Ivette observó a la enfermera mientras llenaba la jeringa con un líquido transparente que sacó de un frasquito café. Las punciones lumbares todavía le dolían y a Ivette se le aguaron los ojos cuando la enfermera le metió la aguja en la columna.
Cuando terminó, la enfermera puso a Ivette en una silla de ruedas. Ivette se maravilló por la posibilidad de moverse; de ver una cosa distinta de la misma ventana alta y cerrada, de vidrio esmerilado, que alcanzaba a ver desde la cama. La mujer la sacó de la habitación sin decir hacia dónde la llevaba. Ivette vio que había otras personas acostadas en camas, algunas con los ojos abiertos, otras con los ojos cerrados, pero todas en silencio e inmóviles.
Después de cruzar unas puertas y atravesar un campo de arena firme, la enfermera detuvo la silla en un patio grande, que miraba hacia el mar. Ahora podía ver una playa oscura, extraña y desolada, como un cuadro surrealista. El ruido de las olas era tan relajante como las palpitaciones del corazón y cerró los ojos para oír mejor. Alguien llamó a la enfermera desde lejos. Pasaron unos pocos momentos e Ivette sintió que su alma se agitaba con el estruendo del agua envolviéndose en las capas de espuma blanca que se dispersaban y se recogían y se alargaban hasta que las olas se volvían tan transparentes y delgadas como vidrio caliente.
Tch-ch-cht.
Ivette abrió los ojos, pero no vio a nadie. Tenía dificultades para distinguir las figuras. Le parecía estar mirando a través de un papel enrollado.
Tch-ch-cht.
Ivette volteó la cabeza a izquierda y derecha. Todavía tenía los músculos muy débiles a causa de la atrofia para levantar la cabeza y mirar cuál era la fuente del sonido. De repente, el lente de su visión cónica se llenó con la cara de una niñita que llevaba una canasta sobre la cabeza. Era espectacularmente linda, tenía la piel color caramelo y ojos grandes color miel: un ángel con un vestido sucio y roto. La niña puso la canasta en el suelo y se acercó a Ivette con sigilo, mirando a la izquierda y a la derecha antes de sonreír.
Metió la mano en la canasta y sacó un ridículo pollito pintado de rosado, que puso sobre el regazo de Ivette. Ivette miró los ojos diminutos y brillantes del pollito y su pico apuntando hacia arriba y deseó poder mover la mano para acariciarlo. La piel parecía tan suave que Ivette casi no podía creerlo. La niñita se acercó más y regó un puñado de maíz sobre el regazo de Ivette, quien miraba como el pollito cogía cada granito con el pico, echaba la cabeza hacia atrás y se lo tragaba. Sintió el delicado peso del pollito moviéndose sobre sus muslos. Ivette comenzó a reírse con una alegría infantil, maravillada ante la prueba sensorial de que estaba viva. La niñita se rió con ella y parecía estar extremadamente complacida. Puedes quedarte con él, dijo en español.
De repente Ivette sintió un deseo abrumador de sentar a esa niñita en su regazo y peinarle ese cabello quemado por el sol, enseñarle a leer y escribir y amarla para siempre. Ivette bajó la vista hacia el pollito que seguía sobre su regazo. Estaba terminando de comerse el último granito de maíz. Es hora, Ivette, dijo la niñita.
Mientras que el pajarito agarraba el último granito amarillo, Ivette recordó de repente porqué estaba tan apurada el día del accidente; porqué estaba tan preocupada que se le había olvidado ponerse el cinturón de seguridad. El recuerdo apareció lentamente y, mientras desplegaba sobre ella una lluvia de detalles, Ivette se quedó sin aire.
En esa última mañana, Ivette acababa de dejar la ropa en la lavandería, cuando lo vio. Iba caminando por la acera hacia la oficina de correos, mientras hurgaba entre su bolso para asegurarse de haber traído el montón de sobres que tenía que enviar, y de repente ahí estaba él, bajándose de un auto, al otro lado de la calle. Ivette quedó paralizada. No se sorprendió cuando sintió esa conocida sensación de frío que parecía salir de su estómago, pues sabía que siempre iba a estar ahí. Habían pasado cinco años desde la última vez que lo vio y, sin embargo, era como si alguien hubiese recortado el tiempo. Aun desde el otro lado de la calle, la presencia de este hombre todavía le despertaba un sentimiento de intimidad. Estaba un poco más gordo, pero de resto se veía igual que siempre. Ella había oído que ahora vivía en Arizona. Ivette sintió un ligero temblor que comenzó a sacudir los huesos de sus manos, sus rodillas y sus dientes. Respiró profundo y trató de recuperar la compostura.
Al otro lado de la calle, el hombre dio un paso atrás y abrió la puerta del asiento trasero de su auto azul. Se metió dentro del carro y, cuando salió, llevaba un niño en brazos. Una mujer esbelta, cuyo rostro no se alcanzaba a ver pues estaba oculto por un par de lentes oscuros y un sombrero, salió del otro lado del auto y tomó al bebé, mientras que el hombre le metía monedas al parquímetro. Luego tomó la mano de su esposa y los dos se dirigieron hacia la cafetería Olimpia.
Ivette volvió a entrar a la lavandería y los observó desde la seguridad del vidrio que le servía de fachada al establecimiento. Recordaba el día —de hecho, también recordaba la hora exacta— en que él había ido a su apartamento a decirle que todo había terminado entre ellos. Cuando salió (todavía podía oír sus pasos embozados por la alfombra del corredor), ella se quedó despierta la mayor parte de la noche, hecha un ovillo, temblando violentamente ante la perspectiva de la mañana que se acercaba. Después de que por fin se quedó dormida, justo antes del amanecer, su cuerpo exhausto comenzó a sudar y, al despertar, tenía el pijama y las sábanas totalmente empapadas. Él la había dejado de la misma manera en que un miembro amputado deja el cuerpo. Siempre experimentaría una especie de dolor fantasma por él. Siempre.
Después de unos cuantos minutos durante los cuales trató de recuperarse, Ivette se encaminó a su auto y desistió de hacer las otras diligencias de la mañana. Se deslizó en el asiento de su Mustang clásico, preguntándose si él lo habría reconocido, estacionado al otro lado de la calle. Mientras se dirigía de regreso a casa, sintió que conducir rápido era como una especie de desafío y le procuraba un poco de alivio. Ivette no sentía que el hecho de experimentar de nuevo ese viejo dolor fuera una traición a Will. El amor que sentía por su esposo era un amor tranquilo, en el que reinaba la confianza. El amor que había conocido antes de Will había sido un temerario e inquietante viaje hasta el fin del mundo, una ráfaga que continuaba su caída en el vacío durante todo el tiempo que ella viviera para recordarla.
Ivette pensó: Ahora es el marido de alguien. Es papá. Una señal amarilla de la carretera advertía que había una curva peligrosa adelante y anunciaba que el límite de velocidad eran treinta kilómetros por hora.
El pollito comenzó a saltar agitadamente en su regazo e Ivette sacudió la cabeza. Qué alivio liberarse de ese terrible cautiverio, pensó. Recordaba que los días que siguieron a ese aciago evento, habían sido aún peores que el tiempo que había pasado en el limbo.
Ivette volvió a pensar en Will. Descubrir de pronto que él no había sido la primera opción de su corazón la hizo amarlo todavía más. Años atrás, el corazón transparente e inmaculado de Will le había ayudado a restaurar su capacidad de amar, y ya fuera que lo supiera o no, el sentimiento de lealtad que Will abrigaba en ese viejo pecho siempre terminaría por sabotearlo. Mientras que el corazón de su esposa siguiera latiendo, Will seguiría siendo de Ivette. Para bien o para mal.
Y luego estaba su madre, su mayor preocupación. A juzgar por la enceguecedora luminosidad de su lucidez, Ivette podía ver que su recuperación era un regalo pasajero. La oscuridad regresaría con el tiempo y Silvia sufriría todavía más. Ivette había luchado durante mucho tiempo para llegar a un lugar más alto, para escapar de las cavernas oscuras, y no podía simplemente regresar; no podía hacerlo por Will y ni siquiera por su madre. Estaba cansada, muy cansada. Permanecer viva significaba una vida sin bailar, sin reír, sin cocinar o tener hijos o ir de compras o nadar o salir a navegar. Pudrirse en una cama y esperar durante años el alivio que le estaban ofreciendo en este preciso momento.
El mar quería una respuesta, así que Ivette se concentró en hacer un siniestro cálculo: sumar las razones por las cuales quería vivir y restarle las razones por las que quería morir. Ya llevaba varios días escuchando el llamado del mar y, por primera vez en su vida, entendía su lenguaje. Al igual que un órgano inmenso, el mar palpitaba y pasaba por el mundo como una exhalación, llenándolo de energía, limpiándolo, comunicándose, creando. Era algo asustador y terriblemente reconfortante al mismo tiempo. La noche anterior, el mar la había invitado a morir.
Ivette sintió que comenzaba a caer en ese conocido letargo, como una nube que interfería sus comunicaciones. Ya no quería más eso, ese quedar sepultada bajo una tormenta de nieve. Así que gritó: “¡No más!” El sonido de las olas se hizo más fuerte. El pollito, que todavía estaba picoteando en su regazo, se quedó quieto y extendió las alas. Saltó desde su regazo al suelo de baldosín y echó a correr a través del patio.
Ivette observó al pollito mientras huía hacia el mar, con sus débiles patitas corriendo hacia esa incansable extensión, sin saber a dónde se dirigía o de qué estaba huyendo. Una ola se levantó y se llevó al pollito. Ivette esperó un rato, pero no vio aparecer de nuevo su cabeza sobre el agua y de pronto entendió lo que debía hacer. Recordó haber visto una señal en el canal que decía PROHIBIDO DESPERTAR. Mientras que el ritmo de su corazón se aceleraba, entendió que en el mundo había una fuerza que tenía derechos sobre todo y que se llevaba lo que estaba enfermo y ya no funcionaba y lo limpiaba todo de nuevo.
Finalmente apareció la cabecita rosada en la superficie del agua y luego volvió a desaparecer, entre el remolino de las olas. El borde de cada ola se iba adelgazando hasta convertirse en dedos de espuma que apuntaban hacia la tierra, directamente hacia ella. Eso le indicaba que la necesitaban en otra parte. Esta vez no quedaría marginada en un limbo. Se volvería parte de algo inmenso y misterioso y volvería a vivir. Ivette apoyó su decisión en esa hermosa y tranquilizadora promesa: se iría.
Casi enseguida escuchó las instrucciones, que llegaron hasta ella a través del extraño lenguaje de esas grandes palpitaciones líquidas. Estiró la mano y quitó el seguro de la silla de ruedas. Empújame hacia el mar, le dijo a la niñita, que estaba esperando a su lado. La niña obedeció y le dio un fuerte empujón a la silla de ruedas. La silla salió rodando por el piso de baldosín y luego se detuvo en el punto en que comenzaba la arena seca y suelta. El agua todavía estaba a más de quince metros. Ivette tomó la mano de la niña y esperó.
El agua avanzó y las olas parecían estar buscando a tientas algo que habían perdido. Una ola se separó del turbulento remolino de las aguas y avanzó hacia delante, adentrándose sobre la tierra mucho más que cualquier otra. Atravesó la inmensa playa y penetró más allá de las rejas de hierro de Caracol. Una invasión de agua salada contaminó las cristalinas aguas de la piscina de estilo marroquí, dejando un nauseabundo rastro de algas y arena negra que llegaba hasta los baldosines de la entrada. El ruido fue tan grande que se escuchó adentro, pero sólo lo oyeron los pacientes en coma. En el pabellón donde estaban las habitaciones, varios dedos se movieron, varios párpados se agitaron y varias sonrisas de alivio cruzaron por los rostros cenicientos.
El mar abrió su enorme boca y engulló a Ivette. Ella se entregó voluntariamente, con alegría. Su frágil conciencia fue reemplazada por un sentimiento de asombro y lucidez y luego estalló con la euforia de la muerte. Se sumergió en el agua fría y, con una infinita sensación de alivio y dicha, vio que Él era realmente el soberano de todas las moléculas, el profeta eterno de la clemencia, el orden y la esperanza.