La Portuguesa estaba rodeada de pueblos hostiles. Aparecían de pronto, siempre de noche, seis u ocho individuos que robaban gallinas, costales de café, herramientas, tambos de gasolina. Y una noche robaron la podadora. ¿Y para qué quieren la podadora estos que viven en casa de Judas, donde no hay ni pasto?, preguntaba doña Julia, la criada que los había visto llevarse la máquina a media noche, silenciosos y agazapados y, a pesar de lo grandes que eran, ágiles como las panteras, había exagerado doña Julia. Los hijos del volcán nos robaban todo el tiempo pero yo nunca los había visto, las cosas que se llevaban eran la única prueba de su existencia, en cambio las criadas, los peones y los jornaleros decían que sí los habían visto, que eran enormes, que iban cubiertos de pieles de animal, que vivían en lo alto de la Sierra Madre, decían, aunque había otros que aseguraban que tenían sus casas en la selva. ¿Y por qué se llaman los hijos del volcán, si viven en la selva?, había preguntado yo alguna vez para hacerles ver lo arbitraria que parecía esa información. Los hijos del volcán no eran propiamente nuestros enemigos y es probable que ni desearan nuestra desgracia, ni tampoco hacernos daño; cuando menos no ese daño que nos hacía sistemáticamente el alcalde, porque le había echado el ojo a nuestras tierras y quería quedarse con ellas, quería cansarnos con sus maniobras indecentes: nos mandaba inspectores, nos ponía multas absurdas e impuestos que se inventaba para sacarnos el dinero, quería que un día le dijéramos que no podíamos más, que le vendíamos la plantación, pero eso no iba a suceder; La Portuguesa había sobrevivido ya a una legión de alcaldes corruptos que no paraban de hostilizarnos y a ese también íbamos a sobrevivirlo. A mí me quedaba claro que los hijos del volcán robaban por necesidad, robaban las gallinas para comérselas y la gasolina para venderla y sacar unos pesos; eso me parecía a mí, pero la opinión de los demás era muy distinta, creían que esa tribu era enemiga de los pueblos de la selva desde el principio de los tiempos. Lo único que se sabía de los hijos del volcán era que vivían aislados, pero nadie sabía muy bien dónde, tolerábamos sus robos por ser el mal menor, pensábamos que más valía perder unas cuantas gallinas si eso nos evitaba otro tipo de enfrentamientos, porque, según decían los otomíes, los hijos del volcán eran un pueblo salvaje al que se le conocían verdaderas atrocidades, como quemar rancherías e, incluso, una iglesia en Tomatlán, aunque aquello nunca había quedado demasiado claro; lo único que quedaba claro es que con nosotros no se comportaban como una tribu salvaje y uno debe actuar por lo que percibe, no por lo que la gente anda diciendo. Aun cuando no había evidencias reales de su peligrosidad, el caporal y los jornaleros compartían un sentimiento general frente a los hijos del volcán: decían que había que combatirlos, que había que dispararles cuando los viéramos llevándose una gallina, o incluso desde que alguien los sorprendiera espiándonos, y la Chamana, que también consideraba que nuestra reacción ante las agresiones de esa tribu era demasiado tibia, había colocado una nueva camada de santos alrededor de la plantación que, según decía muy oronda, muy confiada en sus poderes, los ahuyentaría; pero lo cierto es que a pesar del despliegue de santos que implementó, los hijos del volcán seguían robándonos cosas. Tampoco faltaban los que decían que no eran humanos, que eran una tribu de espíritus y que además de hablar como los pájaros las mujeres ponían huevos. Y si ponen huevos, ¿para qué se roban nuestras gallinas?, pregunté una vez a la Chamana, por hacer un chiste que distendiera la situación, pero ella se me quedó mirando con mucha inquina antes de decirme: si serás pendejo.
Los hijos del volcán eran la encarnación del mal en los pueblos de la selva, eran la personificación de un miedo atávico, representaban el temor que sienten los individuos de cualquier comunidad a ser invadidos, a ser despojados de sus tierras y de sus pertenencias, a ser asesinados en masa por una tribu que actúa fuera del código elemental de convivencia.
Toleramos un montón de robos, más o menos inofensivos, hasta que una noche se llevaron dos vacas, y papá y yo pensamos que consentir aquello era ya demasiado y que, si no hacíamos algo, iban a terminar quemándonos la casa, así que al día siguiente salí a buscarlos. Todos coincidían en que había que caminar hacia el volcán; en dos o tres horas, a lo mucho, te los vas a encontrar, me dijo la Chamana con una seguridad que me animó a hacer el viaje; tenía que ir andando, no había más forma de alcanzar el sitio donde supuestamente vivían los hijos del volcán, no había brechas para meter la camioneta, todo era maraña verdosa y selva furibunda y con el caballo podría hacer una parte de la ruta pero después, cuando hubiera que abrirse paso con el machete, tendría que dejarlo ahí, a merced de los hijos del volcán, o de los guerrilleros, o de los cuatreros que tampoco faltaban y valiente negocio. Hice el trayecto hasta el final de la plantación en la camioneta, acompañado por dos pistoleros que me asignó el caporal, y de ahí comenzamos a caminar a punta de machete hacia el volcán, en silencio porque queríamos sorprenderlos, y no era difícil que anduvieran por ahí rondando, viendo cómo le hacían para robarnos otras vacas. Los pistoleros iban muy serios, habíamos intercambiado algunas palabras en la camioneta, las suficientes para que yo me diera cuenta de que el encargo no les hacía ninguna gracia, pues una cosa era vigilar los límites de la plantación, y otra muy distinta internarse en la jungla y avanzar expuestos por los cuatro costados, para recuperar dos vacas del patrón. Además, uno de ellos era Tikú, el hijo del caporal, el caporalito, como le decían algunos. Tikú estudiaba para ser maestro en la Escuela Normal, vivía en La Portuguesa, pero al margen de las faenas de la plantación, y su padre me lo enviaba con el otro pistolero para que se le quitara lo jotito, así lo dijo cuando le pedí una explicación. ¿Cómo que lo jotito?, le pregunté, y él me respondió que el patrón, o sea papá, consentía demasiado a su hijo y que eso no le hacía ningún bien, que tenía que ponerse a trabajar como todos los demás, no a estudiar para luego de todas formas acabar de caporal. De caporal como tú, le dije, y él se me quedó mirando de un modo que entendí como una invitación a cambiar de tema. Todo lo que hacían los pistoleros era seguirme por el camino que iba improvisando con el machete, tratando de no perder el rumbo, que a veces tenía que comprobar encaramándome a una rama para buscar la silueta del volcán. Dentro de la selva reinaban la penumbra y la humedad, había pasos que daba sin ver dónde ponía las botas y los tajos del machete los iba haciendo al tanteo, cortaba de un golpe la maleza que estorbaba, cortaba nada más lo suficiente para que me cupiera el cuerpo, y detrás de mí se escurrían Tikú y el otro, un tal Miguelón con el que ya alguna vez había tenido alguna trifulca a propósito de su método para apilar los sacos de café, en un desorden que podía provocar que la pila se viniera abajo y se dañara el grano que ya estaba listo para venderse. En algún momento durante el trayecto me sentí incómodo de tener detrás al Miguelón, que podía dejarse llevar por el resentimiento y, sin ninguna dificultad, pegarme un tiro en la nuca y largarse; pero Tikú caminaba detrás de él y no iba a permitirlo, pensé para tranquilizarme que ese muchacho dependía completamente de nosotros, le pagábamos la escuela, los libros y los útiles y hasta la ropa, y además le habíamos dado un caballo y encima lo dispensábamos de hacer las faenas de la plantación para que pudiera estudiar, incluso papá tenía la idea, porque era un muchacho muy listo, de ponerlo en el futuro en la oficina para que nos ayudara a administrar el cafetal, así que yo asumía que Tikú no iba a poner en riesgo ni los privilegios que tenía ni su futuro. Cuando llevábamos media hora andando, volteé para ver a qué distancia venían los pistoleros, ya no los sentía detrás y no quería que se rezagaran y me perdieran de vista; los esperé unos minutos y después comencé a desandar el camino pero enseguida resolví que seguiría adelante sin ellos; ya me abandonaron, pensé, y ahí mismo tomé la decisión de echar al Miguelón de La Portuguesa, si es que aparecía, porque con frecuencia los trabajadores se iban sin despedirse, se esfumaban y ya no se volvía a saber de ellos, y a veces me enteraba que alguno, que había trabajado durante años con nosotros, ahora estaba en la finca de al lado, o trabajando en el mercado de Galatea o en uno de los cañaverales que había llegando a Las Brujas. A Tikú no podía echarlo, no quería problemas con el caporal y además papá no iba a permitirlo, pero algo tendría que decirle; de todas formas la presencia de los pistoleros me había parecido desde el principio una exageración, y me quedaba claro que si la idea era llegar frente a los hijos del volcán en son de paz, lo mejor era llegar solo.
Encontré un ojo de agua que estaba sumido en la maleza, invadido por un árbol enorme que parecía una pieza fuera de lugar, un despropósito, sus ramas y raíces se tocaban unas con otras, completaban algo que se perpetuaba en una suerte de anillo. Aproveché para llenar la cantimplora y para mojarme la cabeza y la cara; pensé que más me valía recuperar las vacas porque papá empezaba a contemplar muy seriamente la posibilidad de dejarme al mando de la plantación y yo quería demostrar que era capaz de gobernar cualquier cosa que amenazara La Portuguesa: papá ya se sentía viejo, mi madre había muerto hacía unos meses y pensaba que probablemente era ya momento de irse; quisiera morir en Barcelona y no en esta selva nauseabunda, me había dicho más de una vez últimamente; no se te olvide que en esta selva nauseabunda nací yo y que aquí te has vuelto un hombre rico, dije, a sabiendas de que ya tenía decidido irse, a sabiendas de que la selva, a pesar de todo lo que le daba, le había parecido siempre un lugar inhóspito.
Mientras llenaba la cantimplora en el ojo de agua sentí que alguien me estaba mirando y, en cuanto levanté la cabeza para sorprenderlo, pensando que sería uno de los pistoleros que me habían abandonado, vi cómo se escabullía con gran habilidad un cuerpo, y cuando me incorporé, vi que detrás de mí había otro que también salió corriendo selva adentro; eran dos personas menudas vestidas con ropa de manta, según había alcanzado a ver, que no coincidían para nada con la descripción de los hijos del volcán. Tuve miedo, la selva se apretaba contra mí pero me sentía expuesto por todos lados, comencé a dar tajos con el machete siguiendo la dirección que habían marcado en su huida esos dos tipos, que seguramente estaban relacionados con el robo de las vacas. Más tarde, un poco aturdido de tanto golpear ramas y raíces con el machete, tuve un lance de optimismo y di por hecho que si esos hombres no me habían agredido todavía, quería decir, de forma inequívoca, que había grandes posibilidades de que yo regresara con las vacas a la plantación; se trataba, como digo, de un lance de optimismo porque a quien roba no le gusta que le quiten lo robado. De todas formas llevaba por si acaso una treinta y ocho en el cinturón.
Cuando yo era un niño, lo primero que hacía papá al subirse a la camioneta era meter la pistola debajo del asiento, un revólver negro con la empuñadura gris, exactamente igual que el mío, en Galatea había una sola armería y un solo tipo de revólver, y yo había pasado del rifle 22 que usaba cuando era joven, al revólver 38, que ya era un calibre más serio. Esto no es como el 22, si le dispara a alguien con esto tiene que estar seguro de que quiere usted matarlo, me había dicho el caporal en una ocasión sopesando lujuriosamente mi revólver. Papá acomodaba la pistola debajo del asiento, no muy al fondo para tenerla siempre a mano, y luego nos íbamos por la carretera, a veces dos horas hasta Veracruz, y otras una eternidad por un camino de tierra hasta El Naranjo, o hasta Las Brujas; en todos los viajes corríamos el peligro de que nos asaltara un bandido, o la guerrilla de Abigail Luna, un temible grupo armado que se ocultaba en la sierra y asaltaba viajeros para subvencionar su gesta, que yo entonces no sabía muy bien cuál era ni tampoco preguntaba, quizá calculando que cada dato que me fuera revelado aumentaría exponencialmente mi temor. Yo sabía que papá llevaba la pistola para defendernos, no me atrevía a pensar si, en el caso de que un bandido o el mismo Abigail Luna nos atacara, papá iba a ser capaz de dispararles. La pistola me hacía sentir seguro, era un objeto poderoso que cuando no estaba en la camioneta dormía en el cajón de papá, al lado de su cama, como un aliado que esperaba el momento de aniquilar, de un solo golpe certero, a su enemigo; el revólver era su centinela, su vigilante nocturno, era el poder al que se agarraba así como otros se encomendaban a los santos. Yo tenía prohibido acercarme a la pistola, pero a veces, cuando estaba seguro de que nadie me veía, la sacaba de su escondite para manipularla, y también sacaba un estuche rectangular de color amarillo donde las balas estaban formadas en seis filas, asentadas sobre el casquillo y con las puntas de plomo al aire, como un sembradío de flores decapitadas. Las balas chatas hacen heridas más grandes que las que tienen punta, me dijo una vez el caporal, las balas chatas hacen un agujero enorme por el que se va la vida, no hay manos ni trapos que puedan contener la sangre que sale de una herida de bala chata, rece usted por que tenga punta la bala que lo alcance si es que algún día lo alcanza, me dijo el caporal. Me sentaba en el suelo y jugaba a ir metiendo las balas chatas en el cilindro del revólver, una por una, y después regresaba el cilindro a su lugar, con un aspaviento que terminaba en un chasquido, como veía que hacía papá cada vez que salíamos a la carretera; amartillaba el gatillo solo para sentirme en el umbral, a punto del disparo, en un lapso turbio donde confluían revueltos el miedo, la sensación de poder y la misericordia.
Una vez íbamos por la brecha rumbo a Las Brujas, habíamos salido muy temprano de La Portuguesa, hacía fresco y los últimos jirones de la bruma nocturna se desprendían de la selva y dejaban libres a los árboles, al breñal y a la manigua para que el sol descargara sobre ellos toda su furia, una furia que era de un amarillo cegador; la camioneta daba tumbos de un lado a otro y atraía a los perros, que nos seguían unos metros ladrando con ferocidad y después desistían, apabullados por su fracaso se tragaban la estela de polvo que íbamos dejando a lo largo del camino. Cíclicamente, supongo que cuando creía que se avecinaba una situación de peligro, papá, sin bajar la velocidad de la camioneta ni desatender su trabajosa conducción, metía la mano debajo de su asiento para comprobar que la pistola seguía ahí, para tocarla y estar seguro de que podía recurrir a ella en caso de que nos saliera Abigail Luna o alguno de sus temibles acólitos; esa siniestra media docena de hombres de machete y sombrero, con un arma larga cruzada por la espalda, cuyas fotografías habían salido publicadas en El Sol de Galatea. Este es el Requeté, había dicho el caporal agitando frente a papá la hoja del periódico donde aparecía su conocido, que resultaba ser uno de los lugartenientes de Abigail Luna. ¿Y sigue usted en contacto con él?, había preguntado papá, mirándolo con cierta desconfianza porque, naturalmente, no deseaba que un tentáculo de la guerrilla se colara en la plantación. Ni lo mande Dios, había contestado con mucho énfasis el caporal. La brecha hacia Las Brujas era de subida y tenía una cantidad de curvas indigesta; papá vendía café al presidente municipal, don Melquiades, por eso íbamos a ese pueblo, y cada vez que metía la mano debajo del asiento, para asegurarse de que la pistola seguía a su alcance, yo esperaba que frenara súbitamente la camioneta y se lanzara selva adentro con el revólver en la mano, o que la emprendiera a tiros contra un guerrillero que nos cerrara el camino; pero nada de eso sucedía nunca, se trataba de un ritual, al tocarla, el arma adquiría la función de un talismán.
Finalmente, siguiendo la dirección en la que habían huido los dos tipos que me estaban espiando, llegué a una aldea que era más bien un grupo de chozas que se integraban en la vegetación, comunicadas por un laberinto de caminos que había que ir descifrando, una aldea que tenía que ser invisible desde el aire, pensé, porque una de las opciones que había ofrecido el caporal, cuando los robos comenzaron a ser más descarados, era la de subirnos al globo aerostático que habíamos usado algunas veces para recorrer el cafetal, y aparecer ahí, como caídos del cielo, a reclamarle a los bandidos lo que nos habían robado. La idea no era del todo mala, pero el globo estaba plegado en la bodega, y la canastilla desmontada, y ponerlo a punto suponía un trabajo excesivo; nos sale más a cuenta asumir los robos, había terminado por decirle al caporal. El globo nos había servido durante unos meses, pero los preparativos antes de volar eran largos y laboriosos y habíamos acabado regresando a los caballos para recorrer la propiedad, y arrumbando el artefacto en un rincón de la bodega; y aunque lo hubiéramos montado, de todas formas nos hubiéramos llevado un chasco, pensé, porque la aldea era invisible hasta que se estaba dentro de ella; por otra parte las chozas eran unos habitáculos pequeños donde de ninguna forma podían caber los hijos del volcán, que eran, según decían, gigantescos; más bien me pareció, por los instrumentos que alcancé a ver, unas inconfundibles lanzas de bambú con punta del vidrio que sacaban de las botellas de refresco, que en aquella aldea vivían los popolocas, una tribu antipática que ya también alguna vez nos había hecho una trastada. Caminé por un sendero, las chozas estaban vacías, pero en una de ellas había un anafre encendido, se notaba que habían salido deprisa al verme venir y lo mismo noté en otras chozas a las que me iba llevando la vereda; los popolocas estaban escondidos, no querían enfrentarse conmigo, pensé que quizá me tenían miedo. En un claro que había al final de la vereda, alumbradas por el único rayo de sol que entraba en la maleza, estaban las dos vacas, las Holstein que le habíamos comprado hacía poco a Lucio Intriago. Me dirigí hacia allá, pero cuando me acercaba al claro pensé que estaba cayendo en una trampa, que las vacas eran el cebo para atraerme y que antes de que llegara a donde estaban iban a acribillarme con esas lanzas de punta de vidrio que rebañaban de veneno, lo sabíamos porque alguna vez habíamos encontrado un animal muerto, envenenado con una de esas flechas, tieso y con el morro manchado de una baba azul. Me llevé la mano al revólver, por si acaso, y dije en voz alta, ya en el claro, que iba a llevarme esas vacas porque eran mías y luego desenfundé el arma, la revisé, abrí el cilindro y miré las balas, cerré el mecanismo con un chasquido intimidatorio, como lo hacía con el revólver de papá cuando era niño y, con la pistola todavía en la mano, desaté las vacas y comencé a caminar de regreso a La Portuguesa. Salí de la aldea todavía con la pistola desenfundada, que probablemente hubiera sido incapaz de usar contra esos pobres indios, pero aprovechando plenamente su función de talismán; el arma consiguió que los popolocas no me dedicaran ni una flecha, ni un gesto, ni una palabra.
Desanduve el camino de vuelta, que en algunas partes era demasiado angosto para las vacas y en más de una ocasión tuve que meter el machete para que pudieran pasar; tenían mucho menos alzada que los caballos y podían ir avanzando sin demasiada dificultad.
Ya cerca de la plantación me encontré con Tikú, que estaba recargado en el tronco de un árbol, sentado con las manos en la cara y la cabeza entre las rodillas, plegado lastimosamente sobre sí mismo. Iba a reclamarle que me habían dejado solo, iba a decirle que llegando a La Portuguesa tomaría ciertas medidas, pero en eso Tikú levantó la cara y vi que lloraba. ¿Qué pasa?, pregunté, y antes de que pudiera decirme nada me di cuenta de que a su lado estaba el Miguelón, despatarrado y con la cabeza partida por una piedra, muerto con los ojos abiertos y la cara y la camisa manchadas de sangre; también Tikú tenía sangre en las manos, unos manchones que subían casi hasta los codos. ¡Perdóneme!, gritó, ¡perdóneme, por favor!, volvió a gritar y luego empezó a llorar como si fuera un niño. Yo no podía creer lo que estaba viendo, ¿lo mataste tú?, balbuceé y él me miró de una manera en la que no cabía ninguna otra realidad: Tikú había matado al Miguelón. ¿Por qué?, le pregunté, casi enfurecido pues aquello supondría en La Portuguesa un desastre mayor, sobre todo para papá, que lo había tratado siempre como a un hijo. ¿Por qué?, volví a preguntarle y él, sin dejar de llorar, respondió: me lo dijo la voz de adentro. ¿La voz de adentro?, repetí con incredulidad, ¿la voz te dijo que mataras al Miguelón?, le pregunté, pensando que hacía apenas unas horas yo había percibido al pistolero como una amenaza, había creído que era capaz de dispararme en la nuca. Sí, la voz de adentro me dijo que lo matara, respondió y yo decidí ahí mismo, de forma irreflexiva y precipitada, que iba a ayudarlo, no quería asumir el lío que ese muerto iba a acarrear así que, de momento, no diría nada y ya hablaría después con el doctor Demeneghi, un psiquiatra amigo de la familia que vivía en Orizaba. Ayúdame a subir al Miguelón a esta vaca, no podemos dejarlo aquí tirado, le dije y mientras maniobrábamos con el cadáver le propuse que no diría nada a cambio de que me dejara llevarlo con el doctor, y luego añadí: lávate la sangre en el río, no podemos llegar así a la plantación.
El caporal se hizo cargo del cuerpo del Miguelón, estaba acostumbrado a lidiar con los cadáveres que aparecían cíclicamente en los alrededores de La Portuguesa. Lo encontramos así, no sé qué pudo haber pasado, le dije antes de que comenzara a preguntarme impertinencias.
Después del incidente, Tikú retomó su vida con una normalidad que hoy me parece siniestra, como si no hubiera cometido ese acto brutal del que solo yo estaba enterado, además de la Chamana, que siempre estaba al tanto de lo que sucedía en la plantación, los acontecimientos le llegaban de una forma misteriosa, era la conciencia colectiva, el núcleo hacia el cual confluía toda la energía, y además conocía a Tikú como si fuera su hijo; desde que era muy pequeño se había dado cuenta de esa voz que le hablaba, una voz maligna, decía ella; una voz que lleva dentro como una luz inmunda, insistía, porque ella lo había atendido cada vez que entraba en una de sus crisis; esa voz que le habla pero que no está en ningún lado, lucubraba la Chamana y ni yo, ni mi padre ni, sobre todo, mi hermana le dimos nunca la importancia que merecía esa voz, ninguno nos pusimos a buscar un remedio, seguramente porque nos parecía una dolencia inocua, una cosa de nada, decía mi hermana, a lo mejor con razón, si se comparaba la voz que oía Tikú con las atrocidades que enfrentábamos permanentemente en la plantación. Oye voces y ya está, decía papá, no vamos a hacer un drama por eso; y todo lo que había hecho él por la dolencia de su querido Tikú era contárselo al doctor Demeneghi, su amigo con el que bebía de vez en cuando un vermú. Y yo aquella vez tampoco hice nada, aun cuando la voz evidentemente había dejado de ser inocua, no lo hice porque se aproximaba el día de su graduación y pensé que, puesto que la voz era un fenómeno esporádico, lo más sensato era esperar a que terminara con sus compromisos antes de llevarlo a Orizaba con el doctor; no quería que le administraran un tratamiento que acabara frustrando su graduación, y descorazonando a papá, que esperaba con mucha ilusión ese momento, ya incluso me había contado que iba a llevarlo a festejar a la casa de la Virreina, un garito donde los hombres de la región bebían, jugaban al dominó y, los más animosos, se refocilaban con las mujeres que atendían a la clientela.
Papá tenía muchas esperanzas puestas en Tikú desde que era pequeño, se había hecho cargo de asuntos que el caporal, su padre, no estaba dispuesto a resolver, porque ese niño había llegado para complicarle la vida y ya bastante hacía, según él, teniéndolo en su casa, así que papá se ocupaba; por ejemplo, había llevado al juez a La Portuguesa para que le hiciera un acta, como la madre no iba a figurar, le había puesto los dos apellidos del padre: Domínguez Hernández, y además del nombre de Tikú, que el caporal, a pesar de que el niño no le importaba nada, estaba empecinado en ponerle, le puso Miguel Ángel: Miguel Ángel Tikú Domínguez Hernández, así dice el título de maestro normalista que tuvimos años en casa, porque el caporal no quería saber nada de eso, de las veleidades de su hijo, decía, y nosotros lo conservábamos por si algún día regresaba Tikú a La Portuguesa, o Miguel Ángel, como papá insistía en llamarlo, se negaba a decirle Tikú porque le parecía un nombre ridículo, pero había otra cosa, Tikú en lengua totonaca quiere decir «padre», y llamar padre a un hijo es un despropósito, y un conflicto cuando, como era el caso del caporal, no se quiere saber nada de él, un despropósito que, curiosamente, afloraría y cobraría sentido al final de la vida de Tikú, según me contarían años después algunos campesinos de la sierra que lo veían en las inmediaciones del volcán, gente de San Juan el Alto que lo conocía. ¿Cómo es que Tikú se convirtió en un asesino?, ¿qué vida habrá llevado Tikú para terminar así?, se preguntó mi hermana durante décadas, obsesivamente; y a mí un día, después de que Lucio Intriago me contara lo que me contó, me dio por escribir, por recapitular aquí lo que sé, lo que vi y lo que me contaron los que lo vieron después.
¿Y qué otra cosa te ha dicho que hagas la voz de adentro?, le pregunté a Tikú cuando acababa de matar al Miguelón, mientras se lavaba morosamente en el río la sangre de las manos y de los antebrazos. Que matara a la vaca con el machete, respondió Tikú con una frialdad que tendría que haberme hecho reflexionar y reaccionar de otra manera; todos en La Portuguesa sabíamos que aquella escabechina en el establo la habían perpetrado los hijos del volcán, o si acaso las huestes del alcalde para amedrentarnos, no Tikú, que era como de la familia. No hice nada y tendría que haber actuado, tendría que haberlo llevado inmediatamente con el doctor para que le diera medicamentos o lo internara en un hospital, pero no lo hice porque no me convenía; esa turbulencia podía dañar mi proyecto de quedarme al frente de la plantación, no dije nada, dejé que Tikú regresara a su vida confiando en que ya habría tiempo para tratarlo, pero me equivoqué, la voz de adentro regresó más pronto de lo que esperaba y pasó lo que pasó, y lo que con el tiempo seguiría pasando, según me iba a contar años más tarde Lucio Intriago. Tikú era conocido allá en San Juan el Alto como el animal, así empezó a ponerme al tanto una noche en la que nos encontramos en la casa de la Virreina.