52

La posibilidad de elegir

El lunes volvemos a Madrid. Tengo la absurda esperanza de que la ciudad que nos unió nos devuelva un poco de tranquilidad, nos reconecte, pero otra vez su trabajo se vuelve a interponer. Costa de Marfil reclama a John, y él, siempre profesional, acude al requerimiento.

Aprovecho la mañana para pasarme por el local de la ong y reunirme con Isabel, que me enchufa toda la agenda anual de envíos, cooperantes, programas de acogida y reuniones institucionales. Quiere descargar en mí gran parte de su trabajo antes de entrar en el tercer trimestre de embarazo. Le doy las gracias por la confianza y porque es justo lo que necesitaba para bloquear al fantasma negro, con trenzas, que me acosa desde el jueves.

Por la tarde quedo con Leticia, que viene acompañada de Iván y las niñas. Siento decirlo, pero sí, son repelentes. Huyo en cuanto puedo en dirección al metro más cercano. Antes de alcanzar la parada, recibo una llamada.

—¿A que no sabes quién acaba de cobrar su primer cheque de comisiones?

—¿Sí? ¡Qué guay, Sarita! ¡Eres una crack!

—Soy la puta ama del desierto, chata. En cuatro días las tengo a todas comiendo de mi mano. Ya verás. Oye, ¿has pensado ir a Madrid en breve?

—Estoy en Madrid.

—¡De puta madre! Tira para mi casa y dime que la puerta de la terraza no lleva un mes abierta.

—Estoy casi segura de que la cerraste, pero luego me paso.

—Y me recoges el correo.

—Sí, mujer, y te limpio el polvo. Tú tranquila.

—No es necesario, pero estoy pensando en contratar a alguien. Para cuatro días que me van a dar en Navidad, no voy a gastar dos limpiando.

—¿No alquilas el piso al final?

—No me va a hacer falta. —Baja la voz—. Tía, el cheque era de cinco mil pavazos, y todos los gastos van a cuenta de la empresa. Si me compro más zapatos, tendré que alquilarme otro trastero.

—Joder, nena… ¿Y dónde está el truco? —bromeo.

—El truco está en que aquí no hay nada con qué entretenerme —dice, seria—. Esto es una jodida cárcel en el desierto.

—Entiendo…

—Pero tú tranquila, he ideado un plan. —Uf, qué miedo—. Me estoy camelando a la jequesa para acompañarla a los desfiles. Milán, Londres, Nueva York… ¡Cari! ¡Nueva York! ¡¡¡Las dos juntas!!! ¿Te imaginas?

—¿¡Que si me lo imagino!? Acabo de pegar tal brinco que me he torcido el tobillo. ¿Cuándo es la próxima?

—Espera, que lo miro.

Esta noche, cuando he ido a casa de Sara con un escueto «Not so bad. Fucking busy» por parte de John, no me he querido marchar. He bajado al chino a por comida, me he puesto al día con la telebasura patria y he dormido entre las sábanas que todavía huelen un poquito a mi amiga.

Al día siguiente no encuentro motivos para abandonar el piso. Es más, aunque a John le digo lo contrario, no salgo de casa de Sara en varios días. El único que consigue moverme de allí es Erik. No puedo negarme a quedar con él. Y tampoco quiero. Su cara de alegría al verme, la ilusión con la que me cuenta que Francesco está a punto de recuperar su vida brillan más que las luces navideñas que nos acompañan en el paseo por el barrio de las Letras. La fe que tiene en su amor es contagiosa, me hace aferrarme al mío y, después de despedirnos con un abrazo, regreso al Wellington, pero antes de subir a la suite me dirijo a la piscina. Una sonrisa nostálgica se dibuja en mi cara cuando observo el reflejo de mi cuerpo en bañador ondulando en el agua. Aquí Drago se quitó la máscara y me enseñó a Francesco. Le echo tanto, tanto, tanto de menos… Tantísimo, que nado como en mi vida. Nado por él y por mí. Convierto cada brazada en una señal tangible de que el esfuerzo se recompensa. De que tu cuerpo puede pedirte que te rindas, pero tu cabeza puede gobernarlo, hacerte libre. Y con esa idea regreso a la suite y me pongo a trabajar, pero no solo buscando refugio, sino creyendo en lo que hago y dándole el lugar que se merece en mi vida.

Erik vuelve a contactar conmigo una semana más tarde. Le invito a que se pase por la suite, porque estoy empantanada con un informe. A eso de las cuatro, con el cafetito recién puesto, Ray of light sonando en el portátil y el archivo sobre envíos bloqueados por el estado de Marruecos abierto, unos golpes suenan en la puerta de la habitación. Me levanto, me recoloco la goma de los pantalones baggy, me estiro la camiseta de John y me aprieto la coleta. ¿Quién será?

—Ciao, bella.

—Pero…

Le miro unos segundos y me lanzo a su cuello haciéndole retroceder un par de pasos. Veo por el rabillo del ojo a Erik.

—Perdona que asfixie a tu novio, pero le he echado tanto de menos…

Erik se ríe y Fran me abraza más fuerte, me eleva y me gira, sosteniéndome en alto.

—Lo he logrado, bella. ¡Estoy limpio!

Le obligo a que me baje a base de mover las piernas.

—¿Sí? ¿De verdad? ¿Te han dado ya el alta o el carnet de exyonqui o lo que sea que te hayan dado?

Francesco se carcajea y me empuja hacia el interior de la suite.

—El carnet de exyonqui —repite entre risas—. Se lo voy a decir a mi padrino en la próxima reunión: le va a encantar la idea.

Erik cierra la puerta y me voy hacia la cafetera.

—¿Un espresso y uno con leche?

Pasamos la tarde en la terraza, hablando. Francesco nos cuenta con todo lujo de detalles sus meses en el centro. Salió ayer y ya parece otro. Ese que no pierde la sonrisa y tiene mil planes entre manos. Erik está eufórico, se le nota, y verlos tan felices me llena el pecho de esperanza. Cenamos en la suite, y entrada la madrugada me dejan sola. Fran se va preocupado por mí, también se le nota; de hecho, hemos quedado mañana para pasar el día juntos. Creo que es mi turno de confesarme y responder a las preguntas sobre John con algo más que monosílabos.

Fran se presenta en el hotel a las siete de la mañana: dice que quiere aprovechar el día. Yo me acuerdo de sus muertos, pero le doy la razón. Con el ritmo de vida que llevo últimamente, no sé cuándo podremos disponer de un día entero para nosotros. Mientras desayuno, trazamos la hoja de ruta: nadar, compras, comida… y lo que surja.

En Hugo Boss, con Fran mosqueado porque ha engordado y ya no le quedan igual los trajes —tonterías suyas, yo le veo igual de potente que siempre—, Me and Bobby McGee empieza a sonar en mi bolso. La primera llamada de John en varios días. Puede ser por algo muy bueno o muy malo. Cojo aire.

—Hola. ¿Todo bien?

—No del todo, pero lo suficiente como para poder marcharme. Vuelo a Madrid en una hora.

—¿Sí? ¡Genial! ¿Te recojo en el aeropuerto? Estoy con Francesco, pero no creo que le importe.

—¿Francesco está fuera ya?

—Sí, sigue con el programa y todo eso, pero ya le han soltado.

—Me alegro por él, y por ti. Sé cuánto le has echado de menos.

Me enternezco.

—No tanto como te estoy echando a ti.

Baby… —susurra, e inspira hondo—. Ahora no puedo ser todo lo elocuente que me gustaría, pero te prometo que hablaremos, ¿vale?

—Vale. —Sonrío.

—Te quiero.

—John… —Me tiembla ligeramente la barbilla, y me obligo a sosegarme—. Entonces, ¿a qué hora te recojo?

—A ninguna. Estoy seguro de que tenías planes con Francesco. Cuando llegue al Wellington te llamo y me reúno con vosotros.

Cuelgo con un cosquilleo de ilusión en mis tripitas. Estamos bien. Volveremos a conectar.

Después de que Fran arrase con media boutique, nos vamos a comer. El café nos lo llevamos puesto y, en un paseo muy similar al primero que dimos juntos, nos perdemos por las calles de Madrid y divagamos sin rumbo y sin intención ninguna. Solo compartiendo el placer de caminar juntos. De hacer juntos el camino.

—¿Eres feliz? —me pregunta tras un rato en silencio.

—Joder, Fran. Menuda preguntita…

—Es la única importante que todavía no te había hecho. —Sonríe—. Cuéntame, ¿lo eres?

Hago un mohín.

—Últimamente un poco menos.

—¿Por qué? —Me coge la mano y la aprieta.

—No sé muy bien por qué. Supongo que no termino de adaptarme a tantos cambios. Creo que voy en buena dirección, pero me siento bastante hipócrita, en general.

—¿Hipócrita?

Agacho la cabeza.

—Trabajo en una ong que se ocupa de las necesidades más básicas de miles de personas desde una suite de lujo o un ático en Manhattan. Siento que estoy viviendo una vida que no me pertenece. Y lo peor de todo es que sentirlo quiere decir que soy una desagradecida, que me estoy quejando por algo que cualquiera querría vivir… —Resoplo—. Entiendo totalmente las intenciones de John y las comparto, de ninguna manera habría accedido a esta vida de locos si no fuera así, pero es que la vida de John no es la mía. Yo no me siento cómoda. Solo represento un papel cuando estoy en su mundo, y me da un miedo terrible terminar creyéndome mi comedia y convertirme en alguien que no soy.

—¿Y sabes quién eres?

—Seguramente no, pero sí sé quién no quiero ser.

Fran asiente y cavila un rato en silencio.

—¿Crees que hay alguna posibilidad de que John se replantee su trabajo?

Le miro sorprendida y mi amigo me sostiene la mirada. Habla en serio.

—No lo sé… —titubeo—. De todas formas, yo no puedo pedirle que lo haga.

—¿Por qué no? ¿Acaso tú no has renunciado al tuyo?

—Ya, pero no es lo mismo. A mí el trabajo no me suponía algo central en mi vida.

—Para John tampoco. Tú eres su centro, Vega.

—No puedo pedírselo, Fran.

—No puedes porque te niegas a exigir lo que mereces. Prefieres crearte expectativas que, cuando no se cumplen, te provocan frustración y así puedes culpar a otros por lo que tú no has hecho. —Me suelto de su mano. Él me detiene—. Si necesitas que John relaje su ritmo de trabajo, o incluso lo deje, para que vuestra relación funcione, tienes que decírselo. Al menos tienes que darle la posibilidad de elegir.

—¿Pero tú te escuchas, Fran? ¿Qué le digo, «Tu trabajo o yo»?

—¿Qué tal «Trabajar o vivir»?

—Esa pregunta te la podrías hacer tú también.

—A mí el trabajo no me impide para nada disfrutar de la vida.

—¿Ah, no? ¿Y por qué no sales del armario?

—Porque soy un cobarde. El que sea futbolista es la excusa.

—Yo no creo que seas un cobarde. —Le miro con ternura—. Solo tienes miedo. Y es absurdo, porque la gente que te admira y la que te conoce te va a respetar, y el resto… Al resto, que les peten. No tienen derecho a opinar sobre tu vida.

Fran me pasa un brazo por los hombros y reanudamos la marcha.

—Quiero hacerlo, bella. ¿Crees que seré capaz? —susurra.

—Claro.

—Pues yo también creo en ti, Vega Rodríguez. Y algún día tendré el inmenso honor de llevarte hasta el altar donde te espere John Taylor.

—Anda, no te flipes. De momento llévame hasta un baño, que el frapuccino pide salir.

—Vamos, meona. Mientras, llamo a Erik. —Sonríe ilusionado—. Creo que es la primera vez que vamos a tener una cita doble.

—Pero no la última —le guiño un ojo.

A eso de las seis y media estamos muertos de frío detrás de la Casa de Fieras. Bueno, muerta de frío estoy yo; la parejita parece ser ajena al invierno. Fran intenta posar al lado de una ardilla y Erik lo trata de inmortalizar todo, pero no hay manera: las ardillas de El Retiro saben más que los ratones colorados; como no les dé comida, o un par de euros, no hay foto.

Apago el cigarrillo y tiro la colilla en una papelera antes de mirar el móvil por enésima vez. John me ha dicho hace un rato que venía hacia acá… Cuando levanto la mirada de la pantalla, le veo. Camina por el sendero, con los vaqueros desgastados y la cazadora de cuero. Va dejando mujeres desmayadas a su paso y haciendo florecer las plantas. Menudo espectáculo… Echo a correr, como en las películas, dispuesta a lanzarme a sus brazos, pero la arena húmeda del camino decide boicotearme y termino panza arriba. John sale corriendo a rescatarme, se cerciora de que estoy bien y le entra un ataque de risa de campeonato. Fran empieza a aplaudir y a pedir que lo repita. Erik me enseña la cámara y me dice que lo tienen grabado.

Hijos de Satanás…

—Oh, qué valientes… Tres tíos como tres castillos riéndose de una pobre mujer… un poco torpe. Ya podréis, ¡cabrones!

Ellos se ríen más fuerte y yo me limpio con dignidad el trasero y les presento a mi dedo corazón derecho.

—Ya os pillaré por separado, ya…

—Yo no te he dicho nada —se defiende John.

—¡Pero te has reído!

Todavía hay chuflas con mi accidente cuando nos vamos a cenar al Don Giovanni. Todo de fábula, como siempre. Solo reproducen el vídeo de mi caída dos veces. La tercera consigo impedirla armada con una botella vacía de agua mineral. Creo que nunca me he reído tanto en una cena. Los hidratos, las carcajadas y el amor, del grande, que se respira en la mesa consiguen alejar las preocupaciones. Nos despedimos entrada la madrugada con la promesa sincera de repetir la velada. Todos juntos. Pronto.