Para celebrar su título de maestro en la Escuela Normal de Galatea, papá le hizo a Tikú un festejo en casa de la Virreina. El caporal no pudo, o no quiso, asistir a la ceremonia, ni tampoco al festejo posterior; no sabía qué hacer, ni cómo comportarse, ante eso que él llamaba las ínfulas de su hijo. Si vas a ser el caporal de la plantación, ¿para qué estudias tanto?, el patrón te va a cobrar a su manera esos estudios que te está pagando, le decía y con frecuencia le hacía ver, con una crueldad que dejaba a Tikú hundido en la melancolía: ni te hagas ilusiones, el que nace indio indio se queda. Pero Tikú estaba convencido precisamente de lo contrario: que con el esfuerzo suficiente podría escapar de ese círculo perverso de nacer y quedarse indio, creía que en algún momento alguien tenía que dar el salto fuera de esa estirpe que durante generaciones se había dedicado a servir, creía que ese salto hacia el siguiente estrato social podía ser el suyo, para eso estaba terminando la carrera de maestro, para enseñar en lugar de servir.

A Tikú no le hacía ninguna gracia la celebración en la casa de la Virreina, pero no quería desairar a papá, que ya le había montado la fiesta, así que después de cumplir con el trámite en la escuela se subió al caballo y enfiló hacia el mercado de Galatea, con un humor enmarañado, jalonado entre la significativa ausencia de su padre y la presencia efervescente del patrón, que más que festejarlo a él parecía que celebraba la conquista de un objetivo. La casa de la Virreina era un tugurio, un galerón en el piso superior del mercado, metido entre las bodegas donde los comerciantes guardaban la mercancía, en guacales o en bolsas de plástico o en alteros y montones en el suelo, pilas de productos perecederos, de vida corta como frutas y verduras al borde de la putrefacción, o pollos y pescados precariamente mantenidos en tinajas con hielo, ahí, en medio de toda esa mercancía que estaba siempre a punto de echarse a perder, tenía la Virreina un espacio en el que recibía a los hombres del pueblo que querían beber en compañía de sus muchachas y, si al rato se les ofrecía, tenía unos espacios privados, unos habitáculos con paredes de lámina y cojines en el suelo donde el cliente podía encerrarse con una o varias de las muchachas. Eso de llamar muchachas a la infantería de la Virreina es un decir porque, aunque había varias jovencitas, casi niñas, el grueso de las trabajadoras pasaban de los cuarenta y ya había parido cada una su larga estirpe y, a cambio de la juventud que hacía tiempo que no poseían, ofrecían, según decía la dueña cuando promocionaba su local, una deleitosa experiencia. Papá recalaba ahí todos los viernes con los dueños de otros cafetales, decía que para purgar su viudez; era la noche que cada semana les reservaba la Virreina, la noche de los patrones, la llamaba, porque no había más que los propietarios de la tierra que rodeaba Galatea, algún que otro caporal que acompañaba a su jefe y de vez en cuando se acercaba alguna autoridad, algún político al que había que dejar pasar porque si no del despecho maniobraba para cerrarle a la Virreina el garito. Por eso era tan importante la invitación que le había hecho papá a Tikú, le había abierto un viernes las puertas de ese espacio y aquel era un privilegio que no habían tenido ni su padre ni su abuelo, que había sido el primer caporal de la plantación. El resto de la semana la Virreina recibía a todo tipo de clientela, a los trabajadores del mercado, a los hombres solos o calenturientos de Galatea y a la horda de campesinos que llegaban de otros pueblos de la selva a vender sus productos y luego se gastaban una parte considerable en guarapo y en el refocile con las muchachas; pero el viernes estaba reservado a los patrones y aquello era un reflejo de las jerarquías que articulaban la región: los privilegiados tenían el garito para ellos solos, les tocaban de a tres o cuatro muchachas a cada uno y en cambio el resto de la semana los trabajadores, los menesterosos, los muertos de hambre, tenían que esperar a que se desocuparan un habitáculo y una muchacha, para coronar su noche de juerga. La jerarquía lo invadía todo, los viernes había whisky en lugar de guarapo y se tocaban piezas de Verdi, de Vivaldi, valses de Strauss en un aparato que le habían comprado a la Virreina para poner sus discos, en vez de escuchar la inmunda XEDZ que sonaba el resto de los días, con canciones de Roberto Carlos, Camilo Sesto, Nelson Ned y Leo Dan.

Las mujeres de los patrones sabían perfectamente que sus maridos visitaban los viernes a las muchachas, todo se sabía en Galatea y en las plantaciones que la circundaban, y no obstante eso preferían pensar que se iban a jugar al dominó, que era lo que ellos decían siempre; de hecho papá, que ya no tenía nada que disimular porque era viudo, le había dicho a Tikú: mañana te vienes al dominó conmigo, nos vemos ahí a las seis, después de la ceremonia en la Normal; y Tikú tenía que ir porque no quería desairarlo y en el fondo también le daba curiosidad conocer el garito al que no había entrado nunca pese a que acababa de cumplir diecisiete años. Cuando llegó al mercado vio el Galaxy de papá estacionado y otros coches que solo estaban los viernes, vigilados celosamente por una parvada de harapientos que iban a esperar ahí hasta que salieran los señores y tuvieran a bien darles unas monedas, o un billete en el mejor de los casos. Tikú desmontó junto al Galaxy y le dijo a los vagos que lo miraban con desprecio, por ser como ellos y tener mejor ropa y un animal que montar, que el caballo era del dueño de La Portuguesa, por si se les ocurría hacer alguna pendejada, así les dijo, seguramente escocido por las miradas de desprecio que pese al anuncio le seguían dedicando. Atravesó la nave del mercado, que a esas horas estaba casi vacía: había un trabajador cargando unas cajas en las escaleras del fondo y otro apilaba guacales mientras el del puesto vecino tallaba del suelo un manchón oscuro con una escoba y espumarajos de jabón; adentro de la nave reinaba la penumbra y hacía un calor ardiente que caía de las láminas del techo y que fue aumentando conforme subía la escalera a la segunda planta, donde estaban las bodegas y la casa de la Virreina. El olor a podredumbre era asfixiante, pero lo reconfortó el recuerdo de la ventana que se veía desde la calle, la ventana más famosa del pueblo porque todo el día pasaban cosas, peleas de borrachos, peleas de muchachas, batallas campales a media mañana después de una noche de juerga y mujeres en paños menores o desnudas de la cintura para arriba, que era lo que se alcanzaba a ver desde la calle, por esa ventana salía un griterío permanente y en más de una ocasión la cosa había terminado a balazos o con un par de cuerpos arrojados a la calle; esa ventana era como el televisor de Galatea: la chusma se juntaba frente al mercado para ver pasar dentro de su marco la actualidad; por ahí se asomaban, tarde o temprano, las autoridades locales, los comerciantes y los matarifes, los ricos dueños de todo y las mujeres que alguna vez los hombres que miraban desde abajo habían poseído y los hacían suspirar. Por esa ventana, pensó aliviado Tikú, tendría que irse aquel olor asfixiante; tocó varias veces la puerta, una lámina atrancada entre dos postes de madera, hasta que le abrió una dama añosa y medio borracha, ¿qué quieres?, hoy es la noche de los patrones, vete y déjate de estar chingando, le dijo. Tikú contraatacó diciendo que, precisamente, su patrón lo había invitado. Eres el maestro, ¿no?, dijo la dama abriendo, o más bien destrabando, la puerta, y franqueándole el paso con una sonrisa que ponía de relevancia su fealdad. Al entrar percibió con alivio que efectivamente el asfixiante olor de las bodegas se iba por la ventana, o quizá se matizaba con el olor a perfume, a tabaco, a vapor alcohólico, a sexo y a sudor, al cuero de los equipales y a los orines que se acumulaban en el tambo y que no iban a vaciarse hasta la mañana siguiente o, según qué oscilaciones en los ritmos del garito, hasta dos días después. Las muchachas pululaban alrededor de los señores que bebían, fumaban puros, jugaban al dominó, y dirimían algún asunto a gritos para imponerse al estruendoso vals; estaban sentados en los equipales y la penumbra roja que provocaban las lámparas chinas, más la humareda de los puros y el pulular de las muchachas, no permitían a Tikú localizar a su patrón. La Virreina en persona lo llevó a sentarse en una mesa circular con dos jovencitas, le sirvió un trago de whisky en una taza de peltre y le dijo que el patrón ya había pagado por todo, que eligiera una chica de las que no pululaban alrededor de los señores y se la llevara a un cuarto y luego lo felicitó por su título de maestro y se fue a atender otros asuntos. Papá lo vio ya que estaba instalado entre las dos muchachas y lo saludó desde su equipal, fugazmente porque enseguida regresó a la discusión acalorada con sus pares y a las fichas que ocupaban la parte central de la mesa. Tikú no sabía qué hacer, nunca había estado en una situación parecida, no bebía alcohol ni sabía qué decirle a las muchachas, ni tenía intención, por más que el patrón ya hubiera pagado por el servicio, de irse al cuarto con alguna de ellas. Papá lo miraba de reojo y un rato después, seguramente para animarlo a que hiciera valer su regalo, le envió a Rosina, una señora untuosa que desplazó a una de las muchachas, se sentó a su lado y le puso una mano en el muslo. Papá lo vigilaba desde su equipal, en lo que le decía cosas a una jovencita que se había sentado en sus piernas y le hurgaba con la mano debajo del vestido, mientras dejaba el brazo manco sobre la mesa, en un extravagante estado de reposo. Tikú comenzó a comprender que si no hacía pronto algo con alguna de las mujeres que estaban a su disposición, no solo iba a desairar al patrón, sino que además lo dejaría en desventaja, iba a ser testigo de sus actos sin darle la oportunidad de que el patrón fuera testigo de los suyos; estaba pensando eso cuando llegó la Virreina a decirle que al patrón le extrañaba que ni bebía, ni fumaba, ni hacía nada con las muchachas y también le dijo que le recomendaba que se llevara a Rosina o a alguna otra al cuarto porque ella sabía cómo acababan esas cosas, no era el primer invitado de alguno de los patrones y su inapetencia estaba haciendo quedar mal al suyo, ya sus amigos le preguntaban qué clase de ahijado había traído al dominó, que si era putito, que si era volteado, que si era zarazo o mayatón. En cuanto terminó el juego, los señores se concentraron en los arrumacos con las muchachas y la Virreina cambió la música de Vivaldi por unas piezas melosas de Ray Conniff; la música era crucial para distinguir a los señores de los menesterosos y alguna vez ya se había hecho entrar en razón al dueño de El Pardillo, una hacienda por el rumbo de Calcahualco, cierta noche en la que se había empeñado en poner un disco de Julio Iglesias que llevó especialmente para el tiempo del arrumaco. Tikú conversaba con Rosina de cualquier fruslería y se dejaba manosear, quería hacer ver que estaba aprovechando el generoso regalo, hasta que llegó el momento en que el patrón se puso de pie y también la muchacha con la que se besuqueaba y que ahora lo conducía hacia uno de los habitáculos; papá le echó una última mirada y también la muchacha que lo acompañaba lo miró con una intención extraña que lo obligó a reparar en ella y lo que vio entre la niebla de los puros lo dejó sobrecogido: la muchacha era Altagracia, su Altagracia, su novia era la amante de su patrón, y al verla llevárselo muy obsequiosa hacia el habitáculo sintió que le faltaba la respiración, y conforme fue imaginándose lo que iba a hacerle Altagracia en cuanto estuvieran solos comenzó a sentir una rabia incontrolable, las lámparas chinas proyectaban un rojo infernal y desde el marco de la ventana le graznó un picho enorme que parecía un enviado del inframundo; quitó con brusquedad la mano que Rosina le metía dentro de los pantalones y le pidió a las otras dos que lo dejaran solo, que no quería hablar con nadie. La Virreina, alarmada por el cambio de humor de su nuevo cliente, se acercó a la mesa para tratar de apaciguarlo, ¡cálmate!, tómate tu whiskicito, le decía en un tono maternal, pero él ya no estaba para oír razones y antes de enfurecerse del todo decidió que se iba; se levantó y se fue hacia la puerta a pesar de que la madame le decía, no te vayas, no seas maje, el patrón se va a enojar contigo porque ya lo pagó todo y tú no te cogiste a ninguna de mis muchachas; pero Tikú estaba fuera de sí, cruzó la planta de las bodegas y bajó las escaleras atormentado por las imágenes del patrón encima de Altagracia, que él mismo iba componiendo en su cabeza, sentía un odio profundo contra todo y contra todos, salió del mercado y montó el caballo; los harapientos que seguían cuidando los coches lo vieron tan de mal talante que no se atrevieron a decirle nada, lo miraron irse a todo galope rumbo a la selva. Saliendo del pueblo comenzó a espolear brutalmente al caballo, le daba en las ancas con los tacones de las botas y le cruzaba el fuete de un lado a otro haciéndolo restallar una y otra vez contra la grupa, tenía ganas de que le reventara el corazón al animal, o de estrellarlo contra una pared, tenía ganas de hacerle daño al patrón matándole a su caballo, pero enseguida pensó que nada podía importarle al viejo explotador si le estrellaba el jamelgo que le daba para ir a la escuela, porque en sus establos tenía decenas de ejemplares mejores que el suyo. Mientras cabalgaba a toda velocidad, haciéndole sangre al caballo en las ancas con los tacones de las botas, pensó que iba a acusar a papá con mi hermana, que iba a ir a revelarle a ella lo que acababa de ver como si ella no supiera lo que hacía papá, pero enseguida descartó la idea porque esa delación obraría en contra de Altagracia, y cuando estaba llegando a La Portuguesa, ciego de ira, irrumpió en su cabeza la voz de adentro, empezó a decirle que tenía que prenderle fuego a la parte norte del cafetal, que era imperativo que lo hiciera, que no podía perder más el tiempo, la voz repetía eso mientras él cabalgaba a toda velocidad y en ese mismo estado que lo había llevado a buscar la piedra para golpear al Miguelón, entró a la bodega sin bajarse del caballo, cogió un galón de gasolina y una caja de cerillos y cuando llegó al cafetal tuvo un momento de vacilación, al incendiarlo liquidaría su vida en La Portuguesa, calculó que yo iba a sospechar que había sido él, como efectivamente sucedió cuando el caporal me despertó y vi a lo lejos el incendio, pero pronto Tikú dejó de dudar: la voz de adentro ya era su propio pensamiento, lo impulsaba a que siguiera adelante, lo hacía entender que en La Portuguesa ya no tenía nada, tenía un padre del que se avergonzaba, tenía una novia que lo había traicionado, tenía un patrón que quería explotarlo y obligarlo a perpetuarse en la casta de los sirvientes, así que se situó en el centro del cafetal, regó un amplio círculo de matas con la gasolina y, sin ningún tipo de miramiento, porque aquello ya era un acto de su voluntad, les prendió fuego y en cuanto comenzó a escuchar el crepitar de los cafetos y a ver cómo se elevaban las primeras llamas por encima de su cabeza, la voz cesó, luego golpeó al caballo en el anca para que se fuera lejos y se echó a correr por la selva. Unos minutos después, cuando escondía el galón vacío entre la maleza, pasamos el caporal y yo, seguidos por media docena de peones, cabalgando rumbo al incendio, con palas para ir aislando las llamas en lo que llegaba la pipa de agua. El incendio se expandía, curiosamente, en la zona que se nos había quemado ya dos o tres veces el día del fuego, cuando el volcán liberaba el magma por los veneros que se aliviaban en el mar. Tikú estaba asombrado por lo que acababa de hacer, le costaba trabajo creer que él era el autor de ese incendio que iluminaba la noche, ya no se reconocía en el hombre fuera de sí que había rociado con gasolina las matas del cafetal. Dio un largo rodeo antes de llegar a la zona de las casas y lleno de desconcierto se detuvo en un punto desde el que podía ver de lejos a papá, al patrón al que con una llamada urgente de teléfono habrían sacado de su idilio con Altagracia; lo veía dar órdenes, urgir al chofer de la pipa, había en el jardín un revuelo de gente, criadas, peones, mi hermana errando nerviosamente de un lado a otro y los perros ladrándole a la columna de fuego que se veía a lo lejos; una racha de viento llevó el humo hasta el jardín en el momento en que Altagracia descubrió a Tikú y caminó hacia él, tapándose la nariz y la boca con el reboso, para decirle que había oído decir al patrón que ya esperaban ese incendio, que estaban seguros de que lo habían provocado los del Gremio de Cafetaleros, que querían acobardarlos para que dejaran de exportar a Estados Unidos, pero que ella y todos sabían que habían sido los hijos del volcán; todo eso le dijo Altagracia sin hacer ni la más mínima alusión a lo que había pasado no hacía ni una hora en casa de la Virreina, se lo dijo como si nada de aquello hubiera sucedido. Tikú sabía que tenía que irse de ahí antes de que yo lograra hacer cuadrar la historia, incluso antes de que regresara del incendio, por Altagracia ya no sentía más que desprecio así que, aprovechando que su padre estaba conmigo, fue a su casa a recoger algunas cosas y se echó a caminar; ya no tenía nada ahí, o eso era lo que él creía, no sabía que mi hermana no le quitaba los ojos de encima, que lo estuvo viendo con ansiedad hasta que se perdió de vista porque tenía un mal presentimiento, al ver que se iba supo, no sabía cómo, que no volvería a verlo, que ese hijo suyo al que había renunciado se iba para siempre, que nunca sabría que ella era su madre, que su madre no había muerto ahogada como le habíamos hecho creer, ni que el caporal se había hecho cargo de él porque papá y yo se lo habíamos pedido, se lo habíamos exigido: si quieres seguir siendo mi caporal, le había dicho papá, te haces cargo del niño y no le vuelves a poner a mi hija los ojos encima; nada de eso sabía ni sabría nunca Tikú; se fue de la plantación seguro de que no dejaba nada atrás, pero nosotros sabíamos que no era así: dejaba todo lo que era y todo lo que podía haber sido porque, a partir de entonces, su vida comenzó a desembocar en lo monstruoso. Esa misma noche, cuando finalmente logramos controlar el fuego, regresé a la casa y encontré a mi hermana devastada por su presentimiento. No te preocupes, le dije, ya verás como mañana aparece por aquí, como si nada. Yo sabía que eso no era verdad y me arrepentí otra vez de no haberlo llevado a tiempo con el doctor Demeneghi, y de no haberles contado, a papá y a ella, lo que había pasado con el Miguelón, pero ya era tarde, contarlo no tenía ningún sentido, o quizá sí pero no lo hice.

De todas formas unas semanas más tarde fui a Orizaba a ver al doctor Demeneghi, a veces pensaba que Tikú iba a regresar y que yo tenía que estar preparado para ayudarlo; solo la Chamana y yo sabíamos que él había matado al Miguelón, y que había sido él quien le había prendido fuego al cafetal, así que le sería muy fácil reinstalarse en La Portuguesa. Pero la mayor parte del tiempo pensaba que Tikú no iba a volver, y lo mismo le pasaba a mi hermana, que durante casi un mes no salió de su habitación, languidecía deprimida al tiempo que tiranizaba a las criadas para que le sirvieran las tres comidas en la cama y le llevaran palanganas de agua caliente para asearse ahí mismo. Papá no decía nada; una sola vez dijo, como si se tratara de un comentario casual, como si pensara en Tikú solamente en términos utilitarios: este malagradecido no puede dejarnos con los gastos hechos. Un día, como digo, fui a contarle al doctor Demeneghi lo que había pasado, me recibió en una cafetería, cerca de su consultorio y atendió sin abrir la boca todo lo que le dije; me quería ayudar, papá lo había socorrido una vez que tenía líos de dinero y él había quedado eternamente agradecido con la familia, mi hermana iba a verlo cada vez que la depresión la arrinconaba, y una vez le habíamos pedido que fuera a la plantación a revisar a un jornalero que se había golpeado fuertemente la cabeza y se había quedado amnésico. Le conté, lo mejor que pude, la secuencia de los hechos, le conté que la voz de adentro le había ordenado matar a machetazos a la vaca y años después le había ordenado matar al Miguelón con una piedra y que también le había ordenado que prendiera fuego al cafetal. ¿Fue el caporalito?, preguntó sorprendido el doctor Demeneghi, el incendio de La Portuguesa había salido en el periódico y la nota no aclaraba quién había sido el responsable del siniestro. Le dije al doctor que nadie más sabía de eso que le estaba contando y le rogué que fuera discreto. Por todo eso que me cuentas, dijo, se trata de un delirio paranoide, un desajuste en la cabeza con el que la pobre criatura vino al mundo, porque la voz, según me dijo alguna vez tu padre, le habla desde chiquito, ¿no?, dijo el doctor mientras servía un chorro de anís en su taza vacía. Luego continuó: hay quien en lugar de una voz que le habla escucha otro tipo de ruidos dentro de su cabeza, y hay también, dijo antes de beberse de golpe el anís que había servido, quien en lugar de oír cosas las ve, puede sufrir alucinaciones visuales en lugar, o además, de las auditivas, puede ver a personas que no conoce o que son parte de su familia, y puede incluso hablar con ellas, sentarse a la mesa o meterse a la cama con ellas, la cabeza es un misterio insondable, dijo, y después levantó la mano para pedirle al mesero otro café, ¿quieres algo más?, me preguntó. Dije que sí, que otro café, y le pregunté si la voz eventualmente desaparecía. Puede ser, dijo, pero también puede ser que no se vaya nunca, o que empeore y, en todo caso, la única forma de controlar ese delirio es con una buena medicación. ¿Sabes dónde está el caporalito?, preguntó. No tengo ni idea, le dije. Luego se interesó por mi hermana, la depresión que le curaba desde hacía años tenía que ver invariablemente con su hijo. Dile que venga a verme cuando quiera, dijo el doctor Demeneghi y luego se bebió de un trago el café que le quedaba en la taza y se despidió.