Hay hijos de puta que se salvan del infierno por poquito porque son el amor de la vida de alguien. Alguien les ve el lado bueno. Alguien pide a Dios por ellos. Alguien se queda extrañándolos y renegándole a quien corresponda por no verlos más. Y en el último segundo del último minuto, cuando la moraleja de sus vidas es que deberían quedarse en la Tierra a explicar y a afrontar los sufrimientos y los males que causaron, los rescata del fracaso eterno el hecho de haber sido amados. Tienen que ser parte de esta especie, eso sí, tienen que ser humanos. Pues por más que anhelara una redención como aquellas, por más que, como Pinocho, hiciera todo lo que hizo para volverse una persona de verdad, el comandante humanoide jetsunkhan nunca jamás habría podido llegar al más allá: era un cuerpo, sí, pero sobre todo era una máquina.
La pequeña profesora Li Chen regresó a su cuerpo, tambaleante y brumosa, porque los gritos de desesperación de jetsunkhan llegaron igual que un ventarrón a los oídos correctos —yo bajo por esa escalera de caracol como descendiendo por la parte secreta de una casa de las viejas hasta que dejo de ver el resplandor que tengo adelante y ahora estoy bajando solo entre las caras conocidas y las caras desconocidas que ruegan por un milagro que me salve— y entonces apareció al rescate un grupo de médicos turistas que andaba cerca de los jardines del viejo Palacio de Verano de Norbulingka y ella se salvó de volver a la Tierra convertida en uno de los engendros del programa de resurrección Xiân 4682 al que sólo tenían acceso unos cuantos asociados al partido.
Hubo una vez, siglos y siglos y siglos antes de la vida y la muerte de Li Chen, que se llegó a pensar en el alma como un dios menor que se quedaba para siempre si lograba acomodarse adentro de una persona.
Hubo un momento, en el larguísimo paso del siglo XX al siglo XXI, cuando ciertos científicos que prefiero no nombrar dieron por sentado que no había nada invisible adentro de un cuerpo: que todo lo que llegamos a experimentar en una vida podía encontrarse en el mapa de las redes y de los circuitos del cerebro, que, como sospecharon los empiristas alguna vez, el alma crece, envejece y muere con el cuerpo. Era doloroso, de cierto modo devastador, pues luego de las dos guerras mundiales —y de esta tercera guerra que ha sido un reguero de bombardeos y de torturas mientras el mundo mira a otra parte— filósofos como Bergson o Laska se lanzaron a reclamar una vida que dejara de negar lo que sucede por dentro: «Someterse al cuerpo es como acostumbrarse a una cárcel», escribió el segundo en su última carta. Era triste y decepcionante, sobre todo eso, pues los doctores Hameroff y Penrose habían llegado lejísimos en una investigación cuántica de la consciencia que de verdad probaba que el espíritu se encontraba en las células cerebrales y «simplemente se distribuía y se disipaba por el universo» cuando el organismo moría.
Pero así fue: a pesar de las evidencias, a pesar del descubrimiento de que si el paciente muere «sería posible que esta información cuántica existiera fuera del cuerpo indefinidamente, como un alma», en el siglo XXI de la ciencia ficción «el alma» se volvió una forma de decir «las formas de ser».
Y el partido de gobierno asumió que bastaba con rescatar el cerebro de la muerte del cuerpo para resucitar a una persona —y echó a andar el controvertido y costosísimo programa Xiân 4682—, pero desde la noche de aquel viernes 13 de abril de 2050, cuando Li Chen regresó de su periplo por las fases del más allá, una vez más se propagó por los cuatro puntos cardinales el rumor ancestral de que algo invisible —algo invisible que es uno— se aloja en el personaje que le ha tocado en suerte. Por ejemplo: en la pequeña y determinada Li Chen, hija de la nadadora olímpica Wei Ling Chen, profesora de la estropeada escuela de la aldea de Chikang que fue encerrada en un zoológico humano por una patrulla de humanoides y de robots.
De vez en cuando alguna de las personas que me rodea, de la gente con la que trabajo a la gente con la que vivo, me pregunta por Li Chen: ¿cómo sé tanto?, ¿por qué tengo tan claro que el intolerable comandante jetsunkhan se lanzó en esa jaula a despedazarla — , le gritó una y otra vez, «¡puta!»— y sólo se detuvo cuando empezó a arrepentirse de haberla asesinado?, ¿cómo la escuché diciéndose «no tengas miedo», «entrégate a las alucinaciones», «espera cuarenta y nueve días», «quédate allá si es tiempo de quedarte» mientras su asesino le rogaba perdón y le prometía la resurrección especial y alzaba su cadáver de veinte años como una novia muerta e incólume?
¿Sigo hoy, a estas alturas de la experiencia, cuando de tanto ser un recuerdo está a punto de convertirse en una ficción, enterándome de detalles de lo que le pasó a la profesora tibetana?
¿Qué va a ser de ella cuando nazca? ¿Qué va a pasar si en un par de décadas, convertida en una lectora de todos los libros, este manual llega a sus manos?
Puedo decir que jetsunkhan repitió «ya vienen: ». Exigió auxilio a los alaridos: . Y como no conseguía abrir la puerta de la celda, como nadie vino al rescate y sólo el espanto de Li Chen consiguió entrar allí a ver el cuerpo que había sido y a decirse «yo habría querido tener una hija» semejante a quien pronuncia lo que no pasó para que ocurra en una realidad paralela, el comandante jetsunkhan se enfureció, y se le descuadró la mandíbula de tanto bruxar, y se le trabó la pierna que le cojeaba luego de darle un patadón al escritorio de lectura de su víctima. Todos los que estaban allí, los especímenes, los humanoides y los androides, metieron sus hocicos y sus gestos entre los barrotes. Todos se quedaron quietos, semejantes a las computadoras, parecidos a las lámparas, resignados a ser cosas que soltaban gritos.
Y todo habría seguido siendo así, un bodegón de máquinas pudriéndose, si no hubieran aparecido los médicos turistas como un deus ex machina que ha tomado la decisión providencial de no tomarse demasiado a pecho.
Eran tres médicos porque en esta clase de relatos, que dan por sentadas las quimeras, todo viene de a tres. Venían de la azulada villa de Rijpwetering, en los Países Bajos, famosa por haber sido la tierra de «el holandés del Tour de Francia» Joop Zoetemelk y su modesto gregario Manfred Zondervan. Estaban allí, recorriendo los viejos parajes del Tíbet en las peores horas como los turistas de antes recorrían las ruinas romanas, enredados los tres en su propio drama de desamores y de desengaños, cuando escucharon los gritos: «¡Help!», «¡Ajudar!», «¡Lagundu!», , «¡Auxilio!». Corrieron por los pasadizos y los recovecos del zoológico, perfilados por jardines de flores moradas y blancas y rojas que sobrevivían a la debacle, felices de olvidarse de sí mismos por un rato.
Fue uno de ellos, el más bajo y más improbable, el que consiguió abrir la puerta de la jaula con un gancho del pelo que le prestó una mujer que después no volvió a aparecer por allí. Los dedos y las manos torpes de la desesperación, de los miembros del zoológico humano, habían clausurado la cárcel sin remedio. Y mientras el más alto de los médicos holandeses pronunciaba un monólogo shakesperiano sobre la vergüenza que tendría que darles por mantener encerradas a esas personas que alguna vez, en un paréntesis de la humanidad, no fueron fenómenos de la naturaleza, sino apenas individuos, sonó crac, tac y tas hasta que por fin sonó clic. El comandante jetsunkhan dejó el cuerpo de Li Chen sobre el escritorio de ella y se hizo a un lado para que los médicos procedieran.
—Si algo llega a pasarle a la profesora Li Chen, yo mismo me encargaré de matarlos —les dijo, en tibetano y en mandarín, como si alguna palabra de esa frase tuviera algún sentido.
Revisaron aquella celda de arriba abajo en un par de segundos nomás. No tenían a la mano ninguna de sus máquinas, ni tenían cerca sus maletines dotados de las herramientas para chequear el estado de cualquier cuerpo, pero sabían perfectamente los pasos a seguir. Rodearon el de la pequeña profesora, que cabía en su escritorio, listos a dar comienzo a una lección de anatomía. Le zarandearon el hombro para despertarla. Se sucedieron en la revisión de las señales: de las huellas rojizas en el cuello y de los sonidos que todavía venían del torso. Y pronto estaban presionándole el pecho, cien veces por minuto más o menos, para reanimarla. Abrió los ojos contra todos los pronósticos. Tomó una bocanada de aire como si se estuviera ahogando. Cerró los ojos de miedo.
Por qué los visitantes de Thug-Je, el zoológico humano, gritaban «¡Wunder!», «¡Milagre!», «¡Miracle!», «», «¡Milagro!». Quiénes eran esos tres hombres fatigados, acezantes, que la estaban mirando como si nunca hubieran visto algo igual a ella. Dónde estaba su verdugo.
El comandante jetsunkhan, que se encontraba en una esquina de la celda repitiendo maldiciones contra todos los nombres que le vinieron a la memoria, salió del trance de golpe —eso es la ansiedad— a comprobar por sus propios medios la resurrección de la mujer a la que había enjaulado. Avanzó a zancadas a pesar de su desconcierto. Y, tal como cuando estaba en el cuerpo del hombre insaciable e iracundo que había sido, su cerebro se dedicó a denunciar a punta de rugidos la ineptitud de un partido sagrado que le había prometido a la nadadora Wei Ling Chen que velaría por la vida y por la muerte de su hija. Y, apenas la vio acusando recibo de las lesiones que él le había causado, le juró que desde ese momento en adelante iba a cuidarla «como una joya de Avalokiteshvara»: «Om mani padme hum».
Ella se levantó, y se sentó, con las piernas suspendidas en el aire, sobre el escritorio en el que había puesto los libros que había estado leyendo en esos meses. En una versión alternativa e histérica de la escena le gritó «lárgate de acá, malnacido», «¿qué más quieres de mí?», «eres un pobre engendro que jamás va a conseguir lo que quiere» fuera de sí: «¡Vete!». Estoy prácticamente seguro, 99,9% como dirían los ingenieros de sistemas, de que prefirió plagiar una dolorosa explicación que se da en sus páginas preferidas de El coleccionista: «Todos queremos cosas que no tenemos: ser un ser humano decente es reconocerlo», le dijo cuando por fin recobró su voz trémula, y desde entonces echó a andar un plan devastador que había empezado a rumiar enfrente de las ánimas que la acompañaban en el regreso a su cuerpo.
La pequeña profesora Li Chen no se desesperó ni un solo momento: «Él no es humano», podía leerse en uno de los parajes que releía de El coleccionista, «es un espacio en blanco disfrazado de humano». Fingió, en cambio, nobleza. Respiró. Se aconsejó en voz baja interpretar el papel de la moribunda que se ha salvado por poco y ahora más que nunca necesita descanso. Respondió en voz alta «sí, sí, sí, yo lo perdono, comandante», ante la perplejidad de los testigos, para librarse de la presencia de jetsunkhan así fuera por un rato. Se refugió de las miradas de su asesino en las preguntas que los doctores holandeses comenzaron a hacerle en un inglés tajante e interpretable. Contestó automáticamente, como si no hubiera vuelto de la muerte a sus cabales, pero la verdad es que tenía la mente puesta en su siguiente jugada para salir de allí.
Se hizo la somnolienta mientras su carcelero les pidió a los médicos holandeses que salieran de allí porque ya habían llegado los médicos de la región a socorrerla. Se hizo la dormida, ya en la cama en donde había estado durmiendo en aquella época borrosa y eterna, para que la dejaran en paz.
Buena parte de los testimonios de quienes han vivido lo que yo viví coinciden en la idea de que esta cuarta fase de la muerte es una carrera contra el tiempo, contra el deterioro de los tejidos y el olvido de uno mismo.
Hay quienes aseguran que empezaron a olvidar sus nombres, sus personajes, sus gestos, sus modismos, sus circunstancias en la Tierra —en qué época de qué lugar del mundo— mientras iban hacia esa luz y mientras regresaban a esta oscuridad. Y que la consciencia de estarse abandonando a uno mismo con cuentagotas, que es lo que sienten los pacientes con principios de alzheimer, los obligó a apurar el paso o a renunciar al regreso. Se cree, en ciertas culturas, que algunas almas rechazan la posibilidad de volver a habitar las personas que fueron, pues prefieren quedarse en esa dimensión como un objetor de conciencia que rechaza una misión kamikaze. También se piensa que otros más prefieren renacer que seguir bregando dentro de un cuerpo dolido.
Repito: en aquella habitación, en la Unidad Médica de la Nueva Granada, mi familia contaba los segundos porque el doctor les había advertido que entre más pasaran los minutos, más corría mi cuerpo indiferente el riesgo de acabar siendo otro cadáver.
A veces pienso que se habrían rendido definitivamente si me hubieran visto a punto de rendirme definitivamente.
No es nada fácil, sin embargo, quedarse a vivir en el más allá, resignarse a que el pasado sea el pasado a las claras.
No se toma esa decisión como se toma la decisión de salir en la noche. Después de todo, ese plano de la existencia es el fin del tiempo y el fin del lenguaje porque es el fin del cuerpo.
Y sí, precisamente se vive por fin «el presente», «el presente» como el regalo del alivio después de la incertidumbre o el regalo de la realidad luego de haberse refugiado desde la cuna hasta la tumba en la ficción, pero es claro que por un momento —por un momento de la eternidad— uno se pregunta qué sentido puede tener esa nueva vida muda si no hay nadie ni nada más. Yo me lo estoy preguntando en la soledad de esa escalera de caracol. Yo estoy sospechando que voy a dar con una barca o un puente ruinoso o una cerca de púas o una puerta bordeada de luz que me va a empujar a decir «aquí estoy, Señor, tómame…», pues qué más voy a pensar ahora que me han dejado atrás los demás espíritus guardianes.
Estoy viendo remedos, contorsiones, guiños, muelas, lenguas a lado y lado del descenso. Estoy reconociendo gestos de gente que tiendo a confundir con otra gente. Y está en mi suerte, si no se quiere hablar de «mi destino», ver la cara de mi esposa cuando voy a acomodarme para siempre en otro más de mis fracasos.