Justice
Al día siguiente me despierto tarde y sola. Tengo un recuerdo difuso de John dándome un beso, pero lo mismo lo he soñado…, como la declaración de anoche.
No, eso fue cierto. John se encargó de demostrarme cuánto me quiere hasta bien entrada la madrugada.
Las agujetas me matan cuando bajo de la cama con una sonrisa estúpida en la cara. Después de una ducha y un desayuno tardío, casi brunch, en el Macaron Café de la esquina de Chambers con Greenwich —sí, me ha dado vergüenza bajar a desayunar a la cocina del ático a las diez—, he dado la mañana por perdida y me he ido a turistear a Little Italy. Y casi no la encuentro. Hay un par de calles bastante pintorescas, pero está siendo absorbida por el gigante asiático: los chinos son implacables.
Y chinos había en Chinatown, cantidad, y una tonelada de chismes raros y de comida… singular que me han tenido fascinada hasta bien entrada la tarde. A las cinco ha caído sobre mí el peso de mi conciencia y me he venido para casa con cuarenta dólares menos y con dos pantalones baggy y tres camisetas más.
La tarde ha sido productiva. He hecho las paces con el servidor y, después de convertir los archivos, he subido las fotos. También me he matriculado en un curso de diseño web online y he aprobado las dos primeras unidades didácticas. Y luego me he metido en la página de Acnur y, cuando me he querido dar cuenta, eran las nueve de la noche. Y sin noticias de John. Tenía intención de esperarle para cenar, pero estoy desmayada, para qué engañaros.
Voy a la cocina mientras le escribo un wasap.
Mientras tú salvas el mundo,
yo me rindo y ceno sin ti.
Intentaré esperarte despierta.
Si no lo consigo…, despiértame tú.
Le doy a la flechita de enviar al tiempo que empujo la puerta y me encuentro con Consuelo sentada a la mesa del fondo. Está viendo la televisión mientras cose un vestidito.
—Buenas noches, Consuelo.
—Buenas noches, señora Rodríguez. —Deja la labor encima de la mesa y se levanta planchando con las manos el mandil blanco que siempre la acompaña—. ¿Le preparo algo para cenar?
—No se moleste, no tengo mucha hambre —miento.
Consuelo frunce el ceño y va a replicarme, pero se contiene y vuelve a sentarse.
—Como guste.
Abro la nevera y empiezo a salivar. Me apetece de todo…
—En la fiambrera de la tapa verde hay cebiche de camarón. Si le apetece algo ligero…
Joder. No sé qué es el cebiche, pero qué buena pinta… Cojo el tupper y un platito y me sirvo con prudencia.
—¿Le importa que me siente con usted? —le pregunto.
Un poco de compañía no me vendrá mal.
—No, qué va a importarme. —Sonríe y se pone a recoger la costura.
—No se interrumpa por mí. ¿Para quién es? —Señalo el vestidito.
—Para mi nieta.
—Vaya, es muy joven para ser abuela.
Consuelo se sonroja.
—Gracias, pero ya tengo cincuenta y dos años, y cinco nietos.
La miro con los ojos muy abiertos, y no solo por su prolífica progenie: es que acabo de probar el cebiche este y estoy flipando.
—Consuelo, es usted una artista. Esto está riquísimo. ¿Qué lleva?
—Ah, no, no. Un artista no revela sus secretos —bromea.
Me río con la boca llena. Consuelo retoma su labor y devuelve la atención a la televisión. American Idol hipnotiza; la entiendo.
Mi plato se acaba sin darme cuenta y, cuando me dispongo a repetir, la puerta de la cocina se abre y aparece John. Armani gris. Camisa blanca. Corbata azul. Bragas en combustión en tres…, dos…, uno…
—Buenas noches, señoras —dice con una sonrisa encantadora.
Se le ve cansado, pero más contento.
—Buenas noches, señor Taylor —dice de inmediato Consuelo.
Me levanto y dejo el plato en la isla de la cocina.
—Buenas noches, señor Taylor —bromeo.
Se acerca a mí y me da un beso en los labios.
—Hola, baby.
Consuelo se levanta y se pone a recoger.
—No lo haga, de verdad —le digo separándome de John—. Ya solo quedan cuatro cantantes por salir.
—Y el último es mi favorito —me dice ella en tono conspiratorio.
—¿Qué cenabas? —pregunta John mirando mi plato.
—El espectacular cebiche de camarón de Consuelo.
John abre los ojos de par en par.
—Dime que todavía queda.
—En el tupper de la tapa verde. —Sonrío.
Lo saca con un par de cervezas y se pone a zampárselo del recipiente directamente.
—Consuelo, pensaba que era imposible, pero te has superado.
Consuelo asiente, pero pasa de su culo; está absorbida por la tele.
—¿Quieres un poco más? —me pregunta John con media sonrisa, y me acerca el tenedor.
Me inclino desde el otro lado de la isla y cierro los ojos con placer cuando mi boca se inunda del sabor a mar y a cítricos. John rodea la isla y apoya su culito prieto en ella. Me coloco a su lado y bebo un buen trago de cerveza.
—¿Qué tal el día? —le pregunto.
—Bien. —Me coge la cerveza de la mano—. Hoy hemos avanzado bastante. La semana que viene volvemos a Madrid. —Vacía la botella de un par de tragos y abre la otra que ha sacado—. Lo único malo es que Joana se ha empeñado en organizar una cena de Acción de Gracias en su casa. Siempre cena con sus suegros, y Rose y yo nos ponemos ciegos de pollo frito, pero como este año estás aquí, quiere hacer algo especial en tu honor.
—Es mañana, ¿verdad? —pregunto. Él asiente—. Mierda, no me da tiempo a ponerme al día con la nba.
Mi cara de pánico le arranca una carcajada. Me da un sonoro besazo.
—Gracias por adaptarte tan bien a esta vida de locos.
—¿Acaso tengo otra opción?
—No, no la tienes —bromea.
La televisión se silencia y Consuelo carraspea.
—Si no necesitan nada más, con su permiso, me retiro.
John le sonríe con afecto y le da las buenas noches.
—¿Cómo ha quedado su favorito? —le pregunto.
—Le han eliminado.
—Vaya, lo siento.
Consuelo le quita importancia con un gesto de mano y me dice:
—Al final creo que le han hecho un favor: se le veía demasiado presionado.
Nos desea que descansemos antes de marcharse.
—¿Y qué hay de tu día? —me pregunta John, metiendo el tupper en el lavavajillas.
—Muy productivo. ¿Subimos a la cama y te lo cuento?
—Subimos a la cama y me lo cuentas… después.
Esa era la teoría; la realidad es que al final no le digo nada. Relacionado con el trabajo, al menos. Obscenidades suelto unas pocas durante la noche y gran parte del día siguiente, aprovechando que estamos solos en el ático. Entrada la tarde, abandonamos el modo conejo por culpa de una llamada.
John se encierra en el despacho y yo aprovecho para arreglarme para la cena en casa de su hermana, que es a las seis —¡a las seis!—. Menos mal que me he traído el vestido que me regaló. Con él me siento un pelín menos insegura. Lo cuelgo en el vestidor y entro en el cuarto de baño vestida solo con las medias, un liguero y un conjunto de ropa interior color vino. Me estoy rizando las pestañas cuando John abre la puerta del baño. Por el espejo veo cómo devora visualmente mi silueta.
—¿Y si pasamos de la cena? —bromeo, por si cuela.
Se acerca, sonriente, sin apartar la mirada. Me da un beso en el cuello y desliza su mano derecha desde mi cintura hasta mi sexo.
—No podemos, pero esta noche, cuando regresemos, será la última vez que veas enteras estas braguitas —murmura en mi oído.
Jadeo en respuesta y la sonrisa de John se vuelve lobuna. Me gira para tomar mi boca sin ningún recato. Cuando mis dedos empiezan a tironear de los mechones de su nuca, se separa.
—Llegaremos tarde… Luego seguimos.
Protesto, claro está, pero me sirve de poco, así que desisto y me meto en el vestidor. Una cosa es que le haga caso y otra, que sea capaz de contener mi furor uterino teniéndolo en la misma habitación… Milagros no soy capaz de hacer.
A las seis menos cinco estamos subiendo en el ascensor del edificio de Joana, uno muy exclusivo del Upper East Side, casi frente al museo Metropolitan. Las puertas se abren en la quinta planta y un pasillo enmoquetado nos conduce hasta la puerta donde un mayordomo uniformado nos recibe. Apenas le da tiempo a cogernos los abrigos cuando de fondo se oye una voz aguda dando gritos.
—¡Por fin! ¡Por fin!
Una jovencita castaña y sonriente embutida en un ajustadísimo vestido blanco se acerca a mí con los brazos abiertos y me estruja como si me conociera de algo.
—¡Qué alegría, Vega! Tenía tantas ganas de conocerte…
Me da un beso, otro a su hermano, me coge del brazo y comienza un tour por el apartamento.
—Hace solo un año que vivimos aquí —me dice al cruzar el recibidor—. Nos la decoró Marcelo Lucini. —Como si supiera quién es…—. Tenía una lista de espera eterna, pero gracias al apellido de mi marido nos atendió. Es mágico: dices «Whitaker» en cualquier parte y consigues lo que quieras. —Habrá que probarlo—. Mira, esta es la habitación tropical, el papel está pintado a mano…
Y a partir de aquí solo he oído «blablablá» de fondo, porque mi cabeza era incapaz de seguir la verborrea de Joana.
—Y por último, el comedor —dice abriéndome una puerta blanca doble—. Vaya, ya estás aquí. Por una vez en la vida te has decidido a ser casi puntual.
—Y tú a traer comida en condiciones y no esa mierda de diseño que nos pones siempre —dice Rose acercándose a nosotras.
Más besos y abrazos, y un chaval —porque es que tiene hasta pecas— de pelo cobrizo y altura abismal es presentado como Kevin Whitaker.
—El plato principal es una deconstrucción del asado tradicional, pero los aperitivos los he encargado en honor a Vega. Spanish food. —Joana señala, sonriente, la mesa. Hay un buen surtido de quesos, jamón, tortilla de patatas y… Vale, creo que no voy a comentar nada sobre el chili con carne.
La cena resulta francamente cómoda. Joana sigue hablando por los codos y monopolizando todas las conversaciones. Que John le pregunta a Kevin sobre el estado de su rodilla derecha, pues ella nos cuenta la vez que se hizo un esguince y no pudo competir con su equipo de cheerleaders. Que Rose me comenta que más tarde va a un concierto que dan unos amigos suyos en el East Village, pues Joana nos relata sus aventuras y desventuras en el último Coachella. Incluso llega a amenazar con ponernos las fotos cuando terminemos.
Y cumple su amenaza.
Doscientas treinta y nueve fotos, y eso que, por lo que nos dice, solo son las favoritas. Tortura medieval, sí. Y después…, ¿adivináis? ¡Bingo! Las mejores jugadas de Kevin Whitaker en lo que va de temporada.
—No te duermas —susurra John en mi oído.
Y lo intento, que conste, pero he comido tanto y el sofá es tan mullido, y hasta han bajado las luces… Así es imposible…
—¡Vega! —Pego un respingo en el asiento y miro a Joana—. ¡Se me olvidaba! —Sale de la habitación corriendo y regresa poco después con un sobrecito. Dentro hay una tarjeta azul del Great Jones Spa—. Es tu regalo de bienvenida. Me habría gustado dártelo antes —lanza una mirada que John esquiva—, pero no tiene caducidad. Puedes disfrutarlo cuando quieras. Además, sirve para cualquier clase de tratamiento.
—Muchas gracias, no tenías que haberte molestado.
—Vaya, cuánta generosidad —se burla Rose—. ¿Por qué a mí nunca me regalas esas cosas?
—Porque tú puedes pagártelas —le responde de sopetón.
Rose la mira atónita y Joana enrojece. Se le ha escapado, se le ve en su cara de apuro.
—Vega también puede pagárselo —dice John muy serio.
—Sí, claro que sí… —balbuce Joana—. Lo siento mucho… No quería insinuar que tú…
—No pasa nada. Tranquila. ¿Y qué tipo de tratamientos dices que ofrece el spa?
Joana relaja los hombros, sonríe y se pone a relatar de carrerilla todos los servicios que ofrece el centro. Cuando quiere terminar, las jugadas de su marido también lo hacen, y aprovechamos para irnos. Rose nos acompaña.
—Perdónala, es muy pesada —me dice en el ascensor—. Si necesitas algo, llámame a mí. Si la llamas a ella, se convertirá en tu sombra.
Y me parece que le voy a hacer caso. Y no porque Joana me haya llamado pobre a la cara —lo soy, y a mucha honra—, es que todavía me duelen los oídos su culpa: solo se callaba cuando comía, y usa una talla treinta y cuatro… —sí, eso también nos lo ha contado—.
En el breve trayecto de vuelta a casa John se ocupa de recordarme —al oído y con su erótica voz grave— ciertas promesas que quedaron en el aire y que tienen que ver con la destrucción de mi ropa interior.
El coche nos deja en la acera. Es el propio John quien me abre la puerta antes de tenderme la mano. Le agradezco el gesto con un beso y avanzamos hasta el portal.
—¿John Taylor?
Nos giramos los dos hacia la derecha. Una mujer de raza negra, muy joven, vestida con ropa deportiva, se aproxima hacia nosotros. John pone su cuerpo delante del mío y la mujer se detiene.
—Sí, eres tú. —Se baja la capucha que cubre su pelo trenzado y levanta la cabeza—. He venido a decirte en persona que la respuesta es no —dice en inglés, con la voz serena y decidida—. Por muchos mediadores que me mandéis, no pienso retirar la demanda. Él me violó y su castigo es la cárcel. No quiero vuestro dinero. Quiero justicia. Y he venido a decírtelo para que sientas lo que es que te acosen en tu propia casa, como vosotros estáis haciendo conmigo.
—¿Tienes algo más que decirme? —le pregunta John.
Ella niega con la cabeza. John se gira y tira de mí hasta el hall de su edificio. No me atrevo a decir nada. Primero, porque John parece a punto de estallar, y segundo, porque no tengo muy claro lo que acaba de suceder. Eso sí, creo que voy a vomitar en cuanto llegue al cuarto de baño.
Al entrar en el ático, John se mete en el despacho. Yo me voy, en shock total, al piso de arriba. Consigo no vomitar, me quito el maquillaje, el vestido y los zapatos y me pongo la bata de raso negra. En ello invierto media hora, y John sigue sin subir. Me mordisqueo las uñas apoyada en el borde de la bañera un rato largo, dándole vueltas a lo ocurrido, y me desespero. No puedo más. Me bajo a buscarle.
Toco la puerta de su despacho y un «Pasa» se escucha al otro lado. John está sentado en la silla del escritorio; la corbata descansa sobre el teclado, los dos primeros botones de su camisa están desabrochados, su pelo es un desastre y, pese a que está guapo a rabiar, su rictus es tan serio que da miedo.
—¿Te molesto? —Niega con la cabeza—. ¿Estás bien? —Vuelve a negar.
—No sé cómo ha podido dar con esta dirección —murmura—. Es un puto fallo de seguridad tremendo.
Resopla, se levanta y se va hacia el ventanal que da a la calle Chambers. Se mete las manos en los bolsillos del pantalón y mira hacia arriba.
—¿Y eso es todo lo que te preocupa? —Gira la cabeza con el ceño fruncido—. A ver, yo no quiero juzgar tu trabajo, sabes que nunca he querido hacerlo, pero esa chica… Joder, John, hablaba de una violación. Eso es muy serio.
Alza las cejas y da un par de pasos hacia mí.
—¿Crees que no lo sé? Estoy intentando que reciba la mejor compensación económica…
—Pero ella ha dicho que no quiere dinero. Que quiere que el culpable vaya a la cárcel, que cumpla la pena que le corresponde legalmente.
John sonríe con ironía.
—Eso no va a ocurrir. Ningún tribunal va a procesarle, te lo aseguro. Lo que le estamos ofreciendo es más de lo que ella podría conseguir por otros medios.
—Joder, qué asco… —mascullo entre dientes.
—Con asco o sin él, así es como funciona este jodido negocio.
—Hombre, siempre hay otras opciones…
—Sí, claro que las hay, pero comprenderás que no puedo negarme a defender a un cliente.
—¿Por qué no?
—Porque no, Vega. Porque me arruinarían a demandas en dos días. Por el amor de dios, ¿en qué mundo vives?
John se deja caer sobre la silla resoplando. Me cierro la bata con fuerza y le contesto:
—En el de las piruletas, por lo visto, pero feliz y tranquila con mi conciencia.
Me clava la mirada, gélido.
—Pues le recuerdo a tu conciencia que aceptó alegremente la compensación de Ania Yokorskaia en vez de luchar por la noble causa de encarcelarla por injurias y calumnias.
Me tambaleo. En toda la boca lo he sentido. Y lo peor de todo es que tiene razón. Soy una hipócrita. Agacho la cabeza antes de darme la vuelta.
—Vega…
—Déjalo, John. Te espero en la cama.
Salgo corriendo hasta el piso de arriba, y esta vez sí que vomito.
Cuando John regresa a la cama me hago la dormida. Yo creo que se da cuenta, pero no dice nada al respecto.
Y así, ignorándonos, nos pasamos el resto del fin de semana. Cada uno centrado en su trabajo, sin volver a mencionar el tema. No sé cuáles serán sus razones, pero las mías las tengo claras: no estoy de humor para afrentar lo ocurrido. Sé que no conozco lo suficiente el mundo de John como para juzgarlo, pero no puedo evitar que me repulse el hedor que desprende. ¿Cómo el John que yo conozco puede sentirse cómodo? No consigo entenderlo.