Peor aún: ¿por qué en el momento definitivo de aquel viaje, ni más ni menos que en la reseña de su vida allá en la muerte, el astronauta ilinés John W. Foster vio «con los ojos de los fantasmas» su infancia terraplanista, su juventud desenterrada por la fuerza telúrica del rock and roll, su adultez empeñada en ganarse una posición en la NASA, su recorrido verificable por los parajes despoblados y plomizos de la Luna, su gira de héroe gringo convencido de la percepción extrasensorial y de la iluminación, y su decadencia ridícula como de estrella venida a menos en Hollywood, pero por qué fue obligado a presenciar con sumo cuidado, sobre todas las escenas de su pasado, los pormenores de aquella larga conversación en la que trató de convencer al cineasta Stanley Kubrick de llevar a cabo una misión?
¿Por qué? ¿Para qué? ¿Qué importancia podía tener una anécdota graciosa, como un as en la manga para romper el hielo en una comida con desconocidos, en el contexto de su vida de hombre con una misión en la Tierra?
Es en aquel deslucido video titulado «Death by Foster», subido a la galaxia de YouTube, repito, por un tal Zener1001, donde el astronauta lenguaraz y lengüisuelto se lanza a contar su breve vida como un muerto. A los 38 minutos y 18 segundos de la conferencia, con los ojos aguados y la voz resquebrajada, se describe como un cuerpo de luz que iba de un lado a otro en cuestión de milésimas de segundo, habla de haber visto a su propio cuerpo con los ojos cerrados y con el cuello inmovilizado sobre una camilla adentro de una ambulancia Dodge B300 rodeada de espectadores con el alma en vilo, recrea las frases sueltas que dejaron escapar los peatones desde «mejor él que yo» hasta «dime tú si no existe el puto destino», relata el recorrido desde los locales de Whiskey Gulch hasta el Community Hospital de Ashland, Oregon, y narra grito por grito la entrada de su cuerpo a la sala de urgencias rodeada de árboles secos.
Explica el señor Foster al embelesado público de su conferencia que cuando iba a cruzar aquel umbral, como si fuera el acudiente de su propio cuerpo, una abuela con un sombrerito de flores amarrado al cuello que había visto en alguna parte —y que resultó ser la terraplanista Lady Blount— le dijo «venga conmigo, doctor Foster, no tema» con un respeto misterioso que es patrimonio de los cristianos. Declara que mientras seguía a la señora por un paisaje en blanco y negro recibió mensajes como lecciones de humildad desde otros mundos sobre el propósito de todo esto. Cuenta que, una vez recibidas las «ondas cifradas», se encontraron con una puerta de latón que contenía «una luz envolvente y apacible que alcanzaba a adivinarse en el dintel».
Detrás de la entrada, asegura, se adivinaban las voces mansas de The Moonglows o The Orioles o The Five Satins: «Alguno de esos quintetos de música doo-wop que remediaban cualquier tarde de los cincuenta». Pero apenas entró, que no escribo «entraron» pues ya no vio más a su chaperona, tuvo enfrente a un hombre del espacio que le preguntó qué había hecho con su vida.
Si usted no quiere ver nada más de esa conferencia, si no tiene un minuto más entre las obligaciones familiares, los compromisos sociales, las tareas pendientes de la oficina y las temporadas de las series por terminar, entonces comience a revisar la conferencia que he estado citando —antes de que alguien tenga a bien quitarla de allí— desde los 47 minutos y 55 segundos.
Foster se pierde entonces en un monólogo en el que apenas respira, apenas usa puntos y usa comas: «A pesar de ser la luz del mundo, como dijo Jesús de sí mismo, se me mostró con su figura alargada y camaleónica y con su expresión noble de abuelo, de padre más allá del bien y del mal. Muéstrame, me dijo, pruébame que hay gente amada que te ama a ti y que va a ser mejor si tú regresas a sentártele al lado, hazme una oferta superior a tu placer y a tu gloria, convénceme de que todavía no has terminado de vivir lo que fuiste a vivir allá o de que tu historia ha sido una historia con un principio, un medio y un fin, pero me lo dijo con una compasión risueña y con un humor burlesco que me tranquilizaron de inmediato. Y entonces, créanme o no, empecé a revivir lo que había vivido como un recuento de los hitos de mi vida, como una revisión, de tribunal invisible, de los puntos bajos y los puntos altos de una condena. Me sorprendieron la alegría de mi infancia, mi amor por el béisbol, por los experimentos científicos y por las películas de serie B de los cincuenta, pues por el lavado de cerebro del terraplanismo no recordaba esos primeros años como un periodo particularmente útil de mi vida. Me impresionó de buena manera verme caminando solo a los cinco o a los seis, por las calles rigurosas e inflexibles de Zion, como un figurante feliz de la coreografía para la sanación divina. ¡Me vi luego peleando con papá porque no tenía la edad para fusilar hijos de puta de otra nación en la guerra! ¡No sabía yo que eso se llamaba tener suerte! ¡No era aún el chico que iba a remplazar una mente por la otra, un espíritu por el siguiente, apenas escuchara Mystery Train con —ojo, señoras y señores, a esta definición de amor— la única otra persona del pueblo que creía que el planeta era redondo!».
Foster no detalla suficientemente las escenas de su vida, quizás porque, como tantos otros que han vivido experiencias fuera de sus cuerpos, sólo vio un montaje de imágenes de aquellos momentos fundamentales para su historia, sino que apenas habla, en el video que digo, de haber visto su pierna martilladora en el taxi que lo llevó a la muerte, su cara congestionada en una esquina de una orgía de drogas como la cara de un niño en la esquina del patio de recreos, su figura de rodillas a unos pasos del módulo lunar contra el telón renegrido e iluminado del universo, su vida diaria en la base aérea de Brooks, su matrimonio con Alicia Bull convertido en una negociación fallida y tormentosa, su primer bebé en sus brazos, su esposa diciéndole qué hacer con los cuerpos de los dos, el viejo mapa de la Tierra bíblica, cuadrada y quieta que hizo el profesor Ferguson en 1893.
Habla, eso sí, de cómo la luz atravesaba las ventanas e iluminaba los rincones de esas secuencias, de cómo los objetos se veían recién llegados y definidos y abandonados en aquellas situaciones, de cómo —abro comillas para que no se confunda este testimonio con una licencia poética— «las personas parecían actores disfrazados de personajes porque los lugares parecían escenarios decorados para estremecer a los espectadores». Menciona brevemente la sospecha de que los grandes inventos tengan su origen en paseos por la muerte. Advierte sobre la compasión irrepetible que se siente al observarse a uno mismo, «como una cámara al hombro de reportero de guerra», de cinco, de diez, de quince años. Se tiene la tentación de darse ánimo, de susurrarse «todo va a estar bien porque todo va a estar bien aquí en la muerte», cuando se es testigo del desamparo de los veinte, de los veinticinco, de los treinta.
Puede uno quedarse pasmado antes los pliegues y los lunares de su propia mano, pues no deja de ser un milagro que nadie más los haya tenido en la historia de la humanidad. Tiende uno a avergonzarse, sin perder por el camino esa versión del amor propio que se siente por primera vez, de los intentos desesperados por seducir, por conquistar, por caer bien a los demás: «Yo nunca vi a nadie así de hermoso».
Viéndolo bien, releyendo mi copia subrayada y anotada de la entrevista que le concedió a The Evening News un tiempo después de su regreso de la Luna, el astronauta Foster menciona esa piedad por uno mismo como algo gracioso porque sigue llevando adentro el alma de los narcisos: cómo no tenerse piedad, mejor dicho, cuando a uno le gusta su reflejo. Pero a partir del minuto 52 con 25 segundos de la conferencia no parece ser su egolatría sino su delirio —hago énfasis en «no parece ser» porque si algo le debo a la experiencia de morir es la convicción de que en una vida cualquiera caben todas las posibilidades— el móvil detrás de su relato: reconoce que él no habría elegido ese momento de su biografía, sino su viaje a la Luna, para volverlo a ver «ante ese espejo de cuatro dimensiones», pero, como si jamás hubiera escuchado la expresión «teoría de conspiración», se le ve dichoso en la narración de cómo fue él quien asesoró al cineasta Stanley Kubrick en la construcción de un riguroso plan B que se habría puesto en escena en el caso de que el Apolo 11 no hubiera pisado la Luna.
Hay exclamaciones en el auditorio: «¡Oh, Dios!», «¿Qué dijo?», «¡Vete al puto infierno!».
Hay carcajadas. Hay carraspeos francamente incómodos. Pero Foster se extravía entonces —véalo usted mismo manotear y soltar risitas de chiflado— en un relato que puede usarse como prueba reina de su megalomanía o de su locura.
Se ha dicho ya en todos los tonos, pero, como dice Rivera, para echar a andar esta narración conviene repetirlo: la NASA, en plena Guerra Fría entre los Estados Unidos y la Unión Soviética, no podía darse el lujo de fracasar en su expedición lunar. De 1945 a 1991, cuatro décadas y media ni más ni menos, los gringos se dedicaron a cogobernar América Latina sin el menor pudor mientras los rusos se encargaban de respaldar revoluciones guerrilleras de hemisferio a hemisferio. De 1957 a 1975, en medio de semejante pulso que de vez en cuando revive, el uno trató de ganarle al otro la competencia por la conquista del espacio exterior, por colgar allá arriba satélites artificiales, lanzar seres humanos en cohetes temblorosos y poner a algún representante de la especie sobre la pobre Luna.
El viernes 4 de octubre de 1957, como un premio a una nación acostumbrada a la desazón de las posguerras, la Unión Soviética consiguió poner en órbita el satélite Sputnik 1. El domingo 3 de noviembre de ese mismo año, la perra callejera Laika, que en ruso significa «ladradora», murió de miedo a bordo de una nave que alcanzó a echarle una mirada desde arriba al mapamundi real. El viernes 31 de enero de 1958, cuando el público gringo empezaba a acusar recibo del fracaso y de la promesa incumplida del progreso, la NASA logró lanzar el Explorer 1. El miércoles 12 de abril de 1961 el cosmonauta Yuri Gagarin inauguró una era de misiones espaciales de un lado y del otro que terminaron en la publicitada victoria norteamericana del domingo 20 de julio de 1969.
«Es un pequeño paso para el hombre, pero un gran paso para la humanidad», soltó, en aquella interpretación perfecta apenas puso un pie en el escenario de la Luna, el astronauta Neil Armstrong.
A fin de cuentas, era la primera vez que un hombre llegaba así de lejos en el universo. Y ese hombre no era un tipo cualquiera, no, sino un estadounidense: «¡Un americano!». Y además era el comandante de una misión, la Apolo 11, que podía clasificarse como «una conquista de la ciencia» o podía pasar a la historia como «un milagro», pero tenía que reconocérsele la proeza de devolver la fe en lo humano después de aquellas dos guerras mundiales que dejaron en claro el fracaso de la especie. La misión, que tuvo reveses y correcciones de rumbo, despegó a la 1:32 p.m. del miércoles 16 de julio de ese 1969, y gracias a la ciencia y gracias a Dios amerizó a las 4:50 p.m. del jueves 24. Fue una apoteosis. Fue un clímax. Y es una lástima que la historia haya seguido de largo.
Pues, como los asoladores conflictos mundiales que la precedieron, la Guerra Fría siguió empobreciendo espíritus y entorpeciendo naciones de hemisferio a hemisferio durante veinte años más.
«Yo entiendo que griten y que menosprecien esta historia porque cuando se vive atrapado en la jaula del cuerpo no es nada fácil aceptar que sólo vemos el diez por ciento de lo que hay, el diez por ciento de la realidad, y porque los muchachos y las muchachas de hoy no consiguen imaginar un mundo que llegó a convencerse completamente de que los rusos iban a quedarse con todo. Yo entiendo que hoy, cuando se ha vuelto tan popular negar el dolor y negar el pasado, esa era de espías suene a paranoia de viejos, pero así fue. ¡Llegué a dedicarme al vodka para entender cómo pensaban esos malditos soviéticos! Y cuando me pidieron que le ayudara a Kubrick con el plan B no lo dudé ni un solo segundo: yo era un gregario, un soldado», dice Foster en el video.
No me cabe duda de que el encuentro sí sucedió y sucedió a principios de 1969. No sobra recordar que el piloto Foster, luego de sacar los más altos puntajes en los exámenes de selección de la NASA, había sido uno de los pocos elegidos entre los miles de candidatos que se presentaron para convertirse en los astronautas del programa Apolo, y había hecho parte también de los equipos de apoyo de las primeras misiones. Tenía fama de ser un torpe social, un escupidor de frases incómodas en el momento preciso, pero se confiaba plenamente en su disciplina. Se decía de él, repito, que tenía «un temperamento férreo y persistente como de autómata y una vocación a buscarle la justicia a lo humano y lo divino». Tiene sentido, en fin, que fuera el elegido para hablar con Kubrick.
Pues, a pesar de que a Rivera le siga pareciendo un típico caso del «efecto cineclub», o sea un maestro usado hasta el cansancio por los dueños y matones de la cultura, para enero de 1969 Kubrick ya era el director de ciertas genialidades «justamente sobre la deshumanización» —me dice acá ella— como Atraco perfecto, Senderos de gloria, Espartaco, Lolita o Doctor Insólito. Ya tenía su fama de artista extravagante comprometido solamente con su propia visión, sí, de inventor loco y seguro de sí mismo hasta la falta de tacto, hasta el autoritarismo. Y como llevaba meses y meses ostentando el título del autor de 2001: una odisea del espacio, como eran bien sabidos los extremos a los que había llegado para filmarla, sin duda era la mente que requería el plan alterno del gobierno.
El navegante espacial Foster creía tener claro con quién se iba a encontrar en aquella casa en el sur de Londres a unos minutos nomás de los estudios de cine de Elstree: «Un enfant terrible», le dijeron, un sabelotodo que estudió a fondo la vida fuera de la Tierra, hizo construir naves espaciales prácticamente de verdad, discutió con Carl Sagan, ni más ni menos, la posibilidad de filmar la vida extraterrestre, y afinó hasta el agotamiento las técnicas de filmación —simuló las bajas gravedades, mandó a secar y a pintar toneladas de arena para montar una Luna en el estudio, consiguió que el primer plano de su película fuera un eclipse como un pulso innegable e irrefrenable entre el bien y el mal como el que describió el líder espiritual Zaratustra— para salirse con la suya en 2001.
Como tantos funcionarios de la NASA, el señor Foster era un fanático peligroso de la más reciente película de Kubrick, y, como además cargaba el fardo de su pasado de terraplanista, sobre todo vivía fascinado con el hecho de que aquel largometraje de ficción fuera la demostración de que el cosmos era un malabarismo con esferas: el universo era tan preciso como decía la ciencia y tan oculto como decía la religión, y 2001 era la prueba reina. Se le aceleró el corazón en aquella entrada de columnas de ladrillos terracotas y de rejas negras de Abbots Mead, la casa decimonónica en Barnet Lane que el cineasta convirtió en su estudio, y sintió que iba a salírsele el corazón en el umbral de una mansión de cuento de terror. Diez minutos después tenía ganas de reírse.
No estaba en un castillo del demonio, sino en una casa de familia. Kubrick no era un maniaco misógino dispuesto a todo con tal de lograr sus cometidos, ni un ogro enclaustrado para siempre de tanto odiar las traiciones del mundo, sino un esposo perdidamente enamorado de su esposa, un padre amoroso y severo y amoroso que poco soltaba las riendas de sus hijas, un señor tímido con voz de muchacho que hacía muchas preguntas y hacía chistes vulgares y quería contar historias que descifraran el asunto de fondo, y tenía claro sus talentos, pero sólo se tomaba a pecho a sí mismo una pequeña parte de su día: un señor común y corriente, chistoso y honesto y respetable por naturaleza, que sentía constantes arrebatos de amor por las mujeres de su familia.
«Y que, a pesar de la armonía que había conquistado en tierras inglesas, hablaba como un chico cualquiera de la posguerra con un innegable acento del Bronx», señala el exastronauta en el momento más extraño de su conferencia.
John W. Foster y Stanley Kubrick se encerraron un buen rato, tres horas por lo menos según ha confirmado la hija mayor del segundo, en el garaje que el cineasta había convertido en su sofisticado estudio. Foster, un poco más encandilado por la calidez que por el currículo de su anfitrión, le propuso a aquel maestro barbado y despelucado lo que cierto organismo gubernamental le había encomendado proponer en la voz que se le había sugerido: poner en escena la llegada del Apolo 11 a la Luna en un galpón en la Base de la Fuerza Aérea en el sur de Nevada, ni más ni menos que en aquella Área 51 en donde los teóricos de la conspiración imaginan extraterrestres disecados y ovnis, para transmitirla por televisión en el caso de que la misión no terminara bien.
Repito: los Estados Unidos de América no podían permitirse una derrota más, ni una más, en la carrera espacial que se encontraba librando con la Unión Soviética desde hacía dos décadas.
Y si algo era claro para todos los involucrados era que Kubrick, que en su Doctor Insólito había parodiado la Guerra Fría con la gracia de quien la conoce bien a fondo, era el verdadero «primer hombre que había pisado la Luna».
Kubrick fue cándido y frentero igual que siempre. No le interesaba el plan, dijo en voz alta, porque después de 2001 había dejado atrás el tema, muy atrás, pero además porque estaba convencido de que era imposible recrear la incertidumbre y el temblor de ese primer alunizaje. Tarde o temprano se notaría, se sabría. Algún involucrado en el secreto le susurraría a alguien «júrame por tu madre que jamás vas a contarle esto a nadie…». Algún fenómeno de la naturaleza notaría algún detalle menor que probaría que se trataba de un montaje. Y tipos de gafas oscuras y armados vendrían hasta él, hasta el pobre Stanley Kubrick que vivía pendiente de su país y de su nostalgia, así se escondiera en la casa más vieja del barrio más cercado de Londres: «Es una lástima tener que silenciarlo, señor», le diría un espía de película, y él aún tenía mucho por filmar.
Quería filmar una sociedad distópica articulada por la violencia, un impostor del siglo XVIII, un escritor enloqueciéndose en un hotel de terror, una guerra más absurda que todas las guerras y la pesadilla de los celos.
Kubrick dio un par de ideas y dibujó un par de hojas que luego convirtió en pelotas que lanzó a la caneca, y luego fue enfático en su respuesta a la pregunta: soltó un único, patriótico, afortunado «no» para el que se había estado preparando desde que nació.
«¿Pero por qué les estoy contando esto que les estoy contando?», se pregunta Foster, con el hilo completamente perdido, unos segundos antes de que la conferencia complete los 59 minutos. «¿De qué estaba hablando?».
«¡De la Guerra Fría!», «¡De la llegada a la Luna!», «¡De la muerte!», «¡De su encuentro con el hombre del espacio!», «¡De su vida vista desde el más allá!», se escucha fuera de cámara.
Y es en esos segundos cuando, volviendo en sí, él mismo se hace la pregunta fundamental para irse encaminando a la respuesta que se trajo de la muerte: ¿por qué en medio de semejante reseña de su vida él y su acompañante se detuvieron precisamente en ese encuentro en el garaje de la casa de Abbots Mead si había para escoger desde el periodo en el que aprendió a dominar el horror en su estómago cuando volaba hasta su arrodillada en la Luna que por demás era una arrodillada ante el misterio, desde una temporada en el terraplanismo en las calles crudas de Zion hasta «un fin de semana largo y perdido» —así lo llama él mismo— en las mujeres que se negó cuando aún no era un héroe norteamericano de regreso en una realidad que le parecía escasa, mentirosa?
¿Para qué ver esa cita secreta si no había terminado en un plan B escandaloso, apenas digno del Área 51 allá en Nevada, que sólo podría suceder en la ficción?
¿Para qué revivir una anécdota simpática que había jurado no contar jamás para no poner nunca en riesgo a su protagonista?
¿Qué clave podía encontrarse allí que no pudiera encontrarse, por ejemplo, en su defensa de la percepción extrasensorial en Palo Alto?
«Estábamos en ese garaje los dos, el ser lunar y yo como un par de escalofríos, asomándonos a esos escritorios con monitores y lámparas de pie y arrumes de periódicos y latas de películas y fichas de investigaciones, mientras la conversación serísima entre ese astronauta de la NASA y ese cineasta que los ignorantes llamaban “ermitaño” era interrumpida por una hija o por un gato: “Ven acá…”. Era tenue la luz porque venía de las pantallas. El techo era bajo y era liso y su superficie apenas se veía interrumpida por un par de tubos como venas que ocultaban los cables de un par de bombillas. Y Kubrick le hablaba a mi yo de treinta y tres años de lo divino y de lo humano —de cómo podía amarse la suerte de hacer una película y detestar el mundo del cine al mismo tiempo, de por qué sólo daba entrevistas durante los estrenos, de cómo Sagan le había confirmado una vida extraterrestre, más evolucionada y menos violenta, de energías y de fuerzas capaces de asumir formas, materias— para que mi yo muerto cayera en cuenta de que ahí se me habían dado las claves para vivir el resto de mi vida», reconoce Foster en medio de su soliloquio interrumpido por carraspeos y aplausos sueltos.
Kubrick le había mencionado por primera vez, risueño y acalorado por un blazer de pana y con un mechón de Superman sobre la frente, la posibilidad de que la vida después de la muerte sucediera en el espacio.
Kubrick le había confesado que pronto se había dado cuenta de que amaba tanto a su país, su tierra de beisbolistas y de gánsteres, que pronto había comprendido que la única manera de servirle era servirse a sí mismo y a su vocación de narrador de lo que aún no se ha visto. Kubrick le había dicho que a pesar de dedicarse a un oficio asociado con hombres y con mujeres que le venden el alma a una originalidad que no existe, después de experimentar el dolor en dos parejas fallidas, se había jugado su alma por vivir todas las horas de todos los días en una casa con una mujer que era su vida. Kubrick le había explicado que ese garaje le garantizaba la cotidianidad que no sólo se necesitaba para ir tropezando con hallazgos, sino que era, por demás, el gran hallazgo de todos.
Stanley Kubrick no se les estaba negando a los fogonazos de las alfombras rojas por neurótico y por torturado, ni se estaba escapando de los desmanes por contrato de las estrellas de Hollywood ni se estaba sacudiendo ese mundillo de los hombros porque se sintiera mejor que todo eso, sino porque se negaba a sacrificar un solo segundo de su vida feliz en esa casa: no era nada más.
Y cuando «el ser espacial» con silueta alargada de Dios —«the space man» en el video de YouTube— le preguntó si había sido amado y si había podido amar, como reduciendo semejante superproducción norteamericana a un lugar común de puertas para adentro, Foster cayó en cuenta de que de volver al planeta tendría que dedicarse en cuerpo y alma a estar solo, a recobrar el respeto de su familia, a agachar la cabeza ante el hijo que siempre le preguntaba cuándo iba a volver, a pedir perdón aquí y allá por las bajezas que se permitió en alguna fiesta de aquellas porque esas eran las reglas del juego y sólo se vivía una vez, a decirles a quienes descreen de cualquier cosa que sí hay vida después de la muerte y la Tierra sí es redonda y el ser humano sí llegó a la Luna.
Que el paso y la huella de Neil Armstrong, que cualquier teórico de la conspiración puede verificar si le viene en gana escapar de su delirio, ni siquiera tuvieron un plan de contingencia porque Kubrick dijo «no».
Eso entendió. Eso dijo que entendió. Declaró en tono jocoso que se negaba rotundamente a montar una religión propia alrededor de sus saberes y de sus hallazgos espaciales porque tenía clarísimo que sólo iba a enriquecerlo a él y a una pequeña corte, como tantos cultos de una sola mente, pero se lanzó a explicar, en aquella conferencia repetida en mil y un pequeños foros por todo su país, que apenas terminó de ver su propia vida allá en la muerte comprendió que volver era volver a pagar la condena de la simulación humana, del paso del tiempo, del paso del cuerpo, de las limitaciones de los sentidos que nos obligan a leer entre líneas y a hacer literatura, pues —así el lenguaje apenas sugiera, mitifique, señale de modo indirecto lo que hay detrás de esta realidad— sólo en la imaginación oímos y vemos y sentimos un poco mejor.
«¿Y si la gente que quería saber y desequilibrar y dañar, como usted y como yo, fue enviada toda a la Tierra? ¿Y si la Tierra es el infierno como me han estado diciendo todas esas voces desde que me puse de rodillas en la Luna? ¿Y si la Tierra es la muerte y venimos a ganarnos de vuelta la vida? ¿Y si vivir es olvidar y dormir y dar el pulso con uno mismo para despertar? ¿Y si morir es lo que llamamos nacer?», pregunta al auditorio, engrandecido, con la ilusión de que nadie le conteste.
«¿Qué sentido puede tener entonces regresar si se trata de regresar a una cárcel de la que ya se ha podido escapar sin mayores cicatrices? ¿Por qué no mejor quedarse muerto?».
¿Y cómo volver a tiempo al cuerpo de uno —agrego yo— si se ha tomado la extraña decisión de volver?
Quienes estén viendo el video en este punto del relato, que a mi modo de ver es inevitable, estarán de acuerdo conmigo en la sensación de que a partir de este momento el viejo astronauta John W. Foster recupera su cara y su voz de cuerdo porque se dedica a narrar lo que siguió. Contar es, en cualquiera de sus acepciones, escapar de la locura. Y él se aleja de sus conjeturas y de las conclusiones estremecedoras que le granjearon su fama de chiflado porque se dedica completamente al relato: «Cuando el Apolo 18 pudo volver a este planeta aprendí que nada sucede en la teoría —dice— pues no se parecía a ningún mapa eso de acomodarse en la cabina con el corazón estrangulado durante horas, eso de quedar incomunicado durante diez minutos, a la mano del verdadero plan durante semejante eternidad, luego de entrar en la atmósfera, y eso de ver desde muy arriba y desde un paracaídas las nubes sobre el cielo».
Se piensa rápido en ese momento. Se piensa mejor. Se entiende pronto, pues no hay alternativa, el significado real de poner los pies en la tierra. Y, cuando por fin se logra volver y ponerse de pie y respirar en este lugar donde yo estoy escribiendo este manual y usted lo está leyendo, entonces todo empieza a verse —dice Foster— como si fuera un espectáculo o un sueño: como es.
Cuando la figura alargada y etérea le hizo saber que la decisión de retornar a su cuerpo o quedarse en la muerte estaba enteramente en sus manos, su duda muy pronto pasó de ser «vuelvo o no vuelvo» a ser «cómo voy a hacerlo». Si había sido así de difícil regresar a la Tierra después de aquella expedición por la Luna del Apolo 18, si tardó semanas en recobrar la orientación y semanas en despertarse con la seguridad de que no estaba en el espacio sino en su cama matrimonial, y si se pasó meses fijándose en los gestos de sus amigos y meses perdiéndose en los horizontes de Houston y en las incertidumbres del sexo y meses dando las gracias por la comida hecha en casa a quien correspondiera, ¿cómo iba a ser eso de aterrizar de nuevo en su cuerpo?
Simplemente, tuvo que hacerlo. De golpe, cuando ya se había habituado a esa placidez y a esa revisión de sí mismo sin ansiedades, el ser que había estado acompañándolo y guiándolo se deshizo y desapareció. Se vio enfrente de un desierto de cenizas como el desierto en el que se había arrodillado. Sintió que, de seguir adelante, de atravesar ese valle desolado con la absurda ilusión de acercarse al horizonte, tarde o temprano llegaría a un precipicio. Pero avanzó, según dice, porque vio una llama de hoguera —un par de manos anaranjadas y temblorosas en posición de plegaria— en la distancia. Y con cada paso que fue capaz de dar, grave otra vez, fue más evidente que no estaba ante una pira sino ante un muchacho que miraba y miraba el abismo porque de alguna manera habría que bajar.