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The sauna

Apenas unos días después de reencontrarme con Fran, el trabajo de John nos obliga a volver a Nueva York. Estoy tentada de no acompañarle esta vez, pero no podrá regresar hasta mediados de enero y mi conciencia no me permite dejarle solo en Navidad y Año Nuevo.

Resultan ser las fiestas más tristes de mi vida. Y eso que mi padre, antes de que nos abandonara, ya nos dio más de una Nochebuena. Pero estas se llevan la palma, porque tanto ir y venir, tanto perder el rumbo sobre la dirección que está tomando mi vida, me eleva la ansiedad, me baja las defensas y me hace cogerme una gripe de las gordas. Empiezo el año abrazada a la taza del váter, vomitando jarabe en vez de alcohol, como la gente normal. John esa semana no va a la oficina, pero prácticamente se pasa el día encerrado en el despacho.

Y, llegados a este punto, os preguntaréis: «¿No empiezas a odiar con todas tus fuerzas la obsesión de John por el trabajo?». Pues sí, con todas ellas. Tanto, tanto que hasta empiezo a dudar de que haya acertado aceptando esta vida nómada. Si no fuera porque le quiero más de lo que he querido nunca… Porque le quiero, sobre eso no tengo dudas. Así que no paro de repetirme que el amor puede con todo y que, antes o después, esto no será más que una época confusa que conseguimos superar. Ahora solo me falta creérmelo…

Lo bueno de vivir con un workaholic es que tengo mucho tiempo para mí. Y para la ong. Prácticamente, he asimilado las funciones de coordinadora, ya me llevo estupendamente con la web y mi árabe ha mejorado una barbaridad, al menos, en cuanto a comprensión y vocabulario, porque la caligrafía se me sigue dando regular. Y eso que me esmero. Hoy, sin ir más lejos, llevo ya cinco horas metida en el despacho del ático, practicando. Mi cabeza se resiente, pero no desisto. Como con John. Lo único que me hace tomarme un descanso es una llamada de Francesco.

Ciao, bella. ¿Qué haces?

—Intento escribir algo legible en árabe, ¿y tú?

—Llamarte.

Me río.

—¿Y me llamas para algo en concreto o solo para vacilarme?

—Te llamo para saber cómo llevas la adicción al trabajo de tu novio y para darte una noticia.

—¿Qué noticia?

—Tú primero. ¿Qué tal con John?

Resoplo.

—Pues seguimos un poco igual…

—¿Has hablado con él?

—No.

—Y no vas a hacerlo —afirma.

—No creo.

—Pero, Vega…

—¿Y tu noticia?

—Ha sido un cambio de tema demasiado evidente, pero… Está bien, te lo diré. —Carraspea—. La próxima semana estate atenta a la televisión. Voy a dar una rueda de prensa… con Erik.

—¿¡Qué!? —chillo, loca de contenta.

—Sí, bella, vamos a hacerlo.

—Me alegro tanto, Fran…

—Yo espero poder alegrarme también.

—Seguro, tú tranquilo, ya verás cómo todo sale bien.

Dos golpes se oyen en la puerta del despacho.

—Un segundo, Fran —Me separo del móvil—. Adelante.

John aparece con gesto serio. Entra y cierra la puerta tras de sí.

—Fran, tengo que colgar. Mañana te llamo.

Ciao, bella. Y hazme caso: habla con él.

Abandono el móvil encima de la mesa, entre los folios con los intentos de caligrafía.

—¿Va todo bien? —le pregunto.

John hace un puchero.

—Odio pedirte esto, pero necesito el despacho unas horas.

Me levanto sorprendida y me pongo a recoger mis chismes.

—Sí, sí, claro que sí… Es tu despacho, faltaría más. —Me lleno los brazos de apuntes, el móvil, un par de bolis—. A lo tonto te he invadido… —murmuro avergonzada.

—Tenemos que organizarnos. Luego lo hablamos tranquilamente, pero he pensado en reformar una de las habitaciones de arriba para que puedas trabajar en ella.

Sonrío y asiento.

—Luego lo hablamos.

Le doy un beso al llegar a su altura. John deja otro en mi pelo y abre la puerta. La sección americana de los Men in Black esperan. Me voy con mis trastos al salón de arriba y allí me quedo hasta que John sube a por mí.

Baby, es muy tarde. ¿Has cenado?

—No —farfullo, más dormida que despierta—, tengo sueño.

—Venga, pues vamos a la cama —dice cargándome en sus brazos.

La mañana siguiente ni le veo. Me resigno, me pongo un café y un trozo de bizcocho y desayuno revisando las resoluciones sobre el censo del Sáhara Occidental. El bizcocho no llego a terminármelo, no os digo más. Como no quiero seguir cabreándome con un tema tan sumamente injusto, cambio de tercio y prosigo con el enrevesado alfabeto árabe.

A mediodía me acerco a la cocina, con la cabeza como un bombo y bastante baja de moral. Me cruzo por el pasillo con Geoffrey, que me informa de que va a limpiar la piscina. A Consuelo la encuentro en la isla de la cocina con las manos en la masa literalmente.

—Hola, Consuelo.

—Hola, señora Rodríguez. ¿En qué puedo servirla?

—Llámeme Vega, por favor. Y no se preocupe, está usted ocupada. Solo quería un sándwich.

Abro la nevera.

—De verdad que no es molestia. Al contrario.

—Se lo agradezco, pero necesito hacer algo más que estudiar letras raras —digo cogiendo un poco de queso en lonchas, fiambre y un tomate. Me pongo a hacerme el sándwich y Consuelo me mira con un poco de pena.

—El señor Taylor regresa esta tarde, ¿no es cierto? —pregunta, creo que por animarme.

—Sí —digo sin mucho ánimo—. Me ha escrito un mensaje y me ha dicho que intentará llegar sobre las seis. Pero está en Washington: allí nunca se sabe…

—Tanto trabajo, tanto trabajo… —murmura—. Hay hombres que no entienden que el dinero no puede comprar el tiempo.

Tiene tanta razón…

—Cambiar de hábitos no es fácil —digo haciendo de abogada del diablo.

—No, no lo es. —Asiente—. Qué bien que usted le acompañe, señora Rodríguez. El señor Taylor parece otro desde que usted apareció.

—Yo también lo soy, se lo aseguro.

Inspiro hondo y le pego un mordisco al sándwich.

—¿Echa de menos su tierra? —La miro extrañada, y se corrige enseguida—. Perdone, no debería ser tan preguntona…

—No, tranquila. Solo me ha sorprendido su pregunta. —Pienso un instante—. Lo cierto es que no sé qué echo de menos, pero algo me falta… Tierra, quizá eso sea lo que necesito. Llevo tanto tiempo en el aire que a veces me cuesta tomar constancia de dónde está mi sitio.

—Yo he vivido en muchos países. Y sé que este no será mi último lugar. Pero allí donde esté el corazón de la gente que quiero estará mi casa.

Me entristezco. Yo tengo el corazón tan repartido por el mundo que no sé ni por dónde anda.

—¿Le puedo aconsejar algo? —me pregunta.

—Claro.

—Tómese el resto del día para usted. Vaya de compras o a la peluquería o a dar una vuelta por el parque. Lo que se le antoje. A veces nos damos tanto a los demás que nos olvidamos de nosotros mismos.

—Jo, Consuelo, qué nombre más apropiado le pusieron.

Ella se ríe, como si fuera una chiquilla, y sigue con su masa.

Me termino el tentempié, subo al vestidor y busco en el bolso el bono que me regaló Joana. Es tan megaexclusivo que no aparece escrita ni la dirección del spa. Solo el nombre, muy brillante y reluciente, en un cartoncito negro con el canto plateado. Podría buscarlo en internet, pero temo equivocarme y terminar en un barrio chungo —mis fobias, ya sabéis—, así que me animo a llamar a Rose. Ella me dijo que lo hiciera si necesitaba algo, ¿no? Pues necesito llegar al spa con todos mis órganos vitales en su sitio.

Cuando cojo el móvil me doy cuenta de que no memoricé su número, y no quiero molestar a John para pedirle el teléfono de su hermana. Cojo la tarjeta de Taylor Group y consigo localizarla en la oficina. Media hora más tarde, una asistente me llama para confirmarme la cita en el Great Jones Spa.

Como no está demasiado lejos, decido ir andando. Me calzo las deportivas, unos pantalones de yoga, una camiseta de tirantes y una sudadera y guardo en una bolsita mi bañador y un neceser. Mi ánimo mejora al salir a la calle: hace buen día y Broadway está a tope de gente. Casi me da pena llegar tan pronto a mi destino.

El interior del spa es un pequeño oasis. Piedra viva, ladrillo rojo cocido y plantas en cada esquina. Charlo un ratito con una empleada muy amable en español —ole por ella— y termino decidiéndome por una cura de agua con river rock sauna. Suena genial, ¿verdad? El water lounge es una pasada. Tiene dos mil tipos distintos de masajes, piscinas de agua salada, de distintas temperaturas… Y la sauna, que, aunque un poco espartana, le viene a mi cuerpo de cine.

Estoy medio derretida encima de un poyete de piedra gris, más relajada de lo que he estado en mi vida, cuando la puerta de madera se abre. Me cierro la toalla sobre el pecho y me incorporo, adoptando una postura más recatada. Cuando miro la cara de mi nueva compañera de sauna, me quedo a cuadros. Me cago en mi suerte.

—Hola, Vega, qué casualidad —dice con su característico tonillo nasal y una sonrisa burlona.

—Hola, April.

Me recoloco el pelo mojado como buenamente puedo y clavo la mirada en la pared de enfrente.

—¿Vienes mucho por aquí? —me pregunta.

Estoy por ignorarla y pirarme, pero no me da la gana. Yo he llegado primero, que se vaya ella, así que solo la ignoro.

—No te he visto nunca antes, y este no parece un sitio de tu… clase.

Cierro los puños y me clavo las uñas en las palmas de las manos. Autocontrol, Vega, autocontrol.

—Vaya. No te muestras muy comunicativa. —Me mira con cara de pocos amigos—. Bien, pues como me consta que John está en Washington y no va a poder llegar a lomos de su corcel blanco para salvarte, ahora me voy a permitir terminar con la conversación que empezamos en el hotel Kimberly.

—No te molestes. No me interesa.

Me levanto, dispuesta a irme. Ya me da igual que yo haya llegado primero: no quiero a esta tiparraca delante y punto. April también se levanta, y un poco desconcertada mira de un lado al otro.

—¡Tienes que escucharme, Vega! —me chilla.

Yo paso de su cara de moco y me voy hacia la puerta. Cuando estoy a punto de alcanzarla, April agarra mi toalla y la tira al fondo de la sauna.

—¿Pero qué haces, pedazo de loca? —le grito tapándome las vergüenzas.

Me voy al rincón donde ha terminado mi toalla y, cuando me doy la vuelta, April ya se ha marchado. Pues, mira, mejor, así me ahorro tener que cruzarle la cara de un guantazo. Me coloco la toalla, me voy hacia la puerta y… no abre. Tiro otra vez, y nada. Tiro, una y otra vez, y nada de nada. Está cerrada por fuera.

—Esto es de coña —murmuro entre dientes.

Agarro el saliente de madera con más fuerza y empujo y tiro tratando de que la puerta ceda, inútilmente. Empiezo a aporrearla con ganas.

Help! Help, please!! —grito, supongo que alguien me oirá.

Repito mi llamada de auxilio varias veces, pero no recibo respuesta. Empiezo a agobiarme. Hace un calor tremendo. Debo de llevar más de media hora aquí dentro, y no puede ser bueno…

—April!! Open the fucking door!!! Right now!!!

Como la coja de los pelos, la arrastro por todo Manhattan.

Empiezo a hiperventilarme, me queman los pulmones, la adrenalina me está mareando. Me aparto de la puerta y me acerco a los cubitos de agua; está ardiendo, pero, aun así, me humedezco la boca y los orificios de la nariz. Noto que me abrasan. Vuelvo a la puerta y la aporreo y le meto patadas sin control.

Help!!! ¡¡¡Que alguien me ayude, por favor!!!

Me desplomo contra el suelo. Tengo que respirar. No puedo desmayarme… Empiezo a sollozar. Voy a palmar aquí, lo presiento. Para una jodida vez que voy a un spa en Manhattan y logro encontrar mi muerte… Ya estoy viendo mi epitafio: «Nació, creció (pero poco) y no llegó a reproducirse porque una sauna se cruzó en su camino». Espero que mi espíritu se quede entre las paredes del spa y aterrorice a las pedorras de la calaña de April. ¡Jodida lunática homicida!

Bostezo.

Jo, qué sueño tengo de repente, ¿no?

Apoyo la cabeza en la puerta y cierro los ojos.

No me duermo, palabrita, solo descanso un poco la vista…

—Ya vuelve en sí —oigo decir a alguien que habla como en balleno: «Yaaaa vuuuuelveeee eeeen síííí».

—Vega, ¿puedes oírme? —pregunta otra voz masculina.

Intento abrir los ojos, pero no puedo.

—¡Me he quedado ciega! —grazno con la boca seca—. ¡Mis ojos! ¡¡No veo!!

—Tranquila, Vega, tranquila. Solo tienes una compresa tapándote la cara, ¿ves?

Algo fresquito se separa de mi rostro y vuelvo a ver, todo borroso. La piel me escuece.

—Vale, vale, pero pónmelo otra vez. —El hombre sonríe y me hace caso.

Ay, qué descanso.

—¿Sabes dónde estás? —me pregunta.

—Eh… ¿en un spa?

—No, señora Rodríguez —dice el balleno, que ya no habla tan despacio—. Está en el Lenox Hill Hospital. Ha tenido usted un accidente en la sauna del spa. Debió de desmayarse. Cuando el personal se dio cuenta, estaba ya deshidratada. Está recibiendo una solución por vía intravenosa. La quemazón de la piel le bajará en un par de horas con las compresas que le hemos aplicado. Ahora debe descansar.

—Vale —le digo con vocecita. Oigo los pasos de al menos dos personas alejándose y la puerta cerrarse. Un suspiro—. ¿Hay alguien ahí?

Trato de levantarme la cataplasma de la cara.

—No te lo quites. Soy yo, Rose. Llamaron al número que efectuó la reserva cuando te encontraron. ¿Cómo estás?

—Pues… no sé. Viva…, creo.

—Los análisis han salido bien. No saben por qué te has desmayado. ¿Te acuerdas de algo?

—¡Claro que me acuerdo! ¡¡Ha sido April!!

—¿Qué April? ¿April Blunt?

—Esa.

—Vega —murmura acercándose, y noto que se sienta en mi cama—. Has pasado un buen rato sin conocimiento, puede que estés desorientada…

—No, Rose. April me dejó encerrada en la sauna. Quiso hablarme mal de tu hermano y, como pasé de ella, se le debió de ir la cabeza y me encerró. Grité un montón e intenté abrir la puerta de mil maneras, y luego me entró sueño… y me he despertado aquí.

—¿Estás segura de todo eso? No es que desconfíe de ti, ni que no la crea capaz, pero, qué casualidad, ¿no? Encontraros en el mismo spa, con la de ellos que hay en Manhattan…

—Eso pensé el día del hotel Kimberly, cuando también nos encontramos por casualidad.

—Me lo contó John. Es todo muy raro… —Calla unos segundos y luego me agarra la mano—. Pero tú tranquila, ya daremos con la solución. Ahora lo que me preocupa es cómo va a reaccionar mi hermano cuando se entere.

—¿No le has avisado?

—No, lo he intentado cien veces, pero no he podido localizarle. Está en Washington…

—Lo sé. —Y April también lo sabía. Pienso un instante—. Rose, ¿puedo pedirte un favor?

—No lo dudes.

—No se lo digas a tu hermano, por favor. Al final no ha pasado nada, y no quiero que esa pécora consiga lo que quiere, que está claro que es la atención de John. Dejémoslo pasar, va a ser lo mejor. Él está demasiado ocupado como para tener que preocuparse de algo así.

Estoy segura de que ignorarla es lo que más le va a joder. Además de que funciona: no he vuelto a recibir más mensajes amenazantes.

—Pero, Vega… John tiene derecho a saberlo…

—Sí, sí, y se lo diré en su momento. Cuando todo esté más tranquilo. —Me levanto la compresa y trato de enfocarla—. Por favor…

Rose levanta las manos en señal de rendición y asiente.

—No sé si es lo correcto, pero es tu decisión. No se lo diré.

—Gracias, Rose.

—No me las des todavía, déjame encargarme de April primero.

—Tranquila, de esa ya me encargaré yo.