Si uno teclea en Google «afiches de Sid Morgan», lo más probable es que 0,50 segundos después se encuentre, entre 1.830.000 resultados, una imagen de ella en su típica camiseta dorada sin mangas haciéndole pistola a una arena llena de fanáticos que están coreando su nombre. Abajo, en la esquina derecha del póster al cual me refiero, uno puede leer que se trata del concierto de «Sid Morgan and The Four Nameless in Waterloo, Iowa, 25/09/1988». Y, detrás de la cantante rabiosa y descarnada con los pelos parados como atraídos por los imanes del cielo, puede verse un pesado telón rojo de teatro del siglo XIX que es un guiño a su milagroso regreso a su cuerpo, pero no es, de ninguna manera, el único.
Tal como puede demostrarse si se sigue la pesquisa de enlace en enlace en enlace hasta dar con un video tembleque y azuloso de aquella presentación de hace treinta y pico de años, llena de jóvenes de peinados estrafalarios, también se montaron en ese escenario una lámpara de techo modernista con cuentas de vidrio —imitación de la que había sido de su abuelo Morgan Otis el sabio— y una luz blanquecina y titilante de hospital. Y tiene sentido porque son esos elementos, precisamente esos, los que la estrella de rock recuerda de su regreso a la Tierra.
RS: ¿Pero acaso tenían formas humanas esas siluetas de humo?
SM: Jajajajajá: no me mires como si te estuviera diciendo que fui asaltada sexualmente por extraterrestres, mi querido Watson, no te pases al bando de la gente que suele darme por perdida. Eran ondas de humo. Pero, como estaba comenzando el camino de vuelta, sospechaba que eran almas como yo. Pronto fuimos siete u ocho. Y luego, de pronto porque el camino ya no fue una suma de rampas y de precipicios, sino un descendimiento sin mayores esperanzas, empezamos a ser seis, cinco, cuatro, tres. Y no sé bien cómo explicar esto, pero fuimos de cruzarnos las vidas de los unos a las vidas de los otros, como contándonoslas o retratándonoslas, a compartir un silencio lleno de suspenso semejante al que se siente —en vida— cuando se acaba de escuchar una mala noticia.
RS: ¿Me equivocaría si dijera que habías recobrado tu personalidad o tu humanidad o tu intuición?
SM: Algo como eso, sí, era todo eso al mismo tiempo, ahora que lo dices. Yo sabía más o menos quién era. Sabía que tenía mucha rabia conmigo misma por haberme quedado sin sentido del humor por el camino y por haberme tratado con la condescendencia de la época: «Pobre yo», tiene que ser la frase repelente e indeseable que más veces se haya repetido en los ochenta, «soy como soy y a la mierda todo el mundo». Sentía que me había conducido a la peor de las bancarrotas por tomar una y otra vez las peores decisiones que puede tomar un ser humano. Y, cada vez que desaparecía por el camino alguno de estos fantasmas que iban conmigo, me sentía peor, más fallida, más adicta, más resentida, más doblegada por el dolor, más huérfana, más menor, más frágil, más extraviada entre los viejos, más incapaz, en resumen, de ser una adulta. Yo no sé cómo he hecho para llegar hasta acá, Bob, yo no sé si un día voy a perder la cabeza y no voy a dar más para siempre y mi destino va a ser la pregunta «¿qué pasó con…?» que hacen los disc jockeys de los programas radiales antes de poner una canción de las de antes. Y eso que te estoy diciendo es lo que sentía mientras nos íbamos quedando solos en el viaje de vuelta.
RS: ¿Cómo fue finalmente, si aún lo recuerdas, esa llegada a tu propio cuerpo?
SM: Simplemente, me negué a avanzar. Adiós, adiós. Hasta pronto, amigos, nunca cambien. Me detuve y dejé que otras dos sombras de polvo siguieran el descenso que era como el descenso a un corazón. Y cuando me vi sola di la vuelta y tropecé con una especie de telón pesado como el telón de Mabuhay Gardens en San Francisco. Y cuando fui capaz de encontrar el final de la cortina, del bastidor, noté que yo ya no estaba parada, sino acostada, pues de pronto abrí los ojos y vi las luces largas y blancas del techo de una habitación de hospital. Entonces escuché a Rory dándome la bienvenida a este plano, «¡Sid!», pero no la vi por ninguna parte: sólo vi esas luces largas y blancas, titilantes y amenazantes, hasta que todo se puso borroso e inútil. No sé si me desmayé, viejo. No sé si, librada de la muerte y consciente de que estaba con mi hermana mayor otra vez, pude dormir por fin. Cuando desperté definitivamente, con una lámpara de cuentas observándome, no me dije «estoy en la casa de ella», sino que noté los latidos de mi corazón, el malestar de mi estómago, las molestias de mis brazos y mis piernas.
RS: ¿En qué momento tomaste la decisión de emprender una carrera como solista?
SM: Cierta gente, Dios la bendiga, se me acerca a la espera de que les describa la escena dramática —de tragedia clásica norteamericana— en la que Rory y yo nos dijimos que nunca más grabaríamos álbumes e iríamos juntas de gira con The Bipolars: «¡Oh, desearía que no dieras por sentado que vivo atrapada en una vida de la que tengo que escapar!». Pero lo cierto es que no nos sentamos con abogados perfumados a pactar nuestros negocios, ni nos gritamos verdades insoportables difíciles de cicatrizar en el camino a la casa, ni nos echamos la culpa de nada por primera vez en nuestra puta vida de hermanas condenadas la una a la otra: «¡Crece!». Creo que dimos por hecho que nada iba a volver a ser como era y que no podía yo seguir en el camino en el que me había perdido. Ella me dijo «tienes que dedicarte a tus canciones lo antes posible, niña». Y yo, por supuesto, la obedecí: me encerré a componer el álbum del que hemos estado hablando tú y yo.
RS: Pero yo, con todo el respeto y el afecto que te he tenido desde que te conozco, no te puedo creer que todo se haya resuelto de semejante modo tan fácil…
SM: Rory me va a matar cuando lea esto, pero qué diablos importa ya si ya sé cómo volver de la muerte: la verdad es que la noche en que me salvó, porque de no haberme llevado al hospital no hubiera conseguido regresar a mi cuerpo, venía a buscarme porque quería darme la noticia de que estaba pensando retirarse de la banda para criar una familia. Había caído en las garras de un productor de Hollywood que quería hacer un documental sobre los años de The Bipolars. Quería componer música de películas por un tiempo. Y esa Nochebuena, sometida por los villancicos que las dos nos tomábamos como puñaladas en la espalda, sintió que no podía seguir adelante sin contarme qué estaba pasándole.
RS: Decías —y yo, mea culpa, te interrumpí— que hemos estado hablando de tu primer álbum como solista al tiempo que hablábamos de tu experiencia fuera del cuerpo.
SM: Decía que hablar de mi paseo por la muerte es hablar de Life After Life porque todas las canciones tienen algo que ver con lo que vi. Estoy preparada para que tus lectores confirmen en medio de esta entrevista sus sospechas de que estoy completamente loca. Y soy consciente de que yo no puedo describir con las palabras lo que experimenté fuera de mi cuerpo. Pero me parece evidente que en las canciones del álbum he conseguido recrear todo lo que me encontré en ese viaje. Después de pasar por allá, de escuchar el estruendo, de convertirme en la oscuridad, de ver mi propio cuerpo pidiendo auxilio, de sufrir el sufrimiento de mi hermana, de recorrer el camino hacia la figura de luz, de ser espectadora del resumen de mi vida, de tomar la decisión de regresar, de emprender el camino cuesta abajo, de abrir los ojos otra vez, puedo decir que sé muchas cosas que de otra manera jamás las habría sabido: cosas de la historia del mundo desde el principio hasta el final. Y, sin embargo, como no son cosas claras en los términos de las lenguas humanas, como no hay manera de decirlas sin convertirlas en aberraciones de la ciencia o en fantasías de la era de Acuario, no tuve otra salida que volverlas estas canciones y encerrarme en mi pequeño estudio a grabarlas con los mejores entre los mejores: Take after take / Day after day / Life after life / You have to care.
De todo lo que he revisado yo en estos meses y meses de trabajo, meses y meses después de mi propia experiencia fuera del cuerpo, sin lugar a dudas el primer álbum de Sid Morgan sigue siendo lo más desconcertante, lo más perturbador: ¿cómo lo hizo?
Life After Life pinta una vida a la que se viene a darle un espectáculo a un único espectador, I Promise You jura por un amor decepcionado que conseguirá conjurar un «karma monumental» heredado durante varias generaciones, Tomorrow tiene curiosas referencias a Suramérica que prefiero no comentar de más para no acabar teniendo yo pinta de loco, Just for this Night es la plegaria de una insomne que se sale de su cuerpo para dejar atrás una adicción, Be the Light habla sin ambigüedades de la catástrofe de una Lisboa arrinconada por los pecados, A Single Soul es una power ballad sobre un amor que consigue llegar hasta la vejez, We Are Most Alive es una rabiosa declaración de principios sobre todos los disfraces que nos ponemos, Without Me es una diatriba contra uno mismo, The Way Back insiste en que es mejor ser un boxeador que un soldado en un coro que nadie ha tratado de entender hasta el momento, 2050 se ríe de un planeta en el que ocurren todas las eras de la historia al mismo tiempo, y Human Zoo, que es una lista frenética de arquetipos humanos en la tradición de We Didn’t Start the Fire de Billy Joel o It’s the End of the World as We Know It de R.E.M., va irónicamente de «los muchachos bellos que quieren despertar a la clase trabajadora» a «las chicas salvajes que podrían morir para enseñarle al mundo una o dos cosas».
Son once canciones, según dice Morgan en su entrevista con Mojo, «porque el doble uno es un número maestro que significa el coraje».
He estado escuchándolas sin pausa, desde los amaneceres hasta los atardeceres de estos últimos días, mientras escribo este libro como poseído y entretenido por mí mismo de nuevo. A veces busco en Google la cubierta del álbum, una simple foto de ella, en plano americano, mirándonos fijamente a todos de una vez, porque me parece increíble —desalentador e inspirador según se quiera— que en un solo disco haya dicho todo lo que se puede decir de la mejor manera posible. A veces me pongo unos audífonos enormes que tengo y sigo las letras mientras ella las canta y me fascina la sensación de que está presente en esta misma habitación. Y, mientras recibo su voz, que toma aire y carraspea como si estuviera al otro lado de la línea, espero que leer esto sea escucharme.