capítulo 16

AGUARDIENTE

Bruce estaba en la recepción de la clínica cuando oyó que llegaba una camioneta. Se acercó a una ventana de vidrios de colores para mirar hacia fuera y suspiró con alivio cuando vio a su hija. Silvia le había dicho que se habían ido a ver las fiestas de un pueblito cercano, pero por una variedad de razones, a Bruce no le gustaba la idea de que esos dos anduvieran solos por El Salvador. Will apenas podía quitarle los ojos de encima a Mónica y ella había estado muy cautelosa últimamente. A pesar de lo mucho que le agradaba y hasta admiraba a Will Lucero, no quería que su hija terminara atrapada en una relación sin futuro. Tal vez se estaba apresurando a preocuparse por la posibilidad de que surgiera un romance entre esos dos, pero suponía que, como padre, tenía derecho a hacerlo. La carga emocional y financiera de Will era sencillamente inaceptable.

Bruce miró el reloj. Llevaban cuatro horas fuera. No era tanto tiempo en realidad, pero Bruce bien sabía que uno podía cambiar el curso de una vida en menos de cinco minutos. Bruce frunció el ceño cuando entraron.

“Hola, papi”, dijo Mónica y pareció asombrada de encontrárselo en la recepción. (¿Cuándo fue la última vez que le dijo “papi”? se preguntó Bruce) “Siento no haberme despedido antes de irme... Sencillamente sentimos que teníamos que salir de aquí”, dijo Mónica y entrelazó los dedos alrededor de su cuello. “Will le va a decir a Silvia que se aliste para salir a cenar. El motorista nos llevará a algún lugar donde podamos comer y luego nos dejará en la posada y traerá a Silvia hasta aquí. ¿Te suena bien?”

Bruce asintió con la cabeza y su estado de ánimo mejoró al oír que hablaban de comida. “Estoy cansado de comer pupusas todas las noches. Oí que hay un buen sitio de mariscos un poco más adelante”.

“Vuelvo en veinte minutos”, gritó Will, mientras desaparecía en dirección de las habitaciones.

Bruce se volvió hacia su hija y dijo: “Entonces, ¿dónde era el festival?”

Mónica lo miró largamente, lo agarró del brazo y le dio un tirón para que salieran. “Tenemos que hablar”, susurró. “Vamos a la playa”.

Se quitaron los zapatos y los dejaron en el patio para asolearse, que estaba vacío, y se dirigieron hacia el extenso tramo de playa, que también estaba desierto. Bruce sintió que las entrañas se le comprimían, así que respiró profundo para tratar de relajarse. Movió la cabeza hacia uno y otro lado y el cuello le crujió mientras trataba de aliviar la tensión. “Me está haciendo falta un masaje de cuello”, dijo, tratando de buscar una excusa para demorar una discusión que instintivamente ya se estaba temiendo. “Tienes a tu papá muy olvidado”.

“Entonces, siéntate”, dijo Mónica.

Las palabras no habían terminado de salir de su boca, cuando Bruce se dejó caer en la arena y se quitó la camisa. Luego bajó la cabeza en espera del masaje. Como siempre le sucedía, cuando Mónica comenzó a trabajar en su cuello Bruce se maravilló de ver el talento que su hija tenía para el masaje. Realmente tenía el don de proporcionar alivio. Al pulsar los apretados músculos del cuello, se sentía como si estuviera tocando las cuerdas de una guitarra: había dolor, luego alivio y luego una especie de flujo de sangre que inundaba el área y hacía desaparecer la tensión. Dolor, alivio, flujo de sangre. ¡Ah, Mónica era una artista!

“Me alegra tanto haberte enviado a la universidad a estudiar fisioterapia”, dijo entre dientes. “Valió la pena”.

Diez minutos después, cuando había logrado relajar la tensión de los adoloridos músculos de su padre, Mónica dijo: “Ahora acuéstate sobre la arena”. Él obedeció. Ella se sentó junto a él, con las piernas dobladas. Estaba mirando hacia el agua. Bruce estaba esperando un poquito más de masaje, tal vez al cuero cabelludo o algo especial para los hombros. Pero después de un momento, levantó la vista y vio que Mónica tenía los ojos cerrados.

“¿Eso es todo?”

“Sí, eso es todo”.

“Entonces, ¿qué es lo que querías decirme?”

Mónica abrió los ojos. Apretó los labios y se miró las manos durante un momento, antes de hablar. “No estábamos en ningún festival de pueblo, papá. Fui a visitar a Francisca Campos”. Respiró profundo y luego añadió, con voz suave: “Mamá no está muerta”. Levantó la vista y miró a Bruce. Los dos se quedaron mirándose durante un momento. “¿Tú lo sabías?”

Bruce desvió la mirada, sin tener la menor idea de las palabras que deberían salir de su boca. Se alegró de estar bocabajo. “No”, dijo finalmente. “No sé nada de eso”.

“Le pedí a Paige que investigara un poco acerca del descubrimiento de un molusco, un pequeño murex no muy interesante que fue encontrado a las afueras de las costas de Costa Rica, el año pasado. Decía que había sido descubierto por ‘Borrero’. Paige siguió el rastro de los registros profesionales y encontró una tal Alma Borrero, nacida en 1949, que ahora es bióloga marina y trabaja para la Universidad de Costa Rica. Francisca sólo lo confirmó, mamá está viva”.

Bruce se sentó y dijo: “Eso es ridículo”, aunque la idea ya comenzaba a penetrar en sus huesos, salpicando a todas partes. La primera vez que él estuvo en Negrarena, Alma le dijo que ella odiaba y añoraba al mismo tiempo todo ese mundo de sus padres, marcado por el dinero. Había dicho que le gustaría empezar de nuevo en otro lado, un lugar donde ella no fuera una Borrero y donde no se esperara que fuera alguien que no era y nunca sería. Y si Francisca había dicho que Alma estaba viva, entonces era cierto.

“Papá, tú nunca enterraste a tu esposa”.

Bruce respiró profundo. “No sé ni qué decir, Mónica. Lo único que puedo decir es que necesito pruebas. Además, ¿por qué...?” Dejó la frase sin terminar, pues el peso de las preguntas que seguían era demasiado grande. Bruce se incorporó y se sentó junto a Mónica, mientras miraba fijamente una casa que había a lo lejos, con un gigantesco techo inclinado. Un pajarito café con el pecho blanco aterrizó sobre la arena, a unos pocos metros de donde ellos estaban, y los miró, como si estuviera fascinado por su conversación.

“Si tú la hiciste huir porque, digamos, informaste a los militares de su paradero y el de Max...” Mónica se volvió hacia su padre y lo miró. Bruce se demoró un momento en darse cuenta de que en realidad era una pregunta y entonces sintió un malestar que le brotaba del estómago, una pequeña mancha redonda como una aceituna negra, que resplandecía y le ardía en las entrañas.

Bruce no tuvo la oportunidad de procesar su respuesta. Mónica se arrojó a sus brazos con ferocidad, en un gesto tan repentino e inesperado que lo dejó fuera de base y tuvo que apoyarse en un brazo para no caerse. Luego abrió los brazos, como las alas grandes y quebradas de un cuervo, delgados escudos que rodearon los hombros de su hija. “Yo no los entregué a los militares, Mónica”, dijo. “Eso habría sido igual que asesinarlos”.

Mónica hizo un hueco en la arena con el dedo. “Entonces ¿ella sencillamente nos abandonó?” Levantó la vista para mirarlo y Bruce vio que los ojos de su hija se llenaban de lágrimas, mientras le suplicaban que encontrara una excusa verosímil para el comportamiento de su madre.

“Si es cierto que está viva, entonces sí, Mónica, ella sencillamente nos abandonó”.

El pajarito graznó como si quisiera participar de la conversación y siguió observándolos. “Entonces no nos amaba”, susurró Mónica.

Bruce la agarró de los hombros y la miró a los ojos, que se parecían tanto a los suyos. “Te amaba a ti”.

“Pero no lo suficiente”, dijo Mónica y trató de sonreír. Se secó las lágrimas y se puso de pie, luego cruzó los brazos. Will apareció a lo lejos. “Aquí estamos”, gritó Mónica y luego se volvió hacia Bruce. “Will lo sabe. Y ahora está interesado en encontrar a mamá porque Francisca nos dijo que mamá está tratando de clausurar Caracol”. Señaló con un dedo detrás de ella, hacia la casa. “Estoy comenzando a pensar que toda la gente que está en esa clínica está en grave peligro”.

 

 

EL RESTAURANTE estaba en un segundo piso, montado sobre pilotes en una ensenada del mar. Era de estilo rústico, con mesas de madera y bancas. Unas moscas enormes y negras volaban en una mesa que acababan de desocupar, alrededor de las coloridas canastas plásticas en que servían la comida. La única decoración del lugar era un mapa de El Salvador, pintado a mano sobre la pared del fondo.

Will, Mónica y Bruce picotearon su pargo a la parrilla. Will envolvió la cabeza del pescado con una servilleta, bromeando que no podía “operar cuando el paciente lo estaba observando”. Silvia, por otra parte, comió con el apetito delicado y metódico de un gato, levantando el esqueleto del pescado como quien levanta el separador de una cubeta de hielo.

“En la última semana dos pacientes despertaron del coma”, anunció Silvia con entusiasmo. “En el primer caso el éxito es dudoso, pues se trata de una mujer joven que ya estaba respondiendo a la música y las voces cuando ingresó. Pero el otro estuvo inconsciente durante un año”.

“¿Cómo estuvo el tratamiento esta mañana?” preguntó Bruce.

“Increíble”, dijo Silvia sonriendo y abrió mucho los ojos. “Ivette subió dos puntos en la escala de Glasgow”.

Will puso el tenedor sobre el plato y se aclaró la voz. “Vamos a suspender el tratamiento y a comenzar los arreglos para llevarla a casa. Tengo razones para creer que...”

“No vamos a suspender nada”, dijo Silvia y soltó una risita fingida. “No voy a prestarle atención a ningún rumor. El tratamiento está funcionando”. Puso el dedo índice sobre la mesa con fuerza. “Funcionando, funcionando, funcionando”.

“Un hombre que está alojado en la pensión nos dijo que un paciente se despertó totalmente loco”, dijo Will con la cara roja como un tomate. “¿Eso es lo que quieres? ¿Cambiar un estado de alteración por otro? Es mejor dejar que su cuerpo siga su proceso de reconstrucción natural. Ese lugar está comenzando a asustarme de verdad”.

“Hoy no oímos cosas muy buenas sobre la clínica”, dijo Mónica y miró a Silvia. “Tal vez sea prudente esperar un poco hasta que sepamos más”.

“¿Y ustedes cuánto tiempo piensan que yo puedo darme el lujo de estar aquí?” replicó Silvia con rabia. “En mi casa las cuentas se están acumulando. Es ahora o nunca”. Dejó el tenedor sobre el plato y miró a Will de manera desafiante. “No voy a dar ni un paso atrás”.

Will cerró los ojos y desvió la mirada, aparentemente mientras contaba hasta diez para calmarse. Después de diez segundos, se volvió y miró a su suegra. “Silvia, tú no eres la que decide”.

Bruce y Mónica se miraron con preocupación.

“Yo tengo los boletos aéreos”, dijo Silvia con voz suave. “A menos de que tengas cinco mil dólares en el bolsillo...”

“Estamos jugando con la salud de Ivette”, dijo Will. “La Dra. Méndez está jugando con la vida de la gente. Si el programa fracasa, ellos no tendrán que asumir ninguna consecuencia, ninguna responsabilidad. Los pacientes se mueren o enloquecen, pero la Dra. Méndez no tiene que preocuparse porque la demanden en este país, porque lo que está haciendo no es ilegal. Y el hecho de no tener que asumir ninguna consecuencia hace que tenga la libertad y la capacidad de tomar riesgos médicos altísimos, con el fin de obtener grandes recompensas”.

Silvia le dio un sorbo a su botella de agua y evadió la mirada de Will.

Hubo un momento de silencio y Mónica se imaginó que todos estaban demasiado agotados emocionalmente para seguir discutiendo. “¿Ya contrataron a una nueva fisioterapeuta?” preguntó, tratando de dirigir la conversación hacia otro tema.

“Todavía no, querida”, dijo Silvia y le dio unos golpecitos en la mano. “Dios te recompensará por tu esfuerzo. No necesitan que les des masajes todos los días. Cada dos días está bien. Y si realmente te sientes muy cansada, puedes masajear sólo a Ivette”. Silvia miró de reojo a Will o, mejor, su cuello, y dijo: “Ivette se da cuenta cuando tú estás en la habitación. Tal vez deberías pasar las noches con ella en Caracol. Yo podría quedarme en la posada con Mónica. Will, puedes dormir en mi cama”. Luego agregó en voz baja: “Estoy segura de que Ivette agradecería un poco de atención de parte de su marido”. Y diciendo eso, le quitó la cabeza al pargo y regresó a ocuparse de su delicada carne blanca.

Bruce miró a Will, que miraba con enojo hacia el agua y parecía atrapado.

Sin levantar la vista, Silvia dijo: “Entonces, ¿hacemos el cambio esta noche?”

Mónica miró furtivamente a Will durante un segundo y luego volvió a concentrarse en la tarea de revolver su Cola Champán con una pajilla.

“Tal vez mañana por la noche”, dijo Will entre dientes.

“Es una gran idea, Silvia”, dijo Bruce, que súbitamente reconoció las bondades de ese plan. “No sé por qué no se nos ocurrió antes”.

 

 

DESPUÉS DE LA CENA, Mónica se sentó en el corredor de la posada con su padre, frente al patio. “Leticia era la esposa de Maximiliano”, dijo Mónica. “¿Te diste cuenta de eso?”

“No”, dijo Bruce y de repente dejó de mecerse en su silla. “Nunca conocí a la esposa de Maximiliano”.

Mónica levantó la mano. “Pero ¿acaso no estabas escuchando? La Dra. Méndez dijo que su abuela era la nana, es decir, Francisca”.

“No establecí la relación”.

Mónica sacudió la cabeza. “Eres un periodista con varios premios. Una de dos: o estás mintiendo, o es que el alemán ya viene por ti”.

“¿Cuál alemán?”

“Alzheimer”.

Bruce miró a su hija de reojo. “Muy bien, señorita detective, entonces ¿por qué la madre y la hija que todavía no se ha casado tienen apellidos distintos?”

Mónica encogió los hombros. “No lo sé. Porque es el apellido de casada. Porque Max y ella no estaban casados. Porque se divorció. Porque enviudó. Elige la explicación que quieras”.

Bruce dejó de mecerse. “¿Considerarías la posibilidad de no ir a averiguar por tu madre?” Se inclinó hacia delante y aplastó una cucaracha con el zapato, luego la tiró lejos.

“¿Sinceramente crees que es justo pedirme eso? Ponte en mi lugar”.

Bruce respiró profundo, se llevó los dedos a la boca y comenzó a jalarse suavemente el labio inferior. “Entonces supongo que hay algo que debes saber”.

Por fin, pensó Mónica. Suéltalo.

Bruce volvió a tomar aire. “El día que me contaste sobre tu madre y Max”, dijo, mientras observaba el jardín, “yo estaba furioso y confundido... Así que... ese día sí le conté a una persona dónde estaban Alma y Max”.

Mónica se volvió hacia su padre y miró su perfil. “¿A quién?”

Bruce tomó aire y lo soltó. “A doña Magnolia”.

“Le contaste a la abuela”, dijo Mónica sin mostrar ninguna emoción y se recostó en la silla. “Eso explica todo el resto”.

“Siempre me pregunté si ella les avisó a sus amigos en las altas esferas del ejército dónde podían encontrar a Max”.

“Claro que lo hizo, papá”, dijo Mónica. “Ella estaba decidida a separarlos. Estaba furiosa con los dos”.

Bruce se puso las manos sobre las piernas. “Esta tarde en la playa, tenías razón sobre una cosa, Mónica. Yo estaba furioso y muerto de celos. Así que me vengué contándoselo a la persona más poderosa que conocía”.

“La abuela”.

“La abuela”, repitió Bruce con voz suave. “Me imaginé que no haría nada que pudiera hacerle daño a Alma, que sólo la castigaría de alguna manera, que le pondría fin a su desagradable comportamiento”.

“Francisca dijo que varias personas murieron junto con Max”, dijo Mónica. “¿Qué fue lo que sucedió realmente en El Trovador, papá? ¿Qué?”

“No lo sé. Tengo dolor de cabeza”. Bruce se puso la mano sobre los ojos. “Ya ni siquiera sé qué pensar”.

“¿Vas a venir conmigo cuando atraque su barco?” preguntó Mónica. “Tendríamos que quedarnos unos cuantos días más”.

Bruce dejó caer la mano sobre el regazo. “No quiero ir, pero no quiero que vayas sola. Lo pensaré durante la noche”.

Mónica asintió y luego vio que Will venía por el corredor. Lo saludó sin sonreír. Para nadie era una sorpresa que él no quisiera aceptar la idea de Silvia de que deberían cambiar de hospedaje.

“Te estás volviendo un poco demasiado amiga de él”, dijo Bruce en voz baja. Esas palabras se convirtieron al final en una sonrisa forzada, cuando Will llegó hasta ellos. Acababa de bañarse, pero Mónica pudo ver que ya tenía gotas de sudor sobre el labio superior y la frente.

“¿Qué opinas sobre lo que sucedió hoy en la planta, Will?” preguntó Bruce. La pregunta sorprendió a Mónica, teniendo en cuenta que Bruce normalmente evitaba el tema de Alma a toda costa. Tal vez su padre también sentía hacia Will una especie de amistad que iba y venía.

Will sacudió la cabeza y estaba a punto de decir algo, cuando se contuvo y se sentó al lado de Bruce. “Tengo que admitir que animé a Mónica a seguir sus sospechas porque eso me convenía, Bruce. Espero que entiendas que estoy muy, pero muy preocupado por Ivette. Si es cierto que tu esposa sabe algo acerca de los tratamientos de Caracol...” De repente arrugó la frente. “¿Esposa? ¿Ex esposa?”

“Esposa”, dijo Mónica. “Técnicamente, todavía están casados”.

“Tengo un certificado que dice que ella desapareció y se presume que está muerta” dijo Bruce. “Digamos ‘ex esposa’”. Se pasó la mano por la incipiente barba y se jaló una chivera imaginaria. “En cuanto a Ivette y el tratamiento, no te culpo por mirar el programa con escepticismo. Ustedes dos van un paso delante de mi propia investigación; seguramente yo me habría encontrado más tarde con las publicaciones de Alma sobre el tema. Sólo que no sé cómo las habría tomado”.

Will se inclinó hacia delante, entrelazó las manos y apoyó los codos en las rodillas. “Y un buen día, ella sencillamente se fue”, dijo Will, como si Mónica y Bruce estuvieran escuchando la historia por primera vez. “Se separó de su propia hija”, susurró y sacudió la cabeza. “Una mujer inteligente y hermosa, que venía de una poderosa familia y habría podido contratar diez niñeras de tiempo completo si quería... y, sin embargo, lo abandonó todo. No lo entiendo”.

Mónica se miró las manos, esos dedos que una vez fueron pequeños y regordetes y olían a inocencia, unas manos que se habían vuelto fuertes y competentes, con la habilidad de producir alivio. Las volteó y observó sus uñas alargadas, pintadas de un color rosa pálido como las conchas. Sus manos, que reposaban una sobre la otra, de manera tierna y descansada, como si se estuviera consolando mutuamente.

Mónica se preguntó qué clase de mujer podía abandonar esos brazos que la llamaban todas las mañanas desde una cuna. Y cómo podía soportar ver a su hija de doce años diciéndole adiós por última vez desde la ventana de una habitación. Cuando sintió que se la aguaban los ojos, respiró profundo. Luego se aclaró la garganta y se enderezó. Esbozó una sonrisa fingida y miró su reloj. “Son las nueve. ¿Alguien tiene ganas de caminar hasta la tienda conmigo? Necesito un trago de algo fuerte”.

 

 

“EL AGUARDIENTE”, dijo Mónica, mientras levantaba un vasito lleno de Tic Tac, el licor popular de El Salvador, “se fabrica con caña de azúcar fermentada. Es popular en el campo porque pega duro y es barato”.

Bruce acompañó a Mónica y a Will hasta la tienda para comprar el licor, pero se quejó durante todo el camino de que la gente decente no tomaba aguardiente.

“Estamos lejos de la civilización”, dijo Mónica. “Si quieres que bebamos algo sofisticado, entonces muéstrame un lugar donde pueda comprar una buena botella de vodka. Necesito algo para relajarme”.

“Teniendo en cuenta los sucesos del día y el hecho de que en este pueblito no hay trago sino aguardiente, yo creo que el aguardiente es perfecto”, dijo Will. “Ahora bien, ¿cómo se toma: puro, en las rocas, con Coca Cola?”

Bruce hizo una mueca, pero levantó su vasito de plástico. “En las rocas, supongo”, dijo. A las once, después de varios tragos de Tic Tac, ya no podía mantenerse despierto. Tenía la intención de permanecer levantado todo el tiempo que Mónica y Will quisieran seguir charlando, sobre todo para impedir que se quedaran solos. Pero a las once y media ya no pudo más y se fue a dormir. Los dejó sentados en una mesita de cemento en el centro del patio, rodeados por la luz de la luna y las hojas de los cocoteros y oliendo a repelente y a aguardiente.

Will se tomó otro trago de aguardiente, tosió y dijo: “No hay duda de que sabe horrible, pero me siento como si mi abuela acabara de arroparme con una cobija calientita”.

Mónica trazó una línea desde su cuello hasta el estómago. “Uno siente cómo le quema todo mientras va bajando... Pásame esa botella, ¿quieres? Me voy a tomar otro”.

Will retiró la botella y la puso detrás de él, sobre el suelo. “Creo que un masaje puede ser mejor ayuda”, dijo, mientras le quitaba de la mano el vasito de plástico y lo ponía sobre la mesa. Se puso de pie, caminó alrededor de la mesa y vino a sentarse en la banca, junto a ella. “Date la vuelta”, dijo y señaló la vegetación. Antes de que ella pudiera moverse, la agarró de los hombros y le dio la vuelta sobre la banca. Enterró sus pulgares entre las paletas de los hombros y comenzó a darle un masaje. Incluso con todo el aguardiente que se había tomado, Mónica todavía estaba tan tensa que Will apenas pudo entrar en su cuello. “Relájate”, dijo. “Sigue tu propio consejo y olvídate de todo”.

Will comenzó a trabajar en los nudos de tensión, mientras notaba una larga barra de tensión que bajaba por la espalda de Mónica. Ella se quitó cuando él hizo presión con los pulgares en ese lugar. Will trabajó un rato en silencio y luego dejó caer las manos sobre las piernas. Los oídos le zumbaban con las palpitaciones de su sangre, mientras exploraba la geografía de los huesos y los músculos de la espalda de Mónica.

“Mónica”, susurró Will y dejó que sus labios le rozaran la piel aterciopelada del lóbulo de la oreja. “Estoy necesitando de toda mi fuerza para no darte la vuelta y besarte”.

Mónica giró la cintura para mirarlo. Will dejó de respirar con la esperanza de que ella le estuviese ofreciendo la boca. Pero lo que vio en sus ojos fue cansancio y melancolía. “No podemos hacerle eso a Ivette”, dijo y desvió la mirada.

Will dejó caer la frente sobre los hombros de Mónica durante un segundo. Quería decirle que estaba seguro de que no era una coincidencia que se hubiesen conocido. Pero eso parecía demasiado en este momento, así que sólo siguió respirando pausadamente y se recostó contra Mónica, mientras escuchaba los ruidos de los insectos en la oscuridad.

“Puedo desearlo, ¿o no?” susurró Will y se inclinó para ver el perfil de Mónica. Le quitó de la cara un mechón de pelo.

“Es lo único que podemos hacer, Will”.

Will deslizó la cara contra el cuello de Mónica y respiró profundo, como si quisiera absorber todas las palabras que ella no había dicho. Luego abrió los labios y pasó la punta de la lengua por una parte del cuello. Sintió el sabor de la sal en la piel y percibió las palpitaciones de la vena yugular, pulsando suavemente debajo de su boca. Se deleitó al sentir que se aceleraba. Mónica tomó aire, pero no se movió.

“Entonces no te voy a besar”, susurró, mientras hundía la cara entre el pelo de Mónica. Luego le pasó las manos por la cintura. Cuando sus dedos se encontraron en el centro, los entrelazó y la jaló hacia él. Luego, a pesar de sus buenas intenciones, se inclinó un poco hacia delante, sólo lo suficiente para hacerle saber que su cuerpo también estaba enamorado de ella.

 

 

EL MIÉRCOLES salieron de la posada a las nueve de la mañana. Una llamada de Bruce a San Salvador trajo a Claudia Credo desde el otro lado del país, para acompañarlos hasta la estación marítima a esperar la llegada del barco explorador. Bruce, Claudia y Will se sentaron en la banca delantera de la camioneta de pasajeros, mientras que Mónica se acomodó en la banca trasera. Había dormido muy poco durante la noche, pero por fin cerró los ojos cuando el sol de la mañana comenzó a calentar la parte de atrás de la camioneta. Dormir no era muy fácil, pues continuamente se deslizaba sobre el forro de vinilo del asiento, cada vez que el motorista frenaba y aceleraba, para evitar las carretas de bueyes y las vacas atravesadas en la carretera. Will se quejó y le ordenó al motorista que disminuyera la velocidad. “No quiero terminar muerto en medio de una polvorienta carretera rural de El Salvador”, dijo. “Sin ánimo de ofender”. El motorista sólo se rió y siguió conduciendo despacio por unos pocos minutos, antes de retomar su errático ritmo.

Mónica tenía la boca seca, le ardían los ojos y le dolía la cabeza. Claudia iba charlando animadamente en la banca delantera. “Había oído el rumor de que Alma andaba por ahí. Y no es una cosa tan extraña en El Salvador, mucha gente desapareció durante el caos y reapareció después de la guerra”.

“Eso me imagino”, dijo Will.

“Espero que las investigaciones de Alma puedan aclarar un poco el panorama para que tomes una decisión”, le dijo Claudia a Will, mientras hacía la señal de la cruz y juntaba las manos. “Es muy bueno que alguien esté trabajando para desacreditar cualquier empresa que pueda ser irresponsable”.

“Durante todo este viaje, Silvia y yo no hemos hecho más que discutir”, dijo Will. “Me siento mal por eso, pero he desconfiado de esta clínica todo el tiempo, y en cambio ella... está tan empecinada en su idea. Ya tomé la decisión de adoptar medidas más drásticas. Realmente necesito saber cuál fue la compañía aérea que transportó a Ivette hasta aquí. Luego podré ver si encuentro alguna manera de llevármela. Al menos en los Estados Unidos tengo la ley de mi lado”.

“Yo te puedo ayudar”, dijo Claudia. “Pensemos un poco en la manera de hacerlo”. Levantó un dedo. “Mientras nos tomamos un café caliente”. Aparentemente Claudia había llevado un termo y Mónica la oyó servir café en tazas de plástico. El olor del café le produjo náuseas, mientras seguía acostada en la banca trasera. Justo cuando estaba a punto de volverse a dormir, oyó que Claudia decía: “Recuérdame decirle a Mónica que su novio ha estado llamando a mi casa sin parar, durante toda la semana, tratando de localizarla. Le dije que era bienvenido en mi casa si quería venir. Pero primero tiene que mostrar un precioso anillo de compromiso”. Claudia se rió y Mónica aguzó el oído para oír quién respondía, pero nadie dijo nada.

En ese momento Mónica se dio cuenta de que, desde hacía varios días, se había olvidado por completo de llamar a Kevin. Luego recordó la escena que había tenido lugar entre Will y ella hacía dos noches. Continuamente revisaba su mente para ver si todavía estaba ahí y sintió una secreta alegría al recordar la sensación del aliento tibio de Will sobre su cuello. Eso era lo que siempre había querido tener en la vida, la sensación de que cada momento juntos era como un pequeño núcleo de felicidad, algo que valía la pena guardar en la cápsula del recuerdo, que valía la pena recordar una y otra vez, tras la superficie de los párpados. El hecho de que no tuvieran ningún futuro juntos no le restaba nada de encanto a ese regalo. Mónica podía disfrutar de la presencia de Will en su vida; pero sabía que tenían que asumir las consecuencias de esa relación imposible. De otra manera, se estaría comportando exactamente como su madre.

Pero ¿qué hacer con ese impulso sexual que se levantaba de una manera tan predecible como las mareas? Ahora ella y Will habían comenzado a apoyarse moralmente el uno en el otro, en la medida en que sus objetivos se entrelazaban cada vez más. ¿Sería posible que estuviera realmente frente al amor? La idea de tener que cortar algo que ya latía y tenía alma era aterradora. Y el hecho de estar en un ambiente extraño tampoco ayudaba: El Salvador era un lugar donde cualquier cosa podía pasar, los abuelos se convertían en mangos y las niñas regalaban a sus bebés; las criaturas marinas inyectaban una sustancia curativa y los muertos reaparecían como por arte de magia. Comparativamente, el surgimiento del amor era un milagro insignificante.

Acostada en el asiento trasero, Mónica se tapó los ojos con el bolso de tela de Claudia para protegerse del sol. Eso aliviaba un poco el dolor de cabeza. Se preguntó qué tipo de matrimonio podrían formar Will e Ivette si ella salía del coma. Si Will se estaba enamorando, podría estar menos interesado en comenzar el arduo camino de construir un futuro con su esposa discapacitada. ¿Qué pasaría si el daño ya estaba hecho? Mónica recordó de repente los versos de un bolero que su abuelo solía tocar con la guitarra:

Si negaras mi presencia en tu vivir
bastaría con abrazarte y conversar
tanta vida yo te di
que por fuerza tienes ya
sabor a mí.

Mónica estaba de acuerdo con la canción. El recuerdo sensorial del amor es permanente. El sabor de nuestro propio amor nos transforma y una vez que lo saboreamos, esa sensación de intimidad se graba en el corazón. Sabor a mí, pensó Mónica. Ya dejé mi huella en ti, Will.

Luego sus pensamientos volvieron a concentrarse en su madre, después otra vez en Will e Ivette y otra vez en su madre, en un círculo vicioso que la hacía sentir mareada. Pensó en lo extraño que era el hecho de que el futuro fuera un lugar en el cual su madre estaba viva. Se preguntó qué haría la gente cuando un ser querido sale de prisión después de una larga sentencia. Un ataque de nervios se apoderó de ella al darse cuenta de que vería a su madre resucitada en sólo unas horas. ¿Qué iba a decirle? Mónica había practicado toda la noche: podía portarse de manera natural, como quien se encuentra con un viejo amigo; o furiosa e indignada; o aliviada y dispuesta a perdonar. ¿O acaso debía pararse frente a su madre y simplemente esperar a oír y sentir y decir lo que se le ocurriera?

Will anunció que también quería tomar una siesta y Mónica lo sintió acostarse en la banca que estaba delante de ella. Después de unos minutos, algo rozó su piel y Mónica se quitó la tela de la cara para ver cómo la mano de Will aparecía por detrás del espaldar de la banca de adelante. Tenía el puño cerrado, como si le estuviera ofreciendo algo o pidiéndole que adivinara lo que tenía dentro. Mónica estiró la mano y le abrió los dedos, pero no había nada. Era un truco y él entrelazó los dedos con los de ella. Acarició el dorso de la mano de Mónica con el pulgar, sin que ella pudiera ver el resto de su cuerpo. Se había quitado la argolla de matrimonio y Mónica se quedó mirando la marca del anillo en su dedo. Le soltó la mano a la primera oportunidad y dio media vuelta. Oyó que él se movía y volvía a sentarse derecho, sintió los ojos de Will sobre su espalda. Cerró los ojos con fuerza y no respondió cuando él la llamó por su nombre.

Una hora después, a medio día, el motorista anunció que habían llegado.