capítulo 10

ONDULACIONES

Bruce, Mónica y Will llegaron a El Salvador tres días después de que Silvia se marchara, debido a la falta de disponibilidad de asientos en los vuelos para San Salvador. Finalmente decidieron elegir conexiones separadas: Will y Bruce viajaron a través de Miami, y Mónica, a través de Atlanta. Claudia Credo, la vieja amiga de Bruce, cumplió su promesa y terminó haciendo dos viajes al aeropuerto el mismo día, para recoger a todos los viajeros.

El plan era pasar la primera noche en casa de Claudia y sus padres, en San Salvador. Una hora después de llegar, sonó el teléfono para Mónica. Era Kevin. Admitió que tenía celos de Will y que también le dolía que Will se hubiese hecho tan amigo de Bruce. No es que Kevin quisiera que lo incluyeran en el viaje, sólo que no quería que Will estuviera cerca de Mónica. “Por favor”, le dijo Mónica, “él está aquí debido a su esposa”.

“El tiempo puede acabar con cualquier cosa”, advirtió Kevin.

“Si dos años no han logrado hacerlo, en dos semanas ciertamente no va a ocurrir nada”.

“¿Cómo puede un hombre amar a alguien que no puede ni amar, ni hablar, ni reírse, ni preparar una comida? Ni siquiera puede regañarlo por dejar la ropa tirada en el suelo. Nada”.

Afuera estaba comenzando a ponerse oscuro. Un periquito verde limón aterrizó en el alféizar de la ventana, rasguñó algo y salió volando otra vez. Mónica dijo: “Kevin, deberías verla. La injusticia de lo que le sucede es de pesadilla”.

Mónica oyó que Kevin respiraba profundo. “Ya me imagino”. Sin embargo, siguió insistiendo en su rivalidad. “Will debe verte como un posible escape”.

Irritada por la conversación, Mónica dijo: “Tal vez él ya tenga a alguien. Nosotros no sabemos nada. En todo caso, no es de nuestra incumbencia”.

“Ten mucho cuidado, Mónica”.

Mónica sintió que se ponía roja de la vergüenza al pensar que alguien podía estar oyendo esta conversación; estaba plagada de suposiciones. Se sintió como una engreída por pensar que Will hubiese podido sentir la misma atracción que ella había experimentado, lo cual, por el momento, parecía horriblemente insensato incluso para sí misma. ¿Acaso era tan transparente?

“De acuerdo, Kevin. Estaré en casa en dos semanas. Has estado tan ocupado últimamente que ni siquiera me vas a extrañar”.

“Mónica”, dijo Kevin y tomó aire con tanta parsimonia que Mónica sintió ganas de colgar. “No esperaba que apareciera alguien como Will, ni que tú salieras corriendo para El Salvador, pero eso me obligó a parar un momento y reconocer lo que compartimos. No me he estado esforzando mucho últimamente. Y lo siento”.

“Por favor, no tienes que disculparte. Me ayudaste con la nueva terraza y haces todo tipo de cosas por mí”. Entre bostezos, Mónica agregó: “Aquí estamos frente a un asunto llamado instinto de territorialidad. Primer curso de Sociología, ¿recuerdas?”

“Se llama amor. Te extraño”.

Mónica miró el anticuado reloj despertador que había en la mesita de noche. “Aquí son las once de la noche, mi amor. La una de la mañana para ti. Estoy exhausta. Te llamaré cuando tenga noticias”.

Cuando estaba acostada en la cama, diez minutos después, Mónica se dio cuenta de que no le había dicho a Kevin que ella también lo amaba. El significado de esto quedó flotando en medio de la oscuridad hasta mucho después de que ella colgó. Mónica se quitó las sábanas con los pies y se quedó mirando las aspas del ventilador del techo, con los brazos extendidos a los lados, mientras esperaba el dulce refugio del sueño.

 

 

CLAUDIA CREDO CALCULÓ que las cuatro llamadas telefónicas de Kevin deberían haberle costado cerca de doscientos dólares, si no tenía un plan especial de llamadas internacionales. “¡Mil seiscientos colones!” exclamó la anciana madre de Claudia, después de calcular rápidamente la equivalencia y ponerse cuatro dedos huesudos sobre los labios estirados. “Debe estar realmente muy enamorado”, dijo, con un gesto de aprobación, y luego volvió a mecerse en su silla y se quedó dormida.

Claudia escoltó a sus huéspedes hasta la mesa del comedor, que estaba arreglada con un mantel de lino y loza de diario. Will deslizó una mano por la espalda de Mónica y le apretó el hombro. “Bruce, ¿qué piensas de este muchacho, Kevin, para tu hija? ¿Lo ves como tu futuro yerno?”

Mónica se volteó y miró a Will con el ceño fruncido. “Ya sé que la primera impresión fue terrible”.

Will levantó una ceja. “Y la segunda impresión tampoco fue tan buena. Realmente quisiera olvidar haberle visto el trasero en el rompeolas”.

“Kevin había bebido mucho ese día, al igual que todo el mundo”.

Will sólo sonrió, ladeó la cabeza y estiró una mano, con un gesto que pretendía animar a Mónica para que lo siguiera defendiendo.

“Siéntense, por favor”, dijo Claudia y retiró las sillas. En el jardín, justo afuera de la ventana, había una lora enorme, que parloteaba incesantemente y llamaba a alguien que se llamaba Chabela, que resultó ser una muchacha del servicio que había muerto hacía más de diez años. “Por las noches nos pone los pelos de punta”, confesó Mamá Mercedes.

La sirvienta se apresuró a poner los platos llenos de huevos revueltos, tortillas, frijoles fritos y los tamales dulces de Mamá Mercedes. “Adelfa”, la recriminó Claudia, “te dije que sirvieras primero el jugo de naranja”.

Bruce elogió los tamales de Mamá Mercedes hasta la saciedad y todos disfrutaron de la oportunidad de hacer que los ojos de la anciana brillaran de orgullo. Luego la mamá de Claudia tocó una campanilla de plata que había sobre la mesa. Cuando vio que la criada no aparecía, la viejita se levantó y salió del comedor, mientras se quejaba de lo difícil que era encontrar una buena muchacha en estos días.

Cuando se sentaron a desayunar, Mónica ya había olvidado que Will le había preguntado a Bruce sobre Kevin. Pero diez minutos más tarde, Bruce se sacó de la boca la semilla de una ciruela, la puso en el borde del plato y se dirigió a Will. “Para responder tu pregunta, Will, creo que Kevin es un muchacho muy agradable. De hecho, lo considero mi amigo. Pero no creo que Mónica lo deje conducir”, dijo y agarró con las manos un volante imaginario. Luego se volvió a su hija. “Kevin no tiene la más mínima influencia sobre la dirección que quieres tomar”.

Mónica frunció el ceño. “¿Eso es lo que crees que es el amor? ¿Salir a dar una vuelta?”

“Creo que podrías buscar a alguien mejor, Mónica”, dijo Will y su voz adquirió un tono más serio. “Tú eres...” Extendió la mano con la palma hacia arriba, como si estuviera presentando a Mónica ante un grupo de desconocidos. “Eres hermosa. Eres una mujer inteligente y profesional, con gracia y talento, y aunque es posible que Kevin sea realmente ‘agradable’, no es una persona tan especial como tú”. Cruzó los brazos sobre el pecho y miró a Bruce. “Vaya. Ya lo dije. Y no diré nada más o es posible que, cuando regrese a casa, reciba una golpiza de un grupo de ex compañeros de fraternidad desnudos”.

Mónica sintió una oleada de tristeza al pensar en la futilidad de su relación con Kevin. Ellos tenían razón, esa relación no era lo que ella buscaba y ella lo había sabido todo el tiempo. Al despertarse esa mañana se había dado cuenta de que no amaba a Kevin. Sin embargo, había aprendido a cuidarlo y a preocuparse por él y los dos se conocían tan bien que decir adiós parecía absurdo. Cerró los párpados para expulsar dos lánguidas lágrimas calientes y ladeó la cabeza sobre el hombro para recogerlas con la tela de la blusa.

“Lo siento”, dijo Will, “toqué una fibra sensible”.

Claudia se levantó y puso los brazos alrededor de los hombros de Mónica. “Ya lo solucionarás”.

“Gracias”, dijo Will al mismo tiempo, mientras aceptaba un vaso de jugo de naranja de la bandeja que estaba pasando la sirvienta. Le dio un sorbo, cerró los ojos y soltó un gemidito. “Ah... recién exprimido”. Cuando abrió los ojos, miró a Mónica. Una expresión de simpatía cruzó por su cara. “Míralo desde esta perspectiva, Mónica. Yo daría cualquier cosa por estar otra vez en el punto en que tú estás”.

“¿Y qué punto es ese?” preguntó Mónica, mientras usaba la servilleta de tela para secarse los ojos.

“Esa época de la vida cuando el futuro todavía depende de ti”.

 

 

CUANDO EL MOTORISTA de Claudia tomó la rotonda de entrada a la Clínica Caracol, Mónica podía sentir encima las miradas de Bruce, Will y Claudia, que inspeccionaban su cara en busca de una reacción. Abrió mucho los ojos y dijo: “¿Qué?” Tenía que admitir que era una sensación rara, pero tampoco tanto. De hecho, lo que estaba comenzando a sentir mientras se aproximaban a Negrarena, que seguía siendo la madre de todas las playas, era una vertiginosa sensación de felicidad. Aunque vivía cerca del mar en Connecticut, en El Salvador la sensación de aproximarse a la costa era mucho más perceptible, debido a que el contraste entre la tierra y el mar era mucho más pronunciado. En El Salvador la presencia del mar se sentía a través de todos los sentidos. Primero, el aire se volvía de repente más denso, luego uno tenía fugaces atisbos de azul, que aparecían entre las montañas que rodeaban la playa, además de la sensación de estar descendiendo a un reino mágico. También estaba el sonido arrullador y el olor a sal y a pescado.

“¡Por Dios, esto es magnífico!” dijo Will.

Al llegar a las enormes rejas de entrada a la Villa Caracol, el motorista tocó el timbre. Entonces apareció un hombre que les pidió los nombres y los dejó entrar. El exterior de la inmensa villa sobre la playa estaba igual a como Mónica lo recordaba, sólo que había sido pintado de un cálido color rosa con detalles en terracota. La entrada todavía estaba rodeada de una fila de palmeras que llevaban hasta una vieja fuente de mármol, sobre la cual había una sirena que soplaba dentro de un caracol. Sin embargo, los árboles y la espléndida vegetación llena de flores que Mónica recordaba habían sido cortados. El motorista estacionó debajo de un garaje techado, se dio la vuelta y miró a Claudia, en espera de instrucciones. “Espéranos un rato, Santos”, dijo Claudia. “Nos demoraremos un par de horas”.

Mónica mantuvo la cabeza gacha mientras salieron a la brillante luz del sol y entraron a la sombra del vestíbulo. Luego agradeció la conocida sensación de entrar al aire frío, como quien entra a una biblioteca o un museo, en medio del calor de un día de verano. Los olores de las gruesas paredes de piedra la asediaron con una cantidad de recuerdos y Mónica miró con asombro el cielo raso alto y los enormes baldosines italianos. Todo le parecía en cierta forma más pequeño de lo que recordaba, pero seguía siendo una entrada muy impresionante. Mónica cerró los ojos y se llenó los pulmones con el olor del tiempo, de los muebles antiguos y el tabaco y el café, todo ello entrelazado con aromas marinos. Los ojos se le aguaron por segunda vez ese día. Sintió que esbozaba una sonrisa mientras se imaginó al abuelo fumando su pipa y leyendo el periódico. Recordó verlo sentado en una enorme silla mexicana de madera tallada, bajo la luz del sol que entraba por una ventana de arco rodeada de vitrales rosados y azules. Abrió los ojos y la imagen se evaporó frente a lo que hoy era la recepción de una clínica.

La pesada vitrina de estilo barroco de la abuela alojaba ahora una colección de conchas venidas de todas partes del mundo. Los otros armarios gigantescos de madera oscura y las sillas recargadas de adornos habían sido reemplazados por resplandecientes vitrinas de vidrio con iluminación individual. Mónica corrió hasta ellas y apoyó las manos contra el vidrio con tanta fuerza que los vidrios se sacudieron en los rieles. Cada espécimen tenía una etiqueta que especificaba el nombre común y el nombre científico, el país de origen, el nombre de la persona que lo había descubierto y el año de descubrimiento. Estaban agrupados por especies: almejas, ostras, calamares, caracoles. En el centro del salón estaba la estrella: un caracol cónico que tenía su propia vitrina y en cuya concha habana brillaban unas manchas color sangre.

“El hall de la fama de los moluscos”, susurró Bruce al oído de Claudia.

Claudia asintió con la cabeza y dijo: “Son hermosas. Nunca les había prestado mucha atención a las conchas. No tenía idea de que hubiese tantas variedades”.

“Y esto no es nada”, susurró Mónica sin aire. “Ella tenía muchas más”.

“¿Quién?”

“Mami. Esta es su colección”, dijo Mónica esbozando una enorme sonrisa. Podía sentir cómo temblaba de la emoción. “Son tan... hermosas. Había olvidado... lo que era ver tantas juntas... Son como obras de arte”.

“Tú no puedes afirmar con certeza que estas conchas en particular eran de ella”, dijo Bruce.

“Sí puedo”, dijo Mónica, que comenzó a hablar rápidamente, mientras que en su voz se afianzaba el tono de autoridad. “La huella particular de cada coleccionista está en lo que decide coleccionar. La variedad furiosus”, dijo y golpeó el vidrio con la uña, “fue registrada hace más de un siglo y mi bisabuelo fue quien encontró este espécimen en particular”. Dio unos cuantos pasos frente a la vitrina. “Ese Conus gloriamaris se lo regaló la abuela a mamá en un cumpleaños. Es el que te conté que le costó miles de dólares en los sesentas”.

“Alma mantenía sus conchas en unas cajas que olían horrible, en un cuarto en casa de sus padres”, les dijo Bruce a Will y a Claudia. “Esto es totalmente nuevo para mí”.

“Mi abuela debe haber organizado esta exhibición después de que murió mamá”, dijo Mónica, “porque yo también recuerdo que ella las guardaba en unas cajas hediondas”. La mención del olor de la carne podrida de los moluscos trajo a su memoria el inteligente uso que su madre hacía de las hormigas negras, para que se comieran la carne de los caracoles muertos que quedaba pegado al interior de la concha y era difícil de limpiar.

“¿Han agregado nuevas conchas a la colección?” le preguntó Mónica a la recepcionista, que se les acercó y los saludó en español. La joven negó con la cabeza, pero dijo que tenía la misión de pedir más, las cuales tenía que seleccionar de un catálogo. Luego giró los ojos y dijo: “Es una tarea que he estado posponiendo. En realidad no tengo ni idea de cuales pedir”.

Mónica dio un brinco. “Yo puedo ayudarle”, dijo con una excitación casi infantil, de la que se arrepintió enseguida. La mujer la miró como si fuera la criatura más rara que había visto en la vida, pero luego recuperó la compostura y les preguntó quiénes eran. Tomó nota de sus nombres y regresó con la encargada, una matrona bajita y rolliza de nombre Soledad Mayo. Todos se apresuraron al encuentro de la mujer y comenzaron a hablar al mismo tiempo, Bruce y Mónica en español y Will en inglés.

Soledad levantó una mano y luego cruzó los brazos detrás de la espalda, como si estuviera haciendo un esfuerzo para mantener una actitud amigable a través de su lenguaje corporal. Les habló en inglés, pero con un acento muy marcado: “La Sra. Silvia me dijo que usted llegaría hoy, Sr. Lucero. Estamos a su disposición y queremos satisfacer todos sus deseos, cualesquiera que sean. Queremos que usted se sienta cómodo con el tratamiento que decida elegir para su esposa”, dijo, mientras miraba a Will de reojo y con cautela. “Lo único que pedimos, antes de llevarlo a verla, es que, antes de tomar una decisión, analice con cuidado nuestro tratamiento”.

“Ya tomé una decisión y es mantenerla en los Estados Unidos”, dijo Will y su voz resonó contra el piso de baldosa. “Mi suegra actuó en contra de mis deseos y de las recomendaciones de los médicos. Estoy aquí para llevar a mi esposa a casa”.

La mujer miró a los otros tres en busca de apoyo, pero al no encontrar ninguno, se volvió hacia Will y lo miró con unos ojos delineados con una gruesa raya negra. “La señora Silvia nos dijo que, en la medida en que Ivette no ha progresado mucho desde el accidente, le están quitando poco a poco el apoyo médico y financiero”.

“Eso no tiene nada que ver”, dijo Will, levantando la voz, y se puso rojo.

Bruce le puso una mano en el hombro. “Calma, amigo. Hagamos el recorrido, informémonos un poco y después sacaremos a Ivette de aquí”, le dijo, mientras le hacía un guiño a Soledad y sacaba de su bolsillo una libreta y un bolígrafo. “Yo soy el periodista que habló con usted de parte de Urban Science”.

La cara de Soledad se alegró de repente, pero luego se ensombreció, cuando fijó sus ojos en Will. “Ah, sí, Sr. Winters. Yo... no sabía que ustedes venían juntos”.

“Originalmente no íbamos a hacerlo, pero luego Silvia...” dijo Bruce, pero dejó la frase en el aire y luego señaló hacia la puerta. “Es una situación bastante enredada”.

Ningún detalle de las habitaciones que siguieron hizo que Mónica recordara su antigua casa de playa. Los techos altos habían sido cubiertos por un cielo raso acústico; podría ser una unidad médica de cualquier parte del mundo. Los empleados en gabachas blancas andaban por ahí ocupados en sus asuntos y de vez en cuando miraban con curiosidad, pero a excepción de eso, los laboratorios, las oficinas administrativas y los salones de conferencias eran totalmente profesionales y no tenían nada que llamara la atención. Mónica miraba todo el tiempo a Bruce, tratando de interpretar su expresión, mientras que él comparaba la nueva construcción con lo que recordaba de la disposición anterior de la casa.

“¿A quién le pertenecen la casa y el terreno?” le preguntó Mónica a Soledad.

“La propiedad pertenece a una familia de aquí, que la prestó para montar la clínica. Estaba totalmente destruida, pues permaneció mucho tiempo abandonada. El asunto comenzó a andar cuando la Dra. Méndez consiguió que una compañía británica llamada BioSource financiara una serie de estudios sobre los efectos del veneno de los caracoles cónicos en los seres humanos”.

“En los Estados Unidos se comienzan los estudios con ratas”, dijo Will con tono agresivo.

Soledad cerró los ojos mientras hablaba. “Este tratamiento ya está más allá de ese punto”.

“¿Cómo se involucraron los Borrero?” preguntó Bruce, mientras se ponía las manos en las caderas.

La mujer se sorprendió al ver que Bruce conocía el nombre. “Los Borrero tienen una larga historia de interés por los moluscos. Todo comenzó con Reinaldo Mármol, un médico que, a solicitud de los indígenas que desconfiaban de la medicina occidental, solía usar como anestésico el veneno de una especie local de cono. Su hija, Magnolia Mármol, fue una gran coleccionista de conchas raras y hermosas. Ella se casó con el rico industrial Adolfo Borrero y fue su hija, Alma Borrero, quien llevó el interés por las conchas al nivel de la pasión. Ella fue quien reunió la mayor parte de los especímenes que vieron en la recepción”.

Mónica casi estalla de la emoción, pero logró contenerse y sólo se aclaró la garganta y le lanzó a su padre una rápida mirada. Él fingió no notarlo, para hacer énfasis en lo que le había dicho antes de salir de casa: que no quería que el personal de la clínica se enterara de su conexión con la familia. Bruce dijo que eso podría restringir su acceso a la información. Afortunadamente para él, hasta ahora sólo se habían cruzado con empleados de la clínica, ninguno de los cuales tenía posibilidades de reconocerlos o relacionarlos con Alma.

Soledad continuó: “La variedad conocida como Conus furiosus, que el Dr. Reinaldo Mármol utilizó con tanto éxito en su práctica médica, desapareció de vista durante medio siglo. Fue su nieta quien impulsó la búsqueda de la esquiva especie entre los miembros de la familia, los amigos y algunos empresarios locales, que vieron la posibilidad de recrearlo de manera sintética en un laboratorio, y producirlo principalmente como un sustituto de la morfina, pero muy superior a ésta”.

“¿De verdad?” dijo Mónica con tono juguetón. “Eso es impresionante. Y ¿qué pasó luego?”

“Alma murió de manera trágica antes de poder encontrar el cono. Pero dos años y medio después reaparecieron algunos especímenes en México y El Salvador, y luego en Guatemala, y parecen estar regresando con fuerza en aguas panameñas, cerca de Costa Rica”.

“Entonces, ¿quién tomó la antorcha?”, preguntó Bruce. Mónica lo conocía lo suficientemente bien como para saber que su padre estaba haciendo un esfuerzo por parecer tranquilo y sólo medianamente interesado. Soledad se miró las manos, confundida.

“Es una expresión”, dijo Bruce. “¿Quién creó esta clínica? ¿Quién hizo realidad el sueño?”

“Ah”, dijo Soledad. “Principalmente la Dra. Méndez”.

“¿Y quién es Leticia Ramos?” preguntó Mónica. “Sé que ella es la persona con la que habló Silvia en primer término”.

“Ella es una amiga de la familia Borrero, pero no está involucrada en el día a día de la clínica. Nosotros le reportamos los resultados al comité que dirige el estudio y que tiene sede en San Salvador. Nos comunicamos con ellos a través de conferencias telefónicas y correos electrónicos, debido a que Negrarena está tan distante. Pero la mayor parte del énfasis está en los experimentos con dolor crónico. La aplicación del estudio al trauma cerebral es totalmente nueva”.

“Ustedes tendrían más oportunidades de ganarse la confianza del Sr. Lucero si pudiéramos conocer al artífice de todo esto”, dijo Mónica. “Queremos asegurarnos de que no estamos tratando con ningún hechicero”.

La mujer volvió a sonreír con cortesía, mostrando que había entendido perfectamente a qué se refería Mónica. “Por supuesto, veré qué puedo hacer. No sé si la Dra. Méndez y la Sra. Ramos están en el país, pero cuando regrese a la oficina puedo hacer algunas llamadas”.

“Quiero ver a mi esposa”, dijo Will. “¿Esa es la puerta que lleva al pabellón de las habitaciones?”

“Una última cosa, Sr. Lucero”. Soledad levantó un dedo. “Tenemos una presentación que quisiéramos mostrarle”.

Will se puso blanco. “No me gusta la manera como usted está imponiendo sus prioridades por encima de las mías”, dijo y le apuntó a Soledad con el dedo y luego se señaló a sí mismo. “Mi derecho a ver a mi esposa está por encima de su derecho a mostrarme su propaganda”.

Soledad apretó los labios y lo miró con rabia. “Sólo estoy siguiendo el procedimiento establecido, señor”.

“¿Acaso el procedimiento de su clínica es aprovecharse de la gente desesperada? ¿Animarlos a gastarse los ahorros de toda la vida? ¿El procedimiento establecido es propiciar un secuestro?”

Soledad no dijo nada, pero volvió a mirar de reojo a Mónica y a Bruce, en busca de validación. Como no encontró ningún apoyo, dio media vuelta y dijo: “Síganme”.

 

 

CUANDO SILVIA VIO que los Winters venían detrás de su yerno, la cara se le iluminó y se levantó para saludarlos. Estaba vestida con un conjunto de lino de manga corta color durazno, que combinaba perfectamente con las sandalias que llevaba puestas, y olía a loción Jean Naté. Claudia la abrazó como si fueran viejas amigas y dijo: “Soy Claudia, una amiga de Bruce y Mónica. A la orden”.

Escondida tras los hombros de Bruce, Mónica observó a Will mientras se inclinaba sobre la cama de Ivette. Primero la miró atentamente, buscando algún signo de maltrato, le puso la palma de la mano sobre la frente durante unos segundos y luego le levantó los párpados para inspeccionar la esclerótica de los ojos. Ivette estaba conectada a una especie de monitor y Will se acercó para revisar lo que mostraban las distintas pantallas, aparentemente familiarizado con todas. Cuando se sintió satisfecho, besó a su esposa en los labios y le susurró algo al oído.

Mónica experimentó un perverso ataque de celos, pero enseguida sintió alivio al pensar que su creciente atracción hacia él no era más que un tonto capricho privado. La escena le sirvió para recordarle de manera contundente, lo cual le hacía mucha falta, que Will Lucero todavía le pertenecía a esa mujer inmóvil y silenciosa. Aunque cuando le había dado el masaje Mónica había sentido la cantidad de estrés y soledad que agobiaban a Will, él seguía siendo un esposo devoto y leal. Mónica reconoció enseguida la paradoja de su admiración por él. Ahí no había ningún dilema ético. Ella estaba completamente a salvo, porque si Will llegaba a abandonar alguna vez su heroica pose, también perdería parte de ese brillo que lo hacía tan interesante. Lo que lo hacía tan atractivo era precisamente su devoción por Ivette, de manera que la atracción que Mónica sentía por él seguiría siendo para siempre un enamoramiento motivado por la luna llena, pasajero y secreto. Nada más.

 

 

DURANTE LA VISITA, Mónica detectó en la voz de Silvia una alegría tensa y fingida que resultaba inquietante. “Mónica”, dijo Silvia y le acarició el brazo de una manera maternal, “la fisioterapeuta renunció y en el momento no tienen a nadie que les dé masajes a los pacientes”. Juntó las manos. “¿Crees que podrías darle un masaje a mi Ivette aunque sea sólo una vez, querida?”

“Mónica no vino aquí a trabajar, Silvia”, dijo Will con tono cortante. “Lo que estás pidiendo es totalmente inapropiado”.

Mónica se sorprendió al decidir en ese preciso momento que tendría que hacer caso omiso de su previa incomodidad con la idea. Este era un panorama totalmente nuevo y la tarea de propiciar la paz entre Will y Silvia se había convertido de repente en una prioridad. “Sería un placer, Silvia”.

Soledad dio un paso adelante, todavía tratando de finalizar su presentación. “En la Clínica Caracol pensamos que el masaje y la estimulación sensorial son los compañeros ideales de la terapia con medicinas y en unos pocos días tendremos una nueva fisioterapeuta. Siento mucho que no tengamos una ahora”.

Claudia se paró junto a la cama de Ivette y tomó una de sus manos flácidas. “Te voy a llamar la Bella Durmiente, porque pareces salida de un cuento de hadas”. Levantó la vista hacia las otras cinco personas que rodeaban la cama. “¿Alguien revisó que esta princesa no tenga una manzana envenenada en la garganta?”

Silvia se rió y sacudió la cabeza con tristeza.

“Mi Ivette. Era tan hermosa”.

Mónica sintió un escalofrío por dentro, pues en el fondo de su corazón creía que Ivette había escuchado el comentario de su madre, en tiempo pasado. “Todavía eres muy hermosa, Ivette”, dijo Mónica, animada por una extraña combinación de culpa e instinto protector entretejiéndose en su vientre. Puso una mano sobre la de Ivette y luego levantó la vista y miró a Claudia. “La doncella de la manzana envenenada era Blanca Nieves”.

“Bueno, ahora vamos a la playa”, dijo Bruce y jaló a Claudia y a Mónica hacia la puerta. Luego las miró con seriedad, tratando sin mucha sutileza de decirles que era hora de dejar que Will y su suegra se quedaran solos, para librar un capítulo más de la batalla por el control del destino de Ivette.

 

 

MÓNICA, BRUCE Y CLAUDIA CREDO se dirigieron hacia la parte posterior de la clínica, a la playa de Negrarena. En el camino vieron que la piscina de mosaicos marroquíes había sido restaurada y ostentaba otra vez su antigua gloria. Una brisa ligera agitó la superficie del agua, que brilló de manera invitadora, en medio del calor de la tarde. Luego atravesaron las viejas rejas que separaban la casa de la playa y Mónica recordó fugazmente la imagen de los esbeltos brazos de Alma abriendo esas mismas rejas y volviéndose luego a mirar hacia atrás, como si esperara que alguien la llamara desde la puerta de su paraíso.

La imagen de Alma se evaporó ante la presencia de una plataforma de cemento recientemente añadida, que al parecer servía para sacar a los pacientes a asolearse y tenía una rampa especial para sillas de ruedas. Mónica se puso las manos en las caderas y dijo entre dientes: “¿Cuál es el sentido de tener una terraza para recibir el sol, si todos los pacientes de aquí están en coma? No lo entiendo”.

“Supongo que creen que aquí no hay excusa para tener las piernas ‘cheles’ ”, dijo Bruce y señaló sus propias piernas blancas como la leche.

Después de unos pocos momentos en Negrarena, Mónica ya no pudo contener su alegría por más tiempo. Cuando se levantó la primera ola monstruosa y se estrelló contra la playa, sintió que la recorría una oleada de electricidad. Fue como si los líquidos de su cuerpo se levantaran para imitar el movimiento del agua y se lanzaran en picada, salpicando sus entrañas con un estremecimiento que sabía a sal. Se quitó los zapatos y salió corriendo por la playa. La arena infernalmente caliente la hizo saltar y tuvo que regresar para ponerse otra vez las sandalias. Abrió los brazos, mientras corría al encuentro del océano y tuvo la delirante sensación de que las olas la recordaban. Saltaron hacia ella, lamiéndole las piernas y atrayéndola hacia el agua, hasta que Mónica se desplomó sobre sus rodillas y dejó que el agua fresca y espumosa rodeara sus muslos y empapara su vestido. Una ola más grande rugió y se dirigió hacia ella y Mónica decidió ir a su encuentro y empaparse por completo. La contracorriente de la ola la envolvió por la espalda y la atrajo hacia ella como un amante decidido.

Mónica metió los dedos entre la arena negra y viscosa, que parecía barro facial. Se hizo una mascarilla, imaginándose que era como una pintura de guerra y, cuando llegó la siguiente ola, se agachó para lavarse. Cuando se pasó las puntas de los dedos por la cara, la piel se sentía lisa, como la superficie de una piedra de río.

A lo lejos, Mónica vio la figura de una mujer que se paseaba por la playa acompañada de un perro. Iba caminando en sentido contrario y revisaba las pozas de marea con un palo. Mónica pensó que la mujer le recordaba a Alma. Luego levantó la vista más allá y vio una cantidad de casas que habían aparecido donde antes sólo había árboles y vegetación silvestre.

Cuando Mónica dio media vuelta, Bruce y Claudia charlaban animadamente y parecían envueltos en el capullo de su propia conversación. De repente Mónica deseó estar a solas con su padre. Quería compartir con él un pequeño recuerdo que había encontrado en la arena.

Alma le había enseñado a meter los brazos en la arena mojada y negra, minutos después de un temblor volcánico, para sentir el pulso vital de la tierra y oír las ondulaciones secretas y distantes de su inmenso corazón. Mónica quería contárselo a Bruce porque no lo había hecho en esa época, y porque tenía la sensación de que su padre todavía no entendía lo mágico que era dejarse llevar por Alma, y cómo el mundo natural se volvía poderoso y asombroso a través de los ojos de su madre.

 

 

DESPUÉS DE OTRA HORA con Silvia, Soledad y el médico de turno, Will accedió a darles exactamente una semana para mostrar alguna prueba de que se estaba produciendo una mejoría.

“...Lo cual, por supuesto, es imposible”, les dijo Bruce a Mónica y a Claudia. “Will se imagina que así va a poder apaciguar a Silvia, pero la estrategia de Silvia es usar esa semana para convencerlo de que les dé más tiempo”.

Cuando los tres salieron de la habitación, Will parecía exhausto. Miró a Mónica, sacudió la cabeza y dijo: “Se niega a darme la información sobre el servicio de ambulancia aéreo para transportar a Ivette de regreso a casa. Yo podría recurrir a algunas medidas legales, pero eso sólo tomaría más tiempo, así que decidí ceder un poco y les di una semana”. Se sobó los ojos y Mónica notó que los tenía rojos por la falta de sueño. Luego se pasó la mano por el pelo y el movimiento hizo que le quedara parado, lo cual le dio una apariencia increíblemente juvenil; parecía un adolescente despeinado. “Sólo espero estar equivocado acerca de este lugar”, dijo con voz suave, casi susurrando.

Afuera los estaba esperando el motorista de Claudia, para llevarlos de regreso a San Salvador; ya llevaba varias horas esperando. Claudia se había tomado el día libre, pero tenía que regresar a la ciudad. “¿Quién viene conmigo y quién se quiere quedar?” preguntó.

Silvia ya estaba instalada en la clínica y el resto del grupo decidió quedarse en una rústica posada que estaba a menos de un kilómetro por la carretera. Soledad accedió a mandar un motorista que los recogería al otro día por la mañana. Había localizado a la misteriosa Leticia Ramos y tenían cita con ella por la tarde. Mónica se sentía cada vez más excitada.

Bruce, Will y Claudia estaban despidiéndose en la oficina y Bruce estaba tomando algunas notas para su artículo, cuando Mónica decidió salir a la recepción para echarles otra mirada a las conchas.

Siempre se sorprendía al contemplar el sentido de individualidad y destreza artística que manifestaban los creadores de las conchas. Uno podía entender por qué se esforzaban tanto por construir esas casas tan hermosas; cuando estaban desnudos, eran lastimosamente feos. También estaban desamparados. La criatura que habita dentro de un murex chileno, por ejemplo, construye unas torres elaboradas y altísimas con la intención de que su fortaleza les parezca impenetrable a sus depredadores. Pero en el proceso, su trabajo alcanza la elegancia y la excelencia de una diminuta catedral renacentista, que subvierte totalmente el objetivo de su estrategia. En el fondo de la exhibición había una pantalla de seda iluminada desde atrás, que tenía un texto en letra cursiva, parte de un ensayo del poeta francés Paul Valéry sobre la naturaleza y las conchas de mar:

La naturaleza ha preservado sus cuidadosos métodos, la inflexión en la cual envuelve sus cambios de ritmo, dirección o función fisiológica. Ella sabe cómo terminar una planta, cómo abrir unos orificios nasales, una boca, una vulva, cómo crear la órbita de unos ojos; cuando tiene que diseñar el pabellón de un oído, piensa de repente en una caracola y cuanto más alerta es la especie, más intricado lo modela.

Cuando iba hacia la puerta, Mónica vio los catálogos de conchas que la recepcionista había apilado descuidadamente sobre la mesita de la recepción. Se sentó en un sofá de madera y mimbre y ojeó el catálogo de una tienda de Bruselas que vendía desde insectos extraños y prehistóricos, atrapados en camas de barro antiguo petrificadas, hasta la tibia de un Neandertaly, por supuesto, conchas, tanto recientes como fosilizadas.

La recepcionista entró a la sala y dijo: “Puede llevárselos si quiere, yo sólo necesito el último número para hacer el pedido. Nunca había visto a nadie que los mirara ni de reojo y mucho menos a alguien que se entusiasmara tanto como usted. Ahí sólo están acumulando polvo. Tengo unos cuantos más en el fondo, si los quiere. Cada tantos meses nos llegan nuevas listas de precios”.

Mónica sonrió y le dio las gracias. “Olvidé traer algo para leer durante los momentos de ocio del viaje”.

“Pero ¿qué puede ser más aburrido que leer catálogos de conchas?” dijo la joven. “Tal vez en su posada haya una televisión. A las ocho están dando una novela realmente buena. Amor salvaje”. Abrió mucho los ojos. “Esta noche vamos a saber si el hijo que espera la heroína es del capataz de la hacienda o de su afeminado marido, al cual no soporta”.

Mónica levantó una ceja. “Puedo decirle quién es el papá sin necesidad de ver ni un solo capítulo”.

“Usted no sabe de lo que se pierde”, dijo la mujer y entró a un cuarto que había detrás de la recepción. Minutos después salió con ocho catálogos más.

Esa noche, Bruce se fue a dormir a las nueve y media, mientras que Will y Mónica se instalaron en dos sillas sucias, en una tienda llamada La Lunita. La encargada de la posada les había advertido que no era prudente que “gente tan elegante” como ellos anduviera deambulando por ahí sola, en las horas de la noche. La tienda estaba sólo a dos cuadras. “Compren lo que necesitan y regresen”, les dijo y levantó un dedo. “Es peligroso”.

“¿Elegante?” repitió Will a manera de eco y se miró los pantalones de dril y la camiseta comprada en una rebaja.

Mónica encogió los hombros. Metió los pulgares por debajo de las tirantas de su overol de pantalón corto. “Lo que quiso decir fue: ustedes no parecen ser de por aquí”.

“Ah...”, dijo Will y volvió a bajar la mirada, pero esta vez la enfocó en las sandalias de caucho y velcro. Movió los dedos de los pies. “Gracias a Dios no lo soy”.

“Mi padre nos mataría si supiera que andamos deambulando por este pueblito perdido, en medio de la noche, en busca de una cerveza”. Levantó la botella de vidrio oscuro de la cerveza local, una Pilsener, y dijo: “¡Salud!”

Will también levantó su botella y golpearon el fondo de la una contra la otra. “Me alegra que tu papá se haya ido a acostar. Es bastante agradable estar contigo así”, dijo y la miró a los ojos.

Mónica levantó otra vez la botella y volvió a brindar, luego volteó la cabeza hacia un lado y sonrió de oreja a oreja. “Entonces, brindemos por una nueva amistad”. Retiró la botella y le dio dos sorbos largos a la cerveza, para no tener que mirarlo.

“Me siento como si estuviera en el Tercer Mundo, pero en un buen sentido”, dijo Will. “Ese es un concepto nuevo para mí, ¿sabes? Claro que es rústico y vimos muchos barrios miserables y gente pobre en el camino hasta aquí, pero hay algo especial acerca de Negrarena. No puedo decir claramente de qué se trata, es como si hubiese algo en el aire”.

“Tal vez sólo necesitabas un cambio de ambiente”.

Will levantó una ceja. “Puede ser. Estoy tan relajado en este momento que sencillamente no sé qué hacer”. Movió los brazos y los hombros y después rotó la cabeza. “Aunque tengo el cuello tenso”.

Mónica levantó una mano. “A mí no me mires. Estoy de vacaciones”.

Will le hizo señas a la encargada de la tienda para que les trajera dos cervezas más. Mónica se recostó en la silla y miró alrededor de la tienda, llena de todos esos productos de comida que no veía hacía años. Había algo especial esta noche, como si tuviera los sentidos más aguzados, la vista más penetrante. Tal vez eran los densos olores de la playa, las sombras de la noche, el hecho de estar en El Salvador, todo eso era muy embriagador. Will tenía razón acerca de este lugar. Mónica sentía que todo su cuerpo hervía.

Cuando levantó la vista, se sorprendió al ver que Will la estaba observando, con la cabeza un poco ladeada. Una sonrisa fugaz cruzó por los labios de Will, mientras la miraba con ojos intensos y penetrantes, que le transmitieron toda su admiración sin decir una palabra, como si fuera un paquete que aterrizó en su regazo, caliente y lleno de vida. Cuando Mónica por fin se dio cuenta de lo que estaba pasando entre ellos y lo que aún sin palabras acababan de intercambiar, llevaba un rato mirándolo fijamente, estudiando su cara. En ese momento casi pudo oír el rugido que producía esa cosa que acababa de surgir entre ellos.

Mónica desvió la mirada. Se llevó la mano a la frente, tratando de cubrirse los ojos y sintió que le ardía la piel de la cara y el cuello. “Tal vez deberíamos regresar”, dijo y miró a su alrededor.

“Ay, vamos, quedémonos un rato más. Estoy disfrutando de la compañía”, dijo e hizo un gesto con la mano hacia el establecimiento totalmente vacío. “Y estoy seguro de que tú tampoco estás muerta de ganas de regresar a esa decrépita posada, donde los cangrejos te miran desde la ducha”.

Mónica sonrió pues le divertía la manera en que Will acababa de referirse a las criaturas que habían rodeado toda su infancia. “Supongo que ya conociste a los caballeros. ¿No te parece un nombre muy curioso para un cangrejo? Solía conocer su nombre en latín, pero, en todo caso, yo te advertí que esto era bastante rústico”.

Will abrió mucho los ojos. “Yo solía decir que algo rústico era acampar en una playa en Rhode Island, donde a uno le sirven a un pariente lejano del caballero, pero con mantequilla derretida y anillos de cebolla”.

Mónica se rió entre dientes y comenzó a quitar la etiqueta de la botella de cerveza, que tenía el dibujo de un as de corazones con borde dorado. Hubo un momento de silencio entre ellos y Mónica podía sentir que Will la estaba mirando fijamente otra vez. “Recuerdo una vez que vi cómo un caballero se subió a la espalda de mi mamá, mientras ella estaba dormida en la playa”, dijo Mónica con cautela. “Ella dijo algo en medio del sueño y el cangrejo se asustó y salió corriendo. Nunca lo voy a olvidar, porque mamá me reveló ese día algo que yo no debía saber”.

Will se inclinó hacia delante. “¿Qué?”

Mónica respiró profundo y soltó el aire lentamente, tratando de decidir si debía abrir la boca. Le dio un sorbo a la cerveza y miró a Will a la cara. Aunque estaban a media luz, alcanzó a ver en el rostro de Will una seguridad y una madurez que no estaba acostumbrada a ver en hombres menores de cincuenta años: ese instinto paternal de ofrecer protección, de identificar los problemas desde la raíz y tratar de arreglarlos.

Tomó una servilleta y comenzó a doblarla en triángulos cada vez más pequeños hasta que finalmente habló: “Ese día mi madre confirmó mis sospechas de que estaba enredada con un hombre casado. Aparte del día en que mi padre me dijo que ella se había ahogado, ese fue el momento más triste de mi vida”.

“¿Cuántos años tenías?”

“Doce”.

“Esa es una carga muy grande para una niña. Supuestamente la mayor parte de los chicos se sienten responsables por el matrimonio de sus padres”.

“Exacto”. Mónica asintió con la cabeza. “Y no sé por qué, pero mi padre siempre es muy evasivo con todo lo que tiene que ver con mi mamá, con su muerte y nuestra vida aquí”. Movió la mano hacia atrás, hacia la playa. “Marcy me contó que papá se puso furioso con ella por haberme dado el boleto aéreo. Tuvieron una pelea terrible por eso. Pero cuando le pregunto de frente cuál es el problema, él me evade”. Mónica arrojó la servilleta al centro de la mesa y se quedó observándola, como cuando uno arroja un palo a una hoguera y se queda esperando a que se queme. Entrecerró los ojos. “He llegado a la conclusión de que él tiene miedo de que yo averigüe algo acerca de mi madre que me haga daño”. Levantó la vista y miró a Will. “Pero ¿qué puede ser peor que saber que ella tenía un amante?”

Will fijó la vista en las baldosas sucias del suelo. “¿Algo acerca de su muerte?”

Mónica encogió los hombros y levantó los ojos hacia las vigas de madera del establecimiento.

“Creo que esta conversación exige un cigarro”, dijo Will. “¿Te molesta que fume? Nos vamos a quedar aquí un buen rato”.

“¿De dónde vas a sacar un puro?”

Will levantó un dedo y llamó a la tendera. Un par de minutos después la mujer regresó con dos cigarros dominicanos y dijo que siempre mantenía una reserva de cigarros para uno de los médicos de la clínica, que venía a la tienda de vez en cuando. Les cortó las puntas y les entregó los cigarros, junto con una caja de fósforos. Will se puso los dos cigarros en la boca, los encendió y luego le pasó uno a Mónica. Cuando ella agarró el cigarro con los labios, sintió la humedad que él había dejado en la punta y eso le pareció un desprevenido intercambio íntimo. Luego cerró los ojos, mientras que el humo le subía por la cara.

“Muy bien”, dijo Will y se acomodó en la silla. Le dio una chupada al cigarro, echó la cabeza hacia atrás y botó el humo hacia arriba. “Háblame de los días que antecedieron a la desaparición de tu madre, llévame hasta el momento en que cayó la primera ficha que tumbó todas las demás. Comienza contándome lo que desayunaste esa mañana”. Le apuntó con el cigarro. “Y apuesto a que todavía recuerdas ese detalle”.

Mónica cerró los ojos tras el velo de humo que salía de su propia boca. Pensó que era interesante que el pasado de su familia se estuviese enlazando de alguna manera con la vida de Will.