Salto de las 10:15 de la noche del domingo 9 de marzo de 1687 en el Nuevo Reino de Granada a las 9:35 de la mañana del sábado 1° de noviembre de 1755 en Portugal. Voy a ese día de Todos los Santos —y antes de empezar resulta clave tener en cuenta que el día de Todos los Santos sigue siendo la fiesta católica para los difuntos que han conseguido ir del purgatorio a la visión beatífica de Dios y en presencia de Dios—, pues fue al principio de esa jornada cuando en menos de una hora y media sucedieron el temblor, la sacudida, el terremoto, el incendio y el maremoto que acabaron con la vieja y estrecha y puntuda ciudad de Lisboa. Y que de paso desmintieron y arruinaron lo que tantos filósofos del siglo XVIII insistían en llamar «el mejor de los mundos posibles».
Quizás lo repito porque, como ya dije al principio, lo traduje con mi propia sangre en mi época de recién casado que sólo quería estar solo, pero creo que fue Voltaire, que contó el terremoto tanto en su novela satírica Cándido o el optimismo como en su desolador «Poema sobre el desastre de Lisboa», quien mejor supo dar la verdadera noticia: que había llegado la hora de ir del «todo está bien» de los poetas al «todo va a estar bien» de los dramaturgos porque Dios no sólo había permitido viruelas y pestes, sino que había sido un testigo mudo, bracicruzado, de la peor de las catástrofes en una ciudad piadosa e inquisitoria. Cándido y su maestro, que acaban de ser testigos del cataclismo, se encuentran cara a cara con «un hombrecito polvoriento, cercano de la Inquisición, que volvió de la muerte para tomar cortésmente la palabra». Y es él quien se atreve a decirles que «este lugar es el peor de los mundos posibles, pero es ciertamente muy bello».
Se trata de ese hombre achicado y enmudecido que en efecto existió: un enterrador de sombreros de copa, abrigos negros con solapas anchas y zapatos de tacón que se llamó Nuno Cardoso.
Escenas del capítulo anterior: Cardoso andaba en el burdel de la señora Alvares como todos los sábados en la mañana —y ya estaba desnudo y bocarriba y sometido al cuerpo de una prostituta fiel e ingobernable llamada Renata— cuando se arqueó y se engarrotó y se murió. Se salvó de los truenos y de los lamentos de la hecatombe de Lisboa porque andaba en la muerte, como él mismo lo cuenta en su prácticamente olvidado 1755: breve testemunho dum coveiro, pero a cambio escuchó y vio lo que ven y escuchan los difuntos. Se descubrió sumido en «la oscuridad de las velas que acaban de apagarse». Oyó el grito de la puta: «¡Vuelve, Cardoso, no te mueras!». Oyó los ladridos de Duarte, su alano de patas flacas, que a decir verdad no tenía a nadie más. Y luego vino «el rugido que se escucha cuando algo cae al piso en plena noche».
Lisboa era un reguero de despojos y cenizas. El río Tajo, poseído y desdibujado por el monstruoso mar, apenas estaba volviendo a su lugar. Sesenta y seis mil almas en pena, si no muchas más, dejaban sus cuerpos ahogados, sepultados, desmembrados, calcinados. En las callejuelas maltrechas, en donde antes podían verse el Colégio das Missões, el Convento do Carmo, la Casa da Índia o el Tribunal de la Inquisición, acaso quedaban tejados, umbrales, puertas, muros, maderos rotos, vigas maestras. Se habían venido abajo las iglesias, todas, como si no fueran amparos sino tumbas. Sólo estaban en pie e intactos los prostíbulos porque quedaban a unos pasos de la ciudad, sí, pero sobre todo porque allí eran todos inocentes.
El cuerpo del sepulturero Cardoso estaba en la última habitación del primer piso del burdel de la señora Alvares, un remedo de recámara de reyes adornada con tapices ocres y cortinas pesadas, fijamente observado por los ojos embrujados del padre Rodrigo Malagrida. Sí, había un puñado de hombres y de mujeres a medio desvestir. Andaba por ahí, a unos pasos, la tal meretriz Renata. También estaba el perro, Duarte, que algo estaba viendo que no veían los demás. Pero lo que era escalofriante del cuadro era la estampa del inquisidor y predicador y misionero Malagrida, perdido quién sabe en qué parte de sí mismo, santiguándose una y otra vez con la mirada puesta en el cuerpo del difunto.
Hasta las diez de la mañana del sábado 1º de noviembre de 1755 la Santa Inquisición había ejecutado a 1.111 portugueses. Y el viejo jesuita Malagrida, que había estado en la febril misión en el Brasil durante treinta años y promovió los ejercicios espirituales de san Ignacio de Loyola en las comunidades indígenas de Belém do Pará y Maranhão y São Salvador da Bahia, ahora era un importante consejero de la corte portuguesa que se oponía con furia a los obscenos avances del siglo XVIII de los ilustrados y proponía con saña las condenas de todos los defensores del pecaminoso progreso. Y era rarísimo verlo allí, en ese cuarto asfixiante de aquel burdel en pie, fascinado ante el cadáver del sepulturero Cardoso: «Y serán atormentados día y noche por los siglos de los siglos», dijo.
Y se sabe que lo dijo —y que lo dijo embelesado con la desnudez y con la muerte— porque así lo contó el propio Nuno Cardoso en las tres primeras páginas de su testimonio.
Explica el señor Cardoso que, luego de morir y oír la noticia de su propia muerte y estremecerse por culpa del estrépito inusitado que sabemos, se vio enfrascado y aterrado en una sombra hasta que «el humo se fue volviendo aire» y el pavor se fue aclarando y se fue transformando en extrañeza: «Creí que seguía vivo porque todo parecíame viejo y conocido, las luces de los candelabros, las texturas de las paredes, las arrugas de las sábanas, las caras malheridas, hasta que supe que estaba viendo mi propio cuerpo tendido sobre la cama de una mujer generosa que prefiero guardarme su buen nombre —escribe en su testimonio escueto pero mil veces citado por los especialistas en la vida después de la vida—, y empecé a pedirle a Dios que mi cadáver hallara un enterrador compasivo».
Repito: quizás por temor a las consecuencias sobre su prestigio de hombre mudo y justo, quizás por temor a las retaliaciones del inquisidor Malagrida, que miraba con asco su cuerpo, el sepulturero Cardoso sólo le dedica a su experiencia en la muerte —que él ve como una visita al infierno— tres páginas y un párrafo de su breve informe de la catástrofe.
Y, sin embargo, quien tiene la suerte de leer ese relato lo sigue a él en un viaje al inframundo que empieza y termina en la habitación de aquella meretriz.
El espectro del lánguido e inexpresivo señor Cardoso, que en Amén, el best seller de Vera Leão, es descrito como «un hermano gemelo de Buster Keaton», salió de ese lugar antes de que el cura pronunciara su condena y rogó que nadie desmembrara, ni quemara en una pira, ni lanzara su cuerpo desgonzado y boquiabierto y tibio al río Tajo como si fuera el cuerpo de un hereje: su vida había sido preservar, ser fiel a la voluntad, velar, dignificar, amar como a él mismo a los cadáveres que llegaban a su funeraria, y sabía de memoria que a los muertos podía humillárseles como a los vivos. Duarte, su alano huérfano y desamparado, lo escoltó entre los chismosos que lo señalaban en ese cuarto, en ese corredor fúnebre, en ese camino de piedra que iba a dar al desastre de la ciudad.
Duarte saltó a su alrededor y le ladró, pero él, y él mismo lo dice, no pudo «responder a la caricia acariciando».
Duarte era serio, serísimo, como un burócrata dispuesto a respetar las letras menudas pasara lo que pasara. Duarte dormía y dormía lo que podía dormir y hacía lo que tenía que hacer sin falta. Cada día que vivía era toda su vida, y mañana olvidaba lo que le había ocurrido ayer, pero jamás perdía de vista su amor por el señor enterrador Nuno Cardoso. Y por eso se fue detrás de su espíritu —que espíritu, dicho sea de paso, es el alma dotada de razón— y lo cuidó mientras veían juntos las plazas resquebrajándose y las fachadas de las iglesias agrietándose, y lo cuidó mientras veían piadosos abatidos y feligreses malheridos pidiéndoles absoluciones a los pocos curas que conservaban los nervios, y lo siguió cuidando, pues daba por hecho que era su único amigo.
Miles y miles de devotos cabizbajos, que habían ido a iglesias como la de la Misericordia, la de São Nicolau o la de São Vicente de Fora a honrar a sus muertos en el día de Todos los Santos, acabaron sepultados bajo los tejados y las estatuas. Cientos y cientos de sobrevivientes terminaron ahogados y enterrados en la orilla de la playa en la que estaban buscando refugio. Los pacientes del hospital más grande de la ciudad y los habitantes del Palacio Real y los archivadores de las expediciones y los vigilantes de las tumbas de los héroes desaparecieron por siempre y para siempre. Y el señor Cardoso y su alano vieron todas esas almas reptar, gatear y erguirse y dirigirse a un mar aceitoso que ya no era el mar de la ciudad, sino el de la muerte: «Éramos una multitud de muertos en la difunta Lisboa», escribe.
Y es desde esa línea con aires de verso que el testimonio impasible de Cardoso comienza a tener numerosas similitudes con las crónicas de los vivos de la Antigüedad que visitaron la tierra de los muertos.
Duarte se queda atrás porque su alma aún está en la prisión de su cuerpo. El huraño e inexpresivo Cardoso se voltea a verlo, pues ya no lo escucha ladrándoles a los horrores de la mañana y ya no lo siente a su lado, y no lo ve. En cambio se encuentra en la playa de ese océano renegrido entre una muchedumbre de almas contrariadas, en pena, que se empujan las unas a las otras porque sospechan que lo mejor es llegar de primero al horizonte. Poetas decisivos de la Antigüedad, como Homero, Hesíodo, Virgilio, Píndaro y Platón, lo pintaron como lo pinta el enterrador: un gentío de muertos que avanza y avanza hasta que supera el punto de fuga, ese mar viciado o ese valle o ese vestíbulo del infierno, y se encuentra cara a cara con un río.
Cardoso habla del Aqueronte, el río de los griegos, porque el Aqueronte hace parte de la mitología cristiana que fue su educación. Antes de entrar en «lo que está debajo», de la mano del propio Virgilio, el Dante Alighieri de la Divina comedia ve en aquellas orillas a los pusilánimes que nunca obraron bien ni mal y que han sido condenados a ser picados por avispas. Jesucristo lleva a cabo su descenso a los infiernos, que el mensajero Pedro llama el Hades en los Hechos de los Apóstoles, para empujar a los villanos «al verdadero inframundo», darles esperanzas a los extraviados e infundirles la luz a quienes simplemente sean sus propios enemigos. Y es lo mínimo —y es lo lógico— que el inexorable Cardoso pronto se vea empujado por los demás muertos ante la imagen de una sola barca en la que no hay puesto sino para unos siete, ocho nomás.
Dice que «me abarcó un temor terrible porque no cargaba bajo la lengua la pequeña moneda de plata que solía cobrar el barquero del Hades a sus pasajeros», pero que el miedo se le disipó, parecido a una niebla, apenas escuchó que era su turno de cruzar el río.
Se sienta detrás del viejo remero barbado y desnudo y familiar, a quien llama Caronte a falta de otro nombre, de tal manera que se pasa el viaje viéndole el culo y las vértebras de alma abnegada. El viejo lanchero, llámese como se llame, no responde las nerviosas preguntas de sus pasajeros porque está demasiado ocupado maldiciendo a los caídos perversos que no paran de llegar. Y, sin embargo, se voltea a mirar el silencio de Cardoso, paciente y suyo, pues «algo en mi modo de ir le resultaba raro». Atraviesan una cueva larga, larga, entre gritos sin rostros que piden clemencia. Y cuando empiezan a oírse los ladridos de ultratumba de Cerbero, el perro de la puerta del infierno, el enterrador llega a la conclusión de que está muerto pero no hace parte de los muertos.
Dejan atrás la caverna antes de que se vuelva un laberinto. Se ve en el fondo la geografía de un mundo lleno de tierras para los difuntos y se ve por fin la otra orilla amurallada con una puerta labrada en el centro. Y allí es donde está Cerbero, que no es el monstruo de tres cabezas que pintaron Zurbarán y Doré sino un alano sin colas de serpientes, y ladra y ladra y muestra los dientes aguzados como si fuera a saltarle a la yugular al enterrador. Cardoso siente que los demás pasajeros lo señalan «por pertenecer al mundo de los vivos», pero no se defiende porque jamás ha sido bueno con las palabras, y su lengua y su garganta y su pecho se han quedado en su cuerpo. El barquero desciende y susurra «vuolsi così colà dove si puote», «así fue dispuesto allá donde se tiene la autoridad», al guardián del inframundo. Y le pide a Cardoso que se baje.
Y el señor Cardoso se baja y cruza la puerta y ve «una silueta con una aureola rutilante que sin embargo no me cegó». Y los demás pasajeros se van en la barca, desnudos y contrahechos, y le escupen y lo maldicen y se quedan odiándolo por siempre y para siempre.
Quizás no se quedan odiándolo, como él cree, sino envidiándolo. Yo lo sé bien. Fuera de mí negar que me pasé una vida yendo de lo primero a lo segundo con la sensación de que estaba haciendo justicia. Sé que uno odia a quienes sí se permiten poner en escena lo peor de uno. Y sé que uno envidia a quienes sí viven la vida que uno cree que merece. Y, si no supiera lo que vi, si siguiera del lado de los puros y de los denigradores, no vería verdad en el caso del sepulturero Nuno Cardoso, sino que lo descartaría como una parodia del recorrido de Dante o del viaje de Orfeo en busca de su amada Eurídice: Cardoso, sin embargo, no se propone viajar como se lo propone el poeta que ha caído en «un profundo lugar donde el sol calla», ni desciende al inframundo en busca de nadie.
Cardoso es un héroe porque no pidió estar allí y porque pronto se verá obligado a hacer un gesto en el nombre de todos nosotros.
Se lo digo a mi esposa, a Rivera, apenas llego a la cama: «Nuno Cardoso es un héroe…», le susurro. Es demasiado tarde para alguien que tiene que dejar a su hijo en el bus a las 6:00 a.m. hora de Colombia. He estado escribiendo hasta el principio de la madrugada este libro que a veces me cuesta sangre, palabra por palabra por palabra, y a veces se me sale de los dedos, así, en el teclado de la esquina incómoda en donde he encajado mi escritorio. Pero ella me ha dejado prendida la lámpara de mi mesa de noche para que no me tropiece con las esquinas de los muebles en el camino a la cama. Se despierta un poco para oírme el asunto. Y yo, en vez de decirle «duerma, duerma», le suelto todo lo que tengo en la cabeza, pero es que es la primera vez que escribir no me tortura.
Hablo y hablo a las tres de la mañana aunque no nos queden sino un poco más de dos horas para dormir.
Hablo de mi papá, con la bata puesta de puro olvidadizo, cantándome La barca de oro para dormirme: Yo ya me voy / al puerto donde se halla / la barca de oro / que habrá de recibirme… Hablo de los lisboetas —pero no les digo así, ni más faltaba, porque nadie se ha ganado semejante gentilicio— preguntándose de rodillas qué sentido puede tener vivir si a Dios poco le importa, y si ese mundo de 1755 se está acabando todo el tiempo, y yo les respondo «el mismo sentido que tienen las puestas en escena». Hablo del alma de los perros como si estuviera borracho del cansancio. Y me siento documentando una alucinación, y se lo digo a Rivera, y «documentar una alucinación» no me parece una mala definición de la escritura. Y ella carraspea y me responde «tenemos que ir a Sintra», y sonríe entre bostezos, pues le daría lo mismo que yo fuera un contador, un contador de números, digo.
Quiero decir: ella me quiere y me querría si yo no hubiera escrito una sola línea en esta vida.
Le gusta que yo haya sido escritor, sí, aunque sólo porque un día dejé de serlo, aterrado y furioso, para trabajar en una agencia de viajes. Le alegra haber sido estratega de campañas políticas porque tuvo que entrar una mañana a la agencia de mis primos. Pero de resto le da igual: «Tenemos que ir a Sintra», repite.