Home
Tres semanas después sigo intentando encajar en mi nueva vida, pero se me da regular. Tal vez la cosa sería más fácil si John no trabajara dieciséis horas diarias… Aunque no puedo culparle de todo a él. Sé que hace todo lo que puede por pasar tiempo de calidad conmigo. Como esta madrugada, sin ir más lejos, cuando me ha despertado para felicitarme y me ha regalado un orgasmo que todavía campa por todo mi cuerpo.
Antes de marcharse al curro, me ha prometido que regresará pronto. A las cuatro de la tarde me ha llamado. Cuando al descolgar he oído «I’m sorry, baby», he sabido que la reserva de la cena de celebración que me había organizado iba a ser cancelada. Y me ha dado igual. De verdad. Yo solo quiero que vuelva cuanto antes y me ayude a olvidar que hoy cumplo veintiocho años y me siento más sola que nunca.
Para no tirarme la tarde lloriqueando por lo pobrecita que soy en el ático de lujo de mi deslumbrante novio, me he puesto a trabajar a saco, pero resulta que el servidor de la web de la ong me odia. Hoy se ha propuesto sabotearme la subida de las fotos nuevas que me ha mandado Isabel por mail. Las he descargado varias veces. Les he cambiado el nombre. Les he pasado el antivirus, por si se habían corrompido por el camino… Y nada. Se me ha hecho de noche y no he conseguido nada. La historia de mi vida… Me subo las mangas del vestido de lana y me hago un moño con un lápiz para evitar la tentación de arrancarme los pelos, gritándole a la pantalla del Mac de John.
Unos golpes se oyen en la puerta del despacho y una cabeza atractiva y castaña asoma.
—¿Interrumpo?
—¡Qué va! Estoy intentando no emprenderla a golpes con tu ordenador.
—¿Te está dando problemas? —pregunta extrañado, y entra en la habitación.
—No. Él no tiene la culpa: es el puñetero servidor, que tarda una eternidad en cargar los archivos, y, cuando están, me da error y tengo que volver a empezar.
—¿Puedo?
—Claro.
Me levanto de la silla y John ocupa mi lugar.
—Vamos a ver… —murmura cogiendo el ratón. Trastea un rato por la página—. Creo que no es problema del servidor; es por la compatibilidad con el tipo de archivo que intentas subir. Deberías convertirlo.
—Lo que debería hacer es matricularme en un curso de diseño de webs para reciclarme y, ya puestos, en uno de árabe avanzado. Hay muchísima documentación sin traducir.
—Hazlo. ¿Qué te detiene?
Le sonrío.
—Gracias —le digo de corazón—. No sabes lo importante que es para mí tu apoyo.
—No hay nada que agradecer. —Me sonríe de vuelta—. Me cambio y cenamos, ¿ok?
—Vale. Yo también voy a cambiarme.
—¿Para qué? Estás preciosa.
John tarda en cambiar su traje de tres piezas por unos vaqueros y una camisa celeste lo mismo que yo en guardar todo el trabajo de la tarde: cinco minutos. Avisa a Consuelo desde el teléfono del despacho para que sirva la cena y me lleva de la mano al comedor. Retira una de las sillas para que me siente cuando su móvil empieza a sonar; lo saca del bolsillo de su pantalón con fastidio y se disculpa con una mueca.
—Tengo que cogerlo.
Me encojo de hombros. ¿Qué le vamos a hacer…? John se retira al despacho y Consuelo aparece con un par de platos que huelen de fábula.
—Buenas noches, señora Rodríguez.
—Llámeme Vega, por favor —le pido por enésima vez.
Consuelo deja en cada mantelito un plato con mejillones y patatas asadas.
—Son mejillones al ajo. Espero que le gusten. Si no, puedo hacerle cualquier otra cosa…
—Tiene una pinta estupenda, seguro que estarán riquísimos. Gracias, Consuelo.
—No tiene por qué darlas; es agradable cocinar para alguien más. —Me sonríe con afecto y, antes de marcharse, comenta en voz baja—: No deje que el señor Taylor se demore mucho: los mejillones con trabajo no se disfrutan.
Dudo, pero al final hago caso al consejo de Consuelo y rescato a John. O por lo menos le alejo del teléfono, porque permanece bastante ausente el resto de la cena. Casi al terminar, Consuelo vuelve a aparecer, nos pregunta si tomaremos postre y John le indica que nos lo lleve a la terraza.
Salimos y nos acomodamos entre los cojines del sofá. Tenemos poca luz, solo la de la piscina y la procedente del exterior. El ruido de la calle, de la vida, llega bastante amortiguado. El aroma avainillado del postre que nos trae Consuelo me hace cerrar los ojos. Cuando los abro, John me ofrece un barquillo relleno.
—¿Quieres?
Asiento y abro la boca. John sonríe de medio lado y mete el postre en ella. Creo que los dos estamos pensando en esta madrugada… Mastico y gimo. El relleno es de dulce de leche.
—Qué rico, por favor.
John se come uno y asiente.
—Los mejores.
Mira hacia arriba, se recuesta apoyándose en los codos y suspira.
—¿Todo bien? —le pregunto.
Mueve la cabeza de un hombro a otro.
—Regular —dice lacónicamente.
—¿Quieres contármelo?
—No hay mucho que contar… Tomé la decisión de expandir la empresa por África y está trayendo más problemas que trabajo. Estoy intentando minimizar los daños y salvar la operación, pero está siendo complicado.
—¿Por qué?
—Porque no doy abasto. Porque hay ciertas personalidades que solo acceden a tratar sus temas conmigo. Porque negarme no es una opción y porque no me gusta estar contra las cuerdas.
Le acaricio el antebrazo.
—¿Qué es lo peor que podría ocurrir si te negaras a tratar con alguno de tus clientes?
—Pues es muy probable que mi reputación cayera en picado, y en poco tiempo mi empresa empezaría a perder cuentas. De ahí a la ruina, solo es cuestión de tiempo.
—Y dicho así suena fatal, pero, si lo piensas, tampoco se acabaría el mundo, ¿no? —Me giro hacia él—. Quiero decir, que tú tienes dinero de sobra para vivir holgadamente el resto de tus días y tus empleados encontrarían otro trabajo, casi con seguridad. El peor de los escenarios no es tan malo como parece, ¿no crees? Al final todo es cuestión de perspectiva.
John me mira en silencio un rato largo. No sabría deciros si lo que piensa es bueno o no, porque se ha puesto su máscara corporativa. Yo no me amilano y sigo con el postre. Igual lo que he dicho es una tontería, pero uno no puede pensar que lleva el peso del mundo sobre los hombros, aunque lo lleve. Nadie es capaz de soportar tanta presión.
—Seguramente… —murmura— mi perspectiva sobre el trabajo sea el problema. —Tuerce la boca—. No me conformo con que los temas se solucionen relativamente bien: busco la excelencia. Y eso me exige, me agota, incluso me exaspera. Pero no sé hacer las cosas de otra manera.
—Te educaron para ser así. —Le acaricio la pierna—. Te apartaron de la familia porque tenías tu propio estilo. Tuviste que convertirte en adulto antes de tiempo, y solo. Es normal que trabajes hasta deslomarte para demostrar que eres el mejor. —Sonrío a esos ojos azules que me miran con tanta atención—. Porque eres el mejor. Te lo puedo asegurar… —Carraspeo y John se muerde el labio. Como no lo suelte, se me va a ir el santo al cielo…—. A lo que voy es que… en algún momento tendrás que aceptar que has alcanzado tus metas y centrar tu energía en buscar la recompensa.
La luz de sus ojos me flashea un segundito.
—La encontré hace casi diez meses. —El tono grave de su voz me acaricia con cada letra—. Aquel 7 de febrero. —Cierro los ojos para absorber la emoción de sus palabras, para retener la que late con fuerza dentro de mi pecho. Jamás me había sentido tan especial para nadie. Ni siquiera para mí misma—. Tengo algo para ti.
—¿Ah, sí? —Abro los ojos, sonriente.
Sabía yo que algo me iba a regalar por mi cumpleaños… Por favor, por favor, que sean unas entradas para el teatro; me tortura la idea de vivir en la calle Broadway y no haber asistido todavía a ningún espectáculo. Aunque unos billetes para el ferry de Ellis Island tampoco estarían mal… Con visita a la Estatua de Libertad, puestos a pedir… O un bono de veinticuatro horas intensivas con él. Un día. Un puñetero día solo para nosotros…
Frunzo el ceño cuando John saca unas llaves del bolsillo. Las del ático ya me las había dado…
—Son de la casita de North Fork. —Me mira con precaución—. Después de aquella escapada no quería que nadie más volviera a disfrutar de ella.
—¿La has comprado? —pregunto atónita.
—Te la he comprado —puntualiza.
—¿¡Me la has comprado!? —chillo.
—Con una condición —sonríe—: me tienes que invitar muchas, muchas veces a tu casa de la playa.
—Pero, John…
Me coge la mano derecha y coloca las llaves sobre mi palma. Siento el metal tan frío como el resto de mi cuerpo. ¡Me ha comprado una puta casa en la costa de Nueva York! Estoy a punto de desmayarme cuando él cierra los dedos alrededor de los míos.
—No lo juzgues solo por su valor económico —dice en voz baja—. Piensa que allí, en esa playa, tú me diste algo mucho más valioso. Confiaste en mí. Eso sí es un regalo. Esto… solo es una vivienda vacacional. —Estrecha nuestros dedos—. Si la aceptas, podemos convertirla en un hogar, llenándola de recuerdos.
Mi barbilla tiembla. Voy a llorar. Aprieto los labios y respiro hondo. Asiento con la cabeza, aceptando unas llaves que ya no siento tan frías.
John se acerca a mi boca y, a un suspiro de mis labios, susurra:
—Feliz cumpleaños, baby.
Antes de que sus labios me rocen ya tengo la piel de gallina. Cuando su lengua busca la mía, ya no siento el suelo bajo mis pies. Me agarro a su cuello, enredo los dedos de una mano en los mechones de su nuca y me dejo llevar por su calor, por la emoción de su beso, por la devoción con la que acaricia mi cintura, mis costados, por cómo me atrae hacia su cuerpo.
Suelto las llaves, que tintinean al caer creo que sobre el plato del postre.
—Espera —jadea.
Aparta el plato y me sube a horcajadas sobre él. Me acaricia la espalda, arriba y abajo, con los ojos fijos en los míos. Unas pequeñas arrugas aparecen en su frente.
—¿Qué pasa? —pregunto.
John sonríe mientras me acomoda en su regazo.
—Es la primera vez que voy a decir algo en tu idioma y estoy pensando cuál es la frase precisa.
Parpadeo.
No será…
No, no. Seguro que no. Me muero, vamos.
—Si puedo ayudarte a traducirlo… —le digo.
Su sonrisa se ladea.
—En realidad, ya lo has hecho.
Bizqueo.
—Me pierdo, John. Ya me conoces. La explicación para tontos es la que mejor funciona conmigo.
Se ríe y tira un poquito de mis caderas. Con dificultad. Me estoy poniendo bastante rígida.
—Respira, baby.
—Lo intento, no te creas…
Alza una mano para acariciarme una mejilla, la barbilla, los labios.
—No deberías ponerte nerviosa por algo que ya sabes —dice en voz baja—. Porque estoy seguro de que ya sabes que tu cuerpo es el único con el que he podido traducir lo que siento. Lo que no tengo tan claro son las palabras adecuadas, pero… whatever… Here I go… —Contengo la respiración. Él coge aire para los dos—. Te quiero.