Al día siguiente, cuando Tikú se disponía a cumplir con sus rutinas, se encontró a su hijo y a Kwambá afuera de la cabaña; daba la impresión de que no se habían movido de ahí desde la noche anterior; él mismo había dormido mal, a saltos, el espíritu del volcán era una figura que apenas estaba empezando a digerir y la ineludible llegada de Lucio Intriago lo tenía en un estado de permanente desasosiego. No puedes ir a trabajar en las trampas, ya no, protestó su hijo, y Kwambá manifestó su aprobación cruzándose de brazos ruidosamente, moviendo enfáticamente la cabeza y soltando un voluminoso resoplido. ¿Y qué quieren, que me quede todo el día metido en la cabaña?, protestó Tikú. No eres solo tú, replicó Kwambá, también se queda el espíritu del volcán, así podrás oírlo mejor cuando vuelva a hablarte. Yo voy a hacer todo el trabajo de las trampas, terció el muchacho, desempalo los conejos y les quito las pieles, ya te he visto cómo lo haces. En ese momento a Tikú ya no le preocupaban ni las trampas ni las pieles, lo atormentaban las consecuencias de su asesinato, que iban a alcanzarlos muy pronto; no sabía exactamente qué iba a pasar pero desde luego estaban en peligro, en un peligro mortal; él era ya, de hecho, un hombre muerto, pero no podía decirles nada a los hijos del volcán, no quería que lo echaran del territorio, o que lo entregaran a Lucio Intriago; era ya un hombre muerto, pero todavía tenía dos certezas: no iba a irse a otra montaña para escapar de su enemigo, ya no tenía edad para empezarlo todo en otro lado, y antes de morir iba a defenderse, a llevarse por delante a alguno de esos que querían matarlo, con suerte al mismo Lucio; y a partir de entonces, persuadido por el fervor que le demostraban, comenzó a considerar a los hijos del volcán su única posibilidad de salvación, eso era precisamente lo que le había dicho la voz de adentro la noche anterior, cuando cenaba con Twaré: hazte ayudar por los hijos del volcán, en ellos tienes un ejército que debes aprovechar, le había dicho y tenía razón, los hijos del volcán querían ayudarlo y él necesitaba desesperadamente de su ayuda, ya no hacía falta que la voz le hablara otra vez, sabía lo que debía hacer, iba a quedarse en su cabaña como ellos deseaban, iba a sentarse a pensar una estrategia común. La sierra estaba llena de vericuetos y el bosque en el que vivían era un territorio de difícil acceso, era imprescindible conocer el paso por la saliente del desfiladero porque, de otra forma, se tenía que improvisar una ruta por el espinazo de la montaña y no todos estaban dispuestos a enfrentar los abismos, los escarpes, las gargantas y los desbarrancaderos; abundaban las historias de gente que se internaba en la sierra y no salía nunca, y las de los que salían después de años de andar deambulando, como en un laberinto, greñudos y avejentados o, como era el caso de la señora Isidora, que había llegado a San Juan el Alto luego de una década perdida en la sierra y ya no había logrado hallarse entre su familia, su marido se había juntado con otra y sus hijos ya no veían en ella a su madre sino a la loca que un día había bajado del cerro y su marido, no sabiendo qué otra cosa hacer, porque la señora Isidora montaba unos desmanes que comprometían a toda la familia, la encerraba en un cuarto para que purgara la locura que había incubado en la sierra; pero la señora Isidora escapaba del cuarto y corría por las calles del pueblo pidiendo auxilio porque su familia la tenía secuestrada, corría por los pasillos del mercado, y entraba a la cantina o a la iglesia, se le encaramaba a algún cristiano y le pedía ayuda porque su marido iba a encerrarla otra vez.

Tikú ignoraba qué había sido de la señora Isidora, seguramente habría muerto de vieja encerrada en ese cuarto; la última vez que la había visto, unos días antes de que lo secuestraran los hombres de Lucio Intriago, la vieja miraba la calle desde la puerta de su cuarto, amarrada del cuello con una larga tira de cuero que su marido, o alguno de sus hijos, había atado con un nudo a la tubería del agua.