Esa tarde yo tenía once años. Eran las vacaciones de junio de 1991 y mis hermanos y yo estábamos frente al televisor mirando propagandas. Por la ventana entraba una luz potente que me daba directo en la cara y me hacía entrecerrar los ojos; por eso no podía ver bien a mi mamá, que se había atravesado como un escudo de sombra entre el resplandor y nosotros:
—Su papá se murió —dijo mientras se envolvía el pelo en un moño.
Nadie dijo nada.
Isabel, mi hermana mayor, se levantó del sofá y se quejó del calor. Antes ya se había quejado de otra cosa. Del olor. Afuera, en algún lote, estaban quemando basura.
—Qué se va a haber muerto—dijo fastidiada.
Tenía puesto un short que se amarraba en las caderas como si fuera un pañal. Mi mamá la miró con los párpados caídos. Hasta ese momento no me había dado cuenta de que estaba llorando: tenía el delineador chorreado y quiso limpiárselo con la mano, pero lo que hizo fue regárselo más.
—Pareces un mapache —dijo Isabel y se acomodó el short, que se le subía en la entrepierna.
—Ve a ponerte algo decente —contestó mi mamá. Después me miró a mí—: Tú también.
Yo tenía puesto mi disfraz de hawaiana porque estaba practicando una obra de teatro con Gabito, mi hermano menor. Él me preguntaba: «¿De dónde provienen las flores de tu cintura?». Y yo, después de un giro completo en punta de pies, le decía: «De todos los príncipes de Europa».
Eugenia, mi segunda hermana (aunque solo por cuestión de minutos, porque era melliza de Isabel), caminó hacia el pasillo que conducía a la oficina de mi papá. Dijo: «Vamos a ver». Pero lo dijo de mala gana y a mi mamá le dio rabia:
—Maldita sea, no me creen, no me respetan, pero ya verán: Dios las va a castigar mandándoles una cosa horrible, alguna enfermedad.
Se persignó. Hacía eso para anular la maldición: uno podía desear las peores cosas, pero si inmediatamente después se persignaba, era como si no hubiese dicho nada. Mi mamá avanzó hacia la oficina y la seguimos. Atravesamos el pasillo en fila india, me pareció más oscuro y estrecho que otras veces. En las paredes colgaban muchas fotos de nosotros: cada tanto ponían una nueva pero nadie sacaba la anterior. Yo todavía aparecía en mi primera comunión, con ese velo esponjoso en la cabeza; y estaba Gabito posando con un bate y el uniforme de béisbol, que le quedaba enorme. La más reciente debía ser la del quinceañero de las mellas, hacía casi dos años: una hilera de chicas peinadas con copete. Las fotos se habían ido comiendo las paredes de la casa. Habían empezado discretas en la sala, después cada quien fue armando collages para su cuarto y, finalmente, llegaron hasta el pasillo donde (decía mi papá) se amontonaban como moscas sobre un restito de mermelada.
Mi mamá abrió la puerta de la oficina y encontramos a mi papá sentado en la silla de cuero verde, de espaldas a la puerta, mirando por la ventana que daba a una calle polvorienta con dos postes de luz y, más atrás, un lote vacío.
—¿Gabriel? —dijo ella.
Él no se movió. A mí se me enfrió la barriga. Eugenia se acercó a la silla y le dio la vuelta: era una de esas giratorias, con rueditas. Estaba vieja y chilló como un gato. Ya era vieja cuando llegó a la casa: la habían comprado en una feria de muebles usados y los primeros días la miramos con respeto porque era de cuero. En la casa no había nada de cuero. «¿Por qué?», había preguntado ese día Isabel. «Porque el cuero suda», contestó mi mamá. «Porque el cuero es caro», se le encimó Eugenia y mi mamá rezongó: «Nada que ver». Con el tiempo, los cuatro nos fuimos subiendo a la silla de a dos cada vez y nos hicimos arrastrar por la casa hasta que un día Gabito se cayó y se partió los dientes y estuvo desmellado como un año.
—¿Vieron? —a mi mamá le tembló la voz.
Gabito se agarró a la falda de su vestido. Eugenia se apartó del escritorio. La cara de mi papá era la de siempre, salvo por los ojos, que estaban blancos.
—¿Papi? —dijo Isabel, los granitos de la cara taponados con Clearasil—. ¿Papá? —insistió, pero ahora en un tono quejumbroso.
Y mi papá tembló:
—¿Qué fue?
Fue como si una corriente eléctrica le entrara por los pies y le recorriera todo el cuerpo: se frotó los brazos, se aplastó las canas, se restregó la cara con las manos. Y sus ojos volvieron a ser los ojos de un vivo.
—¿Qué hacen ahí? —miró a mi mamá.
Tenía las ojeras hondas, los pelos de las cejas eran una sola línea torcida. Mi mamá se tragó los mocos flojos.
—Pensé que…
Mi papá se puso los lentes que estaban sobre el escritorio y giró la silla de vuelta a la ventana. Mi mamá esperó unos segundos y cerró la puerta, caminamos por el pasillo y antes de llegar a la sala se paró:
—No le cuenten a nadie.