Estoy encerrado escribiendo los últimos cuatro capítulos de este libro —que, como cualquiera puede imaginarse, me ha costado un par de años de viajes, de entrevistas, de investigaciones de archivos, de escritura de las siete de la mañana a las dos de la tarde— y no estoy encerrado porque este libro no me deje en paz y sude frío cuando no estoy escribiéndolo, sino porque es la cuarentena de marzo y de abril y de mayo del bisiesto y distópico año 2020: ustedes recuerdan esa primera cuarentena, ¿cierto?, todavía no era tan fácil y tan obvio creer las cosas que he estado contando, pero ya empezaban a atarse los cabos de los últimos setenta años de historia. El mundo que me pareció ver en aquella estrepitosa reseña de mi futuro, allá en las pantallas de la muerte, es el mundo de hombres enjaulados y mujeres enclaustradas y niños a salvo que está sucediendo a esta hora de la mañana: el mundo que, en cuestión de tres décadas apenas, va a ser perfectamente normal para la pequeña profesora Li Chen.
Vamos con calma, vamos por partes, ya qué. Cuando por fin conseguí acomodarme a la vida nueva en mi viejo cuerpo, luego de recordar justo a tiempo que yo había estado y estaba y estaría en el mundo para estar casado con Rivera —y recordé que lo demás era literatura—, asumí como una orden la misión de escribir este manual práctico para lo que viene después de todo esto: de este «cuento contado por un idiota, plagado de sonido y de furia, sin ninguna clase de significado…». Todas las tardes, cuando volvía de la agencia de viajes de mis primos, leía o entrevistaba o escarbaba periódicos o redactaba alguna frase. A veces sentía que este proyecto era una locura. A veces me daba cuenta de que entre más tiempo pasaba, y más se cuarteaban las columnas y se resquebrajaban las vigas del mundo, más sentido tenía.
Empecé a organizar y a rematar y a reescribir lo escrito el martes 23 de abril de 2019 porque el martes 23 de abril de 2019 tuve claro que iba a contar no sólo mi historia, sino la de estas siete personas que entendieron que la vida en la Tierra es un testimonio. De no haber vivido yo la muerte, me habría parecido triplemente insoportable el mundo de ese entonces: aquel mundo camino a su debacle e invadido por un gobierno colombiano de derecha —una derecha bruta y aturdida— empeñado en negar nuestra guerra perpetua con las botas entre los charcos de sangre, por un presidente gringo que encarnaba el fin de la civilización de espaldas a la debacle, por un movimiento feminista lleno de coraje y lleno de voces en tiempos en los que se redoblaba la violencia contra las mujeres, por un movimiento ambientalista repleto de razones en medio de un capitalismo bárbaro —y sobrediagnosticado— que sin embargo se negaba a bajarle el volumen a su tiranía, a su avaricia.
Era un mundo articulado, para mejor y para bien y para mal y para peor, por las redes sociales que podían convocar a la solidaridad de las ventanas encendidas en la noche de siempre o —como un tribunal con servicio de paredón— podían no sólo enrarecer y estropear las causas más justas, sino aniquilar en un par de días el nombre de una persona inocente.
Era, si uno lo piensa con cuidado, el reino de los cielos de los déspotas: los pequeños tiranos del planeta se reían, como poderosos mórbidos apostando en una pelea de gallos en la que no había picotazo perdido, mientras los demócratas de pelo en pecho trataban de aplastar a los que consideraban un poco menos demócratas: «¡Dijo una palabra equivocada!», «¡es un privilegiado!».
Era, repito, el paraíso de los hijos de puta: «Peléense entre ustedes mismos, bienpensantes, marchen con sus camisetas ingeniosas en sus plazas históricas para pedir que la Tierra sea un cuento de hadas, mientras nosotros seguimos tomándonos todo, explotándolo todo». Pero yo pude escribir, o sea mantener cierta cordura, porque siempre supe que esto que estamos viviendo no ha sido, no es y no será más que una puesta en escena.
El martes 23 de abril de 2019, ojeando perfiles de Facebook en el inodoro de la mañana, noté que uno de los escritores que solía encontrarme en los festivales llenos de fanáticos más sabios y más dignos que sus ídolos —un tonto de risa pesada y barbita larga que era un monumento al trastorno pasivo-agresivo— llamaba vehemente a sus 232 seguidores a celebrar «en el día del idioma» la fecha del nacimiento y de la muerte de «Shakespeare el bardo»: con razón la gente no lee. De inmediato, se me revolvió el estómago. Acto seguido, ante la foto de ese chivo que Dios sabrá perdonar, me dije «hoy comienzo a escribir». Y después, en mi primer día de trabajo después de la agobiante temporada de la Semana Santa, mis primos me confesaron que ya no podían emplearme más: «Esto no dio más», dijeron uno después del otro.
Yo, que había visto con mis propios ojos el declive de las agencias de viajes en los días del «hágalo usted mismo», les pedí perdón por no haber renunciado antes.
Y les dije, sin asomos de ironías ni de parodias de lo común y corriente, que yo los quería mucho a ellos.
Desde ese día vivimos de los poquitos ahorros que teníamos, de mis indemnizaciones y de la plata justa que Rivera hacía al mes por ser la prestigiosa paseadora de perros que era. Y unas cuantas semanas después fue clarísimo, según el presupuesto que mi papá me había dejado organizado en una de sus famosas tablas de Excel, que de seguir como íbamos el año siguiente no nos iba a alcanzar la plata para los pagos de cada mes. Escribir siempre ha sido, en mi caso y en el de la mayoría, una carrera contra el dinero: «Tengo siete meses para terminar de escribir mi manual», dije en voz alta y en voz fuerte de hombre de buenas amígdalas, pero no lo dije con impaciencia, ni con desasosiego, sino con claridad de hombre elegido para una misión, y juro que así lo hice y así fue.
No obstante, cuando se nos apareció el mes de noviembre como cuando uno se da cuenta de golpe de que está pisando el horizonte, yo apenas había terminado de escribir y de corregir y de volver a corregir las primeras tres fases de la muerte: doscientas cuarenta páginas de Word, letra Garamond de catorce puntos, a un espacio. Se estaba acabando la plata. Se estaba acabando la plata en una familia que pocos lujos se daba, sí, se estaba acabando la plata para pagar el colegio. Se me ocurrió empezar a escribir artículos otra vez. Hablé con Salamanca, mi amigo mejor de lo que se ve, que además suele estar al día en las minucias del oficio, para volver a dictar unos talleres de escritura: ¿qué adulto en este subpaís de subempleados puede vivir de lo que le da la gana?
Debo aclarar que ya nunca más me puse a mí mismo a sufrir. Supe jugar el juego, pues tuve claro que esto era un juego, mientras de hemisferio a hemisferio y de polo a polo se hablaba de la crisis de la democracia, de la debacle de aquellos metalíderes —los líderes que lideran a los líderes para darles una mejor vida a los líderes— que ya no conseguían convencer a sus electores de que el Estado con «e» mayúscula era algo más que el monopolio de las armas y los negocios de una minoría. Seguí escribiendo con la sensación de que más temprano que tarde algo nos mostraría la solución como corriendo la cortina para que empezara el día. No me pregunten por qué diablos tuve la intuición de que ahora sí todo allá afuera se iba a desmadrar.
—Parece que va a llover porque va a llover —le dije a Rivera, que me miró como a un comentarista de fútbol que lanza máximas cojas del tamaño de «los partidos no terminan hasta que se terminan», a principios de noviembre.
Había rabia en las calles. Era fácil, con la memoria de elefante y la exasperación de monstruo de las redes, darse cuenta de que se nos había instalado en el país otro de esos gobiernos con vocación de títeres de aquellos empresarios dados a la patria y a la caridad y a la violencia. «Esto es nuestro aunque vivamos lejos, señoras y señores, métanse en sus asuntos si quieren que les demos trabajo y les demos vida», decían, si uno leía entre líneas sus llamados a la unidad y sus declaraciones condescendientes, los politicastros y los politiqueros. «Esto es nuestro, parásitos del poder, administren lo de todos como si fuera de todos si no quieren que esto se les deshaga en las manos», gritaban los ciudadanos, cada vez más y de una manera u otra, si uno se ponía en la tarea de interpretar sus arengas y sus marchas.
En la noche del jueves 21 de noviembre, luego del paro nacional y de las marchas contra un gobierno que era una parodia de los peores gobiernos colombianos, todo empezó a cambiar en esta casa.
Yo estaba en el rincón iluminado en el que me sentaba a escribir, y a buscarme la elusiva concentración para seguir escribiendo, echándole una última mirada a la tercera fase de este libro mientras escuchaba a lo lejos —Rivera había vuelto a ver noticieros con la compulsión, con el apuro, con el que otros ven series— los videos sobre el vandalismo durante las protestas. Poco me importaba el asunto porque me lo estaba tomando como una versión de la manifestación que se había repetido durante siglos, de nación en nación, contra los resbaladizos dueños de la fortuna. Pero entonces, cuando mi esposa apagó el televisor como botándole la puerta en las narices a esta sociedad incapaz de la piedad, el ruido de las cacerolas me recordó que yo seguía a cargo de mi rol en este drama.
Tactactactactac, se escuchaba allá afuera, tactactactactac. Tactactactactac, se empezó a escuchar acá adentro, tactactactactac.
Fui a ver qué estaba pasando en la sala de esta casa con la seguridad de que iba a encontrarme con lo que me encontré.
Rivera, la deshacedora de entuertos, la defensora de todas las causas perdidas, la asesora de las campañas que siempre perdían, la activista por naturaleza que un buen día había decidido que lo mejor que podía hacerse por la humanidad era pasear perros, le pegaba a la sartén de los huevos con una cuchara de palo. Estaba en la ventana abierta junto al sofá de la siesta. A su lado, liberado de los audífonos que usaba para escuchar un poquito mejor, la versión de nueve años de José María, dulce y reparador igual que siempre, le daba y le daba a la olleta del chocolate con una cuchara de las que usaba cuando era más chiquito. Querían que el país dejara de ser así. Querían, ella y él como todos en todas las ventanas del barrio, que se hiciera digno de llamarse país.
Mi esposa había seguido siendo la persona que había sido desde el principio, siempre a un paso de que la implacabilidad de los hechos le partiera el corazón, pero dándole cucharazos a esa sartén en esa ventana se veía más parecida a sí misma.
Yo lo venía notando. Yo me venía dando cuenta de que Rivera había vuelto a leer los periódicos y a mandarles frases a sus amigos para las protestas. Pero no le decía nada para que no me sugiriera con una de sus miradas vacías que me devolviera a mi rincón. Me les sumé a la protesta, claro, también yo necesitaba volver a la trama de todos los días, también yo estaba echando de menos tomarme a pecho los dramas y los personajes que se nos habían encargado en este paso por el mundo. Y sí: daban ganas de llorar que la última noticia del día no fuera el vandalismo sino el repiqueo de la solidaridad —tactactactactac—, y no obstante me esperé hasta la hora de acostarnos para soltarle a mi esposa la frase «yo sí creo que todo esto va a cambiar».
—Quiero volver a trabajar con los gobiernos buenos —me dijo desde el espejo mientras se lavaba la cara como todas las noches—: qué tal que ahora salga bien.
Dije que me parecía buena idea con voz de estar pensando en otra cosa, con mirada perdida de «mañana no voy a recordar nada de esto», sin siquiera imaginar, sin siquiera suponer, que aquella era la decisión que iba a salvarnos en el momento preciso. A la noche siguiente, entre el eco de las protestas del jueves y el enrarecimiento de las manifestaciones del viernes, entre el grito por la justicia y el lloriqueo por los falsos saqueos que se inventaron los conspiradores de siempre, Rivera le dijo a una amiga de una amiga de una amiga que quería dedicarse a limpiar el aire turbio y a cuidar a los animales de Bogotá en la alcaldía de la primera alcaldesa. A principios de diciembre recibió la noticia de que empezaría con todos en enero.
Yo por fin, después de horas y horas de fingir la indiferencia de los sabios, me permití decirle «yo sabía».
Yo supe que tenía que casarme con ella porque algún día la generosidad iba a recobrar su prestigio.
Y sabía que algún día ella iba a despertarse con la obligación de volver a lo obvio.
Todo el tiempo tuve conmigo adentro y a cuestas, repito, la paz providencial que tienen los melancólicos cuando el mundo llega a la estación de la melancolía. Mantuve la calma, me pareció apenas «lo normal», «lo mínimo», cuando fue evidente que buena parte de las ciudades del planeta se estaban llenando de manifestantes que reclamaban gobiernos que los representaran y poderes que dejaran de abusar de los subyugados: «Y la culpa no era mía, ni dónde estaba, ni cómo vestía», cantaban mujeres de todas las edades en las plazas del planeta, «el Estado opresor es un macho violador: ¡el violador eras tú!». Y me encogí de hombros cuando, unos días después, empezó a hablarse del virus que estaba devorando la ciudad china de Wuhan.
Todo se me agolpó entonces, tactactactactac, porque me pareció perfectamente claro —no me pregunten por qué: quizás porque vi allá algo de todo esto— que el virus iba a esparcirse como una mancha.
Se me agolparon las imágenes de los orejones y los negros y los indios famélicos de la Santa Fe de Bogotá de los campanarios, de las prostitutas en pie y los inquisidores de rodillas de la Lisboa recién arrasada por los remezones y los maremotos, de los mendigos pudriéndose en las orillas plagadas de ratas del Sena de la tiranía, de los soldados asfixiados por la influenza en los últimos años de la Gran Guerra, de los muchachos gringos que crecieron con la culpa de haberse salvado del segundo apocalipsis y con la ilusión de la igualdad y con la esperanza de la Luna, de los espectadores que se reunían en estadios a recuperar el grito contra los encorbatados que protagonizaban la globalización de la codicia, de los profesores empeñados en rescatar lo humano de las ruinas de las máquinas.
Busqué en este texto, desde su primera línea hasta esta, todas las veces en las que me referí a alguna pandemia, a alguna plaga, a alguna peste, sin saber lo que se nos venía encima: ¡veintisiete veces!
Y me pareció inevitable al ver las imágenes de la cuarentena en la ciudad china —pero poco dije para no ser el ave de mal agüero venida desde los cielos del inframundo— que iba a tener que terminar este libro en este encierro.
Rivera empezó a trabajar en la alcaldía de la alcaldesa —y ya no tuvimos que pensar más en el dinero, y el Excel de mi papá se nos enderezó sin que yo tuviera que inventarme algún trabajo de los de antes— el primero de enero de este 2020. Se dedicó en cuerpo y alma tanto a salvar animales como a limpiar aires enrarecidos. Día a día se aclaró, con su célebre índice en alto, «pero mi vida son estos dos». Día a día se repitió como un mantra, cuando se despedía de nosotros desde la puerta del apartamento a las seis de la mañana en punto, «pues que se parta el corazón». Llegaba en la noche a contarnos sus luchas, a preguntarle a José María cómo le había ido en el colegio y a escucharme a mí con los ojos entrecerrados los avances en la escritura. Se veía nueva. Era la vida de los tres.
De principios de diciembre a principios de marzo, mientras el virus se esparcía de oriente a occidente, corregí y terminé de escribir y revisé dos fases de la muerte: la reseña del drama de la vida y el regreso al viejo cuerpo, ni más ni menos. Fue el lunes 16 de marzo de 2020, apenas le había puesto yo el punto final a la novela ejemplar del soldado Bruno Berg, cuando Rivera llegó a la casa a contarnos que la alcaldesa había decidido que el viernes 20 empezaría la cuarentena para protegernos de la peste. José María iba a ir al colegio por computador. Yo iba a seguir alternando las labores de la casa con las labores en el libro tal como había sido desde enero. Y ella, nuestra brújula, iba a seguir saliendo desde las seis hasta las seis, pues alguien tenía que limpiar el mundo de afuera mientras todos esperábamos adentro.
Durante los primeros quince días de la cuarentena, siguiendo los consejos de los médicos de tapabocas con los que Rivera se reunía en sus jornadas, José María y yo nos sentábamos en un par de sillas en el hall de nuestro piso para hablar de puerta a puerta con mi mamá.
Mi mamá, rodeada por los libros que había ido reuniendo desde mucho antes de ser la novia y la esposa y la viuda de aquel entrañable personaje secundario, sí que estaba preparada para el confinamiento. Veía sus series. Leía y leía. Se encerraba horas en su despacho secreto. Siempre que sentía la urgencia de saber de nosotros, aunque siempre a su manera ensimismada, golpeaba nuestra puerta con el toquecito en busca de una respuesta que mi papá habría querido patentar: «¡Tuntuntuntuntun…!». Yo le respondía los dos «tun» de rigor, «¡tun, tun!», qué carajo. Y entonces nos poníamos a hablar sin darnos la cara, hechos un par de confesores y un par de confesados, de lo que yo estaba escribiendo y de lo que ella estaba leyendo. Y nos reíamos y nos dolíamos juntos de la situación: «Yo me inventé el distanciamiento social», bromeaba.
Y luego, en los peores momentos de las peores mañanas del enclaustramiento, nos remplazábamos a la hora de decir «ya pasará».
Hace un par de días, cuando le conté que ya iba a empezar a contar cómo vivió sus últimos años el astronauta metido a gurú John W. Foster, mi mamá me dijo que uno de sus antiguos compañeros del banco le había enviado por WhatsApp un video en el que un viejo científico daba una serie de consejos para soportar el encierro: «¿Será el mismo?», me preguntó, y resultó ser el mismo cuando me lo reenvió. Se trataba, para más señas, de uno de esos pequeños documentales silenciosos y subtitulados y efectistas —«Hace veinte años un viajero espacial advirtió lo que estamos viviendo…», y sigue— editado a partir de aquella vieja conferencia que mientras escribo este párrafo todavía puede verse en YouTube. Venía de la sección de preguntas con la que termina la charla.
El exastronauta John W. Foster, con su pinta de veterano de la guerra de Vietnam que lamentablemente nunca fue por allá porque era demasiado viejo, con su barba tupida como de escultura de sí mismo, y su camisa de flores exóticas de mangas cortas, y su franela con el cuello percudido, cuenta con sus muecas y sus originalidades «qué clase de vida» persiguió apenas concluyó que se le había concedido la oportunidad de corregir los hechos de su biografía.
Quiero decir: no es necesario ser un dramaturgo o un conspirador para darse cuenta de que el tercer acto es la redefinición de la trama.
Según dice él mismo, en la fascinante sección de preguntas y respuestas de la conferencia, a los 59 minutos y 26 segundos de aquel video de YouTube titulado «Death by Foster», desde fuera podría asegurarse con desparpajo que fue el hijo que el rock salvó de creer en una Tierra plana como una mesa rodeada de abismos, o que fue el astronauta que recibió el secreto del universo apenas se puso de rodillas en la arena de la Luna, o que fue el gurú acostumbrado a su fama de loco que se pasó los últimos treinta años de su biografía explicándonos a todos de qué se trata esta experiencia tan desconcertante, pero para ser el abuelo que se repitió como un mantra la frase «nunca es tarde para dejar de ser un miembro de familia de mierda».
Cuando ya se había resignado a abandonar a su familia en manos del encorbatado bigotudo de baja estatura que vio en la sala de espera del Community Hospital de Ashland, y que, dicho sea de paso, era un tipo como cualquiera en el mejor de los sentidos que además tenía la gracia de ser un padrastro digno de ser llamado padre, el estrafalario de Foster escuchó que las enfermeras gritaban «¡está vivo!, ¡está vivo!, ¡está vivo!». Comenzó por creerles el grito. Pronto se dio cuenta de que sí era cierto. Pensó esto: «Que nadie iba a creerme lo que acababa de pasarme, pero que el resto de mi vida se me iría contándolo como acabo de contárselo a ustedes». Y desde entonces fue ese ángel caído, mueco y sofocado, que siempre dijo e hizo lo que le dio la gana.
Por supuesto, ya no volvió a ser el borracho desenvuelto e insolente que narraba su viaje por la Luna para llevarse a la cama a todas las rubias y todas las negras que se encontraba en las fiestas de las estrellas del Hollywood de los años setenta: «Vi este momento allá arriba…», les decía acercándoseles.
Y, por supuesto, era demasiado tarde para recuperar su lugar en la familia. Pues, en efecto, ni Alicia Bull ni sus hijos habían escuchado sus mensajes telepáticos de amor, sino que, con la llegada de aquel padrastro de solapas anchas y bigotes que se llamaba Michael —«Mike»— porque en hebreo el nombre es la pregunta por quién se parece a Dios, habían montado una familia que no guardaba ningún rencor a nadie. Si era sincero, si se ponía la mano en el espíritu, siempre había tenido claro que la verdadera heroína había sido Alicia. Y era apenas lógico que mientras él se descarrilaba, y él trataba de recuperarse a sí mismo como uno de esos drogadictos que luego se rapan y se entregan a alguna secta de idiotas y se flagelan a su modo, ella iba viviendo la vida que ella quería.
Sobrevivió a la depresión del regreso: «Y entonces te preguntas para qué has alcanzado esa plenitud y esa felicidad sin confabulaciones antes de experimentar la muerte, y simplemente quieres morirte de una vez…», se dice en el video. Regresó a su casa en Texas para estar «más cerca de los muchachos». Se quedó meses en bata de toalla de mujer y en pantuflas, encerrado en una sala vuelta habitación para no contagiarse de humanidad, frente a la pequeña pantalla de su televisor como ante un espejo malévolo: vio La familia Ingalls, La familia Partridge, Todo en familia, Los Waltons, Happy Days, para echarse sal en la herida, para flagelarse. Compraba en el supermercado una torre de cajas de comidas congeladas marca Banquet —«TV Dinner» es su expresión—, cada una de ellas con tres presas de pollo frito con arvejas agarrotadas y papa en puré. Volvía a casa a mil.
Dejaba timbrando el teléfono hasta que se callara, que en ese tiempo era más fácil hacer algo así, con la lógica de quien cierra los ojos para que desaparezca un problema.
Y en el filo de la medianoche, mientras reacomodaba las verduras con el tenedor y canturreaba la versión de Blue Moon de The Marcels, se preguntaba si al día siguiente sí tendría el espíritu para retomar su aventura.
Fue una mañana de marzo de 1975, unos minutos después de las diez a las que solía abrirse aquel supermercado Chums que quedaba a diez cuadras de su casa, cuando quiso mejorarse. La cajera nueva de la tienda, Sandra Rodríguez, pues Sandra quiere decir «defensora» en griego, no le quitó la mirada como los demás muchachos con delantales y corbatines que solía encontrarse desde la entrada hasta las neveras repletas de comidas congeladas que eran parodias de las comidas mexicanas, alemanas, francesas e inglesas. Y él sintió que aquella mujer, que no sólo le había sostenido su mirada de gafas oscuras, sino que le había sonreído como si fuera lo normal entrar a esas horas al almacén a aperarse de lomos en salsa y tartas de manzana fosilizados, seguía hablándole telepáticamente mientras él avanzaba por las góndolas: «¿Cómo es la Luna?».
Cuando volvió a las cajas registradoras con su torre de pavos y de lomos y de pescados coagulados, ya no la encontró por ninguna parte, y entonces se negó a dar un solo paso más hasta que ella volviera de las profundidades de las bodegas de aquella sucursal del viejo Chums.
Sandra Trinidad Rodríguez, de veinticinco años en ese entonces, había nacido en la villa más liberal de Texas: la pequeña Roma, en las orillas del río Grande, enfrente de la mexicana Ciudad Miguel Alemán. Creció con un par de abuelos venidos desde el Guanajuato de las canciones de Jorge Alfredo Jiménez: No vale nada la vida / La vida no vale nada… Se graduó en 1965 de la gigantesca secundaria de Roma, mirada de reojo o ignorada por sus compañeros de capul y sus profesores de dedos amarillos hasta el día en el cual le entregaron el diploma, y habría que agregar que dejó atrás el colegio «justo a tiempo» porque su capacidad para «ver más allá» —su clarividencia— se le estaba volviendo un problema: «¡No es posible que usted sepa lo que sabe!», le gritó el rector un día.
Porque le había sido dada la percepción extrasensorial para recibir las versiones tanto del futuro como del pasado. Y, habituada a acudir a sus sentidos más allá de los sentidos, solía salir de las tareas y de los problemas poniéndose en contacto con la fuente misteriosa que le soplaba las verdades sepultadas y las predicciones desde quién sabe cuál dimensión. Si el profesor de Gimnasia, con su bigote de mariachi en su cara de gringo y de bulldog, le soltaba alguna pesadez alguna vez —y con esto no pretendo estigmatizar a los profesores de Gimnasia del mundo, gastríticos y cínicos y dados a los suspensorios—, entonces la renegada e insolente de Sandy explicaba a su curso en voz alta que uno no podía pedirle buenas maneras a un hombre que se había orinado en la cama hasta los diez.
Sin dinero para estudiar, plenamente consciente, desde su infancia en una familia aferrada a sus tradiciones, de que a las brujas seguían quemándolas y apedreándolas así fuera de otra manera, se pasó los siguientes ocho años negándose a salir con sus salvajes compañeros de delantales —tenía un desdén sólo suyo y una mirada extraviada detrás de una cortina de pelo muy lisa y muy negra— a la caseta de Fotomat del parqueadero de un viejo centro comercial de San Antonio, a la tienda número cien de la hamburguesería Whataburger, en las bombas de gasolina de Gulf, de Mobil y de Texaco. Sabía, por una serie de sueños, que conocería a su única pareja a los veinticinco años. Se negaba a malgastarse mientras tanto. Estaba hecha para esperar y volver a su casa y decir no.
No le importó ni un poco ni un segundo, cuando por fin llegó a los veinticinco, que su regalo de cumpleaños fuera una llamada lánguida de sus abuelos: «Hola mija…». Esperó un par de semanas, de meses, a que sucediera lo que tenía que suceder. Cada mañana se puso el uniforme de Chums, el supermercado, como arreglándose para un baile: «¿Me veo bien?», le preguntaba a su casera en la puertita de rejas de la salida, «¿tengo algo entre los dientes?». Aquella mañana de marzo de 1975, cuando vio al astronauta que siempre le había llamado la atención por su coraje a la hora de hablar de las voces del universo, de inmediato supo que su vida esperada iba a ser con él. Fue a la bodega sin miedo, cuando la llamaron, porque confiaba del todo en su destino.
Atravesó el supermercado por las góndolas centrales, como una reina o una novia o una mártir avanzando por una calle de honor, de las cajas de los cereales Oh’s!, Cheerios, Golden Grahams, Count Chocula, Cap’n Crunch y Pops a las botellas de las gaseosas de Coca-Cola, Pepsi, Dr. Pepper, 7UP y Fanta.
Él estaba esperándola allí porque ella le había pedido de cerebro a cerebro, de mente a mente si uno prefiere pensarlo así, que no se fuera antes de que supiera lo que se le venía a la pareja de los dos.
No salieron juntos de allí, como en una película inmune al «qué dirán», porque a él no se le ocurrió que aquella fuera una posibilidad. Hablaron un buen rato. Sandy la cajera le dijo a John el astronauta que estaba al tanto de sus experiencias extrasensoriales de la Tierra a la Luna porque ella misma había vivido con un don. Sin asomos de seducciones ni coqueterías, más bien resignado a los planes que el mundo estaba haciendo por él, Foster el veterano le preguntó a Rodríguez la inexperta si quería visitarlo en su casa de ermitaño apenas terminara su día de paga. Quedaron en eso: «Ok», «Ok». Se dieron un apretón de manos como parodiando un importante acuerdo de negocios. Y cada uno tuvo nueve horas para pensar en lo que estaba pasando.
La anhelante Rodríguez se portó como la trabajadora disciplinada y silenciosa y amable que había sido hasta ese momento —no haría chistes, pero se reía de ellos cuando hacerlo era lo justo— y fingió una jornada sin sobresaltos: «Buenos días», «buenas tardes» y «buenas noches».
El deprimido Foster se fue a cumplir el horario de la televisión de ese día de marzo, Yo amo a Lucy, The Brady Bunch, Jeopardy!, Days of Our Lives, Baretta, Petrocelli, mientras hacía los crucigramas de la revista TV Guide, ignoraba el taladrante ring ring ring del teléfono clavado en la pared de la cocina y se atiborraba de comidas aguadas: en los comerciales, en medio de las sonrisas y de las voces de «tomo una píldora de Geritol cada día…», «si estás buscando un antitranspirante que lo pueda todo échale una mirada a Dial…», «cepíllate con Aim contra las caries», «la Big Mac de McDonald’s es el sabroso sándwich del que todo el mundo está hablando…», «Polaroid’s deluxe SX-70: no hay otra emoción como la de ver tu foto revelarse en minutos ante tus ojos», se le vino a la mente una y otra vez la idea de que había vuelto a su cuerpo a contar su alma.
Y se dijo una y otra vez lo que su depresión le susurraba cuando se despertaba en la noche, «mañana será otro día», «¿a quién le importa mi vida?», «no hay prisa», hasta que —ante el comercial en el que una esposa complaciente le confiesa a un esposo encanecido que ella también se pinta el pelo con Grecian Formula— entendió que iba a contar su historia gracias a ella. En los talleres de los guionistas de Hollywood suele decirse que los protagonistas consiguen lo que desean cuando alcanzan lo que necesitan. Y así fue, al menos, para Foster: después de un día entero de esperar a una persona nueva, o sea, de un día entero de darse cuenta de que no estaba solo y no lo había estado nunca, había recobrado el deseo de narrar su descenso y su ascenso.
Quizás era al revés: quizás había redescubierto la necesidad de contar su viaje porque ahora quería contárselo a la cajera Sandra Rodríguez.
De cualquier modo, tal como lo cuenta él mismo en la sección de preguntas de la conferencia descolorida de YouTube, apenas ella timbró y él le abrió la puerta para que empezara todo se dieron un abrazo como un abrazo de después de un terremoto o una guerra o una pandemia que se convirtió en un beso apurado para salir de lo peor de una buena vez: «Sí, cierto, ella habría podido ser mi hija, pero pronto, aquella noche que duró hasta la otra noche, nos dimos cuenta de que teníamos la misma edad», dice entre risas y aplausos, «y nos dimos cuenta de que no tenía sentido dormir separados nunca más: tuve que conocer a Sandy para entender que toda la cosa se reduce a ser felices en tiempos difíciles, pero al menos he vivido veinticinco años sabiéndolo».
John se enamoró de Sandy en cuestión de horas: era vegetariana y meditaba y leía El libro tibetano de los muertos —y nada más— y tenía claro que se le podía ir la vida ayudándoles a los conocidos y los fantasmas y los viejos que seguían diciéndole San Pedro de Roma a Ciudad Miguel Alemán. Sandy no dejó su trabajo en Chums, ni más faltaba, así se hubiera mudado a la casa de John. John el reblandecido iba todas las tardes al supermercado a comprar, en la caja de la propia Sandy, los vegetales, los quesos, los yogures, los panes, los arroces, las frutas para las cenas que le tenía listas a ella apenas llegaba a la casa de los dos. Entonces, en la sobremesa, él volvía a contar su paso por el más allá y ella tomaba atenta nota porque había que contarlo bien.
Allá en las orillas del río Bravo, sus abuelos, el pequeño Nepomuceno y la más pequeña Dolores, la llevaron a ver las momias de Guanajuato cuando era una niña que se inventaba las palabras, le leyeron las calaveritas literarias con las que predecían las muertes de sus malquerientes, le enseñaron a comer y a beber los platos y los tragos favoritos de sus padres desaparecidos en el Día de los Muertos. Quería saberlo todo del inframundo. Quería confirmarles a sus amigos de la infancia y a los miserables, así dieran por sentado ese capítulo, que sí había razones para lamentar y razones para celebrar. Y para demostrarlo —y que después no cupiera nada aparte del silencio— jamás podría haber dado con una historia mejor que la historia de su amado, de su marido.
¿Por qué Sandy sabía más que John del arte de convertir cualquier experiencia en un drama?
¿Por qué a ella se le había metido en la cabeza que él estaba contando mal su historia?
Porque no miraba a las personas a los ojos mientras la contaba, no, lo había hecho en una serie de entrevistas sensacionalistas en las que solía quedar —en el mejor de los casos— como un profeta loco sin pelos en la lengua. Pero sobre todo porque estaba mal contada. Su modelo era el corrido mexicano que su abuela Dolores le cantaba cuando la veía tan metida en sí misma y tan pendiente de las voces extraviadas, la balada triste e inevitable de Juan Charrasqueado que hacía unos años «el Charro Cantor» Jorge Negrete había hecho famosa, porque empezaba anunciando lo que se nos venía, presentaba con calma al protagonista hasta sugerirle un destino, echaba a andar su drama hasta empujarlo al clímax de la muerte y pintaba el mundo después de él.
Como todos los corridos de su infancia, Juan Charrasqueado empieza «voy a contarles un corrido muy mentado…», presenta al personaje principal con las palabras «a las mujeres más bonitas se llevaba…», echa a andar su drama con la advertencia «cuídate, Juan, que ya por ahí te andan buscando…» y lo lleva a «¡Estoy borracho!, les gritaba, ¡y soy buen gallo!, cuando una bala atravesó su corazón», y luego describe un mundo de campanas doblando y rancheros cargando el cadáver que van a enterrar y mujeres que aconsejan a una madre que se ha quedado sin el padre de su hijo, pero también tiene la cortesía de concluir con la consciencia de relato con la cual empezó: «Aquí termino de cantar este corrido…», comienza la última estrofa.
Y tal como se cuenta ese «corrido muy mentado» —le dijo Sandy a John— tenía que contarse la historia del astronauta que volvió de la muerte con una certeza que podría cambiarlo todo.
Durante tres fines de semana trabajaron en una narración destinada no a las secciones curiosas de los noticieros, ni a las arenas de los pastores cristianos, ni a los chistes de los cínicos, sino a pequeños grupos de personas a las que pudiera hablárseles cara a cara. Por los escándalos, por los raptos místicos y los histrionismos y las borracheras, la NASA poco quería saber de Foster en aquellos días de 1975, pero la idea no era sacarle dinero a la experiencia fuera del cuerpo —de ninguna manera— porque él seguía haciendo investigaciones pagas para el instituto de ciencias noéticas de su colega Mitchell y —ya que había vuelto a salir y a pasearse por el mundo con su última mujer— acababa de decir que sí a dictar algunas clases en la Universidad de Texas.
Él le rogaba que por lo menos vieran El precio es correcto y El hombre nuclear, pues nunca había sido capaz de dejar atrás, de un tajo, sus adicciones, y hacia las diez de la noche —cuando ella no se desesperaba y le predecía los finales— se ponían a organizar el drama como había sido y como debía ser narrado: «Voy a contarles la vieja historia del astronauta que de niño creyó que la Tierra era plana…», «el viajero del espacio que encontró su liberación en el rock and roll que le enseñó su primera esposa…», «el último hombre que caminó por la Luna y el único que se arrodilló en su desierto gris porque escuchó todas las voces de la historia de un solo golpe…» y «la estrella de la cultura popular que tuvo que morir para entender a qué había venido a este mundo…».
Armaron juntos, en fin, el corrido del astronauta John W. Foster: «Aquí termino de contar mi historia de terraplanista, ausente, clarividente, borracho y narrador…».
Y, como no es posible narrar cuando se tienen tantas cuentas pendientes, pues sólo puede hipnotizarse a los auditorios con historias que ya han acabado de pasar, consiguieron entre los dos que el perturbado de Foster comprendiera que él no era un fracaso ambulante por no haber podido solo.
Tal vez ese había sido el peor de sus múltiples errores. Que jamás se había sentido merecedor de sus principales logros, pues, según él, nunca los había alcanzado por su propia mano, por su propio esfuerzo, sino gracias a curiosos deus ex machina que lo habían sacado de callejones sin salida: había ido del terraplanismo a la Luna gracias a su primera esposa, había ido de la depresión a la locura gracias a su colega noético, había ido de la locura al aislamiento gracias a una luz que se había encontrado en la muerte, había ido del aislamiento a la narración de su testimonio gracias al milagroso encuentro con una cajera de Chums: «Valiente gringo hecho por él mismo». Pero ella, Sandy, le había enseñado que no decía nada malo de uno que su triunfo viniera de los demás.
Uno piensa —porque los guionistas lo han creído al pie de la letra— que un protagonista vive una historia pobre si no recobra las riendas de su destino hacia la mitad de su segundo acto, como redimiéndose a sí mismo, sino que recibe la ayuda de algún personaje secundario o de la suerte o del dios de la trama, pero Sandy le enseñó a John que su asunto de fondo no era haber sido despertado y animado y enderezado por los demás: su problema de todos los días, soterrado, que lo había estado oxidando por dentro e iba a arruinarlo de seguir así, era ser ciego al hecho de que fue él mismo quien viajó a la Luna, su empeño en negar que nadie más, sólo él, había decidido volver de la muerte, y su convicción de que no merecía la generosidad que solía rescatarlo.
Fue la pragmática e invariable de Sandra Trinidad Rodríguez, que no quería tener hijos porque «para qué si ya los tenemos», quien lo forzó a reparar la relación con su familia. Con el paso de los meses, a fuerza de visitarlos sin invadirlos y de invitarlos sin someterlos, se convirtieron en «tío John y tía Sandy». Foster, según dice en el video, poco a poco fue comprendiendo que ese encorbatado de solapas anchas y bigotes largos y peinados de calvo —«Yosemite Mike», le decía por el Yosemite Sam o el Sam Pistolas de Bugs Bunny— era el padre de esa casa que había cobrado vida propia. Y supo dejarlos en paz. Y, en vez de ser una sombra que se le aparecía de repente a ponerlo en duda, se convirtió en el consejero que John Junior siempre había querido tener.
El astronauta Foster deja en claro en la última parte del video de YouTube subido por Zenner1001 —quizás por los naipes, de Zener y Rhine, usados en ciertos experimentos de percepción extrasensorial— que una tarde de domingo se fue con su hijo mayor, un hombre hecho y derecho a punto de casarse con su primera novia, a tomarse una malteada en el viejo Pig Stand de 1508 Broadway. Cuenta que luego de pedirle perdón, «que suele servirle más al perdonado que al perdonador», se dedicó a hacerle una larguísima entrevista al asustadizo John Junior que los puso al día y les desempolvó la relación tensa que habían sostenido desde siempre: «¿Cuál es tu película favorita de Kubrick?», «¿qué piensas del escándalo Watergate?», «¿cómo te enamoraste de Sandy?».
Y podría decirse que desde ese día, sobre la base de aquel reconocimiento que puede ser que sea lo que cualquier persona vulnerable espera, comenzó a reescribirse esa relación.
El nuevo panorama, de padre ausente redimido y figura pública de vuelta en su propia rutina, le concedió la mente vacía como una antena que se requiere a la hora de narrar.
Eso es, al menos, lo que él mismo le contesta a una señora de enormes gafas verdes cuando le pregunta si esa reconciliación es lo más importante que le ha sucedido: que le dio «el silencio de adentro» para contarlo todo.
Vale la pena ver hasta el final la sección de preguntas de la conferencia: son veinte minutos nada más. A su lado, en una silla ubicada en una esquina del salón, puede verse a la Sandy Rodríguez de cincuenta años como una estatua humana con los nervios amaestrados a la espera de una moneda para moverse. Se levantan todas las manos al mismo tiempo siempre que termina sus respuestas. Y luego de las curiosidades y los chismes y las trampas, «¿cómo es un día de los tuyos?» o «¿qué opinas de los tatuajes teniendo en cuenta que estamos de paso en nuestros cuerpos?» o «¿qué diferencia ves tú entre el alma y el espíritu aparte de la consciencia?», se trenza en un pulso de interrogatorio con un viejo de chaqueta y de camisa de cuello largo que parece un profesor universitario de eras y de mundos más nobles.
Si les sirve de algo, el tipo se parece al médico forense Quincy, o sea al actor, el narigudo Jack Klugman, que lo interpretó durante ocho temporadas que mi papá jamás se perdió, pero asomarnos al video en cuestión podría evitarnos el lío de seguirlo describiendo e imaginarlo.
—Señor Foster: encuentro su historia particularmente fascinante, creo, además, que lo es sin lugar a dudas, pero, dado que he estado trabajando en la materia desde la neurociencia, me preguntaba todo el tiempo mientras la oía si no podría haber sido fabricada por su cerebro —dice el doctor canadiense, de apellido Egoyan, con la timidez impostada de ciertos científicos.
—Podría ser, doctor, no olvide usted que yo soy también un hombre de ciencia porque para llegar a la Luna hay que estar loco o hacer cálculos muy precisos —responde el astronauta, mientras camina por el pequeño auditorio, empeñado en sacarse de adentro la lógica de la Ilustración—. Pero antes de reconocer que también las experiencias místicas se producen gracias a una red neuronal en el cerebro disfuncional durante las experiencias cercanas a la muerte, o antes de defender el estudio desapasionado que llevó a cabo su colega el doctor Moody, quizás podríamos ponernos de acuerdo usted y yo no sólo en que en el mundo hay un mundo invisible lleno de fuerzas y de energías y de voces que pueden describirse de ciertos modos, sino en que lo que llamamos «el más allá» puede ser una realidad aún más real que la realidad: nos servirá a los científicos saber que de ninguna manera soy el único que vio su propio cuerpo y vio su vida entera y vio lo que decían y hacían y pensaban las personas de su vida alrededor de su cuerpo, pero, así parezca materia de la fe o de la ficción, no sobrará recopilar los casos en los que los hombres y las mujeres de todas las culturas han vuelto de la muerte con ciertos dones y ciertas informaciones como ramas doradas de Eneas que sólo pueden ser transmitidas en pequeños auditorios para que no sean tomadas como declaraciones de personajes que han vuelto de un cautiverio enloquecedor.
—¿Podría usted darnos un ejemplo claro de esas «ramas doradas» que menciona? —contraataca el neurólogo Egoyan y es evidente que se está esforzando para no pasarle por encima al conferencista.
—Pero por supuesto, doctor, puedo hablarle de un hallazgo que no tiene por qué reñir con el hecho de que no existan pruebas científicas, aparte de miles de miles de testimonios de gente que en verdad corrió el riesgo de morir definitivamente, de que pueda haber una experiencia consciente sin que se dé actividad cerebral —contesta Foster, desacostumbrado a ser cuestionado, luego de echarle una mirada a los ojos cerrados de Sandy—: tanto en aquellos casos menos riesgosos en los que puede argüirse que la experiencia extraordinaria en el más allá fue fabricada por la actividad usual del cerebro, como en esos testimonios de soldados ametrallados hasta los órganos vitales o de mujeres ahogadas en el río que se salvan de milagro o de astronautas que ya habían dado por muertos en las camillas de las salas de cuidados intensivos, es común escuchar la idea de que lo que hemos llamado «la vida en la Tierra» es un espejismo fabricado por nosotros mismos, por cada uno y por la suma de todos, con el propósito de deshacernos de las ilusiones.
—¿Habría que decir que su idea esotérica, la idea que está insinuándonos, se acerca peligrosamente a lo que se expresa en los mitos de los tibetanos o los indios o los griegos?
—Habría que decir que yo volví de la muerte con la certeza de que el mundo, o sea el espectáculo humano sobre la Tierra, en realidad es el infierno tan temido por tantas culturas, desde los egipcios hasta los católicos —suelta, por fin, como exhalando el pasado en el consultorio de un psiquiatra impasible—: el infierno nunca ha sido solamente el submundo gris de los gusanos, ni la paila ardiente en la que seremos flagelados hasta el fin de los tiempos, ni la pieza que le falta al rompecabezas de cada quien, doctor, sino que ha sido esta experiencia de la cuna hasta la tumba en la que somos juez y parte, víctimas de los unos y verdugos de los otros, testigos y protagonistas y ejecutores de la pesadilla, lectores de las masacres y las hambrunas y los fracasos humanos que están sucediendo al otro lado del planeta, espectadores de las tiranías disfrazadas de grandes causas e insomnes que contemplan seriamente la posibilidad de quitarse la vida porque no consiguen descifrar el enigma hondo e interior con el que llega acá cada uno de nosotros.
—¿Está diciendo usted, señor Foster, que nuestra vida en la Tierra es un castigo?
—Quizás «castigo» no sea la palabra, doctor, ni tampoco pueda hablarse de «pena» o de «condena» o de «expiación», porque simplifica el asunto a la manera de los sermones y las fábulas, pero créame que no vamos hacia ningún mundo por debajo del mundo, hacia ningún Seol y ningún Hades, porque este lugar en el que estamos conversando es el infierno —insiste el histriónico John W. Foster completamente desbocado y sin aire—: todos los que hemos ido y vuelto sabemos que allá todo es menos triste, menos feliz, menos grave de como uno lo recuerda, porque en el mundo real los adjetivos se acaban, pero que es evidente que el gran propósito que se da adentro del cuerpo, en medio de las guerras y las epidemias y las tiranía, es el de librarse de las porquerías que vamos recogiendo desde los días eternos de la infancia para salirnos de este subterráneo interminable a servirle a la fluidez de un espacio que se parece más a las pinturas que a las películas, más a los textos que a las músicas.
—De alguna manera, si me perdona un último comentario, su mirada a la vida después de la vida no me suena a paso adelante, sino a paso atrás —asegura Egoyan con una sonrisa plena de cinismo.
—Y usted va a tener la razón de su parte, querido doctor, como nos ha pasado a tantos hombres rediseñados por los preceptos científicos, hasta que se vea a sí mismo en la experiencia de la muerte, pero yo voy a seguir contando lo que vi hasta que me lleven al maldito manicomio porque de algo tiene que servir que estas sesenta y tres personas que han estado escuchándome esta tarde se enteren de que tanto para los miserables como para los pocos afortunados el mundo no va a dejar jamás de ser una prueba para los nervios porque esa es justamente la naturaleza de la experiencia —riposta Foster como un disfrazado que se está quitando el disfraz, demasiado tarde ya, para que al fin se lo tomen en serio—: siempre, siempre, siempre, estaremos obligados a este vaivén de los vastos paisajes que parecen recompensas a los confinamientos devastadores que entonces resultan ser castigos, y, sin embargo, gracias a esta charla de un poco más de una hora nada más, estas sesenta y tres personas que han estado escuchándome van a tomarse las trincheras o las jaulas que les toquen con sentido del humor y amor por las personas de su vida y respeto por los cadáveres a los que han estado dando ánimo a pesar de todo.
—Pero ni siquiera el poder de un monólogo con auditorio puede convertir al universo en una entidad moral —dice el neurólogo canadiense poniéndose su saco de tweed.
—¿Quién sabe?, ¿quién, que viva limitado por su cuerpo, puede saberlo?, ¿quién dice? —responde Foster con la mirada encendida puesta en el público—: ciertos sacerdotes de ciertas culturas piensan que a veces todo empieza a vibrar muy muy abajo, como en los días en los que se viene al abismo una ciudad que rinde culto al único Dios, de tal modo que el cielo se abre como una caja de Pandora que deja escapar materiales microscópicos que se van propagando por las células humanas con una inteligencia malévola, y no sobra considerar esa posibilidad, doctor, porque no somos los primeros en considerarla y porque vivir padeciendo hace más llevaderos los momentos en los que somos obligados a recluirnos o a escapar por los laberintos que solemos inventarnos para jodernos por detrás a nosotros mismos: ya lo verá usted, doctor, ya lo verá.
Son estas dos últimas respuestas las que han estado circulando en los videos graves y musicalizados que le han enviado a mi mamá los compañeros que tenía en el banco. Pueden tener como títulos «Astronauta John W. Foster predice el coronavirus veinte años antes» o «Astronauta norteamericano da consejos para sobrellevar el encierro». Se olvida para bien su fama de hombre que estalló después de enfrentar demasiados golpes brutales. Se habla de veinte años porque la conferencia es de noviembre de 1999. El título de este capítulo no es la fecha de aquella conferencia, que fue la misma durante veinticinco años, sino la fecha de la muerte de Foster, porque es el criterio que he estado usando para titular en esta última fase de mi manual.
El viejo Foster murió rodeado de su familia, de la sentenciosa Alicia a la misteriosa Sandra, en su cama de su cuarto de su casa de las últimas décadas.
Su viuda, que murió siete años después de manera sorpresiva, siguió sirviéndole a la causa de una vida consciente de la muerte y del infierno.
Y todo el tiempo pienso que es una lástima que el día de la conferencia, a la que he estado acudiendo para no sentirme cuestionado yo mismo, no tuviera a la mano los versos de la Madre Lorenza de la Cabrera y Téllez:
El hombre fue a la luna para notar la tierra
como quien va a la muerte para ver el infierno
porque lo que ha querido Nuestro Señor eterno
es darnos la paciencia de la paz y la guerra.
Volvió con su armadura y trajo su estandarte
de los desiertos de humo después del horizonte
a pasar la palabra desde el valle hasta el monte
con el cuerpo y el alma en una misma parte.
Después de la epopeya, de navegar el cielo
por océanos negros y tormentas de arena,
todo se le redujo a conjurar la pena
de haber nacido triste y crecido al vuelo.
No hay padre por más ciego que no lleve la sombra
de los hijos que tuvo como dones dormidos.
No hay soldados ni guerras sin los niños perdidos
que recoge la muerte hasta que algo los nombra.
El hombre que fue al cielo también volvió a perder,
a confesar sus males, a purgar sus temores,
a redimir su cuerpo, a contar sus amores,
a llenarse de fallos para ver y nacer.
Y se fue para siempre en la barca de Dios
despedido por todos los que tuvo a su lado
y en el puerto quedó el rumor del pasado
y las cosas calladas que nos dicen adiós.
Resulta impresionante, pues es como si estuviera vivo ahora mismo o como si hubiera vivido para el propósito de conducir a los desesperados en tiempos de pandemias, que justo por estos días esté circulando de WhatsApp en WhatsApp el momento en el que habla de cómo para un astronauta el encierro opresivo de la cabina suele irse olvidando —«suele irse borrando o esfumando»— porque con el paso de las horas y con el paso de los días «sientes que estar en esa nave estrecha es igual que estar flotando en un cuerpo por el espacio…», «dejas de pensar que estás preso en una celda y empiezas a creer que estás libre en el universo…», «notas que siempre has estado adentro y afuera al mismo tiempo, contenido allá adentro y volcado acá afuera, sumándose siempre al milagro…».
«Me gusta salir a verlos a ustedes, por supuesto que sí, pero luego de haber estado envuelto por los horizontes lunares —donde no hay arriba ni hay abajo ni hay izquierda ni hay derecha— ya sé que ni siquiera cuando estoy en el baño estoy aislado…», asegura entrecerrando los ojos con la sensación de que nadie está entendiéndole del todo lo que está diciendo.
Resulta increíble tener en el teléfono uno de esos videos amañados para estos días de clausura. Cada vez que yo quiero, su voz de fumador empedernido repite «un día ustedes van a tomarse las trincheras o las jaulas que les toquen con sentido del humor y amor por las personas de su vida y con respeto por los cadáveres a los que han estado dando ánimo a pesar de todo…». Y miro de reojo a José María a ver qué está jugando en la consola que tenemos bajo el televisor y después me acerco a Lucía a ver qué está sintiendo detrás de la pantalla de su computadora. Y como siempre los veo bien, risueños y felizmente resignados a estar en este apartamento hasta que pase la cuarentena, me doy cuenta de lo afortunados que somos quienes vivimos encierros con ventanas.