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Behind blue eyes

Lo bueno de vivir con un adicto al trabajo es que, si su exprometida intenta acabar contigo dentro de una sauna, él no se va a dar cuenta de las secuelas porque estará demasiado ocupado. También es cierto que dichas secuelas tampoco son relevantes. Un poco de enrojecimiento en la piel que, al cabo de unos días y mucha crema hidratante, desaparece. Justo al contrario que mi sed de venganza. ¡Maldita chiflada! No sé cómo me las voy a apañar, pero se va a enterar. Os lo aseguro.

Pero, bueno, hoy no es día para planear venganzas. Hoy es un día para celebrar que mi mejor amigo va a dar un paso decisivo en su vida. Estoy supernerviosa. Y él también. Me ha mandado ya media docena de audios en los que rozaba la histeria. Ahora, la que está a punto del parraque soy yo. Ya debería haber empezado la rueda de prensa. He actualizado Instagram un millón de veces, pero nada. El directo que me dijo Fran que iba a emitir su cuenta todavía no aparece.

Un momento…

Se pone en rojo el circulito de su foto.

Ay. ¡Ay!

Pulso sobre el triángulo de play y en pantalla aparecen Fran y Erik. Están sentados tras una mesa con incontables micrófonos encima. Un panel blanco a su espalda le da aspecto de rueda de prensa, pero no hay nada de publicidad. Fran le dedica una mirada cómplice a Erik, carraspea y comienza a hablar:

—«Nos alegramos de veros a todos aquí, pero preferiríamos no haber tenido que convocaros. Hoy es un día emocionante y triste a la vez para nosotros. Emocionante porque hemos decidido compartir con vosotros nuestro amor, y eso nos hace felices. Y triste porque, en otras circunstancias, esta rueda de prensa estaría de más. No queremos escondernos ni seguir mintiendo. Creemos que nos merecemos vivir nuestro amor con igualdad, por eso os rogamos respeto y tolerancia. Nosotros somos los mismos, solo que ahora estamos completos».

Un silencio sepulcral da paso a un aluvión de preguntas. Salgo de la aplicación y suelto el móvil sobre la mesa del despacho de John. Estoy llorando como una Magdalena. La cara enternecida de Erik mientras miraba a Francesco. La fuerza de las palabras de mi amigo, su entereza. La luz que brillaba en los ojos de ambos cada vez que sonaba un «nosotros». Han dado un paso enorme y, aunque me jode que esta sociedad los haya obligado, me alegro por ellos. Su valentía bien vale la libertad que acaban de alcanzar.

Recupero el móvil para enviarle un mensaje.

Estoy tan orgullosa de ti…

Envío la frase incompleta porque apenas veo las letras con tantas lágrimas. Uso el cuarto de baño de la planta para refrescarme un poco y, de vuelta al despacho, tengo una llamada perdida. Me apresuro en marcar.

—Espero que tengas una buena excusa para no haberme cogido el teléfono.

—Estaba llorando a mares por tu puta culpa.

—La culpa es del destino, bella. Nosotros siempre estaremos unidos por el agua.

—No te pongas intensito, por favor, que bastante sensible estoy ya —sollozo—. Enhorabuena, amigo. Lo que acabas de hacer… —El hipo sacude mi pecho—. Has sido tan valiente… En todo. Eres un ejemplo. Para mí y seguro que para millones de personas…

—Para, para —murmura—. Yo no soy ejemplo de nada, bella. Solo soy un hombre enamorado. Su amor, y también el tuyo, lo han hecho posible. Nada más.

Empiezo a llorar a moco tendido.

—Como me gustaría estar allí para vivir esto contigo… —logro decir.

—Estás aquí conmigo. Te llevo bajo la piel desde que te conocí. Siempre va a ser así. —Solloza y luego se ríe—. Hemos conseguido hacer llorar a Erik.

—Dale un beso gigante de mi parte, por favor. Tienes un hombre maravilloso a tu lado, lo sabes, ¿verdad?

—Soy consciente. Ahora, por fin, lo soy. —Suspira.

—Te quiero mucho, Fran.

—Y yo a ti, bella. Gracias por ayudarme a vivir de verdad.

Cuando John regresa al ático, bien entrada la tarde, se sorprende de que no esté estudiando árabe. Bueno, por eso y porque estoy bailando un foxtrot ligero en medio de su despacho. Igual no ha sido tan buena idea beberme el segundo pacharán…

—¿Sinatra? —me pregunta con una sonrisa.

—Me la ha enviado Fran —digo en mi defensa—. No está tan mal…

Dejo el vaso encima del escritorio y me acerco a él canturreando. Me abrazo a su cuello y, sonriéndonos, bailamos al son de I’ve got you under my skin.

—Ojalá pudiera verte siempre tan feliz —susurra en mi oído.

Hundo la cabeza en su cuello y me lleno de su delicioso aroma. John me aprieta contra su cuerpo y me besa. Conquistando mi boca con decisión. Con necesidad. Me envuelve entera, me lame los labios y me suelta para darme un giro digno de exhibición. Río por la pirueta y regreso a sus brazos, justo cuando la canción termina.

—Jo, ahora que le iba pillando el tranquillo —me quejo.

—Voy a ponerte otra, a ver qué te parece.

Se aproxima al escritorio, y no puedo evitar seguirle. Modo lapa on. John se inclina sobre la mesa, concentrado en la pantalla, y yo me muerdo el labio admirando su perfil. Es tan jodidamente guapo…

—Aquí está —dice.

Una guitarra solitaria comienza a dibujar una melodía suave. John me agarra de la cintura y me sienta sobre el escritorio. Clava sus ojos en los míos y acaricia con sus pulgares mis caderas mientras una voz masculina canta que nadie sabe lo que es ser el hombre malo, detrás de los ojos azules. Me aferro a sus antebrazos con un ligero temblor.

But my dreams they aren’t as empty, as my conscious seems to be —tararea John con su voz grave, acompañando a la perfección al cantante, y me sonríe con timidez.

Acerca su boca, despacio, y me besa; apenas un roce. Pega su frente contra la mía e inspira hondo.

—Lamento que las cosas no estén siendo como esperábamos —murmura.

Y hay tanta tristeza de pronto en su voz que mi instinto me pide aliviarle.

—Hagamos este momento nuestro, y lo que venga después… ya lo afrontaremos.

John me mira con mucha atención unos segundos; la luz vuelve a sus ojos azules y las yemas de sus dedos se hunden en mi piel.

—Nunca dejaré de quererte, Vega. Never —murmura.

Y la entrega con la que me besa después me hace creer que sus palabras son ciertas. Me obliga a olvidar las dudas, la falta de contacto, la oscuridad de su mundo.

El ritmo de la canción crece, al igual que nuestros besos. La ropa ya no cumple su cometido, y en vez de proteger, asfixia, estorba y, simplemente, termina desapareciendo.

John me tumba sobre su escritorio, se coloca entre mis piernas y recorre con su mirada todo mi cuerpo. Acaricia mi cara, el valle de mis pechos, mi vientre, mi húmedo sexo.

Keep me warm —recita, y esa misma frase se repite en la canción.

—Ven —le pido.

Se tumba sobre mí, me abrazo a su cuello y beso la curva de su mandíbula, tan suave, su mentón, su jugosa boca. John agarra su miembro y lo desliza de una vez dentro de mí, hasta lo más hondo de mi sexo.

La canción termina, pero no nuestras ganas. Ya no se escuchan las guitarras, así que llenamos el despacho de gemidos, de susurros, de respiraciones jadeantes, de silencios que dicen más que las palabras. Cada vez que John se hunde en mi interior y aprieta mis caderas, algo dentro de mí se va llenando de felicidad.

Fuck, baby —gruñe en mi oído.

Se incorpora llevándome con él y me abraza, desesperado. Muerde mis labios, su lengua no deja un rincón de mi boca sin explorar y sus manos manejan mi cuerpo a su antojo. Siento su miembro deslizarse sin tregua una y otra vez en mi interior y grito, buscando liberarme, queriendo sacar de mi organismo todo lo tóxico que he ido acumulando y que solo quede en mí la dicha de sentirme completa.

—¡John! —aúllo.

Tiemblo de pies a cabeza. Me pego a él y le abrazo todo lo que puedo. John se aferra a mí de igual manera sin parar de penetrarme, haciéndome sentir cada movimiento, cada terminación nerviosa. Se separa para mirarme a los ojos. Entreabre la boca y un gemido ronco se escapa de ella. Le siento palpitar en mi interior. Cada descarga. Y luego la tibieza de su semen dentro de mi sexo.

—Vega… Baby… —musita, y vuelve a abrazarme. Como si nos hubiéramos vuelto a ver después de mucho tiempo. Con esa alegría agridulce.

Y así pasamos buena parte de la noche. Solo abrazados. Piel con piel. Reencontrándonos. Solo nosotros. Luego caemos rendidos y apenas cuatro horas después estrenamos el jueves.

John, después de la ducha y el café, está como una rosa, y yo parezco cualquier cosa menos una hembra humana. Cuando se marcha me siento tan tentada de volver a la cama que me obligo a vestirme y salir a la calle. Eso sí, me llevo el portátil, que la ong no tiene la culpa de que yo tenga sueño. En principio pienso en buscar un Starbucks, pero, cuando planto un pie en la acera y el aire se cuela por debajo de mi abrigo, me niego a encerrarme entre cuatro paredes. Cojo el metro en Bryant Park. Me doy el capricho de visitar la Biblioteca Pública de Nueva York y luego me agencio una sillita y una mesa, de esas metálicas de hierro que pesan un quintal que hay detrás de la biblioteca. Hace un frío del carajo, pero, con un café calentito y con la energía del astro rey sacudiéndome la piel, trabajo tan a gusto.

Cuando los rugidos de mis tripas empiezan a eclipsar a mis ideas, me compro un perrito y todos los periódicos deportivos que encuentro y me voy caminando a Central Park. Mientras como sentada en un banco, ojeo encantada cómo en todos los diarios hablan de Fran y Erik. Y da gusto ver lo que dicen los periodistas y sus compañeros. No sé si lo pensarán de verdad o es todo postureo, pero me siento orgullosa de su respuesta. Esa clase de reacciones me devuelven la fe en el género humano.

Al regresar al ático le llamo. Está eufórico, y no es para menos. Y también bastante nervioso: mañana Erik y él viajan a Dresde, a conocer a la familia de Erik. Yo le cuento que es muy posible que regresemos a Madrid la próxima semana, y planeamos la celebración. Por todo lo alto, pero en plan sano. A ver si con la emoción del momento va a terminar recayendo… También le cuento que el fin de semana nos vamos a North Fork. Me consta que John ha hecho lo imposible para sacar un par de días, y comparto con mi amigo la ilusión que me hace. Lo está intentando de verdad: solo espero que ningún fuego nos lo estropee…

Cuando John vuelve a casa, ya de noche, me encuentra rodeada de papeles en el sofá del salón de arriba. Estoy tan concentrada en que me salga bien la dichosa caligrafía árabe que creo que estoy hasta con la lengua fuera.

—Hola, cariño —digo muy alegre, y suelto el lapicero y el papel. Me levanto y me abrazo a su traje de Tom Ford. Y digo a su traje, porque John no parece que reciba el abrazo.

—¿Ocurre algo? —le pregunto separándome.

—Eso me lo tendrías que aclarar tú —dice, serio.

¿De qué habla?

—¿He liado alguna y no me acuerdo? —bromeo.

John mete la mano en el bolsillo de su chaqueta. Saca un sobre doblado y, de él, un par de folios.

—Esto estaba en el correo. ¿Puedes explicármelo?

Me acerco y agarro los papeles. Mierda. Es la factura del hospital. ¡Joder! Y es una pasta.

—No tenemos por qué pagarla, tramité lo de la Seguridad Social en España. Mañana me entero de cómo lo podemos reclamar…

—Vega, como comprenderás, eso es lo que menos me interesa del tema.

Agacho la cabeza.

—Ya.

Me doy media vuelta y me pongo a recoger los apuntes.

—¿Ya? ¿No vas a decirme nada más?

—Estoy bien, John. No te preocupes. Fui a un spa y me desmayé en la sauna. Me llevaron al hospital para comprobar que todo estuviera bien y lo estaba. No ha sido nada.

—¿Y por qué demonios no me lo contaste?

—Porque no quería preocuparte.

—Me preocupa más que hayas tratado de ocultármelo.

—Bueno, pues ya te has enterado, ¿no? Todo arreglado. ¿Nos vamos a la cama, por favor? Estoy cansada.

—Acuéstate; yo me ducharé primero.

Asiento y me dirijo al dormitorio empezando a dudar de mi decisión. Quizá debería contarle la verdad. Al fin y al cabo, yo no soy culpable de nada, y callándome solo consigo proteger a April…

Me meto en la cama dándole vueltas y al ratito la ducha se deja de oír. John aparece minutos después como dios le trajo al mundo. Y el Señor hizo un trabajo de puta madre aquel día… ¿Estará demasiado mosqueado como para echar un polvo sideral? Se mete en la cama y apaga la luz. Me deslizo entre las sábanas, le paso una pierna por encima y me abrazo a su torso. John me besa en el pelo y se da media vuelta. Pues, sí, lo está. A ver si mañana tengo más suerte…

A la mañana siguiente no me da tiempo ni a intentarlo de nuevo. John me da un beso fugaz, esta vez en la frente (¡en la frente!), y se despide hasta la noche. Pues nada, genial, otro día sola.

Desayuno, trabajo, me fumo un cigarrito, trabajo otro rato más, me como un sándwich, estudio árabe, me aburro tanto que quiero cortarme las venas y mi móvil suena.

—¡Sara! Jo, tía, qué alegría oírte. Llevo todo el día sola y me aburro como un mono. Cuéntame cosas.

—Pues como no te cuente el cuento de María Sarmiento, no sé qué coño te voy a contar, cari. Yo también me aburro que te cagas. Hoy hemos tenido pocas citas y ya no sé qué hacer para entretenerme. Estoy de ver series hasta las tetas… Tía, ¿por qué no te escapas y te vienes a verme?

—Ya me gustaría, pero John ahora tiene mucho trabajo. No creo que podamos en una temporada.

—Pero yo hablo de ti, no de él. ¡Vente tú!

—¿Sin él? No, tía. No es plan.

—Cari, no te olvides de vivir tu vida, aunque la compartas con él, ¿vale? Y no te lo digo por lo de venir a verme. Te lo digo porque creo que no eres consciente de a todo lo que has renunciado por seguirle. No te pierdas por el camino, Vega.

—Lo intentaré. —Oigo la puerta principal cerrarse—. Te cuelgo, nena. Creo que John acaba de llegar.