Los pies del gato
La mañana siguiente me despierto de la mano de una inesperada euforia. Antes de abrir los ojos, en ese momento en el que deambulas todavía entre los límites del sueño y la consciencia, la imagen de John se cuela en mis pensamientos. Recuerdo su atractiva cara, su sonrisa incitante, su cuerpo pecaminoso y lo que sabe hacer con él. Vuelvo a escuchar su voz, tan profunda y sugerente, anunciándome que quiere follarme fuerte, llamándome «baby», gimiendo en mi nuca. Revivo el instante en que me hizo alcanzar el cielo y la corriente eléctrica que recorrió todo mi cuerpo cuando lo alcanzó él. Evoco cada momento que he pasado a su lado… y todo me parece tan sumamente surrealista que contemplo la posibilidad de haber sido drogada en el baño del Dark y haber tenido un viaje de lo más bestia.
Cuando por fin me atrevo a abrir los ojos, me doy cuenta de que no estoy en un baño público: estoy sola en el dormitorio de la suite. Ya es de día; uno bien bonito, por cierto. El sol brilla en todo lo alto. Debe de ser tarde. ¿Cuánto he dormido? Echo un vistazo alrededor, intentando localizar algún reloj.
El estilo del dormitorio es idéntico al del salón, y al de todo el hotel en general: un clasicismo ostentoso que roza lo barroco, pero el mobiliario es escaso. Cama, mesillas, lámparas, un descalzador y una gran cómoda con espejo. Hay dos puertas, una que debe de ser la del baño y otra que debe de ser… ni idea. Y la que da acceso al salón de la suite, donde, agudizando el oído, escucho de fondo a John, hablando en inglés. Neoyorkino, encantador y dios del sexo. Quién me lo iba a mí a decir anoche… Cuando se lo cuente a Sara no se lo va a creer. Ah, no, que sigo enfadada con ella por dejarme tirada por enésima vez.
Bueno, en realidad es la primera que me deja sola del todo; otras veces suele tener la deferencia de encasquetarme a alguien. Pero da lo mismo: la cosa es que salir con Sara es saber que en algún momento de la noche puede hacer «plof» y desaparecer, como en un truco de magia en el que la varita del mago es lo único que importa. Y si es tan egoísta, pierdebragas y malamiga, ¿por qué sigo aguantándola? Supongo que os lo preguntaréis. Pues porque es mi mejor amiga, porque la conozco desde siempre y porque ha estado conmigo en lo bueno y en lo malo —y también en lo muy malo—. Me entiende mejor que nadie, a veces incluso mejor que yo misma, y la quiero con locura. El amor es ciego, dicen, pero no solo el romántico; el amor que nace de la amistad también lo es, y sordo, y mudo, pero es el más leal que existe, porque ese sí que no espera nada a cambio.
—Buenos días —me dice John desde la puerta.
Se ha vestido con un pantalón de traje azul marino, una camisa blanca y un chaleco. Ojo. Cha-le-co. Me palpitarían las bragas si las llevara puestas, pero sigo en pelotas. Tiro del edredón y me cubro hasta el cuello. Es absurdo, pero, de pronto, estoy muerta de vergüenza.
—Buenos días —musito con voz nerviosa—. Enseguida me marcho.
—¿Siempre tienes tanta prisa?
Se acerca a la cama y se sienta en el borde.
—No, pero como tú ya te has vestido…
—Vuelo dentro de una hora. Estaré fuera del país durante toda la semana, pero puedo regresar el sábado. ¿Cenamos juntos?
—¿El sábado? —Dudo, hago que pienso y respondo—: Tengo un compromiso.
Mentira cochina, pero imagino que fingir que no estoy disponible aumenta mi atractivo. ¿A que soy un as ligando?
—Un compromiso… ¿ineludible? —Sonríe de medio lado.
Joder, qué guapo es. Solo con mirarle todo mi cuerpo se enciende. Una presión muy placentera se empieza a acumular en la parte baja de mi vientre cuando se humedece los labios.
—Podría intentar hacerte un hueco —susurro sin despegar la vista de su boca.
Quiero que me bese. Volver a disfrutar de su exigente lengua, de su sabor adictivo, de la frescura de su aliento… Un fuerte cosquilleo me recorre todo el cuerpo. El azul de sus ojos y la intención de su mirada me invitan a perderme, mucho, lejos, a no volver a salir de esta habitación jamás.
—Me encantaría quedarme aquí, mientras me comes con la mirada, o con lo que quieras…, pero tengo que irme. —Hace una mueca de fastidio. Yo me tapo las mejillas, que me arden—. ¿Te doy mi número personal y me llamas cuando encuentres ese hueco en tu agenda?
Aparto la mirada.
—Dámelo si quieres, pero no creo que vaya a llamarte.
—¿No?
No le veo, pero puedo notar su estupefacción. Me obligo a confesarle:
—No es que no quiera volver a verte, es que… me conozco y sé que no me voy a atrever a llamarte.
¿Para qué mentir? Los momentos de audacia en mi vida se miden con cuentagotas, y con el de anoche he debido de llenar el cupo hasta 2050, por lo menos.
John se recuesta sobre la cama, estira el brazo derecho y me destapa la cara con una caricia. Tira un poquito de mi barbilla para que le mire. Sus ojos brillan ¿divertidos? ¿Enternecidos?
—Te llamaré yo. —Sonríe.
Se incorpora para darme un beso intenso pero demasiado breve y se pone de pie. Descuelga el teléfono de la mesilla y marca el cero.
—Buenos días. Soy John Taylor. Necesito desayuno para uno en la suite para la señora Vega… —Me pregunta con la mirada.
—Rodríguez.
Repite mi apellido.
—¿Tipo de desayuno? —pregunta a quien hay al otro lado de la línea. Después, sonríe—. ¿Americano o continental, señora Rodríguez?
—Americano. —Le devuelvo la sonrisa.
Transmite el mensaje, da las gracias y cuelga. Saca su móvil.
—Tu número, por favor.
Se lo dicto despacio, no me vaya a equivocar. John lo almacena con rapidez mientras rodea la cama. Guarda el teléfono antes de besarme con tantas ganas, o más, que anoche. Me quiero morir cuando noto su lengua: no me he lavado los dientes. Pero a él no parece importarle. Su aliento es tan fresco como anoche. Sus besos, aún más adictivos. John suelta un gruñido antes de apartarse.
—Tengo que irme. —Me mira con frustración. Tras unos segundos perdido en mis ojos, sonríe—. Me alegro de haber salido anoche. Estuve a punto de no hacerlo. Tendré que darle las gracias a David. —Arrugo la nariz. Su sonrisa crece—. Después de matarle por lo del Dark, por supuesto. —Me besa despacio—. No tengas prisa por irte. Disfruta del desayuno. Vuelve a dormir si te apetece. En los cajones hay ropa cómoda. Y el hotel tiene spa…
—No quiero abusar —musito.
—Está todo incluido en la suite.
Me besa por última vez y se pone de pie.
—Te llamo en unos días. —Se dirige hacia la puerta que da al salón—. Para que no pienses que estoy desesperado por volver a verte.
—Sé que no es así.
—Y te equivocas.
Me regala una sonrisa, con hoyuelo y todo, antes de marcharse.
Me desplomo sobre el colchón. Cuando escucho pasos y otra puerta, pataleo y alzo los brazos. ¡Estoy tan contenta que no me lo creo! Y eso es preocupante… Mi escasa autoestima nunca me permite disfrutar de las cosas buenas que me pasan. No termino de creer que las merezco. Le busco tres pies al gato. O cuatro. O cinco. A veces, hasta me boicoteo a mí misma. Pero no, hoy no va a pasar. Hoy voy a hacer caso a John y a disfrutar del desayuno, de su ropa y… ¿ha dicho que había spa?
Vuelvo a preguntárselo al señor que me trae el desayuno. Me he vestido con una camiseta negra y unos pantalones de algodón que he tenido que remangarme dos veces. Había mucha ropa en la cómoda. Tanta que me ha hecho preguntarme por qué John no se la ha llevado. ¿Habrá alquilado la suite hasta el fin de semana que viene?
—Tenemos spa con circuito termal y piscina —me confirma el señor—. Si le apetece un tratamiento o un masaje, solo tiene que decírnoslo.
Me ilumino como una guirnalda navideña.
—¿Y si quisiera un bañador?
Me ofrece una libreta.
—Apúnteme su talla. Podrá recogerlo en la recepción del spa.
—Muchísimas gracias. —Me contengo para no besarle. Hasta le doy cinco euros de propina. El señor mira el billete con diversión y me hace una reverencia con la cabeza antes de marcharse.
Desayuno en la terraza, pequeña, pero bonita y exclusiva. El ruido del tráfico apenas llega. Hace un poco de frío, pero con este sol en lo alto es un crimen encerrarse entre cuatro paredes. Después me voy a ir a El Retiro. Puedo comer tirada en el césped y acercarme cuando anochezca al museo Thyssen para visitar a mi amiga La pelirroja. En casa me espera una montaña de ropa para lavar, y debería plantearme, muy en serio, desalojar a la familia de borregas de polvo que viven debajo de mi cama —antes de que ellas me desalojen a mí—, pero mañana tengo todo el día para hacerlo. Los domingos se inventaron para eso, ¿no?
Dentro de la suite suena mi móvil. Me voy a por él y, de paso, a por tabaco. Es Sara quien me llama. No descuelgo. Quiero que sepa que estoy enfadada. Regreso a la terraza y enciendo un cigarrillo, antes de pulsar el contacto de Leticia.
—Hola, Vega —dice con voz apagada.
—¿Te encuentras bien?
—Sí, solo estoy un poco dolorida por lo de anoche.
—Ah.
¿Qué decir a eso?
—Pero ha merecido la pena —prosigue—. Además, en invierno no hay problema. Lo malo es cuando llega el buen tiempo y toca ponerse el biquini. El verano siempre es largo y aburrido, y suelo llegar a septiembre tan frustrada que me dejaría hacer hasta un fist…
—No termines la frase, por favor. —Me tapo los ojos. No necesito más información que alimente a mi calenturienta cabeza.
—Te escandalizas con demasiada facilidad —se burla—. Bueno, ¿qué vas a hacer hoy?
Aliviada por el cambio de tema, le contesto muy alegre:
—¡Piscina, Retiro y Thyssen! —Y añado por compromiso—: ¿Te apuntas?
—No puedo; tengo cita en la pelu y esta tarde he quedado con las compis de la facultad, ¿no te enfadas?
—Qué va, mujer. No te preocupes: yo, encantada de ir sola.
Me despido con la amargura de la última frase en la boca.
No quiero ser una ermitaña, pero es cierto que la soledad se ha convertido en mi mejor compañía. Años y años de dejadez me han ido aislando, separando de los que fueron mis amigos en Soria, de mis compañeros de estudios, de trabajo… Y lo peor es que no los añoro. Nada. Las personas cambian, evolucionan, o involucionan… Y yo… Yo ya no me siento en conexión con ellos, ni con apenas nadie. Es triste, ¿verdad? Sobre todo, porque así no consigo ser feliz. Si las cosas cambiaran, si la vida me diera una oportunidad, algo donde agarrarme, es muy probable que yo no pudiera estar a la altura. Ese es mi gran problema: en mi balance hay más errores que aciertos. Y, con esas credenciales, el único club que me admite es mi burbuja gris, la que se cierra a cal y canto en la terraza exclusiva de una suite, opacando el brillo de una noche especial, convirtiéndola en una mera anécdota que olvidaré.