capítulo 8

ROJO, BLANCO Y AZUL

Mientras los primeros invitados a su fiesta del Día de la Independencia comenzaban a llegar, Mónica subió hasta la ventana de su habitación del segundo piso. Abrió los postigos de la ventana y los apoyó contra la pared. Desenrolló su bandera de Estados Unidos y colocó el asta de madera en el soporte. Esperó hasta que vio desplegarse la tela de nylon y comenzar a ondear limpiamente, con sus colores brillantes y magníficos, mientras la punta del asta dirigía el ojo directamente hacia el cielo sin nubes.

Mónica oyó que Paige la llamaba desde abajo, desde la terraza, para que bajara. La saludó con la mano y levantó un dedo para decirle que esperara un momento. Mónica atravesó la habitación hasta el armario y lo abrió. Desde atrás de su equipo de esquiar y unas cuantas sombrillas extras, desenterró una segunda bandera, la cual desenrolló sobre la alfombra y alisó con las palmas de las manos. Era una bandera azul clara desteñida, hecha de algodón burdo, que tenía la mitad del tamaño de la bandera de Estados Unidos. El escudo en forma de triángulo que tenía en el centro tenía la imagen de una cadena de volcanes, pero la tinta estaba un poco corrida. La bandera tenía una mancha en la esquina donde el recién nacido Jimmy Bray había orinado por primera vez, hacía casi dos décadas. Mónica pasó el asta metálica de la bandera por el doblez y puso la base del asta en un soporte, al lado de la bandera de Estados Unidos. La pesada tela permaneció rígida e inmóvil, hasta que la calurosa brisa logró animarla y mecerla un poco. La bandera salvadoreña se veía humilde y pequeña, al lado de los espléndidos colores rojo, blanco y azul de la bandera de nylon; como una paloma desorientada, que hubiese aterrizado junto a la poderosa águila.

Mónica se preguntó si era una indignidad o un privilegio que la bandera nacional sirviera de trapo y pañal en el nacimiento de uno de sus más pobres y vulnerables ciudadanos.

 

 

MÓNICA RECORDARÍA su fiesta del Cuatro de Julio como la noche que marcaría el comienzo de la segunda parte de su vida, la noche en que cayó la primera ficha del dominó. La tarde comenzó con su observación de que atender a un grupo grande de personas era como una experiencia extrasensorial, probablemente porque el hecho de estar pendiente de tantas tareas exige que uno concentre la atención de manera anormal a cada minuto. Tenía que interrumpir la conversación con un grupo de gente del trabajo para saludar a unos compañeros de la universidad que acababan de llegar. Unos minutos después estaba sacudiendo frenéticamente un trapo de cocina junto a la alarma de humo, porque Paige se había olvidado de cuidar una tanda de alitas de pollo. Tenía que presentar a la gente, correr a la cocina cada dos minutos, poner en el refrigerador las botellas que la gente llevaba de regalo, pasar bandejas de entremeses, recalentar salsas, llenar una y otra vez las bandejas de chips y papitas, estar pendiente de la música y reirse de los chistes.

La lista de invitados era una mezcla de antiguos compañeros de la Universidad de Connecticut, unos cuantos amigos de la secundaria, unos pocos del trabajo, más un número desconocido de amigos de Kevin y Paige. Atendiendo el sabio consejo de Kevin, Mónica había invitado a los vecinos de las tres casas más cercanas por cada lado, para asegurarse de que no llamaran a la policía si llegaba a haber demasiado ruido. Bruce y Kevin estaban trabajando en la parrilla. Paige estaba atendiendo el bar.

“Hoy es su día de suerte”, les dijo Paige a los invitados que ya llenaban la terraza. “Voy a invitarlos a todos ustedes a una prueba del cóctel súper especial de Paige Norton”, dijo y sacudió una jarra llena de un misterioso líquido. “Pero tengan cuidado: si se toman más de dos, se irán gateando de aquí”. Levantó un vaso de plástico rojo, blanco y azul. “¿Quién es mi primera víctima?”

“No es más que un mojito de alto octanaje”, dijo Mónica, mientras pasaba una bandeja de champiñones rellenos. “Paige obtuvo la receta de un bartender cubano con el que amaneció un día en Miami. Es una bebida típica cubana, pero Paige ha logrado convencer a muchos gringos desprevenidos de que ella la inventó”.

En la terraza, una cantidad de gente se arremolinó alrededor del bar improvisado de Paige y no pasó mucho tiempo antes de que los tuviera tomándose la preparación de ron blanco, hielo, agua mineral, azúcar morena, limón y hojas de hierbabuena maceradas. Agregó unos pocos y letales chorritos de un vodka siberiano extrafino que no tenía sabor ni olor, el séptimo ingrediente secreto que le permitía, en su opinión, patentarlo como su invento. El cóctel súper especial de Paige tenía el efecto subrepticio de borrar la memoria y pronto los invitados estaban felicitando a Paige por la genialidad de su invención. Mónica dejó a un lado la bandeja y observó a su vieja amiga, mientras recibía los elogios. Paige le hizo un guiño y le mandó un beso desde el trono de su éxito social. Ella me hace la vida más divertida, pensó Mónica. Todo el mundo debería tener a una Paige en su vida.

 

 

LA TARDE ESTABA caliente y pegajosa y los mojitos estaban helados y refrescantes. Dos horas después, gracias a Paige y su poción, Mónica sufrió el espanto de ver a su padre besando apasionadamente a Marcy en la pista de baile. Paige estaba tan ebria que pensó que la mueca de asco de Mónica era una reacción al alcohol. “Hay fila para entrar a tus dos baños, Mónica. Así que vomita sobre las petunias”, dijo y señaló el jardín de los vecinos.

La fiesta se había salido un poco de control, pues todo el mundo había traído a alguien extra que, a su vez, también trajo a alguien extra; y aunque los “álguienes” se estaban comportando bien, los “extras”, no tanto. A las ocho Mónica pudo oír que Kevin y sus antiguos amigos de la fraternidad estaban carcajeándose y chapuceando entre el agua tras el rompeolas, todos desnudos. Mónica agradeció que la mayor parte de los vecinos ya estuvieran demasiado comprometidos para quejarse, en especial después de ese juego que inventaron con la manguera del jardín. Miró a su alrededor y se preguntó si no estaría demasiado vieja para hacer fiestas en las que los invitados amanecían con remordimientos.

Con la ayuda de una amiga, Mónica hizo un recorrido general para recoger los platos desechables sucios. Ella misma había cometido varias tonterías durante la fiesta: tenía una astilla en la suela de un pie por bailar descalza y un enorme moretón en la cadera por golpearse con la esquina de una mesa plegable, mientras estaba bailando el “Mambo Número 5”.

Estaba más relajada ahora que todo el mundo había comido y de pronto se sorprendió inspeccionando la multitud en busca de Will. Miró el reloj. Eran las nueve pasadas. Estaba lo suficientemente ebria como para permitirse añorar su presencia. Se preguntó a qué sabría la boca de Will y si estaría loco de deseo después de dos años de celibato. Pensó en el cuerpo de Will, caliente y resbaloso a causa de los aceites del masaje, y en cómo había tenido que combatir varias imágenes mentales durante la sesión de masaje. Al frotarle el cuello había sentido deseos de tomar el lóbulo de su oreja en su boca, de oler de cerca su piel...

Vio a su padre, con un brazo alrededor de Marcy, señalando hacia arriba. Cuando los primeros fuegos artificiales estallaron y tejieron sus luces a través del cielo oscuro, se impuso un silencio entre la gente, como la ola de un estadio.

 

 

NADIE HABRÍA OÍDO TIMBRAR el teléfono celular de Bruce, si no lo hubiese dejado en el baño. Mónica estaba sentada en la taza, disfrutando de un descanso del ruido y el caos de afuera, cuando el teléfono sonó y la asustó lo suficiente como para hacer que dejara de orinar.

¿Debía contestar? Detestaba la idea de hablar por teléfono con los calzones en los tobillos. Se relajó un poco y siguió en su oficio, mientras dejaba que el teléfono sonara por segunda vez. Pero ¿qué tal si fuera alguien que estuviera perdido y llamara a pedir instrucciones sobre cómo llegar? El teléfono volvió a timbrar.

“¿Aló?”

“Mónica”. La manera como pronunciaron su nombre transmitía tal cantidad de alivio que Mónica supo enseguida que algo no andaba bien.

“¿Will?” susurró Mónica y se inclinó un poco hacia delante para cubrirse con los codos.

“¿Silvia está ahí? ¿O ha llamado allá?”

“No lo creo, aquí hay miles de personas y hay mucho ruido. ¿Todo está bien?”

Will no dijo nada, luego Mónica oyó un perro ladrando al fondo. Will exhaló bulliciosamente y, a juzgar por la manera como la respiración resonó a través del teléfono, Mónica se dio cuenta de que se había pasado la mano por la cara. Cuando habló, sonaba cansado y distante. “Estuve todo el día en la casa de mis padres. Silvia llegó a donde Ivette a las diez de la mañana. Pidió que pusieran a Ivette en una silla de ruedas y dijo que iba a llevarla a dar un paseo por el parque que está al frente, como hace con alguna frecuencia. Ya son las nueve pasadas y están desaparecidas desde hace once horas. Ya buscamos por todas partes, absolutamente todas partes. Pensé que tal vez, por alguna remota casualidad, estuviera en tu fiesta”.

“¿Con Ivette?” Mónica tuvo una visión fugaz de Ivette en su silla de ruedas, afuera, en la terraza, con la cara paralizada y esos ojos dando vueltas, mientras que muchos cuerpos bailaban y se mecían a su alrededor. El corazón le dio un salto y de inmediato se sintió sobria. “No, definitivamente no está aquí”.

“¿Ella te dijo algo acerca de ir a esa clínica en El Salvador?”

Mónica se abrazó las rodillas y no respondió. “¿Mónica?” Un momento después, entendió que su silencio había sido más elocuente que una respuesta.

“Lo sabía”, dijo Will.

“Déjame ir a buscar a mi padre, Will. Él puede saber más. Espera, estaba haciendo algo aquí, espera un segundo”, dijo entre dientes, mientras ponía el diminuto teléfono, del tamaño de una tarjeta de crédito, junto al lavamanos y se subía rápidamente los calzones y las bermudas. Puso la mano sobre la palanca y estaba a punto de descargar el baño, cuando se preguntó cómo iba a hacer para bajar la cisterna sin que él se diera cuenta de que la había pillado en el baño e hizo una mueca frente al espejo. ¿Cómo dejar ir el agua? Se apuntó nerviosamente el cinturón y se apresuró a salir del baño. Trató de agarrar el teléfono con una mano medio enjabonada, pero el celular se le resbaló de la mano y salió volando por encima del lavamanos, hasta desaparecer entre la canasta llena de papel higiénico rosado. Mónica estaba a punto de ir tras él, cuando alguien comenzó a golpear en la puerta y ella salió corriendo, gritándoles a todos los de la fila que todavía no se podía usar el baño. Salió a la terraza para arrancar a su padre de los brazos de Marcy. En circunstancias normales, ver a su padre besándose con cualquier persona la habría hecho querer meterse debajo de una piedra. Pero la señal de incomodidad se encendió un segundo y luego desapareció, mientras que su padre volteaba a mirarla con ojos soñolientos de borracho.

 

 

EL CINCO DE JULIO, a las dos de la mañana, Bruce y Will estaban sentados en la mesa de la cocina de Mónica. Paige y Marcy estaban dormidas, haciendo un duelo de ronquidos en los sofás de la sala. Kevin estaba durmiendo arriba, en la cama de Mónica, vestido sólo con una pantaloneta de baño y las botas de vaquero de alguien. Una pareja no identificada estaba arropada con una colcha en el piso de la habitación, junto a la cama. Algunos de sus amigos de universidad habían limpiado todo y reunido hábilmente la comida y a los invitados en un círculo que cada vez se cerraba más. Cuando se marchó el último invitado, el desorden de la fiesta estaba reunido en el centro de la terraza.

Durante la última hora y media, Will había estado pegado a su celular, hablando con varias compañías de transporte aéreo que ofrecían servicio de ambulancia; con su tío, que era policía en New Haven; con administradores de hospitales y con sus padres. En algún momento de este ajetreo encontró un mensaje de Silvia, que ella le había dejado hacía cinco horas, pero que el satélite sólo había entregado hacía unos minutos.

Estaba en El Salvador, en la Clínica Caracol. Había retirado los ahorros de su pensión para hacer el viaje. Lamentaba haberle causado preocupación y se disculpaba por no respetar sus deseos, pero todo estaba bien, y sería bienvenido, siempre y cuando prometiera no interferir con el tratamiento de Ivette. Ivette comenzaría el tratamiento inmediatamente después de que le hicieran unos análisis que tomarían uno o dos días.

“Tal vez funcione, Will”, dijo Mónica con tono dubitativo. “Tal vez tú e Ivette terminen presentándose en todos los programas de la mañana a contar su historia”.

Will la miró, pero no respondió nada. Tenía la boca llena, pues estaba terminando un plato de hot dogs quemados, con frijoles horneados.

Bruce miró a Mónica, señaló a Will con la cabeza y dijo: “Los nervios dan hambre”.

Will encogió los hombros, mantuvo la cabeza gacha y siguió comiendo.

“Los ahorros de la pensión. ¡Santo Dios!” dijo Bruce y sacudió la cabeza. “¿Y Silvia, quién cree que la va a mantener cuando esté vieja?” Señaló a Will a través de la mesa. “Tú, mi viejo amigo, tú lo harás”. Bruce tenía en la mano una taza de café negro. Hacía un rato Mónica lo había hecho subir para que se diera una ducha y se quitara todo el sudor, el humo, la sal marina, el olor a licor y los besos de Marcy estampados con pintalabios. Ahora tenía el pelo húmedo y peinado con el camino hacia un lado y unas profundas bolsas bajo los ojos. La camisa con estampado tropical color verde oliva tenía manchas de salsa de barbacoa, pero, aparte de eso, había recuperado su vieja apariencia de respetabilidad.

Will dijo, “Silvia y yo acordamos que nunca tomaríamos ninguna decisión sin haber alcanzado un consenso, pero legalmente yo tengo la última palabra. Es increíble pensar que mi esposa, cuya vida está en mis manos”, y levantó las palmas de las manos y se las miró, “una mujer por la cual siento una increíble responsabilidad... pueda ser arrebatada de mis manos y llevada a un país extranjero sin mi autorización. O la de sus médicos”. Golpeó la mesa de madera con el puño. “¿Cómo demonios lo hizo?”

“Eso es secuestro”, dijo una voz desde el otro lado de la habitación. Paige los miró y se sobó los ojos.

“Gracias por tu contribución, Paige”, dijo Mónica. “Ahora, vuélvete a dormir”.

“Con gusto”.

“Ella tiene razón. Es un secuestro”, dijo Will, mientras miraba fijamente hacia la mesa. “Lo que Silvia hizo es un delito”.

“Eso no importa”, dijo Bruce. “Recuerda que Silvia siente la misma carga que tú”.

“Silvia llevó a Ivette en su vientre durante nueve meses”, dijo Mónica y de repente pareció como si le costara trabajo hablar. Luego apoyó el dedo índice contra la mesa para darle más énfasis a sus palabras. “El deber de una madre es proteger y cuidar a sus hijos. Mujer que carece de ese instinto es mala madre”. Mónica sintió que se ponía roja. Marcy miró a Paige con una ceja levantada y las dos intercambiaron miradas de complicidad.

“Bueno, pues no me voy a sentar aquí a esperar a ver cómo van las cosas”, dijo Will y suavizó el tono. “Hasta ahora no he podido encontrar ningún vuelo para El Salvador que salga antes del viernes, así que probablemente tomaré el mismo vuelo de Bruce”.

“¿Perdón?” Mónica miró a su padre y ladeó la cabeza. “¿Acaso la semana pasada no me dijiste que tal vez estabas pensando en ir en algún momento del próximo mes? ¿Cómo es que ya tienes boleto de avión?”

Bruce desvió la mirada. “Una vez accedí a que me bajaran de un vuelo a Los Ángeles, así que tengo un boleto abierto, que puedo usar cuando quiera”.

Mónica entrecerró los ojos y miró a Bruce. Bruce negó con la cabeza y levantó las manos. “Oye, estoy viajando por razones de trabajo”.

“Yo tengo que ir”, dijo Mónica. “Así que pensemos en alguna manera de conseguirme un boleto enseguida”.

“¿Por qué?” preguntó Bruce. “¿Por qué crees que tienes que ir? Esto no tiene nada que ver contigo”.

Mónica se puso de pie y los ojos se le llenaron de lágrimas. “Yo fui la primera que le habló a Silvia del Conus furiosus. Y eso fue lo que empezó todo este lío. Además, yo sabía que ella quería ir a El Salvador pronto, sólo que me hizo jurar que guardaría el secreto. Pero ella me dijo que iba a ir contigo, papá. No sé por qué decidió de repente saltarse toda la fase de investigación”. Mónica cruzó los brazos sobre el pecho y se dejó caer sobre el sofá. “Lo siento tanto, Will”.

Will negó con la cabeza. “No te sientas mal. No es tu culpa”.

Mónica levantó la vista para mirar a Will y luego a su padre. “Silvia confía en mí. Esa es la razón por la que tengo que ir”.

Bruce dejó escurrir los hombros, soltó el aire y se tapó la cara con las manos. “No es una buena idea, Mónica”, insistió.

“Es una gran idea y yo tengo un boleto que te puedo dar”, dijo otra voz desde el lado del salón que estaba a oscuras. Esta vez fue Marcy y estaba sentada derecha, con la cara resplandeciente y sobria, como si no acabara de despertarse de una resaca. “Creo que es hora de que ustedes dos regresen allá. Estoy harta de vivir con el fantasma de Alma...”. Levantó una mano. “Sin ánimo de ofender”.

Bruce miró a Marcy con horror. Abrió la boca, pero ella habló antes. “Yo estaba en el mismo viaje a Los Ángeles con tu padre, Mónica. Puedes tomar mi boleto”.

Mónica fue hasta donde estaba Marcy y la abrazó. Sintió que los rizos llenos de fijador de Marcy crujían contra su mejilla.

“Gracias. Es muy amable de tu parte”.

“No estás ofendida, ¿cierto, Mónica? Tú sabes lo que quiero decir acerca de tu mamá, ¿no?”

“Sé exactamente a qué te refieres, Marcy”.

Marcy metió la mano por debajo de la quijada de Mónica y le levantó la cara. “De nada, cariño”, dijo y luego miró a Will y le apuntó durante un segundo con el dedo. “Y tú, jovencito, pórtate bien con tu suegra. Los maridos van y vienen, pero una madre es madre de por vida”.

Will suspiró. “Lo sé”.

Bruce parecía pálido. Tenía la vista fija en el suelo y las manos entrelazadas. “Tú no sabes de qué estás hablando, Marcy”, dijo con voz seria. Se levantó y salió del salón, pero regresó unos minutos después.

“Sólo espero que Silvia haya comprado un boleto de ida y vuelta en ese costoso servicio de ambulancia aérea”, dijo Paige. “Si no, ¿cómo vas a hacer para traerla a Ivette de regreso?”

Will se pasó la mano por el pelo y parecía perturbado.

Marcy respiró profundo. “Esto te puede parecer un sacrilegio, Will, pero tal vez deberías ponerle un poco de fe. Ivette no ha tenido ningún progreso en dos años. ¿Qué tienes que perder?”

“Es lo mismo que yo estaba diciendo hace un rato”, dijo Mónica.

“Yo digo que se lancen”, dijo Marcy. “Denle una oportunidad”.

Will se cogió la cabeza con las manos. “Estoy cansando y me estoy muriendo del dolor de cabeza”.

Mónica fue hasta la cocina y regresó con una aspirina y un vaso de agua para Will. Estaba sentado en una banca y parpadeó varias veces con fuerza y rápidamente. Mónica pudo ver que una nube de cansancio cruzaba por su cara. Will se metió la aspirina a la boca y recibió el vaso de agua. “Gracias”, dijo y la miró con una expresión de agotamiento total, después cerró los ojos un momento. Cuando los abrió, dijo: “Deja de mirarme así, Mónica. Tú no secuestraste a mi esposa. Fue Silvia la que lo hizo”.

“He debido decirte lo que sabía”.

“Sí, has debido hacerlo”.

“La traeremos a casa, Will. Puedes estar seguro de eso”.

“Lo estoy”, dijo y se puso de pie.

Mónica y Will acompañaron a Bruce y a Marcy hasta afuera. Después de que se marcharon, Will y Mónica se quedaron solos en medio de la oscuridad. A pesar del cansancio y el ambiente de crisis, Mónica podía sentir la electricidad que circulaba entre ellos, zumbando suavemente en medio de la atmósfera pesada y cargada a olor a pólvora. Mónica miró hacia la luna. Todavía se veía llena, si uno miraba rápidamente. Podía sentir el calor que irradiaba el cuerpo de Will; un ligero rastro del olor de su colonia disparó la imagen que había estado recordando una y otra vez toda la noche, la de las palmas de sus manos masajeando la espalda de Will. Volvió a sentirse mareada, mientras que su mente iba y venía entre el recuerdo y el presente.

“Creo que Ivette está tratando de salir a la superficie”, dijo y sintió un escalofrío que le subía por los brazos. Se frotó los brazos hacia arriba y hacia abajo. “Sentí algo cuando le di ese masaje, Will. Sentí vida”.

Mónica podía sentir cómo los ojos de Will hacían un esfuerzo por ver su cara en medio de la oscuridad. “¿De verdad?”

“¿Tú no lo has sentido?” preguntó ella con voz suave.

“Ha estado haciendo algunos ruidos, pero...”. Dejó la frase en el aire.

“Es posible que encuentres una esperanza”, sugirió Mónica de manera tímida. “En El Salvador”.

“Estás comenzando a hablar como Silvia”. Will levantó la cabeza hacia arriba y miró el cielo. “Yo sé que varios siglos de ciencia y medicina tienen una o dos cosas que decir al respecto”. Se puso la mano sobre el corazón y se inclinó un poco. “Silvia piensa que ella es la única que tiene intuición. Pero yo tengo una cabeza y un corazón y los dos me dicen que Ivette no se va a recuperar. Nunca volverá a ser la antigua Ivette, ni siquiera una fracción de lo que era. Ella nunca va a hablar ni levantará la mirada al cielo y dirá: ‘¡Caramba, qué hermosa luna!’. Yo ya asumí eso. Y no quiero empeorar más su condición”.

Mónica bajó la vista y levantó un poco de tierra con la punta de su sandalia. “Es casi imposible, ¿cierto?”

“Como tratar de pegarle a una bola de golf desde aquí y meterla en un hoyo en Boston”. Dio un paso hacia ella y le puso las manos sobre los hombros. “Prepárate. Tengo el presentimiento de que va a ser una pelea larga y amarga”.

La piel de Will se sentía tibia y olía bien y Mónica se quedó paralizada por la abrumadora tentación de tocarlo, de enterrar los dedos entre la firme pared de su cintura. Mónica asintió con la cabeza, pero no le devolvió el abrazo. Sus brazos siguieron colgados a sus lados, como si fueran de madera.

“Me alegra que vengas”, dijo Will. “Tu historia en ese lugar va a ser de gran ayuda”. Se volteó y miró hacia la carretera, por donde había desaparecido el auto de Bruce. Se inclinó, le dio un beso de despedida en la frente, dio media vuelta y se dirigió a su camioneta. Cuando abrió la puerta, se detuvo y señaló hacia una ventana de la casa. “Deshazte de esos locos y trata de descansar. Lo vas a necesitar”.

Mónica ladeó la cabeza y levantó una ceja. La camioneta de Will dio la vuelta y dejó un rastro de luces rojas en medio de la noche oscura, como la cola de un cometa. Luego Mónica oyó un ruido que provenía de arriba. Levantó la mirada y vio la figura de alguien parado en la ventana.

“¿Para qué necesitas descansar?” Era Kevin, arrastrando las palabras.

“Nos vamos para El Salvador”, dijo Mónica con toda tranquilidad. Alguien dijo algo desde el fondo de la habitación y Mónica vio que Kevin se alejaba de la ventana y volteaba la cabeza. Kevin había estado trabajando mucho durante la última semana y ella tenía la impresión de que no le había prestado mucha atención cuando le explicó la sucesión de hechos que llevaron hasta lo de la noche anterior. Pero no se lo iba a explicar todo ahora.

Encontró una manta en el baúl del auto y la llevó a una hamaca que había colgado entre dos árboles del pequeño jardín que había junto a la casa. Mónica se tapó los brazos con la manta, se acostó en la hamaca y observó el agua y las luces de Long Island. Podía oír que Kevin la estaba buscando dentro de la casa; las protestas de Paige cuando la despertaron, luego el ruido de los pasos de Kevin sobre la gravilla de la entrada. Kevin no sabía que Mónica había encontrado un lugar debajo de un árbol donde colgar una hamaca. Escondida por las ramas de un olmo, Mónica comenzó a mecerse, sin prestar atención a los llamados de Kevin. Él volvió a subir al segundo piso. Mónica oyó unos murmullos, pero después la casa quedó otra vez a oscuras y en silencio.

La costa de Connecticut se veía tranquila, plácida, llena de neblina, civilizada; un mundo totalmente distinto de las tremendas olas que se estrellaban contra las viejas rocas volcánicas de Negrarena. Mónica siempre había sabido que había una inmensa diferencia entre esta playa habitada y domesticada y el majestuoso océano de su infancia. Se imaginaba que la diferencia de temperamento entre esos dos cuerpos de agua era como la diferencia entre la complacencia y el amor.