Ivette Lucero recordaba encontrarse en un bote que estaba saliendo de un canal. Era un día nublado, un poco frío. El agua gris se veía salpicada de boyas rojas y blancas. Un aviso enorme decía: PROHIBIDO DESPERTAR. Ivette leyó el aviso en voz alta varias veces y se preguntó si eso querría decir que debía abandonar toda esperanza. Sin embargo, estaba en un canal y eso implicaba la posibilidad de escape.
Su marido estaba parado junto al timón y se veía bronceado y apuesto. Le mandó un beso y la luz del sol hizo brillar su argolla de matrimonio. Un perro anaranjado se movía por la cubierta con excitación. A Ivette le dio un escalofrío por el frío y la humedad del aire. Se frotó los brazos, se puso de pie y atravesó el bote, bajó por la escalera y fue a buscar una sudadera, mientras se rascaba unas picaduras de mosquito que tenía en la parte de atrás de las piernas. Su madre estaba sentada en la cocina. Levantó la vista y trató de esconder algo, pero era demasiado tarde. Ivette ya había visto una parte del tejido verde claro y amarillo que tenía en el regazo. Su madre estaba tejiendo una manta para bebé. Ivette movió el dedo indicando que no y su madre se rió con sentimiento de culpa y fingió estar interesada en el periódico que estaba sobre la mesa. “Prometiste que no nos presionarías para que tuviéramos un bebé, ¿recuerdas?”
Ivette experimentó por esas dos personas una sensación de parentesco sin emoción, algo como ese sentimiento de curiosidad agradable pero sin mucho interés que se puede sentir cuando uno ve fotografías viejas en las que aparecen parientes que murieron hace mucho y uno nunca conoció. La emoción provino de descubrir que había aparecido una nueva tira de imágenes junto al magro inventario de su cabeza; en esa pantalla que había estado totalmente dormida y estancada desde que podía recordar, había aparecido un episodio totalmente nuevo, que ella nunca había visto.
Nuevamente, Ivette sintió que una aguja entraba en su columna. La burbuja del recuerdo del bote estalló de manera ruidosa y el esfuerzo que tuvo que hacer para comprimirse antes de la avalancha de nieve mental la dejó enterrada en medio de una sofocante nostalgia.
Esta vez, mientras comenzaba a sentir rabia debido al dolor, Ivette se preguntó si la estarían esperando más recuerdos. En ese caso, sería un intercambio justo. Mientras que el dolor caía sobre ella como una cascada, Ivette se encogió como un ovillo. Se agazapó como un niño que se comprime en un feto, luego se volvió un embrión del tamaño de una pepita de pimienta, que se descompuso en un cigoto y luego no fue más que serpentinas de ADN y una cola.
Descubrió que cuanto menos de ella quedara, menor era el dolor que podían causarle.