Rivera se fijó muy bien en que sólo ella y nuestro hijo estuvieran en ese momento en la habitación. Cerró aquella revista maltrecha apenas leyó la frase que cité hace unos cuantos capítulos: «La resucitada Blanc siguió cambiando de identidades hasta convertirse en una adivina de apellido Malatesta». Se levantó de la ruidosa silla de cuero negro, como si se tratara, de hecho, de una frase mágica, de una clave: «Va a resucitar», se dijo, «yerba mala nunca muere». Se le acercó a José María, que estaba jugando no sé qué juego en mi teléfono, para susurrarle «pensándolo mejor, todo va a salir muy bien». Y él, felizmente entregado al mal genio que le producía perder, apenas la miró de arriba abajo como diciéndole que ya no había alternativa.
Yo veo su cara sorprendida por el hecho de que yo esté vivo y sea su esposo y nos hayamos convencido el uno al otro a tiempo de que vivimos alojados en los cuerpos de los dos —o sea veo su cara enamorada y fascinada con algo mío que sólo ella ve— mientras me recobro a mí mismo en el camino de salida de la muerte. Se ve como si estuviera detrás de una sábana gris. Se le entienden sus ojos verdosos, su nariz delgadísima, su boca pequeña. Se adivina su expresión típica de «acabo de entender que se nos está dando la última oportunidad de ganarnos una lotería —se nos está susurrando el número que va a caer— cuyo premio mayor es esta suma inagotable del uno para el otro, del uno con el otro, del uno desde el otro».
Después de tantos rostros de brea, de tantas muecas de angustia y de dolor inaguantable, su aparición detrás de un velo semejante a una niebla a punto de disiparse resulta el alivio que uno espera desde el día en el que empieza a ser un adulto.
De hecho, por primera vez en todo el viaje soy capaz de pensar algo como eso. Quién soy. Para qué lo soy. Cuál es mi gracia. Ahora esta situación ha dejado de ser un extravío en un lugar sin perspectivas. Ya no es más una travesía para volver a ser el actor que interpretaba al personaje, una odisea para olvidarse a uno mismo, sino una pesadilla de la que no es nada fácil despertarse. Tengo pensamientos de este mundo. Me pregunto, aunque sea una locura, si será verdad eso de que todos los inventos de los seres humanos han sido traídos de la muerte, si voy de vuelta a una simulación para castigar a los fantasmas que desequilibran el universo, si estoy regresando a una prisión que la gente que se me parece ha estado viendo como una simple habitación.
Se me viene a la cabeza una viejísima frase de El doble que jamás me hubiera esperado, «soy un observador, un extraño nada más, un irresponsable pase lo que pase», pues no sólo estoy empezando a aterrizar de nuevo en la persona que era, sino que estoy a punto de llegar de nuevo al cuerpo, al mundo, al territorio de la ficción. Comienzo a odiarme a mí mismo profundamente otra vez. Comienzo a darme vergüenza como me la he dado desde que tengo memoria. Empiezo a preguntarme quién diablos me creo para haber escrito una trilogía de novelas en blanco y negro sobre la guerra colombiana. Me digo que soy un poca cosa, un envidioso de mierda, porque de nuevo estoy sintiéndome traicionado por los de antes y los de después: de nuevo estoy siendo yo.
Estoy volviendo a lo que el señor Gurdjieff, el filósofo místico de Kumari o de Aleksándropol, llamaba «el sonambulismo de la vida»: el estado hipnótico del que tendríamos que despertar —pero muy pocas veces lo conseguimos— si la idea es ser en la tierra lo que se es en el cielo. Yo sé que podría interpretar a una mujer que sobrevivió a la masacre de El Salado o a un viejo francés que vive torturado por la tiranía o a un enterrador portugués que se niega a morirse hasta que no se muera su perro o a una actriz noruega que en el fondo sospecha que se dedicó al oficio equivocado o a un asesino en serie que sin embargo es un caballero con su mujer y con sus hijos, pero estoy volviendo a ser Simón Hernández, el agente de viajes que se niega a reconocer que es un escritor porque si lo reconociera volvería a ser ese pequeño espíritu que sufre a la hora de leer el talento de los demás, porque siente que todas esas estrellas que entrevistan en los periódicos son putos farsantes que tomaron la decisión de ser artistas.
Huelo mi mezquindad. Me descubro lleno, repleto, henchido de los viejos resentimientos que desestimo cuando me voy a dormir para conciliar el sueño antes de la medianoche. Vomitaría hiel e inquina si entrara ya mismo a mi cuerpo.
Siento el piso. Se me resbalan por poco las plantas de unos pies que parecen de caucho. Trato de agarrarme de alguna rama de espinas como si tuviera manos otra vez.
Suele usarse la palabra griega Anábasis, o sea «expedición de la costa hacia adentro», para referirse a la travesía desde el cadáver hasta el más allá. Tiende a llamarse Catábasis, es decir «excursión desde el interior hacia la costa», esto de viajar desde la cuarta dimensión de la muerte hasta el cuerpo. Yo lo sé porque estoy volviendo a llenarme de todas las palabras y de todos los significados que me he estado aprendiendo como cualquier coleccionista que se respete. Podría hablar otra vez. He vuelto a estar en la capacidad de nombrar y de criticar lo que tengo justo enfrente. He recobrado la necesidad de dejar constancia de lo que pienso como si nadie más en la historia de la humanidad hubiera sido capaz de pensarlo.
Otra vez me repugna vivir tan lejos de la guerra en un país en guerra, me avergüenza seguir con lo mío mientras los empobrecidos se guardan sus quejas para el cielo, me indigna haber sido negado y abandonado y engañado más de una vez, me abruma que me hayan estado robando mis ideas, una por una por una, en los últimos años, y me cuesta recordar la vida que he vivido sin arrepentirme y sin dolerme, pero entonces veo las líneas y los rasgos y las cejas fuertes y las pecas de la cara de mi esposa —y veo su talento para hacer parte de la vida y su amor invicto y la bella resignación a sí misma y el pelo largo que se peina en las noches como poniendo la mente en blanco— y entonces sé que todos mis rencores son falsos e insostenibles: ¿con qué cara puede quejarse una persona como yo cuando ha logrado que otra persona se dé cuenta de que su arrogancia y su vileza son un par de remedos, de caretas para ocultar una orfandad?
¿Cómo puede sentirse desgraciado un suertudo, un de buenas, que ha conseguido que su esposa se tome sus defectos como ropas ajadas y deslucidas que algún día habrá que botar a la basura?
Soy capaz, de nuevo, de hacer eso: de pensar en mis vicios y en mis desperfectos como sombreros estropeados que voy a lanzar a la basura apenas tenga el coraje para hacerlo. Recupero entonces, de pronto, las ganas de reírme de los delirios de mi personaje: jajajajajá. Y me sigo dando un poquito de vergüenza, claro, pero ahora sobre todo me doy risa. «No es una tragedia sino una comedia», me repito, «no es una tragedia sino una comedia», «no es una tragedia sino una comedia» hasta que empiezo a escuchar, a oler, a probar, a tocar, a ver —estoy recobrando los sentidos y así estoy entrando en el tiempo otra vez— el significado de la palabra «compasión». Recuerdo frases sueltas, «vas a volver» y «es lo que tú quieras» y «usted sabe que a mí no me gustan estas cosas», en paz.
Es que ella está aquí. De qué más puede tratarse esta vida y qué más se puede esperar. Qué otra solución puede haber, aparte de este amor verificable e infinito como un paisaje, a la experiencia tan desconcertante, tan surreal de vivir y de saberse vivo. A qué más voy a volver si no es a vararme en el presente incansable del amor que es la suma de los dos, si no es a refugiarme en ese sorprendente hábito que es lo único que no ha sido agonía en este caso. Aquí adentro, entre los dos, nada es cursi ni es sensiblero ni es repugnantemente feliz: todo lo empalagoso —«mi vida», «mi amor», «mi corazón»— es apenas descriptivo entre ella y yo. Ahora está sonriendo a la nada, a algún recuerdo será, y se está levantando para sentarse al lado de mi cuerpo en la cama del hospital.
Sí, se arregla el pelo negro y café y rubio, largo, larguísimo, como cuando estamos solos en el mundo después de la jornada y estamos a punto de irnos a dormir. Y yo, que estoy aquí y allá, que ya no me siento obligado a seguir y seguir remontando la lodosa escalera de caracol de ese limbo, me quedo viéndola como viendo una luz.
¿Ha visto usted alguna vez una luz pareja, habana, acogedora e innegable en la mitad de la tarde?: se parece a ella.
Y su belleza tan lejana a las palabras, sus ojos verdosos y su nariz aguileña y su boca de incrédula, me revive la belleza nueva —que alguna vez, como un hallazgo sólo mío a la vista de todos, me iluminó por dentro— de los soles de ramajes, de las playas frías, de las calles desiertas, de los pueblos fantasmas, de los mandalas tibetanos desvaneciéndose libres de dramas, de los cerros que resguardan los nervios de Bogotá, de los bosques altísimos de los lagos congelados, de las estepas, de los desiertos, de las fotografías de los ciclistas que se ganan las etapas más duras del Tour de Francia, de los gritos de las multitudes cuando uno acaba de salir al escenario, de la escritura a mano sobre una mesa de madera apenas iluminada por la luz blancuzca que entra por la única ventana de la celda, de los primeros planos de los rostros vencidos por los hechos, de los planos generales del mundo en las pantallas gigantescas de las salas oscuras, de los pliegues y las sombras y las expresiones de la Lección de anatomía del Dr. Nicolaes Tulp de Rembrandt, de los tarareos en la grabación de las Variaciones Goldberg, de la nostalgia con la que Lou Reed canta linger on your pale blue eyes, de la certeza con la que Leonard Cohen canta and I’d die for the truth in my secret life, de la esfera azul de la Tierra ante el telón negro del universo que es un acto de magia para siempre, de los actores que pronuncian como mejor pueden sus monólogos sobre el escenario, de los consuelos entre los cuerpos y entre los misterios, de las camas vacías de los que acaban de morirse, de los niños que se dan cuenta de que sus padres han vuelto a la casa, de las niñas soplándoles los parlamentos a los personajes de sus juegos, de los ojos aliviados de un perro alano cuando le ha quedado claro que su compañero ya está a salvo, de las fragilidades de un padre ante la presencia de su hija, de las cartas a mano, de los sonetos imperfectos, de los pasajes de las novelas del siglo XIX que describen lo que está pasando ahora, de los profesores de Literatura que leen «nadie rebaje a lágrima o reproche esta manifestación de la maestría de Dios…» o «yo he dicho que el alma no es más que el cuerpo, y he dicho que el cuerpo no es más que el alma, y que nadie, ni Dios, es mayor para uno de lo que uno mismo es» con los ojos aguados.
Doy una vuelta alrededor de mi esposa, sea lo que sea yo en este momento, porque suele fascinarme esta sensación mía de que no puede ser cierto que haya dado con ella. Trato de prometerle que ya voy a despertar porque yo podré ser un pretencioso de puertas para afuera pero nunca he sido un imbécil en privado. Y algo logro porque me besa la frente y me acaricia el dorso de la mano y me ordena «usted sabe qué tiene que hacer…», «ya vuelva…».
Y es entonces cuando me parece obvio, como si se me corriera un velo o se me acabara un sueño, que no hay protagonista ni antagonista ni personaje secundario ni figurante ni extra que no sea digno de piedad.
Siento eso, compasión, clemencia, misericordia, por todos los que me sacan de quicio: por los genios de las redes sociales que lanzan juicios contundentes enfrente de sus nueve seguidores, por los narcisos que se dan el lujo de confundir la adolescencia con la crisis de los cuarenta al final de un primer acto alargado a más no poder, por los hijos de puta que se pasan la vida fingiendo que son más complejos y más enigmáticos de lo que son, por los curas que dan consejos sexuales en los sermones matrimoniales, por los calvos que se dejan el pelo largo, por los envalentonados que se suben a las montañas rusas a gritar con los ojos cerrados, por los dolidos que susurran «tiempo sin oírlo» cuando uno finalmente los llama, por los viejos que vaticinan el Apocalipsis en un par de años, por los idiotas seguros de sí mismos que se saben vender, por los perdonavidas que comentan las películas en voz alta en los cines, por los inútiles que cantan mal las canciones de los conciertos encima de las voces de los cantantes, por los caraduras de las líneas de atención al cliente que se quedan en silencio porque ya no hay solución, por los taxistas que no miran a los ojos, por los políticos jóvenes que están cambiando nuestras formas de hacer política, por los lectores que habrían escrito los textos ajenos de otro modo, por los periodistas que preguntan de qué se trata tu libro o por qué la gente debería leer tu novela, por los vendedores que sueltan frases de doble sentido desde los aparadores hasta las cajas registradoras, por los oficinistas coquetos que se quejan porque ya no se puede coquetear, por los derechistas que abortan en garajes, por los izquierdistas que maltratan a los meseros, por los activistas por naturaleza, por los superiores morales, por los más que satisfechos, por los pragmáticos, por los machitos, por los sabelotodo, por los mentirositos, por los chupamedias, por los arribistas, por los lagartos, por los jartos, por los procrastinadores, por los somnolientos, por los frustrados, por los perezosos, por los cobardes, por los manipuladores, por los precipitados, por los imprudentes, por los aguafiestas, por los confusos, por los mediocres, por los anodinos, por los prosaicos, por los pedestres, por los bastos que abren las fosas nasales cuando lanzan ironías que no dan en el blanco, por los políticamente correctos, por los hombres en condición de mal gusto, por los contentos que menean los hombros cuando empieza a sonar una canción de mierda, por los sentimentales que citan las enseñanzas de El principito sin ninguna clase de vergüenza, por los estudiantes risueños que sacan las fiestas a la terraza a las tres de la madrugada, por los artistas consagrados que se inventan lo que se inventan porque quieren despertar a los demás, por los pedantes injustificables e indefendibles que menosprecian el drama ajeno para seguir sobredimensionando el propio, en fin, por mí.
De golpe tengo pegada, en la mente o en la punta de la lengua, una canción que me gusta pero que suelo olvidar si hago la lista de mis canciones favoritas.
Es un recuerdo, por supuesto, porque era la canción con la que abría una telenovela que yo veía cuando era un adolescente crespo y tartamudo que acababa de bajarse del asfixiante bus del colegio con el suéter en la mano:
Yo no quiero volverme tan loco
yo no quiero vestirme de rojo
yo no quiero morir en el mundo hoy.
Yo no quiero ya verte tan triste
yo no quiero saber lo que hiciste
yo no quiero esta pena en mi corazón.
Y quizás la recordaba palabra por palabra, con la melodía recién escuchada, porque por fin había abierto los ojos y mi esposa estaba dándome la bienvenida: «Bienvenido…». Se veía tranquila, acostumbrada a los milagros, pero siempre que hablamos de ese domingo 5 de junio de 2016 me dice que no pegó un grito cuando me vio despierto porque no le salía la voz y porque nuestro hijo se lanzó a decirme «¡buenos días!» en la mitad de la noche. Yo miraba para todos lados, izquierda, arriba, derecha, abajo, pendiente de los detalles de aquella habitación con la curiosidad de un niño. Yo les agarraba las manos completamente a salvo. Y mi única tarea en el mundo, ya que había vuelto, era deshacerme del respirador que no me dejaba decirles lo que quería.
Seguía cantándome mentalmente la canción a mí mismo, Yo no quiero meterme en problemas / yo no quiero asuntos que queman / yo tan sólo les digo que es un bajón. / Yo no quiero sembrar anarquía / yo no quiero vivir como digan / tengo algo que darte en mi corazón, porque la paz de esa resurrección —creo yo— era la misma paz de cuando aún no me había entregado del todo a mi personaje.
Con lo que me fue dado yo habría podido ser un solterón temido por los niños del edificio o un bibliotecario que vuelve a la casa con un par de orejeras o un corrector de estilo que escucha las barbaridades de los periodistas en silencio o un traumatólogo que repite los mismos chistes día tras día o un taxidermista a punto de convertirse en asesino en serie, pero había resultado ser un escritor enfadado que había tenido que volverse agente de viajes. Y, sin embargo, regresé de la muerte como si nunca hubiera dejado de ser ese muchacho que se sentaba a ver televisión —la telenovela, colombiana, se llamaba Loca pasión— para postergar la mayoría de edad todo lo que fuera posible: yo había creído que ser adulto era disfrazarse de sarcástico y de descreído, de comentarista cínico y de lector implacable, pero quizás bastaba con seguir siendo la persona que venía siendo.
Tosí y tosí y tosí, ¡tos!, ¡tos!, ¡tos!, apenas me quitaron de la cara el respirador. Tomé aire por mis propios medios sin ningún problema nuevo: ¡tos! Di las gracias a mi enfermera con el hilito de voz que yo tenía desde que se me había empezado a oxidar la garganta: «Gracias». José María se subió a la cama y se me lanzó encima a darme un abrazo —«te adoro», me dijo una y otra vez— con los brazos y las piernas. Lucía me besó la cara como un pájaro picoteando de buena fe hasta que se atrevió a besarme en la boca. Era increíble para mí que esas dos personas me quisieran. Quizás sabían que yo era ese muchacho. Quizás yo era el único que no lo sabía: quién en su sano juicio se ve en el espejo tal como es.
Mi mamá, escueta en cuerpo y alma, se dejó abrazar por mis llorosos primos apenas me vio sentado sobre la cama —yo sonreía como si ella me estuviera sonriendo— a la espera de algún doctor que nos explicara lo inexplicable.
—Todo está bien —le dije como se lo han dicho a sus madres tantos hijos que consiguieron volver a sus cuerpos.
—Eso estoy viendo —me respondió ella antes de venir a mí.
—Todo está bien —le repetí mientras la pobre hacía un esfuerzo sobrehumano para no sollozarme en el hombro.
Creo que todos habrían berreado de la alegría, y que aquella resurrección habría sido una escena digna de ser dibujada, si el anestesiólogo atolondrado que había estado a punto de matarme («creo que le maté a su paciente, mi doctor, creo que se me fue la mano con el señor Hernández y que lo perdimos», dijo esa vez) no hubiera emprendido semejante carrera demencial desde no sé qué sala de la clínica hasta ese pequeño reservado en la sala de cuidados intensivos. Tardé un poco en reconocerlo porque estaba despeinado, sudado y acezante. Era evidente que mi recuperación le había quitado un fardo de encima. Pero cuando se me acercó a pedirme perdón, lloroso y arrodillado aunque siguiera de pie, fue claro que se trataba de un caso perdido.
—Yo estoy aquí para pedirle perdón, señor Henríquez, yo quiero que sepa que jamás va a volver a pasar —dijo.
Y mientras seguía su discurso enloquecido, y me llamaba «Henríquez» y «Henríquez» una y otra vez a pesar de las risitas de mi pobre familia con el alma en vilo, yo sólo podía mirarle los gestos torpes y pensar en Presiento el fin de un amor en la era del color / la televisión está en las vidrieras. / Toda esa gente parada que tiene grasa en la piel / no se entera ni que el mundo da vueltas… vaya usted a saber por qué demonios: por lo que he dicho, quizás, porque iba a empezar una segunda oportunidad. Así seguí, en la clínica, tres días más. De vez en cuando, tal como le sucedió al doctor Eben Alexander según lo cuenta él mismo en sus memorias, alucinaba con los momentos más dramáticos de mi vida, sentía que estaba a punto de pisar la Luna, repetía frases inconexas, sospechaba que cuando saliera iba a encontrarme una ciudad en guerra destruida por un terremoto. Y siempre que conseguía cierto silencio se me aparecía aquella canción: siempre.
Odiaba a más no poder eso de cabecear y cerrar los ojos sin querer. Odiaba quedarme dormido. Detestaba dormir. Cada vez que empezaba a soñar, me veía a mí mismo encerrado en una celda de piedra para eludir al demonio, o en un compartimiento espacial a punto de perder su rumbo, o en un pozo de agua aceitosa y helada que ni siquiera me dejaba ver el piso, o en una jaula de zoológico humano agobiada por miradas bestiales, o en una trinchera polvorosa atestada de ratas, o en un ascensor viejo para que nadie pudiera salvarme del suicidio, o en un confesionario para que los inquisidores no pudieran quemarme vivo. Tenían que sedarme para que lograra cerrar los ojos.
Volvimos a nuestro apartamento hacia el mediodía del miércoles 8 de junio —Rivera insiste en que fue el jueves, pero yo tengo la última palabra— con la sospecha de que nada iba a ser tan difícil como eso que acababa de pasarnos. Revisé mis cosas con la convicción de que eran un milagro. Pasé canales de televisión, nebuloso aún y aún incoherente, con la sensación de que la realidad era una conspiración que debía ser denunciada. Sentía vergüenza. Tenía arrebatos paranoicos: las hojas de las matas tenían gusanos de ultratumba y el polvo sobre los libros venía desde el más allá. Me quedé solo durante una hora, más o menos, porque mi esposa tenía que pasear a los perros del barrio para no perder a sus clientes tan fieles: «Vaya tranquila que yo estoy bien», le dije.
Y entonces fui quedándome dormido, y cabeceé y luché a brazo partido con mis visiones infernales y mis espectros pegajosos e incansables, y terminé parándome con la sensación de que tenía que empezar a vivir ahora o nunca.
Fui a la habitación de José María, que en ese entonces era un museo de sus seis años, porque era la habitación del apartamento en donde había más aire y más luz. Respiré mejor allí. Sonreí sin esfuerzo y cerré los ojos para recibir el sol benigno de la tarde. Me fui al ventanal del cuarto a ver al gato que siempre estaba en la terraza de allá abajo y al gordo que planchaba su camisa sin camisa en el edificio de enfrente. Me puse a ver las estanterías repletas de superhéroes, pitufos, figuras de Kung Fu Panda, dinosaurios de todos los pelambres, futbolistas de caucho, personajes secundarios de Astérix, Funko Pops de Harry Potter, tsum tsums de villanos de Disney, legos de Star Wars y de astronautas y de Spiderman y de Cazafantasmas y de Volver al futuro. Me paré debajo de los móviles de aviones de madera que habían estado allí desde que no había cama sino cuna.
Me senté en la cama junto a la mesa de noche a revisar los diarios de Greg que se había estado leyendo.
Me fui a la sala porque me pareció que la solución a mi extravío era poner en el equipo de sonido la canción que había tenido entre pecho y espalda desde el día en que volví a ser el que soy:
Yo no quiero vivir paranoico
yo no quiero ver chicos con odio
yo no quiero sentir esta depresión.
Voy buscando el placer de estar vivo
no me importa si soy un bandido
voy pateando basura en el callejón.
Me pareció muy extraño, muy inesperado, tener ese disco en la repisa de los discos. Me sorprendió saberme así de bien la canción, Yo no quiero volverme tan loco, desde el primer verso hasta el último. No sé cómo conseguí que se repitiera hasta que mi esposa apareció en la puerta. Ella dice que entonces me vio en la cara la mejor cara que tengo. Y que desde ese momento, mientras se me acercaba y me abrazaba y me besaba y me repetía «bienvenido…» sin ningún temor a los lugares comunes, sospechó —se le reveló, mejor, pero es que a ella no le gustan estas cosas— que iba a llegar una época en nuestra vida de los dos en la que yo iba a estar esperándola en la casa. Es increíble cómo el hecho de que la suerte de uno sea el otro puede arruinar para siempre la insolencia y la sagacidad.
Era fantástica esa ligereza. Era extraordinario que la vida tuviera toda su gracia, de pronto, otra vez.