En este sueño yo siempre estaba dormida, no siempre en una cama: a veces en el asiento trasero de un carro, a veces en el banco de un parque. Mi papá también aparecía, pero lejos. Hacía algo que no tenía nada que ver conmigo, que no me incluía: leía un libro, hablaba con alguien, se comía un helado. Entonces aparecía un motociclista enmascarado, se bajaba de la moto y me violaba. Tenía un pito tan grande que cuando me lo metía me rompía en dos. Mi cuerpo quedaba dividido al medio por una raja que me atravesaba el torso y me llegaba hasta el cuello, y por esa raja me brotaba sangre y semen y pus.
Mi papá ni se inmutaba.
Un día junté valor y les dije a mis hermanos que me contaran algo que recordaran de mi papá porque estaba escribiendo una novela. Era cierto que, de tanto darle vueltas a su historia, de tanto recrear un posible relato sobre él, se me habían ido borrando los pedazos auténticos que lo constituían. Y ahora me tocaba reconstruirlo como un Frankenstein.
Los cuatro me contaron episodios que ubicaba a la perfección. Pero eran todos episodios felices, buenos, nada turbios ni oscuros. Entonces pensé que eran ellos los que estaban haciendo un recorte extremo, eran ellos los que lo estaban olvidando. Enseguida me corregí: vi todo con mucha claridad, como si una ventana se abriera en mi cabeza, para iluminar esa parte del cerebro donde duerme el entendimiento. El recuerdo era el resultado de la insistencia; la de mis padres en instaurar, tal vez sin mucha convicción, rituales que nos iban a permitir evocarlos en el futuro. Se recuerda aquello que te marca o aquello que se repite. Nadie puede predecir qué va a marcar a un niño, la insistencia es más simple. Repetir una situación semanalmente (el almuerzo del domingo) hasta que a fuerza de costumbre se convierta en tradición y, por lo tanto, haya que persistir en ella —todos juntos y al tiempo— sin cuestionárselo. Una familia debía tratarse de eso: poder definirse en relación al conjunto.
El ritual que más me gustaba era este de mi papá secándonos el pelo mojado con las manos envueltas en una toalla gruesa, sacudiéndonos la cabeza con tanta fuerza que terminábamos mareados —recordaba el mareo: era una linda sensación—. Hacía eso hasta que no quedara una sola hebra húmeda. Lo hacía para que no nos resfriáramos. Después nos mandaba a donde mi mamá para que ella nos peinara. Esa parte, la del peine, también la recuerdo: recuerdo que me dolía. Mi mamá trataba de desenredarme la maraña de pelos y yo pataleaba en su falda, golpeándole las piernas con mis talones afilados. Rogaba a gritos que me soltara. Llamaba a mi papá pidiendo auxilio, pero él no me oía porque estaba secándole el pelo a alguno de mis hermanos.
Según la reconstrucción de mis hermanos, y algo de mi propio recuerdo, así transcurrían los domingos en mi casa:
A la mañana mi papá hervía plátanos verdes en agua de sal, los machacaba con ajo y mantequilla y los servía en cinco totumos chicos. «Cabeza de gato» se llamaba ese plato.
Al mediodía se hacía un sancocho. Cuando ya estaba listo mi papá separaba el seco en cinco platos y cortaba todo en cuadritos muy pequeños —la yuca, el ñame, el plátano maduro, el plátano verde, la carne salada, el pollo, la ubre, el cerdo, la costilla—. Todo eso lo mezclaba con arroz y lo rociaba con caldo. Le llamábamos mazamorra de sancocho y nos encantaba.
A la noche mi papá se sentaba en la mecedora a leer hasta que se quedaba dormido con el libro entre las manos. Y así dormido se tiraba unos pedos sonoros que mis hermanos y yo celebrábamos con carcajadas.
Bruno opinaba que los sueños me estaban alertando sobre algo repugnante que había pasado en mi infancia, algo que mi papá siempre supo y de lo que no se quiso hacer cargo. Le dije que estaba equivocado: fui una niña feliz, con padres presentes y afectuosos.
Puaj: fue su respuesta.
Después me habló de mi supuesta fijación por los hombres mayores. Pero no había tal cosa, el único hombre mayor con el que estaba era X: cuando es uno solo no se llama fijación, se llama relación, le dije. Negó con la cabeza.
Bruno creía saber todo de mí, cada vez que le contaba algo me decía eso es obvio y largaba alguna característica indiscutible de mi persona que me definía como alguien destinado a pensar o hacer o soñar eso mismo que le estaba contando. Me preguntaba cosas triviales, y a partir de mis respuestas elaboraba teorías. Un día, casi un año después de la muerte de mi padre, le conté a Bruno la escena con X aquella mañana, cuando me enteré de la noticia. Se pasó un rato explicándome por qué esa memoria me iba a acompañar y por lo tanto a perturbar toda la vida; porque esa memoria era, desde antes de existir, constitutiva de mi persona.
Me dijo: el semen rodando por tus piernas será, para siempre, la constatación de tu orfandad.
Tardé como dos años en regresar a Cartagena. Cuando lo hice casi no hablé de mi padre. Al contrario, traté de actuar como todos los demás, que parecían haberlo borrado o, finalmente, transformado en otra cosa. Una sola vez le pregunté algo a mi hermana: que si ella recordaba cuál era la relación de mi papá y Álvaro Gómez. Me dijo que no. Lo que en realidad dijo fue: ¿se conocían? Yo suponía que sí porque mi mamá siempre contaba esa historia de que el tipo le había ofrecido un trabajo importante en Bogotá y mi papá no quiso. ¿Por qué no quiso? Por ella, porque ella odiaba Bogotá, no soportaba el frío ni a los cachacos. Eso había contado también aquella última noche en Buenos Aires. X le preguntó ¿qué son cachacos? —aunque ya yo le había explicado alguna vez—. Y mi mamá, sin aclararse la garganta siquiera, dijo: gente venenosa. El caso es que mi hermana me dijo que siempre había creído que esa historia de Álvaro Gómez era un invento de mi mamá. Otra vez aparecía la ficción en el recuerdo. Mis recuerdos estaban llenos de historias como esa, y mis historias estaban plagadas de recuerdos imprecisos. De mentiras. Y de silencios. Mis recuerdos eran como esos sueños imposibles de reconstruir porque el solo esfuerzo es doloroso.
Con el tiempo incluso mi mamá empezó a contradecirse. Llegó a negar cosas de las que todos los demás dábamos fe, y que podían corroborarse fácilmente en una foto. Cosas tan inocuas como que el sofá de la sala siempre había tenido el mismo tapizado: negro con flores vino tinto. En mi recuerdo el sofá de la sala había tenido al menos cuatro tapizados diferentes. En el álbum familiar también. Pero terminaba ganando ella porque mi mamá tenía el empeño que los demás no. Y el derecho. ¿Quién podía contradecirla? Un loco. O un tonto.
Mi padre fue la principal víctima de ediciones extremas en la memoria familiar: llegó a convertirse en una especie de ser divino y milagroso al que ni lagañas le salían. En el relato familiar, al menos para mí, mi padre aparecía cada vez más desdibujado. A medida que pasaron los años se me fue haciendo más ajeno, más brumoso, más místico y menos real. No me gustaba ese recuerdo, pero tampoco tenía muchos más. Un día se lo dije a mi madre. Le dije: quizá eso significa morirse. Ella, visiblemente cansada de mis reproches, bufó en el teléfono y dijo que ya volvía, que iba a servirse más café a la cocina. Yo lloré, convencida de que perderlo era irremediable, de que ni los setenta y ocho años de su existencia podrían contra mi olvido. ¿Por qué? Porque probablemente ya había empezado a olvidarlo mucho antes.
Cuando mi madre volvió al teléfono me dijo: si no te gustan mis recuerdos, empieza a juntar los tuyos; y si tampoco te gustan esos, cámbialos, y así: es lo que hacemos todos.
Le contesté, todavía llorando: yo no sé hacer eso. Y ella: entonces aprende.