Tomo aire para lo que viene. Pues antes del encontronazo que nos fue dado a todos, sólo comparable con el revoltijo de estados de ánimo de los pasajeros de un ascensor que se ha quedado varado en la oscuridad o con un bombazo en compañía de los desconocidos que pasaban en el peor momento por alguna de las calles colombianas de la década de los noventa, debo contar una especie de alucinación que espero quede aquí entre nos. Sólo en el libro Vida en la muerte, la compilación de experiencias fuera del cuerpo firmada por el publicitado sacerdote Ron Barrow, he encontrado yo un par de casos semejantes a este mío que voy a contar: casos de gente que murió y volvió del más allá, pero en la tercera fase de la muerte no sólo vio cómo iba el drama de su vida, sino además cómo iba a terminar.
Es de esperar que tanto los muertos que jamás vuelven a sus cuerpos porque consiguen la trascendencia como los muertos que regresan a vivir adentro de una nueva identidad —los muertos que reencarnan quién sabe en quién en cuál circunstancia de qué época— tienen la oportunidad de ser espectadores de los tres actos de su propio drama: del drama que hicieron tragedia o comedia.
Es claro que en esta tercera fase los siete personajes del libro, Li Chen, Sid Morgan, John W. Foster, Bruno Berg, Muriel Blanc, Nuno Cardoso y Lorenza de la Cabrera, llegaron a pensar que estaban viendo el drama entero desde el puro principio hasta el puro final. Que el clímax, o sea la respuesta con aires de epitafio a la pregunta de qué clase de vida se había vivido, era el hecho mismo de la muerte, pues no entendían que no era la muerte definitiva: «Fue una buena profesora en una era sin alumnos», «Jamás pudo sobreponerse a la violencia de la fama», «Perdió de vista a la gente que le tocó en suerte por andar comunicándose con el universo», «Creyó hallar la redención en el boxeo pero acabó siendo un soldado», «Todo salió mal cuando decidió ser ella misma», «Murió sin cobrar su venganza», «Dios se la llevó por fin».
Luego, cuando aquella luz o aquel Dios más grande que cualquier mirada les presentó la oportunidad de regresar, cayeron en cuenta de que entonces acababan de presenciar el punto de giro en la mitad del segundo acto en el que todo héroe toma las riendas de su destino o el falso final en el que cada protagonista experimenta un engañoso momento de gloria o de miseria como tomando impulso para el desafío definitivo de su drama.
La roquera Morgan, el astronauta Foster, la impostora Blanc, la monja De la Cabrera y yo sentimos lo primero: que se nos estaba dando la información definitiva para encarnar con presteza el personaje que se nos había encomendado y se nos estaba despejando el panorama para asumir la autoría material e intelectual de nuestras comedias. La profesora Chen, el soldado Berg y el sepulturero Cardoso, en cambio, sospecharon que se les estaba dando una oportunidad para enmendar y darle más bríos y cubrir de dignidad la resolución de sus tragedias: que se les estaba concediendo algo así como una última llamada antes de entrar en prisión o un monólogo final ante el auditorio de su historia o un penalti en el último minuto de un partido cero a cero.
Sin embargo, ninguno de los siete vivió lo que yo viví, ninguno. Hubo un par de hermanos gemelos de Mineápolis, Minnesota, que confesaron esta misma experiencia mía en el programa radial del padre Barrow. Sus nombres son Dan Garland y Alan Morrison. Quedaron huérfanos cuando apenas tenían tres semanas de edad, y, como no tenían abuelos o tíos a los cuales acudir, fueron dados en adopción a un par de familias diferentes en un par de estados diferentes. Dan se quedó a vivir con los Garland en Rochester, Minnesota, y Alan se mudó a Toledo, Ohio, con los Morrison. Y, no obstante, tal como está contado en las páginas de Vida en la muerte, los dos se casaron con una mujer llamada Vilma, tuvieron un hijo al que le pusieron Joe, se mudaron a un segundo matrimonio con una alcohólica de nombre Suzanne, trabajaron como floristas desde niños, condujeron una camioneta Chevy roja de 1950, fueron fumadores compulsivos de la misma marca de cigarrillos, se comieron las uñas y murieron a los treinta y nueve años de edad, pero en sus excursiones por el más allá no sólo se enteraron los dos de que tenían un hermano gemelo, sino que, para persuadirlos de quedarse allí a lamentar eso de haber sido un experimento humano, se les mostró que tenían otra vida por delante para comprender que el uno había estado escuchando la voz del otro desde que tuvieron memoria.
Se vieron divorciarse y casarse de nuevo, montar una floristería de los dos, enamorarse de la misma mujer, pelearse por ella, reconciliarse tres años después, participar como consejeros en una película sobre su historia e ir a la ceremonia de los premios Oscar con la esperanza de ganar alguna cosa alguna vez. Se vieron encorvados, con los pulmones renegridos y las voces esfumándoseles también, poniéndose un par de máscaras de oxígeno en las largas noches de Minneapolis —volvieron juntos a su ciudad natal— para vivir un poquito más al menos.
Me pasó lo mismo a mí. Vi las escenas de mi drama hasta que, en la mitad del segundo acto, entendí que había sido una comedia. Mi exmujer estaba reclamando su derecho sobre mi intimidad con el argumento incontestable de que ella no era ella misma cuando se fue. Mi archivo de ideas para novelas o cuentos o ensayos, robado de golpe, seguía convirtiéndose en libros malos publicados por otros. Pateaba la misma caneca fiel que había pateado desde hacía varios años. Tenía la garganta destruida. Tenía una voz que parodiaba mis quejas: «¿Por qué me está pasando todo esto?», «Yo quiero morirme más bien», «No me deje solo, Rivera, usted no». Y me había matado la anestesia general que de alguna manera ha sido el modus operandi en un país en el que pueden matarlo a uno porque sí.
Ya era claro para mí, mientras me veía a mí mismo contándole a nuestro niño que mi papá había comprado billetes de lotería incluso cuando era seguro que se iba a morir y mientras me fijaba en el fervor con el que mi esposa paseaba al husky, al labrador, al golden retriever, al beagle, al terrier, al cocker spaniel y al pointer, que yo había estado protagonizando —que yo había protagonizado, digo, en pasado— una comedia de enredos sobre darse cuenta demasiado tarde de la farsa. Ya estaba reconociendo que había sido un error de casting, y poco más, porque no había estado a la altura del papel que se me había escrito. Ya quería reírme a carcajadas yo de mis grandilocuencias y mis ingenios, pero no pude hacerlo porque me pareció que algo allí estaba mal.
Si muy a mi pesar cada vida seguía al pie de la letra las leyes flexibles e inflexibles del drama, y yo, incluso a ojos de la figura de luz que me estaba acompañando en esa visita al museo de mi biografía, había vivido una comedia para morirse de la risa, entonces por qué acababa de encarar un final tan ridículo, tan poco feliz, tan poco común y corriente: ¿no era más justo y más aleccionador, para un soberbio y un infantil como yo, morir día por día por día hasta morir de viejo?, ¿no era más cómico obligarme a padecer los reveses y las traiciones y los hallazgos de la vida con el reloj en contra de aquellos que sólo tienen claro que quieren seguir viviendo?, ¿qué hacía yo convertido en un muerto a esas alturas de la vida?
Fue entonces cuando mi guía o mi Dios o mi consejero, como un viejo secándose las lágrimas de las carcajadas con un pañuelo por debajo de las gafas, volvió a preguntarme si estaba listo para morir.
Y yo le dije que no. Y no sé si para persuadirme de regresar a semejante estercolero o si para animarme a correr el riesgo de envejecer me puso enfrente —e igual les pasó a los gemelos Garland y Morrison— toda la vida que me quedaba por vivir tal como me había puesto antes la vida que ya había vivido. Empezó en medio de un silencio semejante a la belleza. Yo estaba solo en nuestra habitación, una mañana de las mañanas serenas de nuestro apartamento, viéndome en el espejo porque no había nadie por ahí y no era tan grave ser tan feo y acababa de ponerme el vestido gris de rayas menos grises que me habían regalado mis padres para casarme con la paseadora de perros. Pronto me di cuenta de que era el día del matrimonio y que estaba sonriendo como si hubiera ganado por fin.
Pensaba que no iba a ser capaz de hacerme el nudo de la corbata, que es un milagro, pero de golpe, como si se tratara de montar en bicicleta o de nadar en una piscina, me vi a mí mismo haciendo el lazo que mi papá me enseñó a los diecisiete años.
Salí tal como salí ese día de la casa. Pero afuera no era de día, sino que estaba empezando a encapotarse y a oscurecerse. Era el futuro. Era, si acaso volvía yo a mi cuerpo, la segunda parte de mi segundo acto. Era mi extraña oportunidad, de actor de la vieja guardia, de conocer el libreto de mi historia antes de su puesta en escena. Y, sea como fuere, allá iba. Andaba solo quién sabe por qué. Cruzaba la glorieta de la carrera Quince con la calle Cien y consultaba la hora en mi reloj entre hordas de oficinistas con tapabocas y pensaba en que tarde o temprano iba a llevar a cabo esa caminata. Ya no era un flacuchento a punto de cumplir cuarenta años sino un barrigón a punto de cumplir cincuenta. Llevaba el mismo vestido gris aunque los pantalones me quedaran apretados. Y me decía en voz alta «es que no tengo más».
Pronto estuve en la asfixiante sala de la velación de mi mamá, de la lectora Aura Sarmiento de Hernández, con la sensación de que una figura imaginaria e impalpable me estaba mirando mientras me servía un agua aromática en un vasito de plástico y leía un par de coronas de flores que habían mandado los antiguos trabajadores de los bancos en donde ella había puesto el orden. Me senté a pensar en ella, en mi mamá, disciplinada en su reclusión eterna en ese estudio cerrado con seguro, libre de tentaciones mundanas e incapaz de definirse a sí misma para este libro. ¿Se habría sentido amada? ¿Estaría bien en el más allá? ¿Reencarnaría en un idiota? ¿Habría conseguido trascender a pesar de haber cruzado la vida de puntillas? ¿Habría sido capaz de perdonarse su dureza cuando vio la dureza de su propia infancia?
¿Habría sido capaz de perdonarse su resignación ante el horror, su pesimismo de lunes a viernes, cuando se dio cuenta de que había vivido una juventud sin caprichos y con la promesa de una Tercera Guerra Mundial?
Ay, Aura, ay, mamá, aunque odies esta parte de este libro —y este libro por exponerte a pesar de tu empeño de ser una mujer invisible— estás a tiempo de alcanzar la meta de sobreponerte a ti misma y de dejarte en paz.
Olvida aquello que vas a decirme antes de morir, «yo no he debido atarte a mi suerte, Simón, pero tú fuiste el mejor contacto con el mundo que pude tener», porque yo ya estoy lo suficientemente viejo para entender que todo vínculo es un doble vínculo.
Solo, solísimo en aquella funeraria durante un par de horas, pensé «no voy a poder con esto: esto es demasiado para mí» como lo piensa uno tantas veces en la vida. Lloré porque en ese entonces lloraba por todo —en las películas de niños, en los documentales sobre padres e hijos— como negándome a mí mismo, a mi personaje cínico, implacable e iconoclasta. Estaba gordo. Estaba enfermo del estómago porque vivía enfermo del estómago por esos días. Me limpiaba las manos con gel antibacterial como traumatizado por los virus: «Por si acaso». Tenía una libretita en una mano en la que estaba haciendo cuentas de las deudas por pagar: 13 millones de la tarjeta de crédito Visa, 17 millones de la tarjeta de crédito Master Card, 42 millones de la compra de cartera del banco, 77 millones del préstamo que sacamos en un momento de desesperación.
Pocas personas, poquísimas, fueron a semejante funeral. Recuerdo a mis primos, a mis tíos, a mis compañeros de trabajo. Me sorprendió no ver a ninguna de mis antiguas parejas. Recuerdo a Salamanca, el amigo escritor con el que parecía condenado a encontrarme, dándome el pésame, pidiéndome permiso para escribir una novela sobre Vilhelm Hammershøi y repitiéndome una y mil veces lo mucho que le había gustado mi manual práctico para la muerte —este— pues era la prueba reina de que la Tierra es un recicladero y toda ficción es una metaficción: no sé con qué palabras me lo dijo, pero descubrió, en resumen, que mi libro demuestra que uno es libre de vivir como un actor es libre de actuar y esta vida prefigurada en el más allá tiene el sentido que tienen las puestas en escena.
Y, como uno está interpretando el drama que le ha sido dado hasta transformarlo en algo propio, entonces todas las películas y los libros y las obras de teatro que se tienen enfrente son ficciones dentro de la ficción.
Cuando por fin aparecieron Lucía y José María, a lado y lado mío en el sofá en donde yo estaba haciendo mis cuentas miserables y recibiendo pésames esporádicos y erráticos, sentí un alivio inconmensurable por el hecho de que no me hubieran dejado. Me puse a pensar en que cremar el cuerpo de mi mamá no iba a ser un error porque haber cremado el cadáver de mi papá —y haber lanzado sus cenizas en el río de la finca de su familia adoptiva— no había sido un error: «El espíritu debe ser capaz», pensé, «de recrear sus cuerpos». Me puse a divagar sobre cómo habrán vivido la experiencia del más allá los desaparecidos de esta guerra sin fin, los masacrados en la plaza de su pueblo, los ajusticiados por los sicarios de las bandas de criminales, los secuestrados que murieron de viejos aquí en Colombia, pero, quizás para no meterme en peores honduras, respondí cualquier cosa a mi esposa cuando me preguntó «en qué está pensando».
—Estaba pensando que tengo en mi teléfono un montón de teléfonos de muertos —le dije.
Y me sorprendió que a esa edad, a los cuarenta y nueve, yo era de nuevo un hombre con voz. Hablaba a toda velocidad otra vez: tengoenmiteléfonounmontóndeteléfonosdemuertos. Tartamudeaba igual que cuando era un adolescente. Y tenía el timbre grueso de cuando era un iluso, un confiado. Sonaba como mi papá. Con la poca gente que fue a darme el pésame me portaba, de hecho, como un traumatólogo honorario que daba consejos sobre posturas y sobre colchones. Se me salía la camisa del pantalón igual que a él y sentía unas ganas terribles de comprar la lotería en la esquina de la funeraria. Hacía algo sólo mío: llevaba en el bolsillo del saco un pequeño cubo de Rubik para ponerme la mente en blanco, para distraerme este temperamento enervante tan dado al lamento y a la derrota. Murmuraba.
Me daba quejas a mí mismo, a quién más se las iba a dar si mis quejas les aburrían tanto a todos, por no haber tenido un hermano mayor o un hermano menor para que me entendiera lo grave que era haber vivido y haber perdido a esa mamá.
Y me asomaba todo el tiempo a la pantalla del teléfono de mi reloj, ansioso cuando ya qué, para aplazar una vez más la obligación de darle vueltas a la muerte de mi madre.
Salí de allí, de la sala de velación, con ellos. Nos reímos juntos de las últimas mañas de la versión anciana de mi mamá: de su tendencia a echarle a uno la culpa de sus olvidos, de su obsesión por tener limpio un apartamento al que no entraban ni los fantasmas, de la manía de regalarle a uno alguno de sus libros siempre que empezaba la ceremonia de las despedidas, de las genialidades que había hecho a espaldas de todos. Pero luego, como siguiendo el método de un sueño o la lógica de un resumen, me vi solo en un taxi hacia el colegio de José María. Tenía puesto el mismo vestido gris de paño de rayas menos grises. Ya no me apuntaba el botón del cuello de la camisa. Tenía que taparme semejante fracaso con el nudo de la corbata. Se me salía la barriga por encima del pantalón.
Llevaba sobre las piernas a Lenin, nuestro perro pug, que no se llamaba así por lo comunista sino por lo fruncido, como si ya no fuera capaz de estar sin él.
Usaba gafas, gafas por primera vez en la vida, porque los lentes de contacto eran una tortura para mí.
Estaba cada vez más calvo. Y era mejor, claro que sí, porque todo viejo que llegue a viejo con pelo corre el riesgo de verse como su tía.
Llegué a la fiesta de grado del colegio de nuestro niño, de José María, en un pequeño restaurante de pastas italianas al que solíamos ir cuando él empezó a escoger por todos en dónde almorzar los sábados. Saludé a su padre con un cariño fraternal, de veteranos de la misma guerra, que me pareció apenas natural. Saludé a sus tías con mi cara de «yo les juro que estoy cuidándoles a su hermana menor». Respiré pesadamente mientras les di la mano a los conocidos y los desconocidos que me encontré en el camino hasta mi esposa. Primero la abracé porque sentí la taquicardia que solía sentir en aquellos días: «¿Y si me está odiando por seguir siendo este insomne que pasó de la pedantería al apocamiento?, ¿y si a ojos de ella el hecho de haberme resignado a trabajar en cosas menores dejó de ser un gesto de desapego para ser un síntoma de fracaso?», pensé.
Me dio un beso breve en la boca y me acomodó en su mejilla para acariciarme la cabeza como a otro hijo y me dijo «yo lo adoro tanto…» con puntos suspensivos a salvo en su olor suave de siempre.
Ella iba a cumplir cincuenta y tres años. Se había dejado ya las canas entre el pelo negro y tenía la silueta plateada desde la cabeza hasta los hombros y exhibía sin vergüenza unas pocas arrugas alrededor de los ojos reservados y árabes que seguían poniéndolo a uno en su sitio y se veía en fin aún mejor que siempre. Era evidente que tenía mucho por hacer. Era claro que estaban llamándola y llamándola porque era la jefe de alguna universidad insurrecta o de alguna fundación revolucionaria —y había dejado atrás la felicidad de pasear perros por la felicidad de poner en marcha otra utopía—, pero que estaba haciendo lo imposible para no caer en su eterna tentación de volcarse sobre el trabajo.
Zapateaba de la pura agitación. Sonreía. Contaba historias e historias para volver a la Tierra.
Me zafé el nudo de la corbata cuando me di cuenta de que conocía a todos los que estaban allí. Saqué del bolsillo una hoja dos veces doblada que resultó ser un discurso que nuestro muchacho me había pedido que escribiera para la ocasión. Temblé un poco mientras lo desdoblaba hasta que me pareció ridículo estar tan nervioso y solté una risita de hombre de cincuenta y seis años muerto de miedo. Se me fue quitando el pánico escénico —es que allí estaba el invicto Salamanca, mi amigo novelista, con una esposa nueva que hablaba del mundo de la cultura como un mundo de huérfanos ansiosos por ser adoptados— y se me fue pasando la vergüenza de haber caído en el colombianísimo lugar común de «decir unas palabras» para volver solemne cualquier ocasión que pase por delante.
Hablé de José María. De cómo había sido un niño dulce, compasivo, competitivo a morir, generoso desde el principio de los tiempos. De cómo se había enloquecido la primera vez que vio el mar, «¡agua!, ¡agua!», en aquella escena que yo mismo filmé con el pulso tembloroso de un hombre que había perdido la fe en sí mismo. De cómo jugábamos a llenarle la cuna con todos sus juguetes, a buscarlo por los armarios del apartamento, a recibirle largas visitas de médico para que se diera el gusto de ponernos una inyección. De cómo no nos casamos los dos, Rivera y yo, sino los tres: «Quería una argolla para él, pero conseguimos convencerlo de que se comprara una espada láser de Star Wars». De cómo su pérdida de oído, «su limitación auditiva» que siempre fue un misterio para todos, lo convirtió en una persona con una imaginación enorme: «Se inventó Juego de tronos sin saber que existía y compuso un concierto brandemburgués antes de oír el verdadero», leí.
Y luego me atreví a declarar que empezó a escuchar lo que su mamá, su papá y yo pensábamos incluso antes de que lo dijéramos.
Y conté que los amigos del colegio solían confesarle que le tenían una envidia profunda por tener dos papás.
Hablé un poco, no todo lo que hubiera querido, del privilegio de haber sido su padrastro. Reseñé mi viaje por la muerte, porque tarde o temprano caía en el puto tema, para llegar al momento en el que escuché su voz hablándome en una cama de cuidados intensivos del centro médico en el que me fui de mi cuerpo: «Sin ti no somos nosotros», decía, «ven ya». Di las muchas gracias por haber tenido semejante oportunidad de dejar de ser un hijo —hay gente que llega adolescente a viejo— y me reconocí el valor para haberlo notado y me atreví a explicar que ser un padrastro era ser un papá que se da cuenta del privilegio de ser papá porque no da por sentada esa compañía, porque siempre está en suspenso, porque se queda solo cuando la familia de sangre tiene alguna vuelta por hacer en la que uno sobra.
Solté una retahíla luego sobre todos los miedos que se reviven cuando se es un padrastro porque son los mismos que siente un padre, pero allá atrás, en silencio, con voz y sin voto. Se pide a Dios, a la nada, a quien corresponda, que al hijo de uno nadie le dé la espalda, ni lo arrincone, ni lo niegue, ni lo rechace en frente de todos, ni lo deje solo en los peores días, ni le dé falsas ilusiones, ni le suelte la frase «yo creo que esto no está funcionando», ni le parta el corazón dos veces. Se vive en el borde de la silla como si esa vida pendiera de un hilo montada en una montaña rusa endiablada. Se ruega de rodillas cuando nadie está mirando. Se le ofrece lo que sea al destino, así esté escrito, para que el hijastro jamás llegue a sentir una soledad como una traición, como un castigo.
Y yo vivo agradecido —leí— porque sólo tuvimos que ir un par de veces a la clínica, porque se enterró un lápiz en un párpado pero al final no le quedó ni siquiera una cicatriz, porque jamás le pareció raro pedirme que lo acompañara hasta quedarse dormido, porque me pidió que estuviera con él mientras hacía sus colecciones de juguetes para concederme la fortuna de ser un personaje secundario, porque me consultó las tareas de literatura mientras esperábamos que el bus llegara al paradero helado de las 5:30 de la mañana, porque me dio abrazos fortísimos sin ninguna clase de pudor cuando me dio los buenos días de todos los días, porque siempre me contó en voz baja sus temores y sus teorías sobre lo que iba a pasar con los Avengers en las próximas películas.
Me pongo nervioso cuando le gente se pone a bailar. Pero bailé con Rivera en esa fiesta de grado para pocos porque en mi vida —créanmelo: fuera de mí inventarme un gesto romántico— ella fue la única persona con la que bailé. Tuve parejas con las que fui a cine o peleé o sufrí o tiré en el piso, pero sólo con ella bailé. Bailamos canciones de Juan Luis Guerra, de cuando éramos niños, porque José María armó una lista de las canciones que nos había visto tararear desde que lo llevábamos al parque a jugar al Hombre Araña: Eran las siete ’e la mañana / y uno por uno al matadero / pues cada cual tiene su precio / buscando visa para un sueño, bailábamos, con la paciencia que se acaba / pues ya no hay visa para un sueño.
Y nos mirábamos y nos quitábamos la mirada porque seguíamos siendo un misterio. Y nos sonreíamos y nos levantábamos las cejas porque habíamos conseguido juntos el milagro de no confundir la depresión con la rutina. Y nos prometíamos que a José María le iba a ir bien en Seúl porque era lo que él había querido desde siempre. Y ella me decía que me seguía quedando bien el vestido gris de rayas menos grises y yo que a ella le quedaba mucho mejor el vestido de flores que tenía puesto y que si no me creía se lo preguntara a todos esos hijos de puta que estaban mirándole el culo mientras bailábamos.
Hablamos de las dietas en las que fracasábamos juntos en el taxi de vuelta a la casa. Miramos por las ventanas para dejarnos en paz. Describimos dolores nuevos y vaticinamos principios de gripas. Desde que entramos al apartamento, desde que ella abrió la puerta con sus llaves del llavero de bus inglés, supimos de qué hablan cuando hablan del nido vacío. Simplemente, había menos aire en el lugar. Se veía más pequeño, más inútil. El silencio no era el silencio, sino el letargo, el sopor, el polvo ganando la guerra después de haber perdido tantas batallas. Pero ella buscó una canción en su teléfono y de los parlantes de la sala repleta de matas y de libros y de fotos de la vida nuestra vino yo era de un barrio pobre del centro de la ciudad…
Y seguimos el baile completamente resignados a ser los padres avejentados que se han quedado solos, y ella me desanudó por completo la corbata y me quitó el saco y me desabotonó la camisa contra la pared de las pequeñísimas reproducciones de Hammershøi, y se soltó y se dejó caer el vestido para que yo la besara del cuello hasta las tetas, y no fuimos el par de locos que bailaron hasta tirar en el sofá largo de la sala en los primeros minutos de aquel Año Nuevo que pasamos solos, voy a pedir su mano / al amor hay que dar de beber / voy a cortar un ramo de nubes / para mojar su querer, pero fuimos dos viejos nuevos con dos cuerpos distintos, y fue bueno porque fue prueba de que jamás íbamos a acabar de conocernos.
Vi mi barriga inflada por los años, mi pecho colgando como un saco vencido, mis piernas torpes, mis manos arrugadas, mi lengua opaca y mis dientes torciéndose —y mi cuerpo me produjo más vergüenza que nunca, queridos lectores—, pero me vi a mí mismo, metiéndosela cuando ella quiso y como ella quiso, entregado completamente a descubrir los nuevos lunares de su espalda, la juventud eterna de sus omoplatos, el olor intacto de su cuello, los nervios, las firmezas, los pliegues, en fin, el carácter de su cuerpo dos décadas después. Fuimos juntos al cuarto, por la oscuridad del corredor que cada vez se recorría menos, tomados de la mano como si alguien nos estuviera viendo. Nos pusimos las piyamas inventadas con camisetas y con boxers que usábamos de jóvenes.
Y nos subimos a la cama y nos metimos a las cobijas y nos pusimos a ver en la pantalla de la pared de enfrente una película romántica gringa de cuando éramos niños que se llamaba Crossing Delancey. Y en la cama hablamos de las parejas que tuvimos como reconociéndonos el uno al otro el triunfo de estar juntos. Y en la cama la sentí rara y le pregunté qué le estaba pasando y le agarré la mano yo solo y me dijo «nada, nada: estoy cansada nomás» mientras íbamos poniéndonos más viejos. Y en la cama le reconocí que sí había tenido la tentación de pasar un mediodía, pero no más, con aquella periodista cuarentona descarada e incansable que había hecho un perfil mío cuando salió publicado este manual práctico para los futuros muertos. Y en la cama le demostré que jamás lo hice, pero peleamos como si la hubiera traicionado porque yo no había sido capaz de hacerme la cita para que me viera el oftalmólogo —y nos dijimos lo más hiriente que puede decirle un ser humano a otro cuando se encuentra condenado a las palabras— y nos reconciliamos un par de horas eternas después porque ella me explicó por enésima vez que pelear no era el Apocalipsis y porque no deja de ser chistoso que lo vea a uno el oftalmólogo. Y en la cama comimos entre los dos, cada uno con su propio tenedor, una paella, una pizza, una canasta de carnes de todas las clases que pedimos a domicilio. Y en la cama fuimos recibiendo a los nietos, uno por uno, para enseñarles a hacer nada. Y en la cama, cuando ella se quedó dormida con las gafas de leer puestas y le quité el cojín y la acomodé mejor para que no le doliera el cuello al otro día, me puse a buscar y a buscar series de televisión de cuando yo era niño, y cuando me encontré con Los años maravillosos doblada al español mexicano me di cuenta de que me estaba devorando la nostalgia no sólo porque se trataba de una historia sobre el tiempo que se fue, sino porque tenía presente la sensación de estar viéndola con mis papás frente al televisor de la sala del televisor los domingos en la noche: la nostalgia no era el recuerdo, no, era la penetrante certeza de que día por día por día se estaba escapando, desvaneciendo el recuerdo, y era increíble que fuera a haber un tiempo en el que nadie supiera lo que era sentarse en ese lugar a principios de los noventa —cuando los videojuegos y las chaquetas de cuero y las camisas de cuadros y las canciones devastadoras y los progresismos parecían inevitables— a comer los sánduches de rosbif que eran la única cosa que nos gustaba a los tres. Y en la cama me fui quedando dormido yo también, pues los colchones de ese entonces sabían acomodarse a sus dueños, y sólo me desperté una vez en la noche a orinar, y de vuelta noté que la mano de Lucía estaba buscando mi mano y se la tomé y me le acosté en el hombro para que nos agarrara el sueño de nuevo a pesar de los ruidos del bailoteo en el apartamento de arriba. Y en la cama me desperté con la convicción de que la gracia de mi vida había sido ella, siempre y para siempre ella desde antes de haberla conocido, porque si no lo mío habría sido ser apenas un aficionado. Y cuando le fui a tocar la cabeza, pues solía amanecer dándome la espalda, noté que ya no estaba allí, que su lado seguía tendido como si no hubiera vuelto.
Me sorprendió ver un montículo tan grande de mi ropa en mi silla roja de cuando vivía solo a principios de este maldito siglo XXI. Me levanté. Me bañé. Busqué una afeitadora entre sus cosas, que estaban pegajosas y gastadas, porque me pareció que mi cuchilla ya no estaba cortando bien. Me afeité. Me puse el reloj en donde estaba todo porque el hijo mayor de mi hijo —que en ese preciso momento no recordaba si se llamaba Sergio o Santiago— le había puesto mil alarmas para que «por el amor de Dios» jamás me atreviera a salir a la calle sin él. Me quedó mejor que nunca el viejo vestido gris de rayas menos grises. Pude abotonarme el cuello de la camisa sin ningún problema. Luché durante media hora para hacerme el nudo de la corbata porque mi papá ya era un olvido entonces. Lo logré. Y, según vi, fue importante para mí.
Tengo la tentación de decir que «fue importante para él», claro, porque aquel era el cuerpo de un anciano disfrazado de mí, pero sin lugar a dudas seguía siendo yo y nadie más que yo porque el pobre se quedaba mirando la nada cuando se le borraba alguna cosa de la mente y estornudaba como una caricatura minutos y minutos después de ponerse la ropa.
Me tomé una serie de pastillas para prevenir quién sabe qué. Me puse un tapabocas que encontré en el perchero junto a la puerta del apartamento. Me puse un sombrero de fique que había sido de mi mamá o de mi esposa. Salí a la calle dispuesto a subirme a algún bus rápido, de aquellos buses rápidos sin conductores, para que me llevara al aeropuerto lo antes posible. Había filas y filas de jóvenes en las aceras: todo el mundo era joven. Había mendigos pidiéndome algo de comer porque el dinero ya no iba de mano en mano, según me pareció ver y según recuerdo, sino de reloj en reloj. El sol bogotano, que presidía un clima de 33 grados centígrados en abril, era un sol peor que nunca: una lluvia aguda y ladina de agujas hirvientes. Pero yo conseguí subirme al bus con la ayuda de otro viejo, y me fui.
Fue en las pantallas del vehículo larguísimo donde me enteré de que un sismo en el Himalaya había echado abajo el decadente zoológico humano que se había construido en el antiguo Palacio de Verano de Norbulingka y había sepultado a los pocos guardias que seguían vigilando a los pocos especímenes que seguían encerrados allí a pesar de las protestas. El reloj me preguntó «¿estás bien, Simón?» porque sintió que el pulso me estaba bajando un poco antes de que yo me diera cuenta. El reloj me sugirió recibir en la mejilla el beso que me había mandado mi nieto menor. Yo me asomé a la ventana del bus a ver cómo iba avanzando la construcción de un edificio —vi levantar nueve pisos— mientras el semáforo cambiaba de rojo a verde. Y me paré de mi silla agarrándome de los tubos porque reconocí El Dorado, el aeropuerto, en la distancia.
Se me veía un poco grande la ropa. Sentía que estaba cargando mi propio cuerpo a cuestas y era extraño —y así es— porque mis brazos y mis piernas eran huesos nada más. Me sorprendió que no hubiera tanta gente en el lugar: «Esto siempre estaba llenísimo», le dije al extraño que caminaba a mi lado. Fui a una banquita alta y redonda de un Tíbet Cafè, en el terminal número uno del aeropuerto nuevo que ya era viejo, como si estuviera esperando a que llegara alguien. Me asomé cada dos o tres minutos a las pantallas, a ver si ya iba a aterrizar el vuelo de Berlín, muerto de miedo porque nadie parecía interesado en hacer lo mismo que yo. Me senté de nuevo en mi sitio. Traté de recobrar la compostura. Y me dio paz responderle al reloj que tenía muchas ganas de ver a mi hijo: no era más.
—¿Podemos ayudarle en algo, señor? —me preguntó, en un arrebato de humanidad, una amable guardia que pasaba por ahí.
—No, no, no: estoy esperando a mi hijo —le respondí—, pero ya debe estar por llegar.
—¿De dónde viene él?
Iba a decirle «viene de Corea del Sur» o «viene de Seúl», iba a contarle que yo mismo, como agente de viajes, le había diseñado un itinerario completísimo que habría puesto orgulloso al viajero Phileas Fogg, cuando me puse a aclararle que mi hijo se llamaba José María Sandoval y no José María Hernández porque no era mi hijo sino mi hijastro. Expliqué que José significaba «él sumará» en hebreo, María significaba «amor» o «amada» en egipcio y Sandoval significaba «bosque» en latín. Conté nuestra vida juntos desde el principio. Confesé que seguíamos diciéndonos «lindo» el uno al otro aunque ya fuéramos un par de viejos. Dije que cuando uno es un padrastro nota —muchísimo más rápido que cuando es un papá porque sí— que no se es el dueño de nadie ni de nada porque lo usual es que a uno no se le pida permiso de nada, no se le consulte ningún remedio para ninguna enfermedad, no se le concedan nunca los créditos de un triunfo pequeño de aquellos, no se le reconozcan los libros leídos y las limpiadas del culo, no se le permita sentirse el portavoz de la familia o contar las anécdotas de la infancia del muchacho, no se le escuche sino muy pocas veces decir en voz alta «mi hijo», porque en estricto sentido suena como si uno se estuviera apropiando de la habitación de un hotel, y no se le vea jamás la serenadora sospecha de que le hará falta a alguien apenas se vaya de este mundo.
—Todos los papás somos padrastros —le dije, si mal no recuerdo mis propias palabras, a aquella pobre guardia de seguridad— porque se nos ha puesto a cuidar una vida ajena.
Y cuando a ella le pareció demasiado extraño mi monólogo, cuando confirmó en mi reloj mi identidad y mis principios de demencia senil y mis pérdidas de memoria, apareció José María justo a tiempo para darme unas palmaditas en el dorso de la mano, para decirme que no me preocupara más porque él ya estaba allí, para invitarme a que me fuera con su familia a pasar esa tarde. No tenía maletas a la mano. No se veía cansado del viaje. Sonreía como un actor interpretando a un hijo amoroso. Era claro que de vez en cuando me devolvía yo a una época feliz en la que él era un recién graduado que estaba a punto de volver desde el otro lado del mapamundi. Era obvio que a mi cuerpo, como al de la enorme mayoría de mi generación, le había llegado demasiado tarde la posibilidad comprobada de curarle la enfermedad de la vejez.
No tenía miedo. No me veía perdido ni atemorizado por nada. Era claro que en el fondo de mí mismo, más allá de mi cerebro y de mi personaje, sabía de memoria que los viejos van perdiendo la memoria para irse acostumbrando a la muerte e irse preparando para la iluminación. Era claro que me había hecho a la idea de que el cuerpo no es una prisión, pero sí es una odisea, sí es un drama. Ya he insinuado que el drama de fondo, el drama que dio origen a todos los dramas, es el cuerpo. Debería, ahora, asegurar que el drama es el cuerpo porque el cuerpo es el tiempo, invéntense lo que se inventen para rejuvenecernos a todos. Pues, aun cuando se me hubiera vuelto usual revivir la escena del regreso de mi hijo y olvidara lo de ayer todos los días, yo llevaba por dentro la convicción de que estaba acostumbrándome al final.
Yo sabía. Yo ya había aprendido que allá, donde fuera que fuera a quedarme, recobraría no sólo cada detalle de mi historia, sino cada pormenor de mi función en esta máquina sin pies ni cabeza, en el mejor sentido de la expresión.
—Me puse el vestido gris de paño de rayas menos grises que le gustaba tanto a tu mamá —le dije con los ojos encharcados cuando me subí, con su ayuda, al bus de regreso—: ¿sí viste?
—Pero si te ves como el día en que nos casamos —me respondió—: por supuesto que lo vi.
Nos subimos al bus él y yo. Y el bus se alejó sin mi espectro a bordo, y el guía que me había concedido la rara oportunidad de ver mi pasado y mi futuro —y de entender, repito, que el presente es la muerte— me confirmó en su lengua sin sujetos ni predicados que estaba en plena libertad de caer en la tentación del feliz olvido o podía volver si quería volver a vivir todo esto que me faltaba por vivir. ¿Estaba listo para desprenderme? ¿Quería lanzarme al conocimiento del universo más allá de los sentidos o empezar una vida nueva o llevar a buen puerto —ese mismo— la historia de un escritor envenenado hasta la médula disfrazado de un agente de viajes felizmente resignado a la experiencia de vivir? ¿Estaba listo para recobrar la memoria del universo o prefería terminar lo que había empezado?
Si algún médico les dice «señora: lo mejor es que se vaya despidiendo de su pariente» o «señor: háblele todo lo que pueda al cuerpo de su amigo que él lo está escuchando», les ruego el favor de que lo hagan: despídanse o digan lo que tengan que decir. Porque yo hasta ahora estaba tratando de asimilar la reseña de la vida que iba a vivir de regreso en la Tierra —me fui en aquel bus contando por enésima vez que mi papá se la pasaba comprando lotería y apropiándose de las buenas ideas— y estaba dudando seriamente de la idea de encarar de nuevo esta experiencia abrumadora y violenta, cuando escuché la voz de José María pidiéndome que resucitara. Estaba sentando conmigo, con mi cuerpo, en la cama de cuidados intensivos. Tuve que quedarme muy quieto para escucharlo bien.
—Sin ti no somos nosotros, lindo, ven —me hablaba a los gritos, en el altavoz de la oreja tal como yo le hablaba en ese entonces, para que no se me ocurriera perderme lo que me estaba diciendo.
Cuando uno es un padrastro de verdad verdad, no un hombre de paso, sino un hombre que después de todo ha dado con su familia, ha hecho un verdadero pacto de algo que va mucho más allá de la sangre. Escuchar la voz de ese niño inconcebible de seis años, que se negaba rotundamente a perderme como los superhéroes pierden a sus mentores de una escena a la siguiente —y se vuelven nazarenos resignados al viacrucis—, me sacudió igual que un temblor bogotano. Cualquier duda que tuviera en esos momentos, luego de ver cómo me fui encorvando y envejeciendo y enflaqueciendo y entumiendo y enloqueciendo de nuevo hasta poderme poner el vestido con el que me casé con la mujer que fue mi vida, se esfumó y se vio ridícula ante la plegaria de nuestro niño. Y le pedí de inmediato a mi guía que me indicara cómo, cuándo, por dónde volver.
Y que por favor me lo dijera antes de que se me acabara el tiempo, claro, porque el tiempo me iba a pasar y me va a pasar como ha pasado —así, de pronto, ya— en esta sección de este libro.
Yo creo que me dijo «vas a volver porque estás empezando» o «vas a volver porque no has dado tu testimonio», y después de aquello nunca más lo volví a ver.
¿Que por qué demonios digo yo que «me fui encorvando y envejeciendo y enflaqueciendo y entumiendo y enloqueciendo» en vez de decir que «me encorvaré y me envejeceré y me enflaqueceré y entumeceré y enloqueceré» cuando roce los ochenta años? ¿Que por qué en este capítulo no he estado escribiendo del futuro en futuro, sino en pasado? Repito: porque se aprende en la muerte que todo lo que le pasó, lo que le está pasando y lo que va a pasarle a un cuerpo es parte del pasado. Y, cuando yo tomé la irrevocable decisión de regresar, la tomé con plena consciencia y plena seguridad de que no iba a entrar en mi cuerpo para robarme ningún show ni para ganarle a nadie ninguna partida, sino para hacer mi papel en aquella historia que ya no era solo mía.
Esa vieja que sólo leía, ese niño que se inventaba mundos en su propio mundo y esa mujer que paseaba perros para sacudirse los desengaños —que se les van sumando a los tercos como se les suman a los personajes de las viejas canciones colombianas para tiple— eran mi vieja, mi niño y mi mujer, ni más ni menos que ellos tres. Fuera de mí dejar solos, en el peor episodio de la travesía y en el preciso momento en el que por fin me resignaba a encarnar mi parte, a aquellos que me definían cuando ya no sabía cómo más hablar de mí, a aquellos que me volvían «el hijo de…», «el padrastro de…», «el esposo de…» justo a tiempo. Lejos de mí morirme sin haberme ganado ese epitafio.