Una nube de moscas se movía alrededor de su cuerpo. Tenía la ropa manchada de barro y de sangre seca. Un pájaro grande y negro, un picho, picoteaba la reja de fierro que cubría el pozo. Tikú se puso de pie y sintió un mareo que lo llevó de regreso al suelo; le dolían todos los huesos y tenía detrás de la cabeza una herida palpitante, abultada por un lodillo sanguinolento. Gritó una, dos veces, luego siguió desgañitándose pero nadie se asomó, afuera no se oía más que el rumor de la selva, los gritos aislados de los macacos y el zumbido de los insectos que reverberaba en la maleza como un tendido eléctrico. El picho se fue, aleteó ruidosamente y voló hasta la rama de un guapaque. Las moscas se le iban posando en la ropa, en las manos, en la cara, en las botas; lo último que recordaba era el ruido del golpe que le habían dado en la cabeza. El fondo de ese pozo inmundo olía a cieno y a estiércol, no sabía cuánto tiempo llevaba ahí, tenía hambre y mucha sed, era de día, muy temprano en la mañana según pudo calcular; podía haber pasado una noche, dos a lo sumo, no más, se sentía aturdido, desorientado, ¿por qué estaba encerrado en el pozo?, ¿iban a dejar que se muriera ahí de hambre y de sed?, ¿iban a regresar por él para amarrarlo a una ceiba y que lo desollaran los monos? Pensó que en todo caso alguno de los hombres de Lucio Intriago tendría que ir a comprobar si seguía vivo, no era costumbre del cacique dejar las cosas a medio hacer. Un gruñido lo expulsó de sus cavilaciones, el ruido nasal hosco y entrecortado de un jabalí que lo observaba y trataba de identificar el aura que despedía, el olor a sangre revuelta con cieno y estiércol, el olor a cuerpo herido, a presa diezmada y disponible para las fieras de la selva. Los gruñidos y la excitación del jabalí llamaron a otros dos y pronto se convirtieron en seis bestias que gruñían y trataban de meter la cabeza por los huecos de la reja, babeaban copiosamente y los colmillos, al chocar contra el metal, producían un punzante fragor. Tikú los contemplaba desde el fondo del pozo, los jabalíes no podían hacerle nada, lo protegía la misma reja que le impedía salir pero, de todas formas, lo atemorizaba la manera en que gruñían, su insistencia en meter los hocicos por los huecos, la trompa, los colmillos, los goterones de babas que caían al suelo y que lo obligaron a situarse en el centro del pozo para que no le cayeran encima; como si las babas de esos animales desesperados fueran a mancharlo más que el cieno y el estiércol y la sangre que ensuciaban sus ropas. La situación empezó a preocuparlo, los separaba una sólida reja de hierro, pero la excitación de los jabalíes parecía una fuerza difícil de contener, ya los veía capaces de echar la reja abajo y la sola idea de vérselas ahí con esa manada de bestias le infundió verdadero miedo; incluso pensó que esa multitud de animales hambrientos era obra de Lucio Intriago, tenía su sello, a su enemigo anterior lo habían desollado los changos y parecía bastante consecuente que él también fuera destazado por una turba de fieras. Uno de los jabalíes trataba de meterse con tal ahínco que comenzó a hacerse un boquete por debajo de la reja y, al cabo de un minuto, ya había pasado la cabeza completa y, unos instantes después, ya se desmoronaba la tierra que caía en una cascada dentro del pozo, caían piedras y trozos grandes de légamo y, a medida que el jabalí se escurría por el agujero que escarbaba rabiosamente con las patas delanteras, movía también la reja, la deslizaba hacia uno de los extremos. Pronto llegó el momento en el que se formó un hueco suficientemente amplio para que el jabalí metiera el cuerpo, y se dispusiera a saltar al interior del pozo; profería unos amenazantes gruñidos que intimidaron todavía más a Tikú, aunque parecía imposible que se atreviera a saltar, era un ejemplar de doscientos o trescientos kilos y el pozo tenía cuando menos tres metros de profundidad; pensó que no saltaría pero de todas formas cogió un palo grueso que había caído dentro y localizó una piedra que había llegado con el desmoronamiento de la tierra. De pronto, quizá porque perdió el equilibrio, el animal cayó de manera dramática dentro del agujero y produjo un ruido horripilante que lo hizo pensar, con cierto alivio, que el batacazo lo había dejado herido de muerte, o siquiera malherido; el resto de los jabalíes gruñían desesperados, parecía que alentaban, con sus hocicos babeantes metidos en los huecos de la reja, al intrépido que se había despeñado dentro del pozo. Tikú empezó a inquietarse con la posibilidad de que se les ocurriera arrojarse por el agujero que había abierto el otro, pero no fue así, cada uno seguía metiendo el hocico por el hueco que le tocaba, no relacionaban el boquete con el jabalí que yacía en el fondo del pozo y que de pronto se levantó; no estaba herido de muerte, ni siquiera estaba malherido y de un momento a otro se puso a encarar a Tikú; estaban los dos encerrados, uno a merced del otro en ese espacio reducido que no permitía muchas maniobras, el jabalí lo encaraba pero se le veía aturdido, no se animaba a echársele encima, solo lo miraba fijamente mientras liberaba un gruñido lastimero; él supo que si no aprovechaba el desconcierto del animal estaba perdido, así que le dio en la cabeza con el palo que traía en las manos, con todas sus fuerzas, una, dos, tres veces, mientras los jabalíes que lo observaban desde arriba chillaban enfurecidos pero, cuando iba a golpearlo por cuarta vez, el animal levantó la cabeza, mordió el palo y se lo arrebató de las manos; tenía una herida grande entre los ojos de la que comenzaba a salir una sangre oscura, casi negra, y cuando pensaba que la bestia estaba a punto de morir, se le echó encima, lo tiró al suelo y le asestó una dentellada en el brazo; Tikú se escurrió como pudo, lo golpeó con la bota en el hocico, era evidente que los golpes lo habían debilitado porque de otra forma no hubiera podido quitárselo de encima; se puso de pie, cogió la piedra y antes de que el animal pudiera reaccionar lo golpeó varias veces en la cabeza hasta que oyó el crujido de los huesos del cráneo. El esfuerzo lo dejó desfallecido, se acurrucó al lado del cadáver y no abrió los ojos hasta después del mediodía.
Lo despertó un nubarrón de moscas y el calor que se estancaba en el pozo como una neblina mórbida. Los demás jabalíes se habían ido, quizá atemorizados, quizá aburridos por la inmovilidad de los cuerpos que yacían en el fondo. Calculó que cabía por el agujero y que, ignorando la herida que tenía en el brazo y que le sangraba profusamente, podía trepar apoyándose en los huecos de la pared. Así subió a la superficie; no sabía exactamente dónde estaba, pero por la vegetación, y la altura y el desnivel de la montaña, dedujo que estaba lejos de San Juan y de la lechería de los Intriago. También caviló que lo habrían llevado hasta ahí como un fardo en la grupa de un caballo y que luego lo habrían tirado al pozo, por eso le dolían de esa forma todos los huesos. ¿Por qué se habían tomado la molestia de llevarlo hasta allá, herido pero vivo, en lugar de matarlo ahí mismo como al pobre desgraciado que se habían comido los changos? No sabía que Lucio Intriago, que lo consideraba un muerto de hambre, quería matarlo de hambre y hasta allá arriba nadie iba a escucharlo agonizar; desde luego no había contado el cacique con la intervención de los jabalíes, pero a él le quedaba claro que ya lo daban por muerto y que la única oportunidad que tenía de sobrevivir era irse muy lejos, fuera del alcance de su verdugo. Tenía una sed insoportable que fue paliando con hojas mordisqueadas de chancarro y de jonote, más tarde dio con un ojo de agua que brotaba de uno de los veneros del volcán, se desplomó en la orilla como un moribundo y bebió con ansiedad mientras dejaba que se le lavara la herida que le había hecho el jabalí. La única ruta de escape posible era hacia la cumbre, hacia el volcán, lejos de todo, no tenía más remedio que aislarse en la parte alta de la sierra; comenzó a subir, tenía que permanecer oculto el tiempo que hiciera falta para que su enemigo lo olvidara; cuando llevaba apenas una hora subiendo hacia el volcán se encontró el cuerpo de un conejo al que la estaca de una trampa había atravesado de lado a lado; lo desempaló y, a partir del destrozo que había hecho la estaca, se puso a arrancarle tiras de carne con los dientes. Cuando había saciado su hambre con esa ración repugnante, que entendió como la vianda fundacional de su nueva vida, despedazó la presa con la estaca para sacarle las tripas y hacerse con ellas un emplaste que se puso en el brazo. Pensó que esa trampa puesta tan arriba tenía que ser de alguno de los prófugos que se ocultaban en la montaña, de los paramilitares, del narco, o quizá de la célula guerrillera de Abigail Luna y enseguida sintió la urgencia de ver a Lidia, de buscarla, imaginó que la veía entre la maleza, que la observaba desde arriba acuclillada estudiando un plano, pero inmediatamente desterró esa ocurrencia, la huida hacia arriba, hacia el volcán, era su única posibilidad de sobrevivir. Comenzó a desmontar la trampa y, mientras desataba los nudos y enrollaba las cuerdas, imaginó la sorpresa que iban a llevarse los hombres de Lucio Intriago cuando descubrieran en el fondo del pozo el cadáver de un jabalí, en lugar de los despojos del maestro del pueblo. Recordó lo que le decía todo el tiempo la Chamana, tú vas a ser siempre un indio, vas a quedarte aquí por más de que te vayas lejos, de aquí somos y aquí vamos a quedarnos por los siglos de los siglos, eso recordaba Tikú mientras desmontaba la trampa, aquí vamos a quedarnos quería decir que lo suyo era eso y solo eso: el estar completando por los siglos de los siglos el círculo perverso en el que le había tocado nacer. Se colgó las cuerdas al cuello y se amarró con varias vueltas a la cintura la más larga, y así fue subiendo durante varios días, quizá semanas, la enmarañada Sierra Madre, hasta que llegó al territorio de los hijos del volcán.