al aeropuerto. No quiero ahondar en los recuerdos de nuestras ultimas horas juntas, porque, sinceramente, estoy hecha una mierda. No sé cuándo la volveré a ver, y eso con Sara es la primera vez que me pasa. Siento como si me hubieran arrancado una parte de mí. Pero no metafóricamente, no. Lo siento de verdad. Me han amputado mis raíces y ahora me tambaleo intentando agarrarme a un sustrato demasiado inestable.
Estos días, más que nunca, me doy cuenta de que la felicidad, la paz interior y todas esas cosas tan guays deben empezar por uno mismo. Necesito dejar de depender de los demás. Necesito encontrar mi parcela. Algo solo mío a lo que dedicar mi tiempo. Un trabajo que me motive y que sea compatible con mi nuevo estilo de vida nómada. Es difícil, ¿verdad? Por más que lo pienso, solo se me ocurre que podría intentarlo como traductora freelance… Quizá si me matriculo en un curso de traducción narrativa… Aunque seguro que el sector está colapsado… Pero, bueno, por intentarlo no pierdo nada, y por lo menos mantendría mi cabeza ocupada…
Dándole vueltas al asunto en la oficina casi me sale humo de la cabeza. Pero tampoco es que tenga mucho más que hacer. Sigo aburriéndome como una ostra, tanto, tanto, que me pongo a releer mensajes del móvil y doy con aquel en el que Drago me pedía el número de cuenta del banco. Me acuerdo del dinero de la indemnización. No puedo dilatar más la donación a la ong. Se lo comento a John cuando llega al Wellington y se ofrece a recogerme a las seis.
El local está a un par de calles de mi antiguo piso, y está igual que un año atrás, cuando interrumpí mi colaboración por un ataque de cuernos. La pared de ladrillo tiene las mismas pintadas, la puerta a ras de calle continúa sin picaporte y el cartel, que es el único identificativo, sigue siendo minúsculo. John empuja la puerta de cristal, que chirría al abrirse. Apiladas a la izquierda hay un montón de cajas de lo que parece ser leche en polvo y material escolar. Frente a nosotros vemos un escritorio y un pasillo que lleva a la salita de reuniones, a un minúsculo aseo y a la trastienda del local, donde se almacenan las cosas que la gente dona y están pendientes de envío.
—¿Hola? —pregunto, acercándome al pasillo.
John está asegurando el perímetro, analizando con detalle todo lo que encuentra a su paso. Una puerta y unos pasos atropellados se oyen de fondo.
—¡Hola! —saluda Isabel, la presidenta de la ong. Se quita el pañuelo de la cabeza, lo sacude con fuerza y una nube de polvo se expande a su alrededor. Atusa en un par de gestos su pelo corto cobrizo. Se limpia un poco el pantalón vaquero y la sudadera de colores, que lleva perdidita de porquería, y me tiende la mano—. Te daría un abrazo, pero doy bastante asco.
Unas profundas carcajadas salen de su boca, y sonrío. Ya no recordaba lo contagiosa que es su risa. Apenas tuve oportunidad de conocerla durante mi breve colaboración, porque siempre andaba de acá para allá. Isabel, además de presidenta de la ong, es fiscal y madre de dos hijos. Recibo un apretón de mano contundente.
—Igual te hemos pillado mal —le digo—. Perdona por haberte avisado con tan poco tiempo.
—Tranquila, mujer. Por cien mil euros, como si me llamas a las cuatro de la mañana. —Otra vez su risa franca aparece—. Soy Isabel. —Le tiende la mano a John.
—John Taylor, un placer.
—El placer es todo mío, te lo aseguro —bromea entornando los ojos, y vuelve a reírse—. Sentaos, por favor. —Nos señala un par de sillas que hay junto al escritorio—. Esa carpeta marrón que hay encima del teclado es la documentación que tenéis que revisar. Termino ahí detrás y me reúno con vosotros.
—Vale —le digo.
John asiente y me sonríe.
—Vale —me imita por lo bajo antes de llevarse un codazo.
Después de un rato en silencio, leyéndonos los siete folios que hay dentro de la carpeta, yo me he quedado igual. Bueno, igual, no; sé que tres de ellos son acerca de a lo que se compromete la ong a utilizar el dinero, pero el resto… como si hubiera venido en chino.
—¿Está todo correcto? —le pregunto a John con cara de circunstancia.
—No he visto nada fuera de lo normal, al contrario. Ojalá siempre se especificara tanto el destino de la donación.
—Vale, pues lo firmo.
John sonríe y niega con la cabeza.
—Ellos lo firman, son los que lo aceptan; tú solo les das el dinero.
—Ah.
Vale, pues me fío.
Isabel regresa un poco más aseada y sin la sudadera. Mi mirada se clava en su abultado vientre.
—Vaya, ¡enhorabuena!
—Son gases —dice muy seria. Me quiero morir. Tartamudeo y empieza a reírse—. Que no, mujer. Estoy embarazada, pero me encanta la cara que pone todo el mundo cuando lo digo. En el juzgado ya no cuela, así que estoy ampliando el radio de acción. —Se sienta frente a nosotros y coge la carpeta—. ¿Os parece bien lo que hemos preparado? Yo creo que está bastante claro. He utilizado la documentación estándar por la urgencia, pero si necesitáis información adicional o te replanteas lo de la nota de prensa…
—No, no. Está todo clarísimo, y prefiero que la donación figure como anónima —le digo.
—Pues perfecto. —Agarra un boli de un bote de cerámica y lo destapa con la boca—. Le echo un garabato y arreglado. Me debes cien mil euros. —Sus carcajadas contagiosas llenan todo el local.
—La transferencia está ordenada —le confirma John—. Debería hacerse efectiva mañana a primera hora. Si no es así, contacta con Vega, por favor.
Isabel asiente y le mira con atención.
—Yo te conozco de algo… —musita—. Lo llevo pensando desde que has entrado.
John se encoge de hombros, y yo estoy por darle la opción más popular: James Bond —para mi abuela, Indiana Jones—. Pero solo pregunto:
—Y, bueno, ¿qué tal todo por aquí? Estáis a tope. —Señalo las cajas de la izquierda—. ¿Seguís con el programa de alimentos?
—Lo intentamos al menos, pero no damos abasto. Para mandar cualquier tontería se necesitan cientos de trámites. Todo va muy despacio.
—¿Hay algo que yo pudiera hacer para ayudaros? —le pregunto por impulso. Isabel me mira como si fuera el rey Midas, y me explico—: Me refiero a ayuda humana. Me gustaría volver a colaborar con vosotros de forma activa, dentro de mis posibilidades.
Lo mismo esta gente no me necesita para nada. Eso también hay que tenerlo en cuenta.
—¡Claro! Aquí siempre hay cosas pendientes, y todas las manos son pocas. —Empieza a enumerar con los dedos—. Necesitamos gente para organizar los envíos. Necesitamos gente que se ocupe de la contabilidad. Necesitamos gente que coordine a los colaboradores. Estamos muy deslocalizados, hay cooperantes repartidos por toda la Península, e incluso en Marruecos y Argelia, pero no estamos bien coordinados. No hay una plataforma online sólida… En definitiva: cualquier ayuda es bienvenida. Incluso no tendrías por qué venir a trabajar aquí si no quieres. Si te animas con lo de la web, por ejemplo, puedes hacerlo prácticamente desde cualquier parte del mundo.
Veo por el rabillo del ojo a John girarse hacia mí y cómo una deslumbrante sonrisa ilumina su cara. Sí, señor. Esta mujer acaba de dar con la cuadratura del círculo, la fórmula de la Coca-Cola y la receta del brownie bajo en calorías.
—¿Quién se encarga ahora de la web? —pregunto.
—Nadie en concreto: todos sabemos las claves y vamos subiendo contenido según nos pilla. Evidentemente, la página se ha convertido en un guirigay impracticable. Darío solía apañarla de vez en cuando, pero lleva dos meses por los campamentos de Tinduf y desde allí es casi imposible.
—Pues si te parece bien, yo podría intentar…
Isabel vacía el bote de cerámica sobre la mesa y coge un pen drive.
—Toma; ahí hay fotos y documentación que solo ordenarla en carpetas te llevará un par de semanas. Mientras tanto, puedes irte familiarizando con el diseño de la web. Tienes mi móvil: me llamas con lo que necesites. —Se levanta y me tiende la mano—. Felicidades, Vega: vuelves a ser cooperante.