Al día siguiente Tikú tuvo que hacer un esfuerzo importante para abandonar el camastro, no era fácil de digerir lo que le había pasado durante los últimos días; en el enfrentamiento con Lucio Intriago él no era desde luego el más fuerte y ya se daba por muerto, pero no quería hundirse todavía, no así, pensaba que quizá aún podría sostener la última batalla, como se lo sugerían el nahual y todos los santos que colgaban de los árboles. Calentaba un caldo cuando Twaré se asomó por la puerta y le dijo, Kwambá quiere hablar contigo. ¿Sobre qué?, preguntó Tikú, aunque ya tenía una idea de lo que iba a decirle el hijo del volcán. Kwambá estaba ahí mismo, detrás del muchacho, asomaba su enorme cabeza por la puerta de la cabaña y enseguida intervino, contó que había visto a unos hombres armados que iban siguiendo el rastro de alguien, lo dijo con un pesar que le descomponía el gesto, porque los hijos del volcán ya habían tenido algunos encuentros con la autoridad, los acusaban de algo que al final nunca podían comprobar y, después de asediarlos varias semanas, los dejaban en paz. No era fácil llegar hasta la parte baja de la montaña; una vez sorteados los desaguaderos del volcán, que cruzaban la sierra de arriba abajo, seguía una cuesta que había que recorrer andando porque ahí no entraban los caballos; las personas que llegaban iban buscando un paraje que estuviera lejos de todo, y esa condición volvía peligroso aquel territorio, que con cierta frecuencia era transitado por maleantes y forajidos. Una vez se instaló ahí un grupo de muchachos, una camarilla numerosa que puso nerviosos a los hijos del volcán; Kwambá había ido a hablar con Tikú, como lo había hecho otras veces en ocasiones parecidas, porque la gente que se instalaba en ese paraje era como un episodio meteorológico, empezaban a llegar puntualmente al final de la primavera y desaparecían al final del otoño, cuando comenzaba a apretar el frío, todos excepto Medel Intriago, que había llegado al final del invierno siguiendo la penitencia que le había impuesto el cura. Kwambá se había quejado de las incursiones, montaña arriba, de aquellos muchachos porque en cualquier momento, decía, iban a encontrarse con una de sus madrigueras, pero Tikú discrepaba: era muy difícil llegar hasta donde estaban, en todos esos años ningún forastero había aparecido nunca por ahí y no veía cómo entonces, le dijo aquella vez Tikú a Kwambá, pudiera llegar ese grupo de muchachos que, como habían podido observar, solo estaban vacilando en el bosque sin más propósito que divertirse. Pero por alguna razón el hijo del volcán veía a su tribu en peligro y estaba decidido a amedrentarlos, a hacer que se fueran de ahí como habían hecho toda la vida con la gente a la que percibían como una amenaza, les bastaba aparecerse en el campamento con sus greñas y sus pieles y su tamaño descomunal para que los invasores salieran huyendo, pero había otros, según se decía en los pueblos de la selva, que resistían esa aparición y entonces los hijos del volcán tomaban medidas, pasaban a la acción y echaban mano de sus armas para erradicarlos. Tikú siempre había optado por no enterarse de lo que hacían, no iba a meterse en sus asuntos ni tampoco le preocupaba la suerte de la gente que llegaba a instalarse en la parte baja de la montaña; haz lo que tengas que hacer, le había dicho a Kwambá aquella vez, y esa había sido toda su participación, nunca supo bien qué sucedió al final, pero el caso es que los muchachos se fueron, seguramente se habían echado a correr atemorizados por esa horda de brutos; eso era lo que él pensaba, pero en San Juan el Alto se decía otra cosa, se hablaba de la desaparición de los muchachos, del crimen de los muchachos, de la masacre de los muchachos, se hablaba de la forma en que los hijos del volcán habían irrumpido en el campamento con sus hachas, sus machetes y sus cuchillos, se contaban escenas sangrientas y, al margen de que fuera verdad todo lo que se dijo entonces, durante varios días estuvieron viendo el trasiego de hombres armados por el territorio, agentes que buscaban pistas o trataban de dar con las madrigueras de los hijos del volcán para atrapar a alguno, y llevarlo al pueblo para que la gente tuviera a quién hacer responsable de aquella matanza. Tikú nunca supo qué había pasado con esos muchachos, y tampoco le preguntó a Kwambá si era verdad lo que se decía en San Juan, no era su asunto y, unos días más tarde, los hombres armados ya se habían cansado de sus pesquisas infructuosas y se habían replegado hacia la selva.

No sé qué hacen esos hombres aquí, dijo Kwambá angustiado, nosotros no hemos hecho nada. Yo tampoco he hecho nada, dijo Tikú con firmeza, quizá se trata de una ronda que acaban de implementar, quizá a partir de ahora mandarán gente a vigilar la zona, dijo, debe ser la ocurrencia de algún funcionario nuevo, querrán asegurarse de que todo está bien por aquí, de que no estamos organizando una revolución, apuntó. A Kwambá no le hizo gracia el comentario, se le quedó mirando fijamente, esperaba que le dijera algo claro y rotundo para irlo a transmitir a su tribu, donde ya debía reinar el desconcierto. No te preocupes, le dijo Tikú, no va a pasar nada, comprobarán que el bosque está en calma y después se irán y no volverán hasta dentro de muchos años, añadió para que se fuera ya el hijo del volcán. Tikú no tenía ninguna duda de que esos hombres eran los esbirros de Lucio Intriago que lo estaban buscando a él, ni siquiera necesitaba verlos para saber que eran ellos, Kwambá los había divisado a lo lejos, en la falda de la montaña, no sabía cuánto podían tardar en llegar, dos días, o cinco dependiendo del momento en que encontraran la vereda del espinazo, y mientras tanto irían revisándolo todo meticulosamente, la sierra era enorme y estaba llena de vericuetos pero, conociendo el empecinamiento de Lucio, no tenía ninguna duda de que tarde o temprano acabarían dando con él.

Los hijos del volcán vivían ahí desde el principio de los tiempos, eso decían exagerando en los pueblos de la selva, las madrigueras estaban asentadas de manera irregular, fuera de la ley, igual que lo estaba su cabaña, no tenían documentos que comprobaran que aquello era suyo, pero Tikú sabía que, en caso de que la autoridad quisiera algún día echarlos de ahí, podían demostrar que llevaban mucho tiempo ocupando esas tierras y eso, con suerte, les daría el derecho de permanecer en ellas; pero Kwambá no entendía eso, ya alguna vez se lo había tratado de explicar y no había manera de tranquilizarlo, el precario estado legal de sus viviendas era su máxima preocupación, su pesadilla, y con este asociaba la presencia de los hombres armados; creía que se trataba de un lío administrativo, y no que habían llegado hasta la falda de la montaña llamados por el asesinato de Tikú.

Al final Kwambá se fue, poco convencido, por más que le dijo y le repitió que no se preocupara, que esos hombres difícilmente llegarían hasta ahí, se fue cabizbajo y acongojado con todo y que le aseguró que estaban juntos en eso, que enfrentarían codo con codo cualquier cosa que surgiera de la visita de aquellos individuos sospechosos, si es que lo eran, porque a lo mejor eran tramperos de los de toda la vida, le dijo al final, en un intento inútil para que se fuera más tranquilo; no podía decirle lo único que de verdad lo hubiera tranquilizado: no te preocupes, vienen por mí, he matado a una persona y están buscando al asesino, que soy yo, no tú, vete en paz con tu gente que no va a pasarles nada, el hombre muerto soy yo.

Kwambá se fue y el muchacho se internó en el bosque para atender las trampas que le tocaban; confiaba plenamente en lo que acababa de decir su padre y le parecía inexplicable, incluso absurdo, el recelo de Kwambá. Tikú también se fue a hacer sus cosas, tratando de sobreponerse al desasosiego que le producía la noticia de que su verdugo se aproximaba. Lucio Intriago y sus hombres, entre los que seguramente iba Gabino, tardarían días en llegar y ya tendría tiempo de asomarse a vigilar el ascenso de sus asesinos; pasó la tarde revisando las trampas que le tocaban, pero al final no resistió la tentación de bajar a la cornisa, al punto desde donde se podía observar la falda de la montaña. Estuvo ahí una hora y no pudo verlos, la sierra era inexpugnable, se pasaba de un escarpe a otro dentro de un laberinto de senderos que generalmente no llevaban a ningún lado, por eso la célula guerrillera de Abigail Luna, un grupo armado en el que Tikú cuando era joven había estado a punto de enrolarse, había resistido décadas ahí adentro sin que nadie pudiera localizarla.

Tikú sabía que tenía los días contados, pero también era verdad que no estaba muerto todavía, tenía la ventaja de que Lucio y sus hombres no sabían exactamente dónde buscarlo, y era muy probable que tardaran en decidirse a rastrear la cumbre, así que para empezar lo buscarían por las faldas, seguirían por el cauce del río, por los desaguaderos y los caminos vecinales que desembocaban en villorrios, en rancherías, en casuchas donde podían hacer preguntas, donde podían amenazar y ejercer la violencia y, con un poco de suerte, encontrar otro culpable que los dejara satisfechos, otro zarrapastroso parecido a Tikú.

Cuando regresó, Kwambá lo estaba esperando en la puerta de la cabaña, vigilado celosamente por Twaré, que no estaba dispuesto a permitir que el viejo se metiera a hurgar, a esculcar, a robarle algo a su padre ahora que ya no podía echar mano de las liebres y los conejos. Vengo de la cornisa y no he visto nada, dijo Tikú, a lo mejor ya se cansaron de buscar y se fueron, añadió convencido de que Lucio no iba a parar hasta que diera con él. Kwambá se encogió de hombros, como si no estuviera esperándolo ahí con una ansiedad palmaria justamente por esa razón. Tikú se sentó en el camastro y se alzó la pernera para aplicarse un puño de emplaste en la herida, tenía mal aspecto, parecía infectada; no aguanto la pierna, dijo a los hijos del volcán que no dejaban de contemplarlo, uno encandilado con cualquier movimiento que hiciera y el otro tratando de vislumbrar la salvación en cada uno de sus gestos.

Esa noche estaba con Twaré sentado a la mesa, cada uno bebiendo en silencio su caldo, cuando le habló otra vez la voz de adentro: Lucio Intriago va a venir a matarte, hazte ayudar por los hijos del volcán, no puedes distraerte, tienes que organizarlos para que te protejan y luego matarlo antes de que él te mate a ti. Se quedó inmóvil mientras la voz le hablaba; levantó la vista del cuenco y vio que Twaré bebía tranquilamente su caldo y, cuando pensaba que quizá lo mejor fuera salir solo a la intemperie para no tener que resistir las siguientes acometidas enfrente de su hijo, volvió a hablarle la voz, a explicarle de manera muy convincente lo que tenía que hacer, mientras Tikú miraba sin parpadear el caldo que le quedaba en el fondo del cuenco, concentrado en esa voz que ya era parte de su propio pensamiento. ¿Te pasa algo?, le preguntó Twaré. ¿No oyes la voz que me está hablando?, preguntó Tikú, a sabiendas de que su hijo no había oído nada pero con la intención de empezar por ahí, por la voz de adentro, la explicación que quería darle, no podía revelar el asesinato sin responsabilizar a la voz; ese muerto no era culpa suya, tenía que contarle a alguien lo que de verdad estaba sucediendo antes de que llegaran Lucio Intriago y sus hombres, no podía defenderse solo y era claro que, para convencer a los hijos del volcán de que lo ayudaran, no tenía mejor aliado que Twaré. El muchacho lo miró asombrado, ¿qué voz?, no oigo a nadie más que a ti, dijo disculpándose, pero al momento recapacitó, se levantó tan abruptamente que golpeó la mesa con la rodilla y volcó los cuencos de sopa con tal violencia que fueron a dar al suelo; con los ojos tocados por un súbito brillo infantil, dijo: Nakawé tiene razón. Tikú no sabía cómo interpretar el arrebato de su hijo que, al tiempo que le dedicaba una mirada llena de fervor y, como si por fin acabara de ver eso que llevaba demasiado tiempo en la penumbra, dijo: solo hay uno que puede hablar con el espíritu del volcán, y luego, en lo que una gruesa lágrima le escurría lentamente hasta desaparecerle entre las barbas, añadió: Nakawé tiene razón, solo hay uno y tú eres él.