A los muertos les tienen sin cuidado los lugares comunes. Yo mismo, en el capítulo que acaba de pasar aunque usted no lo crea, me he estado valiendo de expresiones tan manidas como «sin duda alguna» o «sacarle el jugo» o «llorar a mares» o «con pelos y señales», sin vergüenza y convencido de que buscar otro modo de decirlas habría sido una «perdedera de tiempo». Comienzo con esto porque siempre he querido escribir, por enésima vez, que «la guerra es el infierno»: para qué buscarle sinónimos a un hecho. Empiezo así porque en este punto me veo en la obligación de contar que el exboxeador alemán Bruno Berg, que alcanzó a pelear con los puños desnudos y fue apodado «El Matasiete de Prusia» en los sangrientos rings de aquel entonces, murió de la manera más enrevesada en los márgenes de la brutal y eterna batalla del Somme. Y, a pesar de todo lo que vino después, también dejó constancia de su pesadilla.
El combate por el valle del río Somme, en el norte de Francia, arrancó a las 7:30 a.m. del sábado 1º de julio de 1916 como un temblor entre los cráteres y las trincheras de los dos ejércitos gigantescos: el ejército de los aliados franceses e ingleses, que buscaban contener el ataque de Verdún y recobrar el territorio para siempre, y el ejército de los alemanes, que pretendían quedárselo a como diera lugar. Primero que todo se sintieron, en las botas enlodadas y en los pisos ruinosos, un par de explosiones secas y consecutivas que jamás se volvieron a sentir: ¡pom!, ¡pom! Siguió una catarata de estallidos, tracatracatracatracatrá, que terminó en un silencio premonitorio. Después se escucharon los galopes de los caballos, los gritos de la guerra como plegarias coléricas, los zarandeos de las ametralladoras en la justamente llamada «tierra de nadie». Y entonces se libró como se libra en el infierno la peor de las batallas de la peor de las guerras que se hayan puesto en escena en este mundo.
Hay que aclarar que en los días anteriores de aquella semana los soldados británicos lanzaron un millón y medio de granadas, y cavaron túneles bajo las trincheras alemanas y los llenaron de bombas, como recordándose a sí mismos que aquella iba a ser la primera guerra del mundo oficiada por las máquinas. Y como lo cuenta el propio Bruno Berg en una larga carta desde la enfermería de la batalla, que ahora mismo se encuentra exhibida en el Museo Historial de la Grande Guerre, los soldados del segundo ejército alemán —alertados por un prisionero inglés que quería vivir— se habían pasado esos últimos días plagando el terreno de cercas de púas y de barricadas: «Estábamos maltrechos, pero completamente de acuerdo en que tendríamos que empalar a nuestros comandantes si seguían mandándonos a morir de esa forma tan estúpida», escribió Berg desde una camilla que rechinaba y empezaba a parecer un ataúd.
Su carta, una serie de hojas mordisqueadas y amarillentas, no está en un muro del museo porque sea una joya de la literatura, sino porque es una joya de la angustia y de la culpa: «Quería morir ya porque ya no podía dormir», confiesa un poco más adelante, «pero cuando me mataron lo primero que pensé fue que aquello no era justo». Que durante meses él, con sus propias manos, había levantado trincheras, arreglado líneas telefónicas en un peligroso y empinado montecito, reparado refugios de piedra y de barro, y despejado paisajes astillados y fúnebres, para acabar convertido en un lugar común de la barbarie: para terminar reducido a «carne de cañón» en un horizonte devastado. Que esa pesadilla hecha a mano no tenía sentido, ni tenía lógica que todos esos muchachos se hubieran visto forzados a dar esa batalla: ese «gran empujón».
«Apenas empezaron los gritos de la guerra, ¡saltar!, ¡avanzar!, ¡retroceder!, parecía como si el único sentido de esa lucha fuera darles una anécdota borrosa a los periódicos para que se inventaran otra más de sus malditas ficciones», continúa.
Y en este punto el tacto y la sagacidad de mi Rivera, que es imbatible en Sabelotodo o en Trivial Pursuit porque en su viejo trabajo acumuló y acumuló conocimientos que de vez en cuando se saca de las mangas, me hace caer en cuenta de que quizás valga la pena y tal vez sea urgente devolverle su contexto al testimonio frenético de Bruno Berg: tal vez sea lo justo reseñar aquella Gran Guerra —como usted la quiera llamar: la Guerra Mundial o la Guerra Europea o la Primera Guerra Mundial o la «Weltkrieg» de la que hablaron los alemanes desde el primer disparo— para que vuelva a ser esa larga ceremonia macabra que fue, para que siga siendo ese cataclismo oficiado por el hombre desde el martes 28 de julio de 1914 hasta el lunes 11 de noviembre de 1918.
El archiduque Francisco Fernando de Austria fue asesinado el domingo 28 de junio de 1914, por un nacionalista serbiobosnio de apellido Princip que ya había perdido la esperanza de encontrárselo y matarlo, cuando su séquito tomó la callejuela equivocada en Sarajevo. Y en unos cuantos días nada más, y nótese que aquella es una era plagada de mayúsculas, el enfurecido Imperio Austrohúngaro convocó y activó su vieja alianza con el Imperio Alemán con el propósito de ordenar el mundo a su manera, se lanzó a invadir a los serbios mientras los alemanes invadían a los belgas y a los luxemburgueses en su camino hacia los franceses, y puso en marcha así una guerra apocalíptica con la Triple Entente del Imperio Ruso, el Reino Unido y Francia. Europa dominaba la Tierra como alguna vez la habían dominado los dinosaurios: Europa inventaba, fabricaba, planeaba, hacía arte y pensaba por el mundo que había colonizado en los últimos siglos. Pero desde la segunda mitad del XIX trataba de sostener el frágil equilibrio entre esas naciones adolescentes que todo el tiempo se miraban de reojo a punta de pactos de emperadores y de demócratas en ciernes, y a punta de aumentar los gastos militares para ganar la carrera armamentística. Y era claro que los conflictos diarios en la península balcánica, «el polvorín de Europa», iban a servirle al acabose. Y así fue. Princip le disparó a Francisco Fernando y a su esposa Sofía cuando se los encontró sin querer, sin imaginarlo, como si la historia de la humanidad tuviera un plan. Y el Imperio Austrohúngaro y Serbia se rodearon, y se emplearon las armas y las máquinas y las naves para el horror que tanto se temía.
Se pensó que sería otra guerra corta de combates cuerpo a cuerpo. Pero si se tuvo esa ilusión fue sólo porque ni la caballería ni la infantería de las viejas confrontaciones napoleónicas estaban preparadas para lo que se nos vino encima: las ametralladoras, los tanques, los gases, las granadas, los bombardeos.
Si la naturaleza no era capaz de acabar con el hombre, a punta de cataclismos y de plagas, entonces el hombre tendría que asumir la tarea y convertirse de una vez por todas en su propio depredador.
Si el estómago revuelto de la Tierra y de sus mares y de sus aires no vomitaba por siempre y para siempre la farsa de la humanidad, y terminaba este experimento que se había salido de las manos y cada vez sería peor, entonces habría que cavarle túneles y clavarle trincheras y lanzarle bombas y ametrallarle sombras para reventar todos los paisajes «habidos y por haber».
En el llamado Frente Oriental, en lugares aplazados como el pequeño pueblo sajón de Tannenberg, las tierras de los lagos de Masuria, el impasible golfo de Riga y el viejo reino de Galitzia y Lodomeria, el ejército alemán se enfrentó una y otra vez con aquellas tropas de campesinos rusos desarrapados e inexpertos. El imperio de los Romanov, a punto de presenciar y padecer la revolución bolchevique, no estaba ya para grandes gestas, pero sus súbditos, que al menos no se vieron obligados a cabalgar contra los tanques y las ametralladoras en valles de la muerte cercados con púas, dieron la vida para que no se consumara la deshonra, sino apenas la derrota. En el Frente Occidental se dio la misma miseria, pero el horror fue un horror nuevo.
En un principio, Alemania entre comillas venció a Francia entre comillas, en Lorena, en Charleroi y en Maubeuge, pero lo que de verdad sucedió ese agosto de 1914, para el tema que compete a este manual, fue que 59.000 hombres perdieron la vida: que 59.000 almas, y hay que aclarar que esas cifras jamás son cifras cerradas, se quedaron sin cuerpos de una milésima de segundo a la siguiente. Semanas después, en la primera batalla a lo largo del río Marne, que probó a los alemanes que no sería nada fácil someter a los franceses, murieron 143.000 muchachos si se suman los muertos de parte y parte, y en seis días apenas. Y fue entonces cuando ambos ejércitos se agazaparon y se atrincheraron como abriendo una gran zanja entre las fronteras.
Y fue entonces cuando se enfrascaron —y, sumados los unos y los otros, perdieron exactamente 262.063 soldados— en la delirante e interminable batalla de Verdún.
Y fue entonces cuando las tropas británicas se lanzaron al combate en el río Somme con la ilusión de romper las líneas alemanas y darles algo de alivio a sus aliados franceses.
El salvaje Bruno Berg nació en la villa de Bandelin el martes 1° de octubre de 1896, creció y creció hasta volverse un boxeador de peso pesado —y un bárbaro, en el mejor de los sentidos, en el ring— y a los dieciocho años se convirtió en el célebre campeón amateur que inspiró a Max Schmeling para seguir adelante con su carrera de verdad, y sin embargo jamás llegó a ser un peleador profesional porque se lo tragó la guerra cuando iba a cumplir los diecinueve y unos meses después terminó en el callejón sin salida de la batalla del Somme. Allí cavó y martilló y fumó puritos y bebió cerveza mientras esperaba el delirio de la confrontación. Allí lamentó haber sido más temido que amado por las mujeres de su pueblo. Y su cara se fue poniendo angulosa y su risa se fue volviendo una carcajada macabra de ceremonia diabólica: ¡jajajajajá! Pero sólo imaginó una parodia de lo que vio.
Dice Berg en su única carta que él y sus camaradas sabían que los franceses también habían «agujereado» y «espinado» y «amurallado» el valle. Cuenta que estaba tan enclenque y tan agotado por los estallidos de los últimos días que se tomó como un alivio —«morir por fin»— los estallidos de los últimos minutos antes del principio de la batalla. Confiesa que lo único que lo animaba a vivir era beber. Y que como nadie estaba esperándolo en la villa de Bandelin, porque nadie lo había esperado nunca, recibió las órdenes de sus superiores como un gran empujón y se lanzó a acabar con todo para siempre. Lo ahorcaba la casaca verdosa. El casco pickelhaube le pesaba y le picaba. Y apenas pisó el calor asfixiante de la batalla, y vio los gritos enfrente como una sola mandíbula rabiosa, dejó de morderse el bigote que ya le bajaba a los labios y pensó lo que pensó hasta que lo mataron: que nada de eso podía ser cierto.
Escuchó el chillido «¡alarma!, ¡alarma!, ¡alarma!», un disco rayado y agudo, porque todo dejó de tener la lógica que alguna vez tuvo. Uno de sus compañeros más frecuentes, Heinrich, le dijo «dile a mi madre que no se preocupe» y se fue adelante para siempre. Uno más, el tartamudo Otto, recibió dos balazos traicioneros e inmediatos porque trató de pensar a dónde ir: zas y zas. Y el extraviado Bruno Berg, que Bruno puede significar «armadura» en germánico, pero también puede significar «sepia», le pidió y le rogó y le imploró que le siguiera hablando, «¡háblame, Otto, dime algo!», y a pesar de sus súplicas secas el moribundo prefirió despedirse del mundo —como si al mundo le importara— antes de que fuera demasiado tarde: «Ya no tiene sentido, Berg, por favor saluda a mi Tulla si la ves», le escupió bocarriba entre las puyas.
Berg, que significa «montaña» en alemán, siguió adelante para que no lo mataran los suyos, sino los ajenos. Se paralizó un par de veces, por culpa de un par de estallidos de tierra en la pantalla blanca del cielo, antes de entregarse a lo que fuere. Se puso en marcha apenas su cerebro pudo enviarles la orden a sus botas. Se fue guerra adentro, junto a los huecos minados y sobre el desfiladero resbaloso, con la sensación de que sus camaradas seguían cayendo a su izquierda y su derecha. Pronto fue un perro loco y un hombre sordo que sentía en el estómago una vieja canción patriótica que le tarareaba su abuela: Was ist des Deutschen Vaterland… Y disparó y disparó para abrirse paso. Y entonces tuvo enfrente a un cabo francés con su propia bayoneta.
«Sentía vergüenza por la facilidad con la que iban cayendo los franceses que iba encontrándome entre las cercas, pues había dedicado toda mi vida al combate cuerpo a cuerpo, pero la vergüenza se me volvió el temor de la muerte cuando me di cuenta de que él quería acabar con mi vida antes de que yo acabara con la suya», escribe en la carta que se encuentra en el museo.
Berg siempre fue un muchacho violento que resolvía a golpes los asuntos e iba por ahí arrinconando a las mujeres sin saber muy bien por qué. Como él mismo dice, en uno de los últimos párrafos de su aparatoso testimonio, el boxeo lo salvó de convertirse en una pesadilla sin reglas, en una bestia con más víctimas que espectadores, e incluso le dio un poco del humor cínico que se respiraba antes y después de la confrontación. Pero la guerra lo despojó de sí mismo día por día por día, como una condena por haber tenido el estómago para nacer en ese lugar y en 1896, hasta que «lanzamos puños y forcejeamos y me dije que eso por lo menos se llamaba pelear…», «y en el combate fui más rápido y dancé alrededor de él y le quité su rifle y le clavé mi cuchillo en el pecho…», «y él se cayó para atrás y trató de cubrirse la herida con las manos pero yo le volví a enterrar el arma sólo para verlo morir…».
El cabo francés empezó a balbucear una despedida en su lengua mientras escupía sangre y moría.
Y a Bruno Berg le empezaron a temblar las rodillas y se escondió detrás de un árbol en la tierra de nadie para vomitar lo que le estaba pasando.
Ciertos compañeros suyos, «gentes corrientes que jamás pensaron en quitarle la vida a nadie», ostentaban sus víctimas en el campo de batalla: «Fusilé al hijo de puta», «le di un golpe en la nuca con la culata del rifle», «tuve que estrangularlo con mis propias manos». Berg en cambio —puede ser que en su carta se haya sentido obligado a cumplir con los lugares comunes— asegura que mató y mató figuras polvorientas y sombras durante varios minutos, pero apenas vio a ese cabo muerto sobre un charco de sangre se puso a pensar que hubieran podido darse la mano y contarse las vidas en las villas de cada cual y hablar de boxeo y hacerse buenos amigos: «Era un muchacho igual que yo aunque no llevara casaca verde ni hablara alemán, y sin embargo las reglas de la guerra me animaban a despedazarlo», escribe como si le hablara a un auditorio.
Y en la siguiente línea se pierde en una enrevesada reflexión sobre cómo un hombre se queda sin su poder y sin su dignidad —y más aún si es un boxeador— apenas le quita la vida a un antagonista, a un contendor: «No ha habido asesino en la tierra que merezca subir los brazos en señal de victoria», escribe, «ganar no es matar».
Y soy testigo de que el tono sentencioso de aquel párrafo absorto, que de ninguna manera parece el tono de un muchacho a unas semanas de cumplir los veinte años, es el de aquella figura luminosa que se encuentra uno en la tercera fase de la muerte aunque no tenga fe en nada. Y quien aún se resista a creerme podrá constatar con sus propios ojos que después de esa frase contundente —después de «ganar no es matar»— el testimonio del furibundo Bruno Berg se convierte en un recuento aterrado de los hechos: «No sé cómo conseguí recobrar las riendas de mí mismo, pero me limpié la boca y clavé mis pies en la tierra y seguí convencido por lo que acababa de sucederme de que no iba a pasarme nada más». Disparó a las siluetas y apuntó a los fogonazos. Y unos segundos después vino la muerte.
«Dije a Stefan, un camarada con el que poco había hablado porque él me temía, que no descuidara su espalda», cuenta. «Y, cuando se volteó a dispararle a lo que fuera, recibí yo seis balazos de una ametralladora».
Cayó allí mismo. Se arrastró como un reptil de espaldas hasta meter la cabeza bajo una cerca de alambres. Escuchó al tal Stefan gritándole «¡no te me mueras, Berg, recuerda que vas a ser un boxeador profesional, recuerda que tu gente ve en los puestos de atrás todas tus peleas, recuerda que alguna vez vas a tener una mujer que se te ría en la cara!» como si se le hubiera vuelto un hermano. Escuchó después a otro camarada que dijo «déjalo ya que ya no tiene pulso» y «déjalo que ya está muerto» y «véngalo si es lo que quieres». Y, acto seguido, llegó «un estallido que no era un trueno ni una bomba ni una granada porque desde el principio hasta el final sonaba igual» entre una oscuridad semejante a la que se vive cuando uno está a punto de empezar a soñar.
Conozco esa oscuridad. Sentí una vez el estallido y el eco de una guerra. Pero, aun cuando pueda verme tumbado bajo las púas a la espera de nada, me cuesta imaginarme el dolor de los disparos.
Tanto el Gordo como el Flaco, mis dos primos milenials que desde niños han coleccionado suvenires y réplicas de la Primera Guerra, me han estado aconsejando en la hora de almuerzo de la agencia de viajes que —para sentir lo que Berg sintió ese sábado 1º de julio de 1916— juegue los videojuegos de estrategia de la Primera Guerra que ellos juegan barbados y en calzoncillos hasta que las esposas los llaman al orden. Me hablan de tres batallas recreadas para las consolas de ahora: de Verdún y de Tannenberg y de On the Western Front. Y me dicen que uno siente ganas de vomitar mientras avanza hacia las líneas enemigas porque los controles tiemblan y las imágenes saltan en el televisor como cuando uno da pasos en los cráteres de una batalla.
Yo les doy las gracias todos los días a los dos, al Gordo y al Flaco, como se las he dado siempre por haberme regalado este trabajo adormecedor y digno —en tiempos de crisis para las agencias, por demás— apenas presenté mi renuncia irrevocable al mundillo de los libros.
Unos grandísimos hijos de puta me habían robado todas mis ideas y las habían ido usando una por una. Mi exesposa Laura, Laura Cuevas, andaba por ahí diciéndoles a mis enemigos y a mis enemigos que ella había tenido que dejarme porque yo era un artista torturado y perdido en la escritura de una serie de obras maestras que jamás se iban a dar. Y para «contribuir a la discusión» un idiota decidió pegarme en mi muro de Facebook, que era la aspillera desde donde yo les disparaba a diestra y siniestra a los farsantes de la cultura, una reseña despiadada —y anónima— sobre mi trilogía de la mujer perdida en el laberinto asfixiante de la selva: «Si es cierto que la novela ha muerto, como dice el propio Hernández en sus talleres de escritura a lo largo de la ciudad, entonces él no es sólo el autor intelectual, sino el verdugo», comenzaba.
No le interesaba entenderme. Se reía de mis pretensiones «de hombre blanco, colono, progresista, dispuesto a explicarnos a las mujeres la soledad de las mujeres» como envenenándome —ya que estamos en paz con los lugares comunes— con un poco de mi propia medicina.
¿Quién era? ¿Dónde diablos estaba? ¿Por qué se había puesto en la tarea de escribir esa condena virulenta y por qué le había gastado tiempo a abrir una cuenta de Facebook para acabarme de una buena vez? Se notaba que me conocía de memoria porque tenía clarísimo qué palabras usar para enfurecerme y sepultarme. Pero yo no quise dar la batalla nunca más. Yo preferí dejar atrás esa vida que no me había dado nada a cambio y atrincherármele a esa manada de cabrones. Mi papá no me dijo «tu trabajo no es leer lo que dicen de ti sino escribir», sino que me prometió llamar a su hermanastro para conseguirme un trabajo en la agencia de viajes, porque él no necesitaba que yo hiciera nada especial para quererme: esa sí fue una idea suya. Y, preparado para olvidar, al otro día terminé enfrente del Gordo y del Flaco.
Yo les digo que sí a todo porque los dos duermen mucho mejor que yo. Yo les prometo que voy a jugar con ellos los videojuegos de la Primera Guerra, para entender la caída libre del soldado Bruno Berg, porque he estado tratando de ser un poco menos lo que he sido, y, a pesar de ello, todo el tiempo pienso que jamás será lo mismo la realidad que un videojuego temiblemente realista, porque se viene al mundo a tener un cuerpo —o sea a tener piel y órganos y huesos que crujen— para que estar vivo sea una sorpresa y un viacrucis.