capítulo 3

LA DOÑA

“Kevin realmente está ganándose puntos”, dijo Paige Norton, mientras miraba hacia la terraza de madera que rodeaba la parte trasera de la casa de Mónica. Mónica estaba preparando unos emparedados de atún y podía ver a su mejor amiga a través del arco de la pared que separaba la cocina del salón. Estaba pensando en el trabajo que se estaba llevando a cabo afuera, en la terraza: estaban quitando la pintura gris para reemplazarla por un barniz natural. El día era perfecto para trabajar al aire libre, setenta grados y sólo unas ligeras nubecillas en el cielo. Mónica, su padre, su novio y Paige habían pasado la mañana trabajando hombro a hombro y disfrutando de la vista del mar desde su casa en Milford.

Mónica levantó la vista cuando su amiga habló y vio que el pelo liso y rojizo de Paige brillaba con la luz del sol que entraba por la ventana. Hasta las pestañas atrapaban la luz y coronaban sus pálidos ojos azules con pequeños arcos luminosos. Paige le dio unos golpecitos al vidrio con la uña. “Al permitir que Kevin le haga mejoras a tu casa estás aceptando, de manera indirecta, casarte con él”. Luego levantó las cejas con gesto autoritario.

Mónica dejó de sacar el atún de la lata, fijó la mirada en la piel blanca como la porcelana de su amiga y frunció el ceño. “¿Qué? ¿Por pedirle que raspe un poco de pintura vieja?” Mientras hablaba, sintió un dolor agudo en el pulgar. Bajó la vista y vio que una gruesa gota de sangre caía al lavaplatos, pues se había cortado con el borde de la lata. “Mira lo que hiciste. Me corté”.

Paige sacudió la cabeza y miró hacia la terraza, donde los dos hombres estaban trabajando. “Cuando los papás se entienden con el novio de uno mejor que uno mismo, las cosas tienen cara de complicarse”.

Mónica dijo, mientras se lavaba la herida. “Tienes razón”.

“Míralos”, dijo Paige. “Incluso mientras están trabajando en la pintura, no dejan de charlar como un par de niñitas con un juego de té nuevo”. Apretó los labios y meneó la cabeza. “Es hora de tomar una decisión, querida”.

Mónica se envolvió el dedo con una toalla de papel y no hizo ningún comentario. Paige entró a la cocina y se sirvió un vaso de limonada. “Estaba pensando en esa pareja sobre la que nos contaste hace un rato, ya sabes, el tipo con la esposa en coma. Es increíble cómo la vida se le puede ir a uno de las manos en cualquier momento”. Chasqueó los dedos. “En su caso es todavía más triste porque ella ya tenía una vida establecida. No como yo”.

“¿Cómo puedes compadecerte a ti misma y hablar de Ivette Lucero al mismo tiempo?” le dijo Mónica con tono de regaño.

“No fue mi intención”, dijo Paige, tratando de reorganizar con una mano los imanes de criaturas marinas en la nevera de Mónica, mientras sostenía la limonada con la otra. “Es sólo que para mí encontrar el amor ha sido un proceso muy lento y doloroso. Esta mujer encontró su media naranja y luego, de repente, se acabó. Eso me hace preguntarme si vale la pena seguir soportando la interminable farsa de salir con distintos hombres”. Paige se quedó mirando por un momento el techo de textura arenosa y luego pareció derivar de nuevo hacia la compasión, porque dijo: “Sencillamente no es justo que se lo hayan quitado todo”.

Mónica asintió. “Es cierto, ella disfrutaba de algunos de los privilegios que nos han sido esquivos a nosotras”. Se detuvo y levantó la cabeza. “Supongo que debería decir disfruta, porque todavía está viva. Pero no realmente. Es muy extraño”.

Con el rabillo del ojo, Mónica vio que Paige se volteaba a mirarla. “Hablando de privilegios que nos han sido esquivos... ¿todavía piensas mucho en tu madre, Mónica?”

“Todos los días”.

“¿Crees que ella aprobaría a Kevin?”

Mónica reviró los ojos y sonrió de manera irónica. “¿Alguna vez te conté cómo mi madre evaluaba a un hombre?”

“No, nunca”, dijo Paige y se puso las manos en las caderas. Siempre había tenido un apetito insaciable por oír historias acerca de la vida de Alma y solía obligar a Mónica a contarle una y otra vez las mismas historias con increíble detalle. Alrededor del noveno grado Mónica comenzó a adornarlas un poco y al final terminó inventándolas por completo. Pero nunca había contado esta, porque en realidad no era una historia sino un incidente aparentemente sin importancia que, ahora se daba cuenta, sí había tenido consecuencias.

“Bueno, un día”, comenzó a decir Mónica, “mientras mi mamá y yo estábamos en medio de una multitud afuera del aeropuerto de El Salvador, la oí hablando con una campesina sin dientes, que tenía una enorme canasta de frutas sobre la cabeza. La mujer le estaba contando a mi mamá que finalmente se iba a casar, después de nueve años, con el papá de sus once hijos. En esa época mi mamá estaba completamente alejada de la gente común y, en medio de su infinita sabiduría, pensó que podría darle a esta mujer un buen consejo sobre cómo decidir si un hombre valía la pena. Entonces dijo: ‘¿Tu hombre puede cambiar el mundo? ¿Puede hacer justicia? ¿Puede salvar lo que es más precioso? ¿Puede traer al mundo una belleza excepcional o, al menos, un poco de consuelo y una manera de aliviar el dolor? Si la respuesta es no, entonces deberías seguir adelante’. La pobre campesina sólo miró hacia otro lado. Se sintió muy deprimida ante esos estándares tan inalcanzables”.

“Yo también estoy deprimida con esos estándares”.

“Creo que ese pequeño discurso me caló hasta los huesos, Paige. Eso fue lo que me hizo elegir como profesión la fisioterapia. Así que la respuesta a tu pregunta es no. Kevin no se ajusta a ninguna de esas cosas. Y aquí me tienes, luchando contra la idea de tener un futuro con él. ¿Te parece una coincidencia?”

“ ‘Una manera de aliviar el dolor’...”, repitió Paige y dejó la frase sin terminar. “Eso es lo que ella buscaba. Y Max era un médico que luchaba por lo que él sentía que era justo para los pobres de El Salvador. Eso es lo que ella veía en él. Ella lo admiraba”.

“Admiración”, dijo Mónica y levantó un dedo. “Tal vez eso es lo que falta en mi relación. Esa sensación de mirarlo y decir ‘¡Caramba!’ ”

Después de un momento durante el cual ninguna de las dos dijo nada, Paige se paró detrás de Mónica, que todavía estaba junto al lavaplatos, y le pasó el brazo por los hombros. Debía estar a punto de decir algo profundo o expresar su solidaridad, pero luego bajó la vista y vio el enorme envoltorio de toallas de papel con que Mónica se había cubierto el dedo.

“Por Dios”, dijo Paige y se llevó una mano a la garganta. “Espero que hayas guardado la mano amputada en el refrigerador. Tendremos que volvértela a pegar después del almuerzo”.

“Ah, cállate”, dijo Mónica sonriendo y se metió la mano herida debajo de la axila. “Fue tu culpa. Me estabas atormentando con eso del compromiso”.

Paige le dio un golpecito en la cadera. “Quítate de ahí”, ordenó y le quitó la cuchara que tenía en la otra mano. “Nadie quiere un emparedado de atún lleno de sangre”.

Mónica se hizo a un lado con gusto.

“En cierto modo, tienes suerte de no tener la constante presión maternal para que te cases”. En ese momento Paige comenzó a hablar haciendo una perfecta imitación de la voz de su madre: “¿Cuándo es que te vas a casar y vas a tener hijos? Como la leche, las chicas llegan a su fecha de vencimiento después de los treinta”.

Mónica se rió. “¿Tu mamá dijo eso?”

“Lo juro por Dios”.

“Pues bien, sonaste muy parecida a ella cuando estabas junto a la ventana presionándome a mí”.

“Tu caso es distinto. Tú tienes un tipo sensacional esperándote. Yo te diría que te lanzaras y acabaras con eso de una vez”.

“Cuando era pequeña, soñaba con el día en que me pondría un enorme vestido blanco y miraría a los ojos de mi amado y... acabaría con eso de una vez”.

Paige sacudió la cuchara de palo y le dijo a Mónica: “Conozco a una docena de mujeres que se comerían a tu bombón en un segundo”.

A Mónica todavía le faltaban tres años para cumplir treinta, pero estaba comenzando a entender que a los treinta se suponía que debía participar de una especie de crisis generacional, un hito inútil del desarrollo, como la salida de las muelas del juicio. Y aunque era una digna hija de Alma en ese sentido —se negaba a aceptar la idea de que tenía que casarse—, estaba comenzando a sentir cierta inquietud, la sensación de que el tiempo estaba pasando cada vez más rápido y ella no lograba mantener el ritmo.

Oyó las voces de los hombres, acompañadas del ruido de la puerta de anjeo que se abría y se cerraba. Cuando Kevin la vio, le mandó un beso. Mónica le miró los zapatos manchados de pintura y se preguntó cuánto tiempo estaría dispuesto a esperar. Ella estaba dilatando la decisión y aparentemente había logrado convencer a todo el mundo, excepto a Paige, de que la decisión de casarse sólo dependía de su solemne deber de hacer algo significativo antes de asentarse en un destino corriente y rutinario de niños, minivan y planes de jubilación y cenas donde los suegros todos los domingos. Pero ¿cuál era ese gran sueño? Mónica no lo sabía. Algo inolvidable, algo que, cuando fuera vieja, podría contarles una y otra vez a sus aburridos nietos. Algo que pudiera absorberla totalmente, como la había embelesado el mar cuando era niña.

Pero aparte de su indecisión acerca de cuál camino seguir, de la docena de ideas que tenía, había que pagar la hipoteca de la casita frente a la playa y los préstamos de la universidad. Desde luego, Mónica había oído que había algunas parejas que decidían salir al mundo y perseguir esos sueños juntos. Pero Kevin Mitchell no veía la necesidad de salir de Estados Unidos, nunca. De hecho, al igual que sus padres, creía que el mundo comenzaba y terminaba en la costa de Connecticut. Cuando Mónica mencionó la idea de viajar a Europa o incluso de regresar a El Salvador, su respuesta fue “¿Por qué? ¿Para que nos enfermemos con el agua y nuestros cheques de viaje terminen en manos de una banda de chicos que no se han bañado desde hace un año?”

Y ahí estaba el problema. Kevin no estaba interesado en lo más mínimo en ninguno de los criterios mediante los cuales Alma juzgaba si una vida estaba siendo bien vivida, él sólo quería tener seguridad y comodidades y no tener que enfrentar ningún cambio. Esa actitud se había vuelto cada vez más irritante para Mónica, en la medida en que aumentaban sus propios deseos de vivir una aventura. Pero Kevin era atento, amable y bien parecido, con ese estilo desgreñado tan típicamente americano. Y aquí estaba, todo sudado y muerto de calor, sacrificando un día perfecto para jugar golf por quitar un poco de pintura. ¿Acaso ella era una ingrata por querer un hombre más aventurero y ambicioso?

Kevin se dirigió al baño, mientras Bruce se lavaba las manos en el lavaplatos de la cocina. Cuando estaba en esas, vio la mano de su hija. “¿Acaso te cercenaste toda la mano? He visto turbantes más pequeños que eso”.

Paige soltó la risa detrás de Mónica. Mónica acunó su mano herida y replicó: “¿Ya acabaste de pelar mi terraza, viejo? ¿O sólo entraste a que te diéramos de comer?”

“Creo que podremos terminar en una hora más de trabajo”, dijo, mientras examinaba el dedo de Mónica por encima de unos bifocales imaginarios. “Luego podremos comenzar a echar el barniz. Este año podrás tener tu primera fiesta del Cuatro de Julio en esa terraza”.

Paige trajo una pila de platos y los puso sobre la mesa rústica. “Si das una fiesta, deberías invitar a ese tal Will Lucero. Me encantaría conocerlo”, dijo.

“Apenas lo conozco”, dijo Mónica, mientras abría una bolsa de papas fritas. “Además, lo último que quiero es hacerme amiga de ese hombre. Podría querer que le diera otro masaje a su esposa”.

“Bueno, me imagino que algún día tendrá que comenzar a salir otra vez con mujeres. Porque su mujer nunca va a volver a tener todas las tuercas en su sitio”, dijo y se puso un dedo en la sien.

“Paige, ¡por Dios!” gritó Kevin desde el baño.

Bruce arrugó la cara y miró a Paige. “¿Estás buscando marido en medio de un accidente, como si fueras un buitre?”

Paige se puso las manos en las caderas. “Ustedes no saben lo difícil que es encontrar a un buen hombre. La mayoría de los hombres atractivos e interesantes tienden a andar con tipos que se ajustan a la misma descripción. Tal vez él tenga un amigo que me pueda presentar. Es sólo un asunto de crear redes”.

Kevin se sentó junto a Bruce y le dio un codazo. “Ella tiene razón acerca de que los solteros interesantes tienden a juntarse”, dijo y apuntó su dedo hacia Bruce y luego hacia él. “Míranos a nosotros”. Bruce asintió con la cabeza y abrió mucho los ojos mientras miraba a Paige, como si eso realmente probara que ella tenía razón.

“¿Y qué hay de ti, Bruce?” Paige dirigió su cuchara de palo hacia Bruce. “¿Por qué no te has vuelto a casar? No creas que la juventud dura para siempre”, dijo y apuntó la cuchara hacia su cabeza, cada vez más despoblada. “Tu también te estás acercando a la fecha de vencimiento”.

Bruce la miró como si no tuviera idea de lo que estaba hablando. “Yo no soy soltero. Soy viudo”.

Paige frunció el ceño. “Esa es una excusa muy tonta. ¿Cuándo es que te vas a casar con la pobre Marcy?”

Kevin trajo dos cervezas y le pasó una a Bruce. “Paige, ¿alguna vez te han dicho que eres una entrometida?”

Paige puso una cucharada de atún sobre una tajada de pan blanco y se la pasó. “¿Alguna vez te han dicho que eres un aburrido?”

“¿Alguna vez te...?” comenzó a decir Kevin, pero Bruce levantó una mano para callarlos.

“No soy fanático del matrimonio. Una vez fue suficiente para mí, gracias”.

“Eso no es muy amable con mamá”, dijo Mónica desde la cocina. “O con Marcy”.

“¿Y quién dijo que Marcy quiere casarse conmigo?” Bruce hizo un gesto de asentimiento para reafirmarse en lo que acababa de decir y le dio un mordisco a su emparedado.

Mónica, Kevin y Paige soltaron la carcajada. “Papá, ella ya escogió el vestido de novia y el modelo para las invitaciones. Yo diría que está bastante abierta a la idea”. Mónica oyó que un auto avanzaba por la entrada. “Hablando del rey de Roma...”.

Bruce bajó la cabeza, miró a la derecha y después a la izquierda para captar la mirada de todos, antes de decir en voz baja: “El famoso pintor francés Edgar Degas dijo: ‘Existe el trabajo y existe el amor, y no tenemos sino un solo corazón’”. Luego se puso una mano encima del corazón, como si quisiera jurar fidelidad.

Oyeron un ruido afuera y guardaron silencio durante un momento, y mientras esperaban a que Marcy hiciera su aparición todos comían papas fritas. De repente Kevin miró a Mónica y sonrió. “Yo no estoy de acuerdo con Degas. El trabajo es lo que haces para mantener el amor”.

Mónica le apretó la mano. Estaba haciendo un esfuerzo para encontrar una manera de responderle que no lo hiciera salir corriendo y regresar con un anillo de compromiso, cuando se oyó el chirrido de la puerta principal y Marcy entró, con una bolsa de lona en cada mano y flores de su jardín asomándose de cada una.

“Hola. Soy yo...” dijo y miró a Bruce. “Hola, querido”.

Bruce se inclinó hacia Mónica y, como si quisiera reafirmarse tercamente en que el trabajo estaba primero que el amor, susurró: “¿Me darías el teléfono de ese señor, el de la esposa que se accidentó?” Se señaló la cabeza. “Mientras estaba quitando la pintura, se me ocurrió una idea para un artículo acerca de la recuperación de una lesión cerebral que me gustaría presentarle a un editor”. Luego se puso de pie y le estiró los brazos a Marcy.

 

 

TODOS LOS EVENTOS más importantes de la vida personal de Bruce Winters habían sido instigados, o inspirados, por sus decisiones profesionales, en especial las desgracias. Un artículo que escribió para el periódico de su universidad ganó un premio y lo ayudó a conseguir un trabajo como periodista en el New Haven Register. Su labor en el Register le valió un empleo como buscador de noticias para el New York Times, a los veintisiete años. Un año después, su editora, que también era su novia, lo convenció de irse a trabajar con ella para el Departamento de Estado, en la secretaría de prensa de la embajada de la República de El Salvador. Desde el momento en que aceptó, y todavía más cuando terminó con su novia, seis meses más tarde, Bruce lamentó amargamente esta decisión.

Una semana después de que terminaron, cuando estaba en el proceso de cuidar su orgullo herido y reflexionar sobre el curso de su fracasada carrera, el embajador de los Estados Unidos ofreció una fiesta para las familias más poderosas del país. Debido a la incomodidad que le producía cualquier situación que oliera a relaciones públicas, Bruce prefería dedicarse a procesar los hechos concretos hasta convertirlos en boletines de prensa. Pero como su presencia en la fiesta era indispensable, decidió pararse en un rincón del salón, a soportar la rasquiña que le producían la camisa y la corbata y a lamentarse de su suerte. Bruce trataba de evitar la mirada de su ex novia (y, con suerte, próximamente ex jefe) que conversaba con un jefe militar salvadoreño al otro lado del salón. Parecía estar tratando de llamar su atención para que él se hiciera cargo del militar, de modo que ella pudiera flotar hacia el siguiente personaje importante. Pero Bruce insistió en ignorarla, parado junto a una gran fuente llena de ponche y absorto en la contemplación de la multitud de gente que lucía hermosos vestidos y olía a perfumes costosos. Todos los hombres tenían en una mano un trago de whisky escocés y algunos tenían un cigarrillo en la otra, mientras gesticulaban bruscamente y compartían chistes políticos. Las mujeres de la fiesta carecían de la homogeneidad que caracterizaba a las salvadoreñas que se veían en la calle, cuya estatura baja y pómulos salientes las identificaban como descendientes de los pueblos indígenas de origen maya de Centro América.

Era obvio que estas mujeres eran importadas o de origen europeo. Bruce observó un grupo compuesto por unas gemelas pelirrojas y varias mujeres de cabello castaño claro, y una rubia que no dejaba de sonreírle desde atrás del ala de un enorme sombrero. Con zapatos de plataforma muy a la moda y los ojos pintados de azul claro, uno podía imaginársela con facilidad, a ella o a cualquiera de las otras, asistiendo a un cóctel en Nueva York o Chicago. Bruce se veía como un sociólogo aficionado, observador pero sin perder la distancia, cuando sintió que le jalaban la manga. Dio media vuelta y vio a una hermosa chica que no había visto antes, de cabello liso y negro agarrado detrás de las orejas y unos ojos tan negros que él podía verse claramente reflejado en esos espejos convexos. No podía tener más de diecisiete años. La chica le sonrió y le preguntó abiertamente si le gustaría bailar.

Bruce ni siquiera se había dado cuenta de que había música, debido a lo absorto que estaba en sus pensamientos y observaciones. Así que se quedó frío, con un vaso de ponche en la mano. No podía entender cómo una chica de clase alta de este país se atrevía a pedirle a un hombre, a un extranjero, que bailara. Era algo sencillamente inaudito, imposible, y sobre su escritorio tenía una pila de informes culturales que así lo demostraban. Sin embargo ahí estaba la muchacha, absolutamente tranquila, como si sólo le hubiese preguntado la hora. Como hubiese sido muy poco caballeroso no aceptar, Bruce se sintió acorralado y vagamente irritado, y las orejas le ardían de la vergüenza. Mientras tanto, sus alarmas más primitivas comenzaron a dispararse y a sonar cada vez más fuerte, pues se dio cuenta de que esta era, fácilmente, la criatura más hermosa que había visto en la vida.

Antes de que él respondiera, la chica le quitó el vaso de las manos, se volteó justo a tiempo para ponerlo en la bandeja de un mesero que pasaba, lo agarró de la manga de la camisa y lo condujo a través del salón. Bruce podía sentir que la sangre le subía a la cara, mientras la seguía muerto de pavor. Había recibido unas cuantas clases de baile, pero estaba lejos de sentirse seguro y preparado y siempre había pensado que sería él quien elegiría el momento. Mientras caminaba torpemente hacia la pista de baile, se preguntó si su ex estaría mirando, lo cual lo hizo sentir un ligero aire de triunfo, pero no lo suficientemente fuerte como para compensar el temor.

Mientras seguía a la muchacha, Bruce se sintió otra vez impresionado por su audacia, cuando ella se volteó y lo miró con la sonrisa seductora de una mujer madura. Luego se preguntó si este baile no terminaría con él volando a través de una ventana, expulsado por un novio celoso o un padre protector. Pero de todas formas la siguió hasta la pista de baile, sin poder hacer nada para evitarlo, como si fuera montado en un par de patines. Bruce trató de relajarse, de concentrase en la hermosa música que interpretaba un trío de guitarristas que cantaban boleros. Estaba a punto de poner sus brazos de cartón alrededor de la muchacha, cuando ella dio un paso atrás y lo dejó frente a los brazos de una chica rolliza, que lo miró con una sonrisa tan resplandeciente como si hubiese estado esperando por él toda la vida. La muchacha soltó una risita de entusiasmo y dijo: “¡Hola, gringuito chulo!” Luego lo apretó con fuerza, con tanta fuerza que, cuando él bajó la mirada, alcanzó a ver cómo se le escurría una gota de sudor por su cuello macizo.

Era el año 1967 y la muchacha linda llevaba un vestido largo que le llegaba hasta el suelo y barría las lozas de mármol blanco, mientras se deslizaba tras ella. Pegadas a la cola de su falda, como la cola de un cometa, iban las miradas de esos hombres poderosos en cuyas piernas seguramente se había sentado unos cuantos años atrás. De pronto la muchacha se dio la vuelta y le hizo a Bruce un guiño de gratitud, mientras desaparecía entre una nube de humo de tabaco.

La entrada de Alma Marina Borrero en la vida de Bruce Winters estuvo rodeada de buenos augurios y desde el primer momento le brindó una temprana dosis de ese misterio del que se rodearía años más tarde. Además, ese incómodo momento con la muchacha gordita terminaría transformándose después en un feliz descubrimiento. Se llamaba Claudia y más adelante se convertiría en una de sus grandes amigas y aliadas. Fue ella quien le consiguió exclusivas entrevistas con los altos mandos militares, que le valdrían después varios premios de periodismo. Y con este extraño vals, Bruce comenzó un nuevo capítulo de su vida: el breve capítulo en el cual le gustó El Salvador e incluso llegó a quererlo, mientras se entretenía cortejando de manera desvergonzada a una chica que acababa de cumplir dieciocho.

Al comienzo fue como una broma. Claro que él era un tipo educado, profesional y bien parecido. Y era cierto que el hecho de ser un gringo de ojos verdes constituía un atractivo y una novedad para la sociedad salvadoreña. Pero seguía siendo un don nadie para la clase alta y los Borrero eran tan importantes como se podía ser en esa parte del mundo. Adolfo y Magnolia Borrero no iban a entregarle su única hija a un hombre de cuya familia nunca habían oído hablar y que no podía hacer más contribución que sus exóticos rasgos faciales. “Ni siquiera conocemos a su familia”, le dijo Magnolia Borrero a través del intercomunicador que tenían en la reja del muro que rodeaba su casa. “Váyase”.

“No hay problema”, dijo Bruce. Regresó con una fotografía a color de sus padres y dos hermanas, acurrucados junto a un banco de nieve sucia que llegaba hasta la cintura. “Ahí tiene, doña Magnolia”, dijo por el altavoz, mientras deslizaba la foto por debajo de la reja electrificada. “Esa es mi familia. ¿Ahora sí puedo entrar a ver a su hija?”

Las muchachas como Alma tenían un precio inalcanzable. Como dice el dicho, si tienes que preguntar cuánto vale, no lo puedes pagar. Bruce decidió que su único capital eran la paciencia y la persistencia, así que decidió quedarse en la embajada americana en El Salvador, durante los cuatro años que Alma estuvo en Nueva York estudiando en la universidad. Durante ese tiempo sólo la vio cuando regresaba a casa en los recesos de la universidad y las vacaciones. Bruce se volvió un lunar en la abrumadoramente compleja vida social de Alma, pero pensaba que ser un lunar era mejor que nada. Además, tampoco es que hubiese llevado una vida monacal durante este tiempo; hubo innumerables fines de semana en la playa y excursiones a Roatán, Antigua Guatemala y Belice, con su propio círculo de amigos salvadoreños y expatriados, que cada vez se ampliaba más. Había días en los que ni siquiera pensaba en Alma y estaba comenzando a creer que tal vez su decisión de quedarse en El Salvador no tenía nada que ver con ella. Se había acostumbrado al lugar y había hecho más amigos en los primeros nueve meses que los que había hecho en toda su vida en los Estados Unidos.

A Bruce le gustaba la imagen que tenía de sí mismo: un escritor expatriado que, a diferencia de otros amigos que eran corresponsales de diarios del exterior, tenía cierto control sobre la cantidad de tiempo que estaría en ese país.

Y doña Magnolia Mármol de Borrero, la madre de Alma, estaba comenzando a ceder. Había insistido en que sólo hablaran en inglés para poder practicar, pues su inglés no era bueno. A Bruce le impresionaba que una mujer de su edad y su posición no se avergonzara de cometer errores al hablar. Y doña Magnolia solía contarle en su inglés machacado larguísimas y enredadas historias sobre su niñez, que Bruce no siempre entendía, pero durante las cuales tenía la astucia de reírse cuando ella lo hacía. La Doña comenzó a invitarlo a él y a sus amigos a la casa, mientras hacía el papel de gran dama frente a los jóvenes americanos y los periodistas locales que él llevaba. Alma se había ido hacía tanto tiempo que Bruce realmente comenzó a notar cierta mejoría en el inglés de la Doña.

En los años que siguieron, la carrera de Bruce como periodista comenzó otra vez a levantar vuelo, gracias a varias solicitudes de Washington para que escribiera informes sobre el clima de inestabilidad política que se respiraba en todo Centroamérica, en especial en Nicaragua y El Salvador. La ideología comunista estaba tomando fuerza en la zona rural, mientras que sus núcleos intelectuales estaban en las universidades y, según decían algunos, en ciertos púlpitos católicos. Circulaban rumores confirmados de que al país estaban entrando de manera ilegal dinero y armas que venían de la Unión Soviética, China y Cuba, en frágiles balsas que llegaban a las playas más remotas de El Salvador, o pasaban a través de las selvas de Honduras y Guatemala.

Durante una de sus excepcionales salidas con Alma, Bruce les preguntó a Alma y a Magnolia qué pensaban del clima político que se vivía en el país. Magnolia, que estaba haciendo el papel de chaperona desde el pequeño asiento trasero del carro destartalado de Bruce y que se había estado abanicando con una revista, hizo caso omiso de la pregunta y dijo, mientras pasaban por una zona de barrios pobres: “Bruce, ¿cuándo se va a comprar un auto con aire acondicionado? Me voy a desmayar en este calor”.

Alma, que estaba sentada en el puesto del copiloto, encogió los hombros y dijo: “Nunca le he prestado mucha atención a la política. Pero supongo que si estalla una guerra civil, tendré que empezar a hacerlo”.

“¿Cree usted que tendremos una guerra civil en El Salvador, doña Magnolia?”

Magnolia golpeó el techo del auto con la revista, aparentemente para matar un insecto. Luego enrolló la revista en forma de cuenco y arrojó el contenido por la ventanilla. “¿Una guerra civil? No”, dijo con tono desdeñoso y Bruce vio por el espejo retrovisor que la mujer se volvió a mirar hacia la sucesión de casuchas de techo de lata y paredes de cartón. Entrecerró los ojos y dijo: “Vamos a ponerle punto final a esa tontería del comunismo. Si las cosas se ponen bravas, tenemos amigos que pueden ayudar”.

“¿Se refiere a los Estados Unidos?”

Pero doña Magnolia cerró esa puerta con la misma rapidez con que la abrió. Con ese comentario había permitido que Bruce le diera una rápida mirada al mundo privado de la clase dirigente del país. Bruce se preguntó si realmente se estaría refiriendo a los Estados Unidos, o a una sociedad paramilitar secreta, cuya misión sería eliminar a los sospechosos de ser comunistas, de una manera más drástica y eficaz que lo que podía hacer el gobierno.

Esa salida en particular terminó de la misma forma en que habían terminado las otras diez “citas” que habían tenido antes: con un beso en la mano de Magnolia y un beso rápido en la mejilla de Alma. Cuatro años después de conocerla, Bruce todavía no había besado a Alma en la boca. Cada vez que llamaba a invitarla a salir, Alma aceptaba con una condición: “Siempre y cuando sepas que somos sólo amigos, Bruce. Nada más”.

Pero Bruce no se dejaba descorazonar. Se imaginaba que la seducción comenzaría cuando ella regresara a casa definitivamente.

En 1972 Alma regresó al Salvador con diplomas en biología y filosofía. Su inglés era impecable y pensaba que le gustaría regresar a los Estados Unidos para hacer un doctorado en biología marina. Alma dijo que, a diferencia de otras mujeres de su cultura, no creía en la urgencia de contraer matrimonio y sentía que necesitaba hacer algo significativo antes de establecerse.

Pero un mes más tarde, Adolfo Borrero, cuyo ímpetu había estado dormido durante este tiempo, miró su reloj de oro y declaró que era hora de que su hija se casara. Hizo el anuncio durante la cena, cuando sirvieron la sopa. Claudia y Bruce, que eran los únicos invitados esa noche, levantaron los ojos del tazón con borde dorado lleno de crema de cangrejo y se voltearon a mirar a Alma. Alma se quedó con la cucharada de sopa suspendida entre el tazón y la boca, durante lo que pareció una eternidad. Ellos esperaron, pero aparentemente había quedado tan sorprendida que no se podía mover.

Adolfo se dirigió a los invitados. “He decidido que Alma deber casarse con Augusto Prieto, el hijo de uno de mis socios de negocios. Augusto es el heredero de varias empresas agrícolas y textiles en México y Centroamérica. La unión de las dos familias sería...”. Dejó la frase en el aire y asintió con la cabeza en señal de aprobación.

“Adolfo, pensé que íbamos a hablar esto en privado con Alma”, dijo Magnolia.

Adolfo apuntó hacia los invitados con la cuchara. “Claudia es amiga de la familia, al igual que Bruce. Alma confía en sus opiniones y esa es la razón por la que se los estoy contando”.

“Pero deberíamos haber hablado primero con Alma”, dijo doña Magnolia con tono de disgusto.

“Señoras”, protestó Adolfo, “yo sé lo que nos conviene”.

Todos seguían esperando la reacción de Alma, pero ella estaba mirando hacia la ventana, hacia el jardín, con los ojos muy abiertos. Luego se hizo presión sobre el puente de la nariz y cerró los ojos, como si fuera a estornudar. Hizo un ruido que Bruce pensó que era un sollozo y luego hizo una exclamación que fue creciendo y estalló en una carcajada que la hacía sacudir los hombros.

Sus padres se quedaron impávidos y esperaron a que ella se calmara. “¿Qué te parece tan gracioso, Alma Marina?”

Alma señaló hacia la ventana y todos se voltearon a mirar. Les tomó un momento entender qué era lo que Alma encontraba tan gracioso. En el jardín, el perro del jardinero —un chucho cubierto de horribles manchas cafés— estaba feliz montando a la premiada perrita standard poodle de Magnolia.

Los Borrero se pusieron de pie enseguida y corrieron a la puerta, mientras les gritaban a los perros que se detuvieran y llamaban a los criados pidiendo ayuda. Alma aplaudió y gritó: “¡Vamos, Fluffy, adelante!”

Un momento después, vieron cómo la adorada Fluffy de Magnolia les pelaba los dientes a sus dueños y les gruñía, lo cual hizo que Alma comenzara a carcajearse otra vez y tuviera que agarrarse el estómago. Se necesitaron tres criados, diez minutos y un balde de agua fría para separar a los caninos. “Llevan dos años tratando de cruzar a Fluffy”, dijo Alma de manera entrecortada. “Han traído una cantidad de machos de sangre finísima y Fluffy los ha rechazado a todos. De hecho, mordió al último que trajeron”. Alma se secó las lágrimas que le escurrían por las mejillas. “Se llamaba Claude Arpège”. Claudia dejó escapar un ronquido y las dos se rieron como un par de niñitas.

Cuando finalmente se calmaron, las dos amigas se desplomaron sobre los asientos del comedor. Después de un momento, Claudia se puso seria y dijo: “Alma, tu papá parecía muy serio acerca de Augusto”.

Alma reviró los ojos y miró a Bruce. “¿Me puedes imaginar casada con Augusto Prieto? ¡He visto a ese chico marearse en una colchoneta de piscina, por Dios santo!”

“Entonces, ¿qué les vas a decir a tus padres?” preguntó Bruce. “Ahora que se perdió toda esperanza con Fluffy y Claude Arpège...”

Hubo más carcajadas y palmadas en las rodillas, antes de que Alma contestara la pregunta: “Me he pasado la vida esquivando ese tipo de cosas”, dijo e hizo un gesto hacia la mesa vacía. “Esta bala también la voy a esquivar. Confía en mí, no me voy a casar con Augusto”. Pronunció el nombre con un desagrado apenas matizado.

“Me casaré contigo si necesitas una salida”, le ofreció Bruce, tratando de sonar como si estuviera bromeando. “¿Sabías que nunca nunca me he mareado a bordo de un barco?”

Alma se irguió en el asiento. “Bueno, deberías haberme dicho eso hace mucho tiempo”, dijo y le dio unos golpecitos en la mano. “El criterio número uno para juzgar a un hombre es su habilidad para navegar”.

“¿Cuál es el segundo criterio?” preguntó Claudia.

Alma dirigió sus ojos eternamente húmedos y brillantes hacia sus amigos. “El criterio número dos es su capacidad para cambiar el mundo”.

“¿Un idealista?” preguntó Bruce. “Pensé que no te interesaba la política”.

“No, me refiero a cambiar el mundo. Hacer justicia. Salvar los océanos. Un artista que traiga al mundo una belleza excepcional. Un sanador que pueda liberarnos del dolor”.

Se quedaron callados por un rato y luego Claudia anotó: “Yo ni siquiera tengo un criterio número uno. Mis criterios uno, dos y tres son simplemente que me invite a salir”.

Sintiéndose de repente muy pequeño, Bruce dijo: “Creo que no quiero saber cuál es el criterio número tres, Alma”.

Alma sonrió de una manera que le recordó la sonrisita absolutamente seductora que le había lanzado el día en que se conocieron. “El criterio número tres es un secreto”.

 

 

LA ESTRATEGIA DE ALMA para evitar el matrimonio fue sencilla: simplemente ignoró a Augusto y todos los otros pretendientes con pedigrí que sus padres fueron poniendo en la fila. “Al menos todavía no he mordido a ninguno”, decía bromeando, pero a Magnolia no le parecía nada gracioso. La Doña debe haber pensado que había cometido un gran error al enviar a una hija que ya era llevada de su parecer a los Estados Unidos, la famosa tierra de la permisividad. La exposición a ideas como el feminismo, un concepto tan inútil en su mundo como los patines de hielo blancos de cordones que Alma guardaba en el armario, sólo había endurecido más la obstinada naturaleza de Alma.

Claudia fue la que le sugirió a Magnolia que le dieran una segunda mirada al gringo. Había oído cómo Alma lo defendía en una cena, sin que él estuviera presente, y desechaba los argumentos del crítico declarando que Bruce era uno de los hombres más inteligentes que había conocido. “Tal vez una unión intelectual pueda ser más duradera que una tradicional”, le había aconsejado Claudia a la Doña, una tarde que estaban solas, tomando café. “Alma”, propuso delicadamente Claudia, “es un ser exótico en nuestro medio. Del grupo de solteros adecuados, ninguno ha evolucionado lo suficiente como para tolerar sus ideas liberales durante mucho tiempo. Bruce Winters puede representar el equilibrio perfecto”.

Después de meses de deliberaciones secretas, los Borrero estuvieron de acuerdo con Claudia en que el gringo no era tan mala idea. Bruce supo que había llegado a la recta final de su carrera cuando recibió una invitación para ir a la casa que tenían en la playa de Negrarena, la cual, añadió la Doña con afectación, le permitiría ver a su hija en traje de baño. Ese día Bruce les escribió a sus padres y les sugirió que solicitaran pasaportes. Ahora lo único que tenía que hacer era ganarse el corazón de Alma.

 

 

A BRUCE LE ENCANTABA la manera en que la madera absorbía la tintilla color caramelo, como si las vetas estuvieran formadas por miles de boquitas diminutas que se la tomaran en segundos. Mientras trabajaba hombro a hombro con Kevin, se maravillaba al ver cómo la historia se repetía. En el joven que tenía al lado veía la misma paciencia, la misma devoción a una sola causa que él había demostrado cuando tenía la edad de Kevin. Mónica no estaba ni cerca de ser tan testaruda y enigmática como su madre. Sin embargo, era precavida y Bruce se preguntaba si el distanciamiento entre sus padres, del cual había sido testigo, no sería la causa de ese cierto temor a la intimidad.

Ese día Bruce estaba feliz. Habían pocas personas con las que preferiría estar, aparte de este trío. Paige y Mónica eran amigas desde que Bruce y Mónica regresaron a los Estados Unidos en 1985, y él siempre se había sentido agradecido con ella. Paige era mandona, entrometida y, con frecuencia, un poco burda, pero cuidaba los intereses de Mónica como una hermana mayor.

Bruce pensó en lo que Paige le había preguntado, acerca de volverse a casar. Era asombroso que ella no lo hubiese mencionado antes. Los chicos tenían razón: Marcy se casaría con él al instante. Pero él sencillamente no tenía prisa, eso era todo. Estaba esperando el impulso que había sentido con Alma, aunque en aquel caso, fue una violenta contracorriente, el destino que lo agarró de los pies y se lo chupó hacia un remolino de olas salvajes. Bruce no necesitaba eso en esta etapa de la vida; quería paz, amor, amistad y, desde luego, atracción. Él y Marcy tenían todo eso, entonces, ¿qué sucedía? ¿Simplemente el efecto de la edad? Tal vez al pensar que en su corazón ya no quedaba ningún territorio por descubrir, había ido perdiendo interés en sí mismo.

Bruce miró a su hija. El verano era la época en la que más se parecía a su madre. Aunque había heredado los ojos de Bruce, Alma y Mónica tenían el mismo pelo negro rizado, la piel aceitunada salpicada de pecas y la misma figura estilizada pero con curvas. Sin embargo, había una cierta ternura en el rostro de Mónica que no había heredado ni de Bruce ni de Alma, una amabilidad y una serenidad que debía haber sacado de algún otro lugar por sus propios medios. Bruce se preguntó cuánto de eso se debería a la naturaleza y la fuerza de su hija, y cuánto sería el resultado de evitar el recuerdo de las cosas que le debían haber hecho mucho daño cuando era niña.

Nunca habían hablado sobre los recuerdos de los últimos días que pasaron en El Salvador y Bruce no se sentía con derecho a escudriñar en ese lugar del corazón de su hija. Mónica hablaba mucho de su madre y parecía haber sido capaz de aferrarse a los buenos recuerdos. Pero Bruce no estaba seguro de que las cosas malas simplemente se hubiesen evaporado; tal vez estaban dormidas, a la espera de perturbar su vida en un momento inesperado.