Una noche el gobernador de Veracruz vino a cenar a la plantación. Toda la tarde habían estado llegando coches, personas cargando cajas y artilugios diversos y otras que husmeaban, hacían preguntas, exploraban el cafetal y sus alrededores, trataban de localizar cualquier anomalía que pudiera esconder algún peligro para el político. No te atravieses, no los molestes, le había advertido a Tikú su padre, que esperaba la llegada del gobernador con nerviosismo, porque era el responsable de la plantación y cualquier fallo iba a achacársele y él no quería fallar, sufría hasta lo indecible con esos episodios que ponían en riesgo su rango y su prestigio. Tikú no tenía claro todavía eso del rango de su padre, pero sabía, por las cosas que despotricaba la Chamana, que el puesto de caporal, con todo y su prestigio, en ningún caso los libraba de pertenecer a la servidumbre, de ser los criados de esa gente que lo tenía todo gracias a que ellos no tenían nada. No tenemos nada, vociferaba la Chamana, pero tenemos a Xólotl, el dios del fuego, y tenemos a la Chalchiuhtlicue y a la diosa lunar Mayahuel, no tenemos pinche nada pero tenemos a Tonacateuctli y a Quetzalcóatl y a Yacatecuhtli y eso quiere decir que lo tenemos todo, decía francamente enardecida. Así ventilaba la Chamana su corazón cada vez que Tikú se acercaba al bohío, porque le había hablado la voz de adentro o simplemente porque quería estar con ella, y la veía preparando emplastes o medicinas, o rezándole a los santos o abanicando con un cartón, llevada por un furor sobrenatural, el fuego en el que ponía a hervir el caldo de los peroles. Tikú no tenía claro cuál era la posición de su padre en La Portuguesa hasta esa noche, cuando el gobernador de Veracruz vino a cenar a la plantación y él, después de pasar la tarde replegado para no interferir ni molestar a la cuadrilla gubernamental que lo revisaba todo, se agazapó detrás de unos arriates a espiar lo que pasaba en la cena, por un gran ventanal que estaba completamente abierto para que circulara el aire entre los invitados que, a pesar de la calina y de la fastidiosa humedad, iban vestidos, como la ocasión lo exigía, de un sofocante postín. Desde su escondrijo Tikú veía a los meseros yendo y viniendo con vasos, copas, botellas y bandejas de canapés, reconoció entre los invitados a los Porres, a los Pírez, a los Penagos y a los Perdomo, que eran los dueños de las plantaciones de la región, y también reconoció a Lucio Intriago y al presidente municipal de Galatea, cuya fotografía había visto en el periódico, y supuso que el gordo de guayabera blanca y sombrero panamá al que nadie perdía de vista, y alrededor del cual orbitaba la reunión, tenía que ser el gobernador de Veracruz. Desde ahí, desde su escondrijo detrás de los arriates, vio a papá hablando con ese hombre amplio que irradiaba un vasto poder, rodeado de otros hombres que chocaban sus copas, amarraban compromisos, esbozaban de viva voz negocios para el futuro, envueltos en la tufarada de los puros y tratando de imponerse al estrépito de las piezas que tocaba un bullicioso grupo de jaraneros al fondo del salón. Tikú espiaba y también vigilaba alrededor porque no quería que llegaran Jobita o doña Julia o Dominga o Altagracia a decirle que no estaba bien espiar a los señores, a ordenarle que se fuera a dormir, por eso estaba con un ojo a la fiesta y otro a la noche oscura, de donde podía salir una criada a reprenderlo, o una fiera que no detectaran los perros que dormitaban frente a la entrada de la casa, y en un momento en el que después de otear la noche oscura regresó al gentío que abarrotaba la fiesta, descubrió entre la multitud, con verdadero estupor, que uno de los meseros que llevaba una bandeja llena de copas era su padre; se puso violentamente de pie, la imagen del caporal que mandaba en la plantación con una bandeja sirviendo a esa gente lo dejó trastornado; estuvo un largo rato mirando esa escena, quería huir de ahí pero estaba paralizado; la situación lo lastimaba profundamente, destruía algo esencial, y a pesar del destrozo estuvo viendo a su padre hasta que desapareció para llenar otra vez de copas la bandeja. Precisamente como un destrozo calificó Altagracia lo que sucedió aquella noche con Tikú, ahí fue donde empezó a torcerse la cosa, me dijo la criada años más tarde, ignorando con cinismo el episodio en el que de verdad se torció todo para el muchacho, y que ella misma protagonizaría tiempo después.
Esa noche Tikú se fue a dormir a casa de las criadas, a la cama de Altagracia, que lo estuvo consolando hasta que se quedó dormido; nunca le dijo a su padre lo mucho que lo había perturbado verlo sirviendo en la casa del patrón, y el consuelo de Altagracia fue creciendo y expandiéndose a partir de entonces a lo largo de los meses y los años; fue pasando de los mimos maternales a dejarse hacer cosas por el niño, que muy pronto quedó perdidamente enamorado del cuerpo de la criada, buscaba cualquier oportunidad para meterse en su cama pero más adelante, cuando empezó a convertirse en muchacho, Jobita, Dominga y doña Julia comenzaron a quejarse de sus visitas nocturnas; el hijo del caporal ya no era ningún niño y ellas no estaban dispuestas a solapar ahí dentro la presencia de un hombre y mucho menos las cosas que hacían debajo de las sábanas. Entonces Altagracia y Tikú empezaron a ocultarse, a verse a horas necias en el cuarto de los herrajes o en el establo y a citarse en la bodega donde retozaban en una suerte de nido que fundaron entre los sacos de café; Tikú pensaba en ella todo el tiempo y ella lo dejaba hacer, lo dejaba decirle cosas como que el día que trabajara iba a comprarle un rancho, iba a casarse con ella, se la iba a llevar muy lejos de ahí; Tikú le decía cosas que la divertían, mientras ella establecía los alcances del repertorio: puedes tocarme todo menos lo de allá abajo, le decía, lo de abajo es para el que se case conmigo y para nadie más, le advertía mientras él le besaba ansiosamente el cuello. Pero no todo era el desfogue acotado que ella le permitía, Altagracia era su confidente, en la calma que llegaba después del manoseo, sosegados los dos entre los sacos de café, él le contaba sus desavenencias con su padre, le aseguraba que no iba a prestarse a ser el próximo caporal de la plantación, lamentaba ese destino y luego lanzaba un iracundo monólogo contra el patrón y contra los ricos de la zona que lo poseían todo gracias a que ellos no tenían nada, un monólogo que envenenaba el momento y hacía que Altagracia, harta pero también preocupada por la beligerancia del muchacho, se ajustara las ropas y saliera de ahí después de advertirle: espero que a nadie más le andes diciendo esas babosadas. Altagracia era la única persona en La Portuguesa que le contaba cosas de su madre, de la mujer del caporal que él nunca había conocido, le contaba de su bondad, de su belleza, de que había muerto ahogada cuando él era todavía muy pequeño, en el río Atoyac, en esas aguas por las que Tikú sentía devoción porque eran todo lo que le quedaba de su madre, su padre no conservaba ni un objeto, ni siquiera una fotografía de ella, y se enfadaba cuando él trataba de indagar, de saber algo más de esa mujer fantasmal.
En realidad, lo único que hacía Altagracia era repetir la historia que se había contado siempre en La Portuguesa, la de que aquella mujer se había ahogado en el río, y no contaba lo que de verdad sabía porque papá se lo había prohibido, la amenazó incluso con desterrarla, con arruinarla si algún día el muchacho se enteraba de eso que solo sabíamos nosotros y el caporal. Altagracia era la confidente de Tikú, pero no era digna de esa confianza, le ocultaba información crucial sobre su madre, lo engañaba con eso y con otras cosas que al final terminaron delineando el destino del muchacho, aunque es cierto que tampoco Tikú le dijo nunca lo de la voz de adentro.
La culpa de ese destino miserable que le esperaba no fue solo mía, yo tendría que haberlo llevado con el doctor Demeneghi inmediatamente después de que mató al Miguelón, pero haciendo bien las cuentas ese destino miserable se lo construimos entre todos.
Antes de que Altagracia se convirtiera en la mujer de sus sueños, en el fundamento que necesitaba para inventarse una vida fuera de La Portuguesa, apenas unos días después de que viera a su padre con la bandeja llena de copas, le habló la voz de adentro que lo mortificaba desde que era un niño. Estaba ordeñando una vaca en el establo cuando la escuchó; le dijo, con una terminante autoridad: tienes que matar a la vaca, rájala con el machete, tienes que hacerlo ahora. Tikú miró con ansiedad a su alrededor; parece que viste un espanto, le dijo Leopito riéndose desde el otro extremo del establo, y él también se rio, pero enseguida la voz volvió a decirle lo mismo y él optó por salir del establo a caminar para ver si la voz desaparecía; al poco de andar entre la maleza, la voz, que no había dejado de hablarle, comenzó a confundirse con sus pensamientos, lo que le decía y lo que él pensaba empezó a ser la misma cosa, supo rápidamente que no tenía ningún sentido resistirse, que matar a la vaca era precisamente lo que tenía que hacer, así que regresó al establo. Leopito había salido, seguían ahí el banco y la cubeta entre las patas de una vaca, habría ido a estirar las piernas y volvería pronto, pero Tikú ya sabía lo que tenía que hacer y, sin importarle el lío en el que iba a meterse, sin pensar ninguna coartada que pudiera disculparlo, sin vía de escape alguna sacó el machete y en un estado de alienación absoluta descargó un golpe furibundo en el cuello de la vaca y luego siguió, fuera de sí, dándole machetazos, uno tras otro, mientras el animal soltaba un profundo quejido, un berrido continuo y lastimero y, cuando la vaca había quedado definitivamente degollada, la voz, que ya era su propio pensamiento, cesó. Un silencio consistente se adueñó del lugar y entonces él pudo contemplar la escena, la vaca había doblado las manos, y la cabeza, parcialmente descoyuntada del cuerpo, estaba recostada, con los ojos muy abiertos, en un charco oscuro que se perdía debajo del comedero; la sangre había salpicado a otras vacas y él estaba manchado desde los pies hasta los cabellos. Corrió a lavarse al río y al cabo de un rato de estarse remojando morosamente en la corriente lo aterrorizó de verdad el acto que acababa de cometer, no comprendía exactamente lo que había pasado y no podía, de ninguna forma, explicarle a nadie lo que había hecho, no podía contar de la voz que lo había vuelto loco y cualquier otra explicación parecía todavía más absurda. Más tarde, cuando regresó al establo, ya los peones se habían llevado el cuerpo de la vaca y Leopito tapaba con tierra los manchones de sangre que había en el suelo; nadie imaginó que Tikú podía ser el autor de esa canallada, Leopito le contó que su padre y el patrón habían estado ahí preguntándose quién podría ser el responsable y luego añadió, en tono de confidencia, que él pensaba, como al final casi todos acabarían pensando, que habían sido los hijos del volcán.
Unos días más tarde Tikú, con la justificación de una herida que se había hecho en el codo, fue a visitar a la Chamana; lo que lo había obligado a hacer la voz de adentro lo atormentaba; la vieja machacaba un puño de raíces en el molcajete cuando Tikú entró en el bohío. Fuiste tú el de la pinche vaca, le dijo sin desatender el mejunje que mezclaba, raíces machacadas con una base de tripas de animal para componer un emplaste. Tikú se quedó aterrorizado ante esa acusación tan certera y tan violenta, no sabía ni qué decirle; se sentó en el guacal que con un dedo imperioso le fue señalado y no hizo falta que dijera nada, porque la vieja enseguida lo encaró, con ese gesto serio que la asemejaba a un ídolo de piedra: la voz de adentro es la voz del diablo, le dijo mientras le untaba morosamente el emplaste en la herida que ya empezaba a infectarse, luego cubrió todo con una hoja de plátano que amarró por debajo del muslo y después sentenció: la voz está dentro de ti pero no está en ningún lado, las cosas verdaderas nunca lo están.