8

Pad Thai

Cuando Drago y yo entramos en el restaurante Kabuki, sigo dándole vueltas a la teoría de los universos paralelos, estoy nerviosita perdida y encima no hay ni un solo sitio donde sentarse. ¡Ah! Y voy vestida con la ropa arrugada de anoche debajo del abrigo, no he podido ponerme las braguitas porque estaban inservibles y llevo los zapatos torturadores y ni gota de maquillaje. Ideal todo. ¡Adoro mi vida!

—Cómo está esto, ¿no? —comenta Drago.

—Vamos a tener que dejar la comida para otro día.

—De eso nada. —Levanta la mano para llamar al maître. Infinidad de miradas se posan en él y, después, en mí. Retuerzo la correa del bolso.

—¿Por qué no pedimos para llevar? —propongo—. El sushi no se enfría y nos lo podemos comer, no sé…, dando un paseo o en El Retiro.

Drago niega con la cabeza con gesto serio. Empieza a estar molesto porque ningún empleado le presta atención.

—Hace demasiado frío.

—Hombre, calor no hace, pero tampoco es que estemos en Berlín.

Gira la cabeza hacia mí con una rapidez espeluznante.

—¿Por qué Berlín?

Me encojo de hombros.

—Porque es la primera comparación que se me ha ocurrido.

Drago me taladra con la mirada. No se cree mi explicación.

—¿Conoces a alguien allí?

—No, solo he estado una vez. —Su mirada inquisidora me acelera los nervios. Comienzo a soltar todo lo que pasa por mi cabeza—. Fui con Sara, que es de mi pueblo, mi mejor amiga y una chica muy maja. Menos cuando se enrolla con Marcos, como anoche, y me deja tirada… Pero, bueno, esa es otra historia. —Carraspeo—. En Berlín estuvimos solo un fin de semana. Vimos museos, un campo de concentración en las afueras…

—Sachsenhausen —apunta.

—Ese. Y poco más, porque el sábado por la noche descubrimos la happy hour de la calle Oranienburger y terminamos con tal melopea que estuvieron a punto de detenernos por intentar besar a un policía.

El recelo se borra de la cara de Drago. Sonríe con las cejas alzadas.

—¿En serio?

—Lo que oyes. Fue una apuesta de Sara. La típica tontería de «¿A que no tienes valor de darle un buen beso al primer tipo que aparezca por la calle?».

—Y el que apareció fue el policía.

—Sí, señor. De dos metros, orondo y con un bigote como el del barón de Münchhausen. —Drago abre los ojos como platos y yo asiento—. Es lo más cerca que he estado en mi vida de besar a una morsa. —Él se ríe a carcajadas; a mí no me resultó tan divertido en aquel momento—. El caso es que le abordé sin pensarlo… Solo vi el bulto en la penumbra de la calle y me tiré a su cuello animada por los chupitos. Cuando quise darme cuenta, estaba tumbada en el suelo, con el policía encima de mi espalda, reduciéndome. Sara se puso histérica, pensó que iba a morir aplastada, y yo me llevé tal susto que al final el agente renunció a presentar cargos. Eso sí, nos metió una charla sobre orden público y consumo de alcohol que casi hubiera preferido que nos detuviese.

Drago todavía ríe cuando se acerca el maître.

—Siento mucho haberles hecho esperar —dice como saludo.

—Quiero una mesa junto a la ventana —le ordena Drago.

—Enseguida, señor.

El maître levanta a un par de comensales y un camarero nos prepara la mesa. Yo no sé dónde meterme. Si hubiera sido yo la levantada, me habría sentado regular, tirando a mal. Para remate, cuando pedimos, a Drago se le antoja pad thai, que no está en la carta, pero para él se lo cocinan.

—Merece la pena ponerse en plan gilipollas por comer esta delicia. —Se mete un montón de tallarines en la boca y gime. A mí no me saben tan ricos—. ¿No te gustan?

—Los he comido mejores.

—¿Dónde? —se burla.

—En la plaza del Rey.

—Pues a ver si me llevas algún día. —Me guiña un ojo.

—¿No conoces a nadie mejor para que te acompañe? Pensaba que los futbolistas teníais un séquito, como los cantantes de rap.

—Lo he tenido —asiente—, pero ya paso de esa mierda. Prefiero estar solo que pagar a la gente para que me lama el culo.

—Entonces, ¿qué hago aquí? —bromeo.

—A ti no pienso pagarte. —Sonríe antes de estirarse en la silla. Una mueca de dolor le cruza la cara—. La puta espalda…

—¿Te molesta?

—Estoy lesionado. —Se palpa los dorsales—. Me han dicho que no debería nadar.

—Y ¿por qué lo haces si no debes? —No puedo callármelo, soy una madrastrona en el fondo.

—Porque lo necesito —afirma, rotundo. Deja los palillos sobre el plato y, como si me revelara un secreto, baja la voz para contarme—: Nací en Isquia, una islita que hay frente a la costa de Nápoles. Allí no había mucho más pasatiempo que nadar, así que me pasé media infancia en remojo. Salado y feliz como una sardina. El agua para mí es mi estado natural; me da paz y alivio y me conecta conmigo mismo. —Me clava su mirada oscura—. Me entiendes, ¿verdad?

—Más de lo que imaginas —le confieso.

—Lo sabía. —Sonríe.

—¿Cómo?

—Te he estado observando en la piscina. La expresión de tu cara mientras flotabas en el agua me lo ha dicho —aclara como si tal cosa, cogiendo de nuevo los palillos.

—Vaya, pues no te falla el instinto. Has dado en el clavo —reconozco, impresionada.

—No es instinto, es aprendizaje —me corrige—. He vivido en un montón de países por mi profesión, y la mayoría de las veces, cuando llegaba, no entendía el idioma. Así que, mientras estudiaba las palabras, aprendía el lenguaje que se esconde detrás de ellas; ese suele ser universal.

—¿El lenguaje corporal? —pregunto, intentando entenderle.

—Sí, supongo que podemos llamarlo así, aunque a veces va más allá de lo que refleja el movimiento del cuerpo. Por ejemplo, una mirada puede decir mil cosas, y no se trata solo del gesto, sino de la intensidad del acto. —Me observa, y debe de ver cómo los engranajes de mi cabeza echan humo, porque pregunta—: ¿Me estoy poniendo denso?

—No, no, es que me has hecho pensar. Eres un tipo… interesante —musito.

—Lo soy porque puedes verme a mí. —Se señala el pecho—. Por eso estás aquí.

¿Es por eso por lo que está interesado en mí, porque los demás no pueden ver al hombre que hay detrás de la estrella de fútbol? Eso puedo entenderlo: sé lo que es ser un incomprendido y necesitar más que nada encontrar a alguien que sepa descifrarte. Lo sé demasiado bien.

—¿Puedo hacerte una pregunta… delicada? —me dice.

Y me temo lo peor, pero accedo.

—Adelante.

—¿Por qué no te quitas el abrigo? —Sonríe.

Miro a la mesa de al lado y bajo la voz.

—Porque debajo voy disfrazada de guarrilla.

Drago se carcajea. Hasta se atraganta y tose. Ya no me siento la única torpe del mundo. Da un trago a su copa de vino antes de pedirme:

—Enséñame el disfraz.

—Ni loca. —Vuelvo a mi comida.

Él junta las manos sobre el pecho.

—Te lo suplico.

—Que no, Drago…

—Llámame por mi nombre, por favor.

Su repentina seriedad me indica que es importante para él. Aun sin saber el motivo, también accedo.

—Francesco, ni de puta coña me voy a quitar el abrigo.

—¿Y si te lo pido de rodillas?

—Venga, hombre…

Tira la servilleta sobre la mesa con un gesto muy teatral, empuja la silla hacia atrás, se levanta, hace crujir sus nudillos, se planta en medio del pasillo y…

—Vale, vale, me lo quito. —Alzo las manos.

Total, sentada no va a verme las patorras. Además, la camisa, aunque arrugada, es bastante recatada si el escote se porta. Cosa que no sucede cuando me siento. Mi canalillo asoma unos segundos antes de que me abroche de nuevo el botón.

—Estás buenísima —dice al sentarse. Yo me lanzo a por el último trago de vino que queda en mi copa—. Me he pasado, ¿verdad? A veces soy demasiado directo…

—No, tranquilo. —Suelto la copa e intento darle forma a mi pelo—. Es que… no estoy acostumbrada a que me piropeen.

—¡Venga ya! —se burla—. Seguro que tienes el Tinder que echa fuego.

—Pero ¡¿qué dices?! —Me río—. No he utilizado una aplicación de esas en la vida.

Me da demasiado miedo que ni dios quiera hacerme match.

—¿Porque el del hotel era tu pareja?

Niego con la cabeza.

—Hace tanto que no tengo novio que ni me acuerdo.

Bueno, vale, sí que me acuerdo, pero me da tal coraje que prefiero no acordarme.

Fue durante la primavera pasada. Se llamaba Darío y era cooperante de una asociación pro Sáhara del barrio con la que yo colaboraba. Estaba de vicio y follaba de la misma manera. Debió de ser por eso por lo que se encontró con el deber moral de dar amor a cada buena mujer que lo necesitara. Resultado: me rompió el corazón y la colaboración con la ong.

—Una soltera empedernida —comenta Francesco—. Me gusta tu estilo.

—No es por elección, es que, de verdad, no ligo casi nunca.

—Todas las guapas decís lo mismo: que si no ligo nada, que si tengo los pies feos…

—Pues no sé lo que dirán las guapas, pero yo —me señalo— no ligo casi nada, te lo aseguro. Tampoco es que lo intente desesperadamente, que conste. No voy por ahí exhibiendo la mercancía al mejor postor.

—¿Y por qué no? Eres un bombón, deberías poder hacerlo sin complejos.

Decido, de inmediato, ignorar su comentario y me centro en la respuesta. Que soy un bombón, dice… Lo que hay que oír…

—Supongo que prefiero que la gente me juzgue por mi personalidad y no por el tamaño de mis tetas.

—¿Qué tal si permites que te juzguen por ambas cosas? No son excluyentes, ¿no crees?

Como no tengo respuesta y estoy descolocada, me pongo impertinente.

—¿Quieres dejar de rayarme la puta cabeza, por favor?

Francesco se ríe de mi confusión. Pero no sé qué tiene de gracioso que parezca que quiera meterse en mis bragas. Es Drago, joder. ¡D-R-A-G-O! Y yo no soy una modelo rusa ni de cerca, ni aunque naciera de nuevo. ¿Cómo no voy a estar confundida? ¡Es la segunda vez que me pasa en dieciséis horas! Aunque debo reconocer que entre John y Francesco hay muchas diferencias. Con el americano ha sido todo agradable, íntimo, carnal, y con el italiano… Con el italiano hay algo distinto, difícil de explicar, una conexión que va más allá del cuerpo, que es mucho más personal…

Ay, dios, qué jaleo.

Un americano, un italiano y una soriana… Parece el principio de un chiste.

—¿Puedo decirte una última cosa sin que te enfades? —me pregunta Francesco.

—Di lo que quieras. Total, si ya… —Estoy asumiendo que se me ha ido del todo la cabeza.

—Cuando te has sentado, te he visto el escote. —Me taladra con su mirada—. Y tienes unas tetas impresionantes.

Me quedo a cuadros.

—No puedo creerme que acabes de decir eso.

—Es la verdad. ¿Acaso no podemos ser sinceros entre nosotros? —dice haciéndose el ofendido.

—Hombre, sinceros sí, pero…

—Pero… ¿qué? Dime que no te ha gustado oírlo —me reta, irguiéndose en la silla.

Cuando este hombre se estira es brutal. ¡Qué hechuras, por favor!

—Me ha encantado —admito ruborizada.

Bene… —Sonríe—. Pues ya sabemos para qué me ha puesto el destino en tu camino. Ahora solo nos falta saber qué haces tú en el mío. ¿Lo descubrimos con un café?

—Vale.

Total, ¿qué más puede pasarme?