Más tarde Tikú empezó a relacionarse con Lidia, una mujer de ímpetu subversivo que un día, sin venir a cuento, se había metido al salón donde él daba clase y al cabo de quince minutos ya lo estaba interpelando, opinando con dureza sobre la forma en que enseñaba a sus alumnos. A él no le hizo gracia la irrupción de aquella intrusa y hasta le había pedido, sin mucha energía, que abandonara el salón, pero más tarde, en una larga y sintomática conversación, habían descubierto una afinidad mutua muy profunda. Poco a poco Lidia se había ido acomodando, por temporadas, en la casucha que él ocupaba junto al mercado, al pie del zopo y a merced de los gritos de los macacos. Esa vida de autonomía lejos de la plantación lo hacía pensar que había escapado del círculo perverso que lo condenaba a la servidumbre y que la voz de adentro se había ido para siempre; creía que fuera del microcosmos opresivo de La Portuguesa el rumbo de su existencia había cambiado radicalmente. Lidia no solo comenzó a compartir su vida y su cama, también se las arregló para convencer a Tikú de que la dejara hablar algunos días, formalmente y no ya de manera casual, con sus alumnos, para añadir otro punto de vista al grupo, una situación irregular ante la que el responsable, sin interesarse siquiera por los temas que se trataban en el salón, consideró que si el resultado era que los chicos aumentaban sus horas de clase y se mantenían lejos de los peligros del pueblo, poner objeciones era una rotunda insensatez.

Lidia iba mucho más lejos que Tikú, lanzaba a sus alumnos discursos incendiarios contra el abuso y la desigualdad que habían llegado ya a oídos de Lucio Intriago y habían sido objeto de esos comentarios amenazantes que el cacique iba lanzando cada vez que pasaba por la iglesia, o por la cantina, o por la Sala Philips; las clases de Lidia ya habían sido calificadas como reuniones de comunistas, como avisperos, como cónclave de resentidos, como el embrión de la próxima revuelta que él mismo, personalmente, decía exaltado el cacique, iba a tener que sofocar.

Tikú había tardado meses en enterarse de que esa mujer de ímpetu subversivo era una de las lugartenientes de Abigail Luna; Lidia se había presentado como socióloga, le contó que estaba haciendo un trabajo de campo con los jóvenes de los pueblos de la selva, estaba convencida de que la clave era la educación y pretendía establecer las bases de un sistema que se adecuara a la miseria de esa zona de Veracruz; quería evitar que los jóvenes repitieran el patrón de vida de sus padres, que empezaban a trabajar muy pronto y a gastarse el dinero en beber guarapo, luego embarazaban a una mujer y enseguida tenían más hijos e ingresaban en eso que ella llamaba el alcoholismo mimético, una espiral cuyas puntas eran el trabajo y la familia sostenida por cantidades oceánicas de guarapo, que al final terminaba en una muerte trágica y prematura, en una bronca con armas, en un despeñamiento, en un traspiés fatal en el momento en que pasaba, a toda máquina, el ferrocarril de México; todo de manera teórica, claro, decía ella, por eso estaba ahí, para contrastar sus ideas con la realidad de la selva. Lidia aparecía intempestivamente en su cama y en la escuela, hablaba a los alumnos de la historia del país, tenía las mismas inquietudes que Tikú, pero ella atacaba el conflicto desde otro punto de vista y con un tono menos comedido; no era de ahí, había llegado de la capital, le importaban poco los códigos, las convenciones, las reservas con las que se debía hablar de ciertos temas, los velos, los matices, los disimulos que debía poner en práctica, lo taimado, lo ladino, todo eso que él observaba por haber nacido en esa selva y que ella pasaba por alto porque prefería el lenguaje directo a las alusiones y las alegorías que usaba él, sus barroquismos, decía ella, le parecían pura hipocresía y una pérdida de tiempo. Y la cosa no va a cambiar si nosotros no hacemos que cambie, decía Lidia a los alumnos, y el nosotros quedaba raro porque ella era una chica rubia de ojos claros, que había crecido en un barrio rico de la Ciudad de México, y había estudiado con las monjas y luego sociología en la UNAM. Quedaba raro porque en la división del mundo que planteaba con sobrado ardor, en donde estaban de un lado los indios explotados y de otro los blancos explotadores, ella pertenecía evidentemente a la clase de los explotadores. Queda raro cuando dices nosotros, le decía él, y Lidia se enfurecía, lo llamaba racista, lo hacía ver que apuntarse a la causa indigenista siendo indio no tenía ninguna gracia, que tenía mucho más mérito comprometerse, como era su caso, si se venía de la clase privilegiada, y aprovechaba para decirle, cada vez que llegaba la discusión a ese punto, una cosa que nadie le había dicho nunca a Tikú, ni en la escuela ni en la plantación, ni nosotros, desde luego, porque teníamos un secreto que para preservar el honor de mi hermana no debíamos revelar; nadie se lo había dicho nunca porque ser indio en los pueblos de la selva es una condición total, basta ser un poco indio para serlo del todo, hay blancos e indios y lo demás no existe, hay los que tienen dinero y los muertos de hambre, los que lo tienen todo y los que no tienen nada, no hay escalas, no hay matices, no hay piedad; nadie le había dicho nunca eso a Tikú hasta que Lidia, con sobrada malicia, se lo empezó a decir. Cada vez que llegaban a ese punto, le decía: además, tú ni eres tan indio, seguro que tu mamá era blanca, y Tikú se quedaba descolocado, no decía nada, no podía, su madre era una mujer que se había ahogado en el río, eso era lo que él sabía, había crecido y se había hecho adulto alrededor de ese hito; él era eso: el hijo de una mujer ahogada. Y después Lidia seguía, mi padre es un explotador, decía, es un cabrón que paga sueldos miserables a sus trabajadores, que evade impuestos, que trata despóticamente a las sirvientas, a los mozos, a los choferes, y que es incapaz de donar dinero a la gente que lo necesita o de dar una caridad a alguien que se lo pide en la calle. Nuestra lucha es contra los culeros que son como mi papá, decía Lidia, contra los explotadores de su clase, estoy renegando de mi cuna, ¿y tú vienes a quejarte de que no soy indita y a decirme que por no serlo no puedo interesarme en los problemas de esta pobre gente?, argumentaba Lidia cuando él cuestionaba ese nosotros tan chocante que usaba. Si tanto te molesta, no regreso, le dijo una vez harta de que él le hiciera ver nuevamente lo mismo, me voy a la escuela de El Naranjo, o a La Toña o a Potrero Viejo, donde hacen falta maestros, y donde los esfuerzos que hacen los tránsfugas sociales como yo no son permanentemente cuestionados por los guardianes de la esencia indigenista, como tú que, por cierto, ni eres tan indio. No te pongas así, le decía él, y no te vayas, le pedía, porque ya para entonces estaba enamorado de ella, tanto que ya empezaba a contrariarle que desapareciera una semana, o dos, en esas misiones educativas que la traían de pueblo en pueblo. Eso era lo que ella le decía al principio de la relación, porque no podía contarle en lo que de verdad andaba metida, que era la guerra de guerrillas en la sierra, con las huestes del famoso Abigail Luna, un marxista de órbita propia que desde los años sesenta asolaba los pueblos de por ahí y cuando daba un golpe muy sonado aparecía en los noticiarios de televisión y en los periódicos de todo el país; pero como no había pietaje ni material fotográfico reciente, Abigail aparecía siempre joven y atractivo, como un Che Guevara rubio; así lo definía un documental que había hecho en esos años la televisión francesa y cuyas imágenes seguían sirviendo para ilustrar sus trapacerías en la prensa nacional.

Un día Lidia llegó de sus supuestas clases por los pueblos de la selva con una voluminosa mochila llena de armamento, pistolas, granadas y material para fabricar artefactos explosivos; tengo que contarte algo, le dijo, y después le explicó lo de su participación en la guerrilla de Abigail Luna, que era una cosa eventual mientras completaba su trabajo de campo. La guerrilla era el brazo armado de su investigación, le dijo queriendo ser graciosa y él la miró con mucha seriedad, estaba enamorado y meterse en líos con la guerrilla le parecía menos gravoso que perderla; inmediatamente se había colocado en la misma posición temeraria que había adoptado frente a las clases explosivas de su novia, que ya empezaban a hartar a Lucio Intriago y, como consecuencia, habían hecho que el cacique trajera también al maestro entre ceja y ceja, a Tikú, que Lucio no relacionó nunca con el Tikú de La Portuguesa hasta que fue demasiado tarde. Pero él no alcanzaba a ver más allá del sexo de Lidia, no quería hacerlo y cuando ella apareció con la bolsa de armamento lo único que de verdad le preocupó fue la forma en que hablaba de Abigail Luna, ese guerrillero que era joven y guapo en los años sesenta pero que ya para entonces tendría que ser un viejo, le dijo a su novia con esa fórmula que en realidad parecía una súplica para que lo tranquilizara, para que le dijera: no seas tonto, Abigail es un anciano y yo no te quiero más que a ti. Pero Lidia no lo tranquilizó, se quedó en silencio y enseguida le dijo: ahora que lo sabes no podremos vernos más, le advirtió con una calculada teatralidad, y después añadió, a menos que quieras unirte a nuestra célula. La verdad es que los fundamentos de la historia de Tikú daban por sí solos para echarse al monte. Lidia hablaba en sus clases de cómo el pueblo indígena había sido pisoteado primero por los conquistadores y luego por poderes sucesivos como los terratenientes o los políticos locales, y él le contaba, durante sus noches de sexo y conversación interminables, que su infancia y juventud habían transcurrido precisamente bajo la explotación de los españoles, que si estaba buscando un ejemplo vivo de lo que ella predicaba, ahí lo tenía a él. Ya lo sé, decía Lidia, le he hablado a Abigail de ti y está dispuesto a recibirte, un día de estos te digo y me acompañas a la sierra, para que hables con él, elementos como tú es lo que hace falta a nuestra célula, elementos con la herida abierta como tú, con la herida sangrante, le decía Lidia mirándolo con una intensidad que lo ponía nervioso, aunque también esa misma intensidad lo ponía caliente, lo hacía desear con desesperación estar todo el tiempo dentro de ella.

Así que Tikú supo un día lo que ya todos sabían en San Juan el Alto, que Lidia era guerrillera; quizá por eso Lucio Intriago no hacía nada para detener sus arengas en clase, no hacía más que ir ventilando por ahí la molestia que le producían, probablemente no quería enemistarse con el viejo guerrillero, que podía bajar cualquier día de la sierra a quemarle la lechería. También había por ahí, yendo y viniendo, escondiendo cosas y a veces personas que secuestraban, otros miembros notorios de la célula; el pueblo era un territorio seguro porque ahí vivía la madre de Abigail, y cada vez que llegaba la policía o el ejército a querer echarles el guante a los guerrilleros, el pueblo los escondía, los negaba, no solo por miedo a la reacción de Abigail, sino también porque consideraban que la guerrilla reivindicaba causas justas, golpeaba a los ricos y a los poderosos, cuyos aliados eran precisamente el ejército y la policía.

Una noche, después de coger largamente al ritmo de los monos que aullaban de calor en las ramas del zopo, Lidia le dijo que se iban a la sierra, que quería presentarle a Abigail, que él era el elemento que la célula necesitaba, le dijo otra vez. Estoy lejos de ser un guerrillero, soy maestro de escuela, argumentó Tikú súbitamente acobardado por el proyecto de subir a la sierra a pegar tiros, pero a la vez atraído por la idea de irse con ella a luchar por un mundo más justo. No te preocupes, le dijo Lidia, podrías seguir enseñando, la guerra de guerrillas no se hace solo con las armas, buscamos gente con una conciencia social indestructible, una calidad que tú sin duda tienes, elementos como tú es lo que hace falta a nuestra célula, elementos con la herida abierta, con una herida sangrante como la tuya, dijo otra vez Lidia con mucha solemnidad, y luego se rio, estaba un poco borracha porque celebraba la víspera del viaje conjunto a la sierra con unas botellas de cerveza. Pero a la mañana siguiente Tikú se acobardó de verdad, le dijo que prefería pensarlo mejor, que no quería llegar a la célula con dudas e indecisiones que terminaran convirtiéndolo en un elemento peligroso, que quería estar completamente seguro antes de dejar la escuela y su plaza de maestro. Lidia se quedó sorprendida con el cambio de planes; no sé si volveremos a vernos, dijo, y luego sonrió con una tristeza que anunciaba el final de esa historia.