Esa veneración que se translucía en la mirada y en la actitud de su hijo, de Kwambá y de Nakawé, contagió rápidamente a toda la tribu; de pronto un montón de hijos del volcán a los que no había visto nunca, que ni siquiera sabía que existían, comenzaban a aparecer; los sorprendía espiándolo por el ventanuco, o medio ocultos entre los árboles cada vez que salía de la cabaña, ya no a revisar las trampas como había hecho hasta entonces, sino a caminar por el bosque mientras intentaba descifrar lo que le estaba sucediendo y trataba de imaginar una estrategia para aprovechar, de la mejor forma posible, el número y la fuerza de los hijos del volcán. El coyote, liberado como él del trabajo en las trampas, se pasaba el día echado frente a su guarida y solo se levantaba para seguir a su amo cuando salía de la cabaña; parecía que su nahual entendía la situación, había dejado de gruñirle a los hijos del volcán, se daba cuenta de que la relación con la tribu había cambiado. Entre los que se asomaban todo el tiempo por el ventanuco y los que lo espiaban detrás de los árboles o agazapados en el breñal, estaba Nakawé, la más entusiasta de los hijos del volcán; ya había ido a admirarlo la noche de la revelación y ahora se hacía presente todo el tiempo como si Twaré, el hijo que tenían en común, no fuera el recordatorio permanente de la historia que los comprometía y que, en ese momento, Tikú empezaba a reconsiderar, pues al final Twaré había llegado para salvarlo de su propia estirpe, del círculo perverso que no lo dejaba ir, porque la carne de su carne era un hijo del volcán, era parte de esa tribu de espíritus libres, un privilegio que los indios como él no tenían. Nakawé le fue llevando cosas durante ese día: una manta de pieles cosidas, un hacha con el mango forrado de carnaza, un copioso guacal de yerbas y legumbres que él dejó casi intacto. Gracias por la manta y por el hacha, Nakawé, pero no puedo comer tanto, llévate la comida, le dijo él en lo que ella le tomaba medidas de los brazos y de la espalda; lo había hecho subir a un banco para facilitar la maniobra, le medía las extremidades con una vara larga y otra más corta que iba intercalando y le contaba que las mujeres de la tribu ya estaban trabajando en el atuendo que debe llevar el Único, le dijo, el que puede hablar con el espíritu del volcán. Mientras ella le medía una y otra vez el cuerpo, a él le daban ganas de decirle, ni te esfuerces porque ya soy hombre muerto, van a venir los hombres de Lucio Intriago y van a cobrarme la muerte que debo; también le daban ganas de decirle, más bien de preguntarle, ¿por qué irrumpiste de esa forma en mi cabaña aquella noche?, ¿estabas caliente y yo era la presa más indefensa?, ¿es verdad que ya sabías que yo era el Único y querías que te dejara sembrada en el vientre mi estirpe? Pero nada de eso tenía caso preguntar ya, prefería conservar intacta la veneración que había empezado a dispensarle esa mujer, y desde luego le parecía bien que Nakawé tuviera la intención de hacer valer el derecho de su maternidad, tanto que ya andaba divulgando incluso, según le había contado Kwambá, que ella había visto desde el principio que él era el Único, que se había guiado por el instinto de procrear un hijo con el que iba a convertirse en el líder de los hijos del volcán, que se había dejado conducir por sus visiones y sus presagios. Aunque no creía del todo en sus poderes adivinatorios, Tikú aceptaba esa versión de la historia; ya se consideraba un hombre muerto y lo sensato era dejarse conducir por las fuerzas que se arremolinaban a su alrededor.
Cuando se fue Nakawé llegaron Kwambá y Twaré, a ver si se le ofrecía algo y Tikú decidió que ese era el momento de hablar con ellos y sin ningún tipo de preámbulo soltó: me dijo el espíritu del volcán que tenemos que organizarnos antes de que lleguen los hombres de Lucio Intriago. ¿Lucio Intriago?, preguntó el muchacho extrañado, ¿quién es Lucio Intriago? Es un terrateniente de San Juan el Alto que quiere venir a quitarnos nuestras casas, le explicó Tikú. ¿Eso te lo dijo el espíritu?, preguntó Kwambá atemorizado. Sí, dijo él con firmeza, me lo dijo el espíritu, insistió en que tenemos que defendernos de los hombres del cacique y eso vamos a tener que hacer, anunció. Siempre hemos sabido que vendría el Único a guiarnos, dijo Twaré, a decirnos qué hacer, pero nunca nos imaginamos que fueras tú, aunque quizá yo sí, confesó con lágrimas en los ojos, por eso quise estar contigo, eso me dijo Nakawé, que soy un visionario como ella, que de ella he sacado los presagios y las premoniciones. Mañana temprano vayan a decirle a todos los hijos del volcán que quiero hablarles, dijo Tikú, tráiganlos aquí a primera hora, tengo que explicarles eso que acaba de decirme el espíritu y ahora váyanse, déjenme solo, que tengo mucho que pensar.