Muchos años después, cuando la ira de Lucio Intriago terminó confinándolo a la parte alta de la sierra, Tikú todavía fantaseaba con la idea de encontrarse a Lidia en los largos recorridos que hacía de una trampa a otra; en su imaginación se veía salvándola del acoso de los hijos del volcán, o consiguiéndole un escondrijo para que no la atrapara el ejército, o ayudándola a desertar de la guerrilla de Abigail Luna, para irse finalmente a vivir con él.
Tikú ignoraba que cuando Lidia desapareció de su vida, Abigail comenzaba ya a entrar en una espiral descendente, llevaba cuatro décadas haciendo la guerrilla en la sierra de Veracruz y eso era mucho tiempo; durante los primeros años su acción armada tenía al gobierno mexicano metido en un aprieto, fracasaban todos los comandos que enviaba el ejército para atraparlo y la gente de los pueblos de la selva lo veneraba, lo ayudaban a ocultarse, daban pistas falsas a los soldados, porque Abigail les daba dinero para que hicieran mejoras en sus pueblos, para poner una cañería, o pintar la escuela, o techar una zona desguarnecida del mercado; también daba dinero a la iglesia, era un descreído y poco piadoso con sus enemigos, pero le quedaba muy claro que era importante tener a los curas de su parte, los curas controlaban al rebaño y no condenaban las escabechinas que montaba la guerrilla, se hacían de la vista gorda, les parecía que la ayuda material que les daba Abigail para sus parroquias tenía más importancia, más continuidad y más impacto social y, por otra parte, ¿quién iba a meterse desde el púlpito con el guerrillero más sanguinario del país? Durante muchos años, Abigail había sido en esa región de Veracruz, primero y ante todo, el benefactor de los pueblos de la selva, había sido incluso el defensor, en más de una ocasión él y sus guerrilleros se habían enfrentado al ejército, a la policía municipal, a los guardias de algún cacique que abusaba de su poder. Abigail robaba a los que tenían para darle a los desposeídos, así lo había conocido Lidia, impartiendo de esa forma la justicia social, y se había sentido tan seducida por la figura del guerrillero, y por su fórmula para equilibrar la economía de la zona, que decidió pasar por alto los excesos, a veces verdaderas carnicerías, que coronaban de vez en cuando las acciones guerrilleras de la célula, pues aquel procedimiento salvaje tenía una consecuencia sublime, sostenía Lidia desde el maquiavelismo, era como si la sangre que derramaban los inocentes, le dijo una vez a Tikú, en un momento de exaltación del que inmediatamente se arrepintió, se convirtiera en el abono para una vida más digna de la colectividad. Pero en los últimos tiempos la guerrilla de Abigail había perdido terreno en el ámbito social, el narco que estaba instalado en varios puntos estratégicos de la sierra se había convertido también en proveedor de los pueblos de la selva, con el mismo peaje sangriento que imponía la guerrilla pero, como argumentaba cada vez con más vehemencia Abigail, vendiendo un producto que hacía daño a la población, la embrutecía y encima reclutaba a los jóvenes para distribuir sus drogas, y aquello era como enviar el futuro de la región al matadero. La irrupción del narco en la sierra, además de que diezmó el aura benefactora de los guerrilleros, sirvió para esclarecer una evidencia incómoda: la lucha armada por una sociedad más justa, por un mundo mejor, había dejado de tener sentido, cuarenta años más tarde todos se daban cuenta de que la guerrilla no había mejorado nada en la vida de la gente común, proveían irregularmente, subsanaban carencias puntuales, la ayuda destinada a la colectividad deslucía a nivel individual y además la violencia del narco terminó generando un curioso efecto, el de poner de relieve la violencia de los guerrilleros, el de criminalizar esa violencia al equipararla con la que ejercían los narcos, los zetas y demás grupos mafiosos que operaban en la sierra. Unos años después de que Lidia desapareciera de la vida de Tikú, el declive afectivo del pueblo frente a la guerrilla empezó a coincidir con la decadencia física de Abigail, se convirtió paulatinamente en una vieja gloria cada vez más cuestionada por la gente, pero también por sus propios hombres, a ninguno se le escapaba que sus operaciones eran cada vez más sangrientas y más arbitrarias, parecía que con las fuerzas menguadas el viejo guerrillero ya era incapaz de mantener a raya a sus demonios, el uso excesivo de la fuerza se convirtió en su seña de identidad en la parte final de su caudillaje; su debilidad y su decrepitud obraban en sentido contrario: redoblaron su vena sanguinaria. También era cada vez menos claro el destino que tenía el dinero que robaban a los ricos y a eso se añadía una serie de viajes que levantaron sospechas, expediciones a visitar otros focos guerrilleros para intercambiar pareceres, para hacer la panguerrilla, decía Abigail con un gesto de viejo loco, y en esa misma época tampoco ayudaría a su maltrecha imagen una declaración del subcomandante Marcos, que diría frente a un grupo de periodistas, en un acto zapatista en Ocosingo, que la lucha de Abigail Luna en la sierra de Veracruz, que en un tiempo había sido necesaria, se había quedado un poco trasnochada, ahí situaría el subcomandante la gesta de Abigail, en el trasnoche, como diciendo que todo aquel despliegue guerrillero ya no tendría que estar sucediendo, que aquella lucha ya no tenía razón de ser. Hasta el campamento de la sierra llegaría una hoja de periódico, plegada varias veces sobre sí misma en el bolsillo de alguno de los hombres del guerrillero, con la noticia de la declaración del subcomandante, y pasaría de mano en mano como el acta de la decadencia definitiva de aquel proyecto que tenía ya demasiados años. El último campamento de la sierra, una instalación de naturaleza eventual, se quedaría demasiado tiempo en el mismo sitio, como la viva metáfora del anquilosamiento. Quería decir que Abigail y sus hombres ya no eran una amenaza para el Estado, el líder ya no era capaz de organizar una revuelta, sus acciones quedaban circunscritas al delito vulgar, aquella banda de insurgentes enemigos del poder institucional y de las clases dominantes parecía a esas alturas una pandilla de asaltantes, habían perdido ya su aura justiciera, al gobierno ya no le interesaba perseguirlos y el narco los consideraba poca cosa, se convirtieron en un asunto de la policía local, que tampoco pensaba enredarse en la monserga de irlos a atrapar en su escondite en la montaña. El último acto de la guerrilla de Abigail Luna lo mandaría a la historia como un loco sanguinario, como un «General Kurtz», exageraría un diario de la capital, y pasó cuando Tikú llevaba ya demasiados años poniendo trampas en la parte alta de la sierra, y quién sabe si Lidia seguiría formando entonces parte de la célula, o si había caído en combate unos años atrás, o si habría regresado desengañada a la Ciudad de México, a casa de su detestado padre, a rehacer su vida en el círculo social que le había tocado en suerte; esta era la hipótesis predilecta de Lucio Intriago, la rojilla regresó con papi, decía con mucha suficiencia y sin más base que el deseo de que así hubiera sido, sin reparar en que él mismo, y casi todos los que regenteábamos los ranchos y los cafetales de la región, se lo debíamos todo a papi, y ni siquiera nos habíamos aventurado, como Lidia, a experimentar otra realidad.
En ese acto final que ocupó la primera plana de los diarios de la capital, la célula de Abigail se había desplazado más allá de los pueblos de la selva, a La Rebaba, cerca del mar, en plena tierra caliente; ahí vivía una comunidad de musulmanes que habían salido de Irán hacía tres décadas y por alguna razón se habían quedado en ese pueblo, en lugar de seguir su camino hacia Estados Unidos, como era su proyecto original. A los musulmanes de La Rebaba, que eran unas ochenta personas entre hombres, mujeres y niños, los conocían en la zona como los infieles y corría el rumor de que eran ricos. Basado en ese dato peregrino Abigail había planeado un golpe en esa comunidad, que estaba muy lejos del campamento guerrillero y esto tenía la ventaja de que sería una operación limpia, sin repercusión social en los pueblos de la selva, que en los últimos tiempos, entre los ataques de la guerrilla y los del narco, vivían un infierno permanente y aquella situación no le convenía a nadie; la ruina llegaría, decía Abigail, el día en que el pueblo se volviera contra ellos, entonces les quedaría el ostracismo, decía, la vida de Robinson Crusoe, la soledad hermética y para siempre en la montaña o, lo más digno de todo, el tiro en la sien con la propia mano, decía Abigail con sobrada teatralidad. Aquella vez en La Rebaba se le fueron los pies al líder guerrillero, la operación fue un vulgar atraco, llegaron a despojar a los infieles de su dinero, de sus objetos valiosos, de forma contundente y sin disparar un tiro, de acuerdo con las órdenes de Abigail, pero cuando estaban registrando las casuchas, sin encontrar mucha cosa, él mismo le disparó a un pobre viejo en la cabeza porque creyó ver que sacaba un yatagán, un yatagán que nadie vio aunque Abigail aseguraba haberlo percibido con toda claridad, y luego, enfadado porque ni él ni sus hombres encontraban nada de valor, comenzó a presionar a los infieles, a amenazarlos, empezó a repartir culatazos mientras la gente corría despavorida por las calles terregosas del pueblo, y cuando sus hombres, desconcertados por la deriva de su líder, comenzaron a sugerirle que se tranquilizara, y a hacerle ver que, a pesar del yatagán que había creído ver, toda esa gente era pacífica y estaba desarmada, Abigail, fuera de sí, se puso a disparar a la multitud con la metralleta que últimamente llevaba en lugar del rifle, y provocó la matanza más grave de toda la historia de la región, cuarenta y cinco personas entre hombres, mujeres y niños que cayeron desplomados en el terregal. Nunca se supo nada más de Abigail después de aquel sangriento episodio.
Durante todos los años que vivió en la parte alta de la sierra, Tikú no dejó de pensar nunca en Lidia, y en que quizá hubiera sido mejor para él unirse a la célula guerrillera, en todo caso era tarde ya para lamentar cualquier cosa y también era cierto que después de todo ese tiempo Lidia ya no sería la misma, si es que había conseguido sobrevivir a los rigores de la violencia sistemática y de la vida a la intemperie. También era cierto que él, treinta años más tarde, se había convertido en una criatura completamente distinta, en un espectro greñudo, desdentado y cubierto de pieles que no se parecía en nada a aquel maestro rural de San Juan el Alto que acababa de perder a su novia y que comenzaba a temer que Lucio Intriago fuera a hacerle algo. Aquel temor le había venido después de contemplar a ese hombre que el cacique había amarrado a un árbol, afuera de la lechería, lo había dejado ahí para que se lo comieran los changos, expuesto para que el pueblo calibrara la magnitud de sus escarmientos. Esa misma tarde, después de impartir su clase, Tikú se quedó hablando con tres de sus alumnos sobre las desigualdades sociales que lastraban a los pueblos de la selva, habló de su propia experiencia en la plantación, de su padre, que era el caporal, y de la complicada relación que había tenido siempre con papá. Revelaba esas cosas por primera vez a sus alumnos, seguramente porque el cadáver de Aurelio medio comido por los changos lo había dejado muy alterado, él mismo se había visto ahí amarrado al árbol de pies y manos, como ese pobre diablo que venía a enseñarles a todos los habitantes de San Juan que no podía uno meterse con el cacique sin esperar una venganza brutal que sirviera como ejemplo. Sin poderlo evitar, o quizá lo dijo porque no quería evitarlo, pasó a comparar su historia personal con el caso del desgraciado que esa tarde los ocupaba y, conforme iba desarrollando la comparación, ya se iba arrepintiendo de su imprudencia, pero se consolaba pensando que los muchachos eran de confianza y a veces, como cualquiera de los habitantes del pueblo, también decían sus cosas sobre Lucio Intriago y por esto en ese momento le parecía imposible que el tema saliera de ahí; estaba claro que él y sus alumnos eran cómplices en eso, que estaban del mismo lado, y es probable que incluso haya dicho todo aquello para protegerse, que lo haya dicho en defensa propia, calculó que la confabulación con sus tres alumnos podía brindarle alguna seguridad, de algo sirve que otros sepan que alguien quiere hacerte daño, debe de haber pensado, si hay gente que lo sabe no puede actuarse con tanta impunidad. Lo cierto era que todo el pueblo hablaba de Lucio Intriago, era un tema obsesivo, los que trabajaban para él fanfarroneaban de su cercanía con el hombre fuerte y revelaban cosas íntimas para probarlo, a qué hora se levantaba, qué comía, qué le gustaba ver en la televisión, la vida íntima del cacique era el monotema de San Juan el Alto, no había mucho más de que hablar, ¿a que no saben lo que hizo ora el patrón?, decía alguno de sus trabajadores, el caporal, el responsable del establo, el que manejaba la camioneta del forraje; hacía unos días que Tikú había oído en la cantina al mecánico que arreglaba la maquinaria de la lechería, entre un vaso y otro de guarapo había alardeado de que él de cuatro y media a cinco de la tarde cogía con la administradora, una mulata de buen ver que acaparaba las miradas cada vez que bajaba a San Juan; luego el mecánico había añadido, antes de soltar un eructo estrepitoso, que tenían que coger precisamente en esa media hora porque era cuando el patrón se encerraba invariablemente en su oficina, cada día del año, a contar dinero y a hacer el balance de la lechería; el mecánico había soltado esos datos con una precisión que hubiera puesto a Lucio, un hombre con muchos enemigos y muchas causas abiertas, en estado de alerta.
Tikú pasó las siguientes semanas purgando una creciente angustia; procuró evitar, frente a sus alumnos, el tema del expolio perpetuo de los indios, y en cuanto dejó de hablar de eso que era el gran vector de su existencia, se dio cuenta de que Lucio Intriago ya había empezado a matarlo.
La noche en que los hombres del cacique fueron a sacarlo de su casa, el Vampiro acababa de decirle que Lucio iba a vengarse de todo lo que había dicho en la escuela contra él, contra su familia, contra la lechería, que un día le iban a dar una paliza o lo iban a echar al pozo o a amarrarlo a un árbol como a aquel pobre desgraciado. Al principio Tikú no se lo había tomado en serio, el Vampiro estaba loco, era el lunático que se toleraba porque su comportamiento establecía el último baremo de la comunidad, incluso Lucio le aguantaba sus locuras, cada pueblo necesita su loco, decía, y eso que más de una vez le había tocado poner dinero para reparar algún destrozo, o mandar a uno de sus hombres para que lo rescatara de la comisaría de otro de los pueblos de la selva, porque en la de San Juan el Alto mandaba él y le bastaba una llamada telefónica para liberar a quien quisiera. El Vampiro tenía una locura muy específica que nunca se salía de sus cauces, era perfectamente predecible y por eso se le toleraba, se colgaba del cuello de una vaca, siempre de noche, y cuando estaba bien agarrado con los brazos y las piernas le chupaba la sangre por detrás de las orejas; era un individuo enjuto y bajito, parecía un niño pero pasaba de los sesenta, que en la selva donde todos morían muy jóvenes ya eran muchos años; era un viejo loco que alardeaba de alimentarse solamente de la sangre de las vacas, de ahí le venía el mote que él mismo había elegido, aunque luego se le veía mendigando comida en los puestos del mercado. La gente se reía de él, le decían que los vampiros de verdad tenían los colmillos muy largos para rasgar el cuello de sus víctimas y chuparles la sangre, y él no solo no tenía colmillos, sino que era completamente chimuelo, no tenía ni un solo diente. A media noche se metía en un establo, o traspasaba una alambrada, montaba una vaca y poco a poco, y con gran habilidad, se iba deslizando hasta que quedaba colgado del cuello, efectivamente como un vampiro, y entonces le chupaba la sangre mientras el animal pegaba unos respingos que de milagro no lo mandaban al suelo.
Cuando los sanjuanenses se hartaban de que molestara a sus vacas, el Vampiro se iba una temporada a otros pueblos y así era como llegaba, de vez en cuando, a La Portuguesa, donde también era tratado como el loco oficial, con la misma condescendencia que recibía de todos los habitantes de la región. La verdad es que a mí el Vampiro me hacía poca gracia, no me gustaba que molestara a los animales a esas horas en las que nadie lo veía, y una noche fuimos el caporal y yo a espiarlo al establo, vimos cómo se encaramaba en la vaca y le hacía con una navaja una incisión detrás de la oreja, en la que después se ponía a succionar la sangre. Era verdad que el Vampiro, gracias a la chapuza de la navaja, se bebía la sangre de las vacas, yo lo vi esa noche con toda claridad, cuando terminó se descolgó del animal y, a la luz de la luna que caía sobre el establo, le vi la cara toda manchada de sangre.
Un día hablando con Lucio salió al tema el Vampiro, le dije que no me gustaba que molestara a mis vacas y que la última vez el caporal había estado a punto de correrlo a palos de la plantación, se lo dije porque se sabía que el Vampiro era de San Juan el Alto, y yo me había enterado que era el padre de una de las sirvientas de la casa de los Intriago y que la mujer de Lucio lo protegía, pero ese día también me enteré de otra cosa: había sido un alcohólico lamentable que maltrataba a su mujer y a su hija y desde que, hacía veinte años, se había encaramado por primera vez al cuello de una vaca, no había vuelto a probar el alcohol.
La historia viene al caso porque Lucio Intriago tenía relación con el loco oficial de San Juan el Alto y Tikú no lo sabía, de otra forma le hubiera creído cuando le dijo que el cacique quería vengarse de él, algo seguramente habría oído el Vampiro, algo le habría dicho su hija, el caso es que Tikú no lo tomó en ese momento muy en serio, aunque ya en la noche la advertencia del loco no lo dejaba dormir, daba vueltas en el camastro, se sentía afiebrado y sudaba desmesuradamente, la oscuridad viscosa que había dentro del cuarto estaba embarullada por el escándalo de los grillos, y por los monos que aullaban de calor; Tikú se sentía perdido, a la deriva, la advertencia del Vampiro se enredaba con la ausencia de Lidia, con el vacío de su cuerpo que se había quedado ahí como un abismo en medio del camastro; no alcanzaba a ver Tikú que sin su novia se había quedado a la intemperie, ya no contaba con el aura protectora de Abigail Luna y de haberlo atisbado hubiera salido huyendo de San Juan esa misma noche, y mientras trataba de encontrar el sosiego entre los grillos y el aullido de los monos, un estruendo mayor irrumpió en su cuarto, la puerta voló en pedazos y aparecieron frente a él tres hombres armados que, sin decirle ni una palabra, le embutieron un trapo en la boca, le pusieron una capucha y lo amarraron de pies y manos ahí mismo encima del camastro. Tikú sintió cómo lo cargaron en vilo, lo sacaron de su casa y lo aventaron contra una superficie dura y metálica que, en cuanto se echó a andar el motor, supo que era la batea de una camioneta. Se lo llevaron dando tumbos a las afueras del pueblo, oía la música estruendosa de un radio y las voces y las carcajadas ocasionales de sus secuestradores, sabía perfectamente quién había ordenado su rapto y entre tumbo y tumbo se iba haciendo a la idea de que su final estaba muy cerca, pensaba con intensidad en Lidia, no se había ido con ella por cobarde, por no exponerse a ese tipo de peligro, y ahora entendía, en lo que rodaba de un lado a otro de la batea, que la guerra de guerrillas le hubiera ofrecido un final más benigno que el que le esperaba en el reino de Lucio Intriago. La camioneta se detuvo, alguien le desató los pies, lo obligó a incorporarse y se lo llevó cogido del brazo por un sendero; luego entraron a una casa y ahí le quitaron la capucha, pero no el trapo que le dificultaba la respiración; frente a él, sentado en una mesa larga, estaba el cacique. Supongo que ya sabrás por qué estás aquí, le dijo, mientras terminaba de anotar una cifra en un cuaderno. No me gustan los revoltosos, dijo poniéndose de pie, ni los rojillos que adoctrinan a la juventud de nuestro pueblo, ni tampoco me gustan los hijos de la chingada que andan por ahí diciendo cosas de mí y de mi familia. Si lo hubiera reconocido entonces, si hubiera sabido que el maestro era el caporalito, me juraría y perjuraría años después Lucio Intriago, te lo hubiera mandado de regreso a La Portuguesa en una camioneta. ¿Lo quebramos?, preguntó el hombre que lo tenía cogido del brazo. No, dijo el cacique, no vamos a hacerle ese favor, mejor tíralo al pozo, eso es lo que merece este pinche indio muerto de hambre, morirse de hambre.