De Los Ángeles volví en el último vuelo. Las tiendas del aeropuerto ya estaban cerradas; los taxis se llenaron muy rápido de turistas que venían de Miami, donde hice la conexión. Caminé hasta el apartamento que estaba a seis cuadras, arrastré la maleta pesada, y cuando llegué me senté en el pretil del edificio. Prendí un cigarrillo. Alcé la cara para estirar el cuello y el cartel del pollo frito me encandiló. Por fin le habían arreglado el pico.
Subí. Milagros se estaba quedando donde su novio francés, decía en un mensaje en la contestadora. El novio francés se estaba quedando en un hotel boutique del centro, un palacete colonial con pocas habitaciones… Si no es así una no tiene chance de conocer esos lugares, dijo Milagros, risueña, antes de colgar. Abrí una cerveza y me asomé a la ventana, no corría brisa. Después vi una película sobre una mujer que triunfaba en Nueva York como bartender.
A la madrugada sonó mi celular. Aló. Era del hospital: Gustavo se había caído y se había dislocado la cadera, tendría que usar muletas por un tiempo; alguien tenía que ayudarlo a salir, llevarlo a su casa, bañarlo, darle de comer. Pero yo no soy familiar, dije. ¿Conoce a algún familiar? No, están muertos, los tiraron al mar. ¿Cómo?, dijo la enfermera. No conozco ningún familiar. Lo reportaremos como indigente. Ok.
Pero a la mañana llamé a la aerolínea, extendió la licencia y me fui al hospital. La enfermera llenaba una planilla que yo debía firmar para que le dieran de alta: ¿nombre y apellido? Maritza Caballero. ¿Parentesco? Hija. Y lo llevé a su choza.
Le había traído una gorra de Los Angeles Lakers. Se la puse. Le dije que me quedaría con él para cuidarlo, él no dijo ni sí ni no. Miraba lejos, como perdido. No dijo nada hasta que fue hora de comer: ¿te gusta el clavo de olor? Y yo: no tanto. Acá se come mucho clavo de olor, y se arrastró hasta la cocinita, sacó unas cosas de la nevera, se puso a cocinar.
Los días que siguieron fueron así:
Gustavo se levantaba a las cinco, cuando todavía estaba oscuro. Se ponía la gorra, agarraba sus muletas y abría de un golpe las puertas de la choza; entraba un olor a sal y a pescado muerto que los primeros días se me hizo intolerable. Después me acostumbré. De todas formas le dije que mandara a vaciar esa piscina, que para qué la quería, si ahí ya no criaba nada más que hongos, renacuajos, moho, podredumbre. Y ese pescado amorfo con una gran protuberancia en la cabeza. Era un pez mutante, un monstruo marino capaz de sobrevivir en esa agua negra y comerse las sobras de comida que le echaba Gustavo.
Una mañana me levanté y el pescado había mutado en cerdo. No es un cerdo, decía Gustavo. Pero parecía. El pescado era una bola de carne enorme y rosada que abría la bocota cuando uno se acercaba por ahí, como si estuviera bostezando.
Gustavo y yo comíamos bajo el parapeto. Gustavo había dejado de usar las muletas a los tres días, y había vuelto a pescar. La gorra la seguía usando. Yo lo acompañaba porque le costaba caminar, moverse con fluidez y flexibilidad, era como si le faltara aceite en las bisagras. Salíamos a las siete en una lancha destartalada que se llamaba «Todo es para ti». ¿Por qué se llama así?, le pregunté. Porque es cierto. Pescábamos poco, pero eso no importaba porque Gustavo ya no tenía clientes. A la tarde, cuando bajaba el sol, yo lo dejaba limpiando el pescado y me iba a caminar por la playa, a acostarme en la arena bocarriba, a mirar el cielo.
Arriba, abajo, arriba, abajo: me tocaba pensando en Toño. Y en la mujer de Toño. Y en los hijos de sus hijos y en los nietos de sus nietos. Toda gente insalvable.
Después volvía y Gustavo había preparado algún guiso especiado y hostigante; comíamos un poco, el resto lo tiraba a la piscina para el pez cerdo y después prendíamos un porro. Nos metíamos en la hamaca y veíamos cómo el cielo se iba oscureciendo y llenando de estrellas, la luna, unas pocas nubes. Gustavo me contaba historias que ya me sabía, a veces las contaba mal y me tocaba corregirlo. A veces se inventaba pedazos nuevos, absurdos, inconducentes. Y yo lo dejaba seguir. Hasta que un día dejé de escucharlo. Fue fácil, en vez de oír su voz armando frases estiradas, oía el sonido de las olas y del viento: un chillido frío y afilado que al cabo de un rato se hacía un murmullo ensordecedor. Entonces me concentraba en el horizonte, que a esa hora estaba vacío.