Uno de sus maestros le había hablado de la escuela de San Juan el Alto, un proyecto nuevo que lleva un amigo mío, le había dicho, un proyecto con un importante espíritu social, especificó y luego añadió: tu padre no tuvo ninguna educación y tú has conseguido erradicar esa desventaja, tu deber ahora es enseñar, repartir tu privilegio, le había dicho precisamente unos días antes del incendio, justamente cuando su vida viraba hacia lo desconocido. Así que cuando Tikú se fue de La Portuguesa no tuvo ninguna duda, aunque también es verdad que no tenía otra opción; emprendió el largo camino a San Juan el Alto, un pueblo que estaba encaramado en las faldas de la Sierra Madre, bajo la imponente tutela del volcán. Al final de la calle, o en un hueco entre dos casas, aparecía de pronto el gigante nevado, al que nadie se acercaba porque había que remontar toda la sierra y cruzar las zonas ocupadas por la guerrilla de Abigail Luna y las rutas que usaba el narco para articular sus operativos y, por si eso fuera poco, más arriba, pegados al volcán, como si fuera la corte que lo protegía, estaba esa tribu de salvajes que todos preferían tener muy lejos. Tikú se arregló inmediatamente con el responsable de la escuela, que era un maestro sin mucha vocación, al que no se le veía por ningún lado el espíritu social que le habían contado y que gestionaba descuidadamente esa concesión que le había hecho el PRI, para que mantuviera controlada a la población joven, que enseñara algo pero no mucho, queremos educar, le había dicho en su momento el enviado del partido, no alimentar las filas de la oposición, cosa que él había asumido con naturalidad. No pensé que fueras a venir, le dijo a Tikú el responsable muy sorprendido, aquí no viene nunca nadie, aquí se acaba el Estado porque más arriba manda el hampa, dijo y luego tosió ruidosamente, quizá para matizar el despiadado comentario que le había hecho al recién llegado. Pero a Tikú le importaba poco quién se escondiera en la montaña porque él mismo había llegado a San Juan huyendo del destino que otros le había trazado; así que aceptó lo que le ofrecieron en la escuela, el puesto de maestro de todo el que quisiera instruirse, y luego fue a acomodarse a una casucha que le alquiló el mismo responsable, una vivienda a medio construir que colindaba con el mercado y que tenía un camastro, un escritorio y una silla para sentarse a planear sus clases, y un baño que en realidad era un habitáculo contiguo donde había un lavabo despostillado y un agujero fosco lleno de moscas, un entorno a contrapelo en el que comenzaba su nueva vida, que lo hizo sumergirse en el recuerdo melancólico de su baño en La Portuguesa; incluso creyó ver un signo ominoso en ese agujero fosco, una alegoría de lo que podía tenerle reservado el futuro si se descuidaba, si no hacía un esfuerzo continuado para salir adelante, para salir de verdad del círculo perverso en el que estaba atrapado desde el día de su nacimiento, como si el futuro de uno dependiera exclusivamente del esfuerzo que se hace para que no se tuerza, para que no te descabalgue y después te pase por encima. Más tarde, ya más animado, ya con la alegoría del agujero fosco diluyéndose en las expectativas que era inevitable ir teniendo, se recorrió San Juan el Alto de arriba abajo, vio la iglesia, la Sala Philips, el dispensario médico y la cantina, y todo el tiempo sintió de la gente una indiferencia que entendió como un recibimiento en toda regla; en un pueblo tan chico todos sabían quién era y qué hacía y por tanto no había necesidad ni de presentarse ni de decirse nada, le quedaba claro que las expectativas eran solo suyas y no de los sanjuanenses, que lo miraban como si fuera un fantasma, lo miraban sin verlo, lo miraban como si todavía no hubiera llegado al pueblo o como si ya se hubiera ido. Eso iba pensando mientras caminaba por San Juan, pero se equivocaba: la indiferencia de la gente del pueblo era más bien temor y se debía a que el maestro de turno era normalmente una molestia, era el elemento discordante que, según las palabras del cacique Lucio Intriago, llenaba de ideas a la borregada, y si algo estaba mal visto por el cacique, lo estaba por todo el pueblo, no había quien discrepara ni quien levantara la voz; contra esa animadversión no lo previno el responsable de la escuela pero, aunque lo hubiera hecho, a Tikú tampoco le habría importado, le quedaba muy claro que él ya había sobrevivido a otro cacique en la plantación que, según la perspectiva que tenía de su vida anterior, lo oprimía después de haber oprimido a sus ancestros, eso iba diciendo por ahí entonces el malagradecido de Tikú y, la verdad, no sé si a esas alturas, recién llegado, sabría que en ese pueblo mandaba Lucio Intriago, a quien conocía perfectamente porque aparecía con cierta frecuencia en La Portuguesa, para negociar el precio de la leche, del café o de los caballos y a veces hasta negociaba con el caporal; por supuesto que Tikú debió haberlo reconocido en cuanto lo vio o le hablaron de él, como también es seguro que el cacique no lo reconoció cuando tuvieron el enfrentamiento que contaré más adelante, eso es al menos lo que Lucio me dijo, lo que años más tarde me juró y me perjuró.
Al día siguiente, Tikú conoció a sus alumnos, un grupo variado de chicos donde había desde niños pequeños hasta jóvenes de catorce o quince años que podían compaginar las clases con las labores de ordeño, estiba y pastoreo que hacían en la lechería. Lucio Intriago había heredado el negocio de su padre, que era bastante mayor que el mío, un inmigrante español como todos los terratenientes de la zona, que cincuenta años atrás había puesto a producir un establo de vacas y que, ya para la época en la que Lucio había tomado el mando, tenía plantíos y árboles frutales y un sistema de cuadras que abastecía de caballos a toda la región. La mayoría de la gente de San Juan trabajaba en la lechería, el pueblo era en realidad la excrecencia del negocio de los Intriago, de Lucio que era el listo y de su hermano Medel que era, según decían, un poco idiota, y si el responsable del colegio hubiera sido honesto con Tikú, le habría dicho, además de aquello de que más arriba mandaba el hampa, que en ese pueblo no se movía la hoja de un árbol si el cacique no daba su visto bueno.
El primer día de esa nueva vida que él entendía como el principio de su libertad, lo despertaron los gritos de los changos que estaban arracimados en el árbol de enfrente, un zopo frondoso desde cuyas ramas podían lanzarse, con un salto prodigioso, sobre los desperdicios que producía continuamente el mercado. Más tarde, mientras caminaba rumbo a la escuela, media docena de changos lo fue siguiendo por las copas de los árboles, lo fue hostilizando hasta que se refugió dentro del salón donde ya lo esperaba ese grupo variopinto de chicos. Como no había programa, y al responsable le bastaba con tener a los alumnos entretenidos, lejos del guarapo y de las putas y los maricones del mercado, se puso a enseñar lo que a él le hubiera gustado aprender en la escuela: se dedicó a hablar durante los siguientes meses de los otomíes, de los totonacas, de los nahuas, de los olmecas, se puso a hablar de Xólotl, el dios del fuego, de la Chalchiuhtlicue y de la diosa lunar Mayahuel, y de Tonacateuctli y de Quetzalcóatl y de Yacatecuhtli, y se puso hablar de cómo esos dioses y esos pueblos estaban siendo diezmados por los poderes políticos y económicos, por los extranjeros que lo tenían todo gracias a que ellos no tenían nada. La idea general que cruzaba cada día ese salón de clases era que la conquista del México indígena no había terminado, había comenzado con el desembarco de Hernán Cortés y seguía vigente hasta ese día, hasta estas alturas del siglo XX, decía Tikú enfáticamente. Luego invitaba a sus alumnos a no distraerse, a no permitir que los siguieran conquistando y, sobre todo, que no los humillaran, que no los hicieran menos, que no les quitaran su dignidad.