«Solo hay uno y tú eres él», le dijo Kwambá a Tikú la misma noche de la revelación, con un semblante desconocido, un gesto donde había humildad y sobre todo deslumbramiento. Detrás de Kwambá iba Nakawé, la hija del volcán que sabía escrutar el futuro, no decía nada y lo veía desde la suficiencia que le daba su talento para vislumbrar presagios; siempre había sabido que tú eras el único, parecía decir con su silencio huraño. Twaré se los había contado, les había dicho que su padre era el que podía hablar con el espíritu, y los dos habían ido corriendo a la cabaña, para manifestarle su aprecio y, en el caso de Kwambá, su absoluto asombro; iba en tal estado de nerviosismo que comenzó a decirle, con un ridículo hilo de voz que no casaba con su habitual vozarrón, que ya lo sospechaba, que lo sabía, le dijo a Tikú, desde que lo había visto unos días atrás cuando lo espiaba, mientras se ocupaba de sus trampas, apuntó con una candorosa desvergüenza; lo había visto buscando entre los árboles a una voz que le hablaba y preguntándole al coyote si había oído algo. No recuerdo haberle preguntado nada al coyote, dijo Tikú por decir algo ante esa mentira flagrante, y aturdido por lo que empezaba a pasar, y también admirado de la súbita docilidad de ese hijo del volcán que tradicionalmente lo había maltratado y que hacía treinta años, cuando acababa de llegar a la montaña, lo había humillado con la artera complicidad de toda su tribu. La voz que te habla es el espíritu del volcán, le dijo Kwambá con sobrada autoridad, ya con la voz recompuesta, mirándolo con el mismo fervor que hacía media hora, en el momento de la revelación, le había dedicado su hijo. Tikú trataba de digerir ese súbito viraje a su favor en la jerarquía de la montaña; supuso que le tocaba asumir alguna responsabilidad, a fin de cuentas era él quien, con el asesinato de Medel, estaba poniendo en riesgo la estabilidad del territorio; pensó que debía proponer ciertas directrices y ejercer algún tipo de liderazgo, su batalla con Lucio Intriago iba a afectar directamente a los hijos del volcán. Por otro lado, que ellos entendieran que esa voz atroz que lo atormentaba era la del espíritu, lo hacía sentir un verdadero alivio; con ese nuevo significado que le daban ellos a la voz de adentro lo eximían a él de su propia locura, la voz había dejado de ser su tormento particular porque acababa de convertirse en un bien colectivo. Kwambá le pidió que preguntara al espíritu del volcán sobre el destino de su tribu, que preguntara si esos hombres que merodeaban por la parte baja de la montaña iban a hacerles algo terrible, que si al final conservarían sus tierras, y que si había algo que pudieran hacer para defenderse. La voz solo me habla, se disculpó Tikú, nunca le he preguntado nada, dijo, no sé si vaya a contestarme, y luego añadió, para no decepcionarlo del todo: ya le preguntaré al espíritu cuando vuelva a decirme algo. Detrás de Kwambá, Twaré y Nakawé escuchaban encandilados todo lo que decía, especialmente su hijo, que lo miraba con un ardor casi molesto. Tikú sintió la urgencia de quedarse solo, de pensar largamente en eso que le estaba sucediendo y sospechó que, si no hacía algo, los hijos del volcán iban a quedarse ahí contemplándolo toda la noche. Estoy cansado, les dijo, y antes de dormirme tengo que ponerme un emplaste en la herida, no tienen que estar aquí observándome, cuando me hable el espíritu les cuento lo que me dijo, ahora déjenme solo.

Los hijos del volcán se fueron dócilmente, solo hay uno y tú eres él, dijo sentidamente Kwambá, antes de salir de la cabaña, con ese hilo de voz que le salía cuando se ponía nervioso.