Sesenta y seis años después, el viernes 13 de mayo de 2050 para ser precisos —año 4748 o año del caballo según el calendario chino—, la pequeña profesora tibetana Li Chen experimentó a su manera lo que experimentamos los que vamos a la muerte y volvemos de ella. En el Tíbet de aquel entonces, una meseta desértica ocupada por una suma de campesinos y monjes y humanoides, se le tenía pavor al viernes 13 como se le tenía pavor en tantos parajes occidentales —porque fue un 13 cuando se armó el desmadre en la Torre de Babel, porque trece comensales, trece, asistieron a la última cena de Cristo y al legendario festín en el Valhalla, y en ese capítulo del Apocalipsis se habla de la Bestia—, pero Li Chen jamás se imaginó que la fecha de su cumpleaños número veinte fuera la fecha de su muerte.
Ciertos tibetanos seguían temiéndole, por esos días secos e insensatos, al número cuatro, e incluso andaban pronunciando por ahí la sentencia «trece no es trece sino uno más tres», pero la disciplinada y recia y solidaria Li Chen solía recordarles a sus niños su sospecha de que «todo lo invisible es benigno», y vivía cada jornada como venciéndola.
La pequeña Li Chen nació temprano en la mañana del lunes 13 de mayo de 2030 en un apartamento muy cerca de un demacrado y enclenque riachuelo: «Yo habría sido más rápida de no haberte tenido», le dijo Wei Ling Chen, su madre, alguna vez, «pero gustosamente lo he dado todo por ti». Desde que tuvo uso de razón, o sea desde siempre, quiso ser una profesora inagotable que les contara a los niños de la región las novelas fabulosas de Dante y de Cervantes y de Dumas y de Verne y de Hugo y de Voltaire y de Tolkien y de Bradbury y de Dick, pues solamente ella en esa villa —y gracias a los viajes y a los triunfos de su madre con el equipo chino de natación artística— había tenido la fortuna de tenerlas en sus manos.
Y a los diecisiete años, luego de sobrevivir al examen de conocimientos, al escaneo facial y al test de Turing que probaban que era humana y podía revivir, terminó siendo la profesora de la menoscabada aldea de Chikang.
Día por día, más fuerte que las quejas y las manipulaciones de su madre, Li Chen contaba historias a sus siete niños, y fue bueno y fue feliz por un tiempo. Pero vino el desastre dentro del desastre: un batallón de robots capaces de soportar las nuevas temperaturas y los parajes descarnados, enviados al Himalaya por la firma Ulter, se rebelaron a mediados de 2046 y «para rescatar a la naturaleza y dar vida a las máquinas» montaron un zoológico humano en el Palacio de Verano de Norbulingka. Y el comandante de la tropa, jetsunkhan, un déspota cojo e insaciable que había llenado el sitio de errores y de triunfos de la naturaleza, se obsesionó con la solitaria y escueta Li Chen, y se creyó su dueño porque sabía narrar y parecía una foto de su propia mamá.
Pronto la encerró, sí. Li Chen acompañó a morir a la chantajista y la resignada de su madre. Y, sometida y celada por el tal comandante, se fue a contar las mil y una noches de la humanidad y a deprimirse en una jaula amoblada de dos pisos: los incautos, los androides y los turistas —y hay quienes hablan de seres de otros lugares del universo, prohibidos y camuflados— rodeaban la celda de «la guapa profesora Li Chen» para escuchar las tragedias y las comedias de este mundo. Un par de años después, desde el principio del apocalíptico 2050 para ser exactos, se dedicó a morirse —no comió, no durmió y no respondió las preguntas de los visitantes del zoológico humano— hasta que al humillado e insultado de jetsunkhan le entraron ganas de matarla.
Repito que fue la noche del viernes 13 de mayo de 2050. El sobrepasado de jetsunkhan se lanzó sobre ella y forcejeó y golpeó y mordió —, le gritó una y otra vez, «¡puta!»— para matarla o para violarla: lo que pasara primero. Y sólo se detuvo, y entonces se tapó la cara con las dos manos, y luego tuvo memoria de sus vergüenzas histéricas de la juventud, cuando se dio cuenta de que ya estaba quieta: «Ya…». Y la astuta de Li Chen se dejó asesinar, y se repitió a sí misma las palabras de alivio que le había dicho a su madre un par de años antes hasta que escuchó a su asesino rogándole perdón y prometiéndole la «resurrección especial» contemplada por el partido «para la suerte de algunos fieles».
—Seguro que Wei Ling Chen, tu madre, te puso en el programa —jadeó el comandante.
Pero el espectro aturdido de Li Chen no alcanzó a digerir esas palabras porque se le convirtieron en el estruendo que abre la muerte; porque notó que ya no estaba en una oscuridad sino que era la oscuridad; porque, acto seguido, tuvo pavor y más pavor —una opresión y un hormigueo perennes e ilocalizables— como si no fuera posible experimentar otra emoción cuando uno cayera en cuenta de que por fin era nadie. En aquel momento, aun cuando la palabra «momento» tenga poco sentido en un lugar sin tiempo, la que fue Li Chen pasó de ver nada, nada, nada, a ver «un aguacero sobre un aguacero». Y, detrás del mundo miope y penumbroso que se le venía encima, vio un puntico de luz como la estrella Sirius de la Ilíada o la estrella del Norte de Polaris.
Y se fue detrás de ese comienzo de grieta, de ese puntico que digo, como cruzando un túnel. Y cuando por fin lo alcanzó, y por fin dejó de ser un punto y resultó ser ella, vio su propio cuerpo en su propia jaula en el zoológico humano de los jardines del Palacio de Verano de Norbulingka.
El comandante jetsunkhan acababa de alzar el pequeño cadáver de la joya de su colección humana, que era un cadáver de veinte años amoratado y con la ropa desgarrada, como si fuera una novia virginal del siglo pasado: «Ya vienen», repetía una y otra vez igual que repitiendo un mantra inútil, . Y Li Chen se quedó mirando el cuerpo que había sido, y se fijó en sus párpados cerrados y su boca apretada y sus manos abiertas y su abdomen plano, hasta que supo que estaba sintiendo una nostalgia terrible por su vida porque se había ido el día de su cumpleaños: «Habría querido tener un hijo», pensó, sin palabras, ante la imagen temblorosa de su vientre, y entonces se acabó la pausa y todo empezó a moverse.
Fue el desconcierto en todos los sentidos: el caos, el alboroto, el desmadre, la Torre de Babel, el Apocalipsis. El comandante jetsunkhan, desesperado y furibundo porque nadie respondía a sus llamados y porque no lograba abrir la puerta de la celda, se dedicó a exigir ayuda a los gritos: Y de tanto bruxar se le trabó la mandíbula, y acabó de arruinarse la pierna que cojeaba porque perdió los estribos y pateó el escritorio en donde leía sus libros la difunta Li Chen. Los demás especímenes del zoológico metieron sus ojos, sus orejas, sus narices, entre los barrotes de sus prisiones con la ilusión de enterarse de qué demonios estaba pasando. Todos los androides vigilantes, todos, se encontraron —y se vieron perdidos, como humanos o humanoides, sin tener la menor idea de por dónde comenzar— frente a la jaula de la pequeña contadora de historias.
Cuando el espectro sigiloso de Li Chen se fue de allí, porque una voz empezó a llamarla por dentro, la escena era un callejón sin salida repleto de robots, de monstruos, de seres camuflados de quién sabe qué paraje de qué galaxia, de experimentos de la naturaleza que aullaban lamentos incomprensibles. No había soluciones a la vista ni esperanzas. Por ninguna parte se veían los autómatas del régimen que atendían el plan de resurrección: el programa Xiân 4682. No había señales de que fueran a llegar. El comandante jetsunkhan había destrozado a las patadas y a las manotadas todas sus maneras de comunicarse. El cadáver estaba desparramado en el suelo, como una marioneta abandonada sin compasión, dispuesto a ser triturado por los hombres y picoteado por los buitres.
Y la enseñanza de fábula antigua, «De cómo la pequeña profesora prevaleció apenas dejó de luchar», parecía ser que tarde o temprano lo humano derrota lo humano.
Li Chen se preguntó «¿quién es?» y «¿quién está ahí?» y «¿quién me llama?», en la voz alta e inquieta que se tiene en aquel lugar sin puntos cardinales en donde ya no operan los sentidos, mientras se iba por el pabellón del parque seco de Norbulingka como un personaje de leyenda condenado a perseguir sus sospechas. Era seguro que seguiría reproduciéndose su historia así llegara el día tan temido en el que hubiera más androides que personas, más registros de las emociones que emociones en Lhasa, en el Tíbet entero, pero quién iba a interpretar su paso por la Tierra con la gracia inesperada con la que ella interpretó el de «el hombre que simulaba tocar la dulzaina», el de «el perro que avinagraba el vino», el de «la cigarra, la mantis y el gorrión».
Hubo un momento de su muerte —debería decir que «hay un momento en la muerte…»— en el que Li Chen perdió la memoria de sí misma y simplemente fue su pánico y fue la oscuridad. Pero luego, cuando ya pudo ver su propio cuerpo abandonado en el piso de la jaula y notó la confusión de las especies y de los vigilantes como desinformados extras de una escena, recobró la consciencia y sintió que no se había librado del todo del tiempo. Caminó por un largo corredor de piedra del parque del palacio, rodeado por árboles despojados y matorrales espinosos y flores de papel, hasta que llegó a unos portones de madera pintados de rojo. Jaló las cuerdas amarillas, azules y verdes, entrelazadas en los picaportes dorados, para entrar al otro lado con la convicción de los difuntos.
Veía en frente un largo y hondo pasillo de agua salada. Y, aunque no tenía manos y no tenía pies, aunque no tenía garganta y no tenía pulmones que se pudieran ahogar —según nos dijo ella misma era un cuerpo astral o un cuerpo espectral, como usted quiera llamarlo—, se sumergió hasta el cuello y avanzó a saltos tal como lo hacía cuando era niña. Nunca aprendió a nadar. Nunca quiso. Nunca pudo. Se negó. Era extraño para todo el mundo, por supuesto, porque se trataba de la hija de una nadadora: de la campeona olímpica de nado sincronizado Wei Ling Chen, ni más ni menos, que en verdad se varó en sus días de gloria y envejeció dolida con el mundo y dispuesta a echarles la culpa a los tiempos y a las personas que tuviera a la mano, pero también fue esplendorosa.
Cuando era una niña que parecía un fantasma, aérea y de mirada fija, Li Chen acompañaba a Wei Ling Chen a las prácticas y a las competencias. Y la admiraba y se quedaba mirándola y daba por hecho que no había nadie en el mundo como su madre. Y, sin embargo, se negó terminantemente a nadar. Y quizás esa era su manera de ser alguien.
Se fue dando pasos lentos, frenados, venciendo la resistencia del agua salada del pasillo de la muerte, tal como lo hacía cuando tenía nueve, once, trece años, e iba de lado a lado por la piscina, cubierta hasta los hombros, hablando sola y dándoles vueltas a las historias que estaba leyendo por las noches. Inclinaba un poco la cabeza, apenas un poco, y sonreía media sonrisa si la saludaban. Y entonces seguía su camino feliz y leve, sin órganos y sin huesos, perdida en su propio mundo como es menester para las almas que tienen menos piel, y así también lo hizo en el corredor de aquella dimensión que he estado documentando en este manual. Avanzó por el pasadizo líquido, en paz de nuevo, dispuesta a descubrir el secreto de la vida que acababa de vivir.
«Quién va a contar mi historia», pensó dos veces, «quién va a entender de mí que fui lo que fui porque tuve dos relaciones con mi madre».
«Quién va a narrar los cientos de noches que sobreviví al asedio de los ojos de esas máquinas sin almas por dentro».
«Quién va a decir que sólo entendí que sí quería tener un hijo, semejante anacronismo, cuando me salí de mi propio cuerpo».
Fue al final de aquella frase cuando vio el final de ese pasaje: un anfitrión mucho más pequeño que ella que no había visto jamás en la vida, y parecía un monje venido desde el principio de los tiempos, esperándola para conducirla por una rampa llena de verdes como los verdes del Tíbet hasta el lugar en donde iban a mostrarle la fábula de su vida. Eso le dijo el guía. Que era el último envión. Que no perdiera la paciencia porque ya no tenía piernas que se le engarrotaran ni sienes que se le llenaran de gotitas de sudor. Sí le extrañó que su escolta no fuera la madre a la que había acompañado a morir, ni el Jetsun Khan que había conseguido encajar su cerebro rabioso en el androide jetsunkhan, pero pensó que más adelante se encontraría con ellos.
Por lo pronto, según notó, acababa de llegar a la cálida cima de ese risco. Y no estaba sola, como parecía en un principio, sino al lado de una presencia benigna que le recordaba la luz que caía sobre las ventanas de Lhasa en las tardes de agosto.
Créanme que así fue. Podría citar un pasaje de la más reciente edición de la primera novela de Julio Verne, la futurista y rechazada París en el siglo XX subrayada por mí mismo con esfero verde, en el que el poeta Dufrénoy —víctima de un mundo infernal en el que ya nadie sabe quién es Victor Hugo, ni mucho menos quién es Voltaire— confirma «el triunfo del diablo del Progreso» cuando una pequeña maestra venida del Lejano Oriente le cuenta su experiencia en la muerte y su resurrección liderada por un par de científicos locos. Podría probarles, queridos lectores, que muchas de las frases sueltas de Li Chen coinciden con las frases sueltas del personaje de la novela de Verne, y podría explicarles de una vez cómo diablos llegó su historia a la mía, pero me alivia el viaje la certeza de que si ustedes han llegado hasta acá es porque tienen claro que todo esto es cierto.
Yo lo vi. Yo lo oí. Yo lo anoté en un par de hojas apenas regresé de la lejana realidad.
Fuera de mí correr riesgos en vano. Lejos de mí caer una vez más en la tentación de escribir otro libro que no sea verdad.