Corre, ve a decirle a Kwambá que Lucio y sus hombres están a punto de llegar, que se agazapen en la entrada del espinazo y que preparen sus armas, que se distribuyan bien para que no se estorben a la hora del ataque, le dijo Tikú al muchacho. Acababa de verlos salir del último meandro, se desplazaban los tres muy despacio, con las espaldas pegadas a la piedra, no querían despeñarse en el último momento y él los veía de frente, expuestos, entregados si el plan hubiera sido bajarlos a tiros desde ahí. Calculó que, una vez sorteado el meandro, les tomaría media hora, como mucho, llegar al final del espinazo. ¿Y tú?, preguntó Twaré a su padre, ¿qué vas a hacer? Yo también voy yendo hacia allá, pero no avanzo tan rápido como tú, respondió señalándose la pierna; la supuración de la herida le había dejado ya una escandalosa mancha en el pantalón. El espíritu me dijo que yo soy el que debe matar a Lucio Intriago, añadió Tikú, así que tendré que llegar a tiempo, dile a Kwambá también esto para que nadie se me adelante. El muchacho no se animaba a irse, llevaba horas viéndolo disimular mal las acometidas de la fiebre, las rachas de escalofríos, y había visto de qué forma arrastraba la pierna al caminar y la manera en que se había ido expandiendo la mancha que tenía en el pantalón. ¡Vete ya!, le ordenó Tikú, no te preocupes por mí, tengo una guardia que me cuida, dijo para tranquilizarlo. Twaré se fue, se internó en el bosque con el hacha en la mano; la guerra era inminente y su hijo estaba ansioso por comenzarla y cuando iba ya entre los árboles, moviéndose con esa destreza felina que tenían los hijos del volcán, pegó un largo aullido, un grito salvaje que se escabulló ladera abajo. Tikú tuvo que hacer un esfuerzo para levantarse, tanto tiempo inmóvil lo había dejado entumecido, pero ya su malestar le importaba poco, la forma en que su hijo se preocupaba por él paliaba todas las molestias, y al mismo tiempo acrecentaba el miedo de que fuera Lucio Intriago el que lo matara a él; antes de echarse a andar dedicó una larga mirada a la selva, una bruma andrajosa despuntaba por encima de los árboles y más allá el sol se asentaba y producía un reflejo vibrante en la superficie del mar; los zopilotes seguían completando su círculo siniestro, cada vuelta cerraban un poco más el redil, acotaban el perímetro porque sabían que el muerto no tardaría en caer. ¡Vámonos!, le dijo Tikú a Nakawé, que lo miraba con aprensión desde que Twaré se había ido a alertar a los hijos del volcán, parecía que ella también tenía prisa por batirse contra el enemigo. En cuanto dio el primer paso sintió que la pierna que le supuraba era un peso muerto que iba a tener que arrastrar hasta la entrada del espinazo; el coyote se desperezó y se puso a andar detrás de él; la guardia cerró filas para protegerlo y Nakawé, alarmada por la manera en que arrastraba la pierna, se acercó para ayudarlo pero él se lo impidió, y tampoco permitió que le fueran levantando los faldones; vamos a la guerra, dijo Tikú, qué más da que la casaca se me desgarre o se me llene de huizapoles. Los amagos de la fiebre iban y venían y él trataba de conservar la firmeza, se agarraba a su escopeta con ansiedad; el viento no pegaba tan fuerte en el interior del bosque y en cada claro que se abría entre los árboles veía el vuelo amenazante de los zopilotes; a pesar de que él iba arrastrando la pierna, el grupo avanzaba a buen paso, Nakawé iba delante allanándole el camino, muy pronto estaría otra vez frente al cacique de San Juan el Alto y, para disminuir el desasosiego que le producía esa situación, comenzó a pensar en su hijo, que ya habría avisado a Kwambá de la inminente llegada del enemigo y estaría organizando la distribución de los hijos del volcán, como él había ordenado. Mientras iba avanzando hacia la entrada del espinazo imaginó el gesto de Twaré, la ilusión con que escuchaba todo lo que le decía, su mirada resplandeciente y la preocupación que le había visto en el momento de dejarlo solo, y ese loco grito que había soltado blandiendo el hacha entre los árboles; en eso su hijo no se le parecía, él no había escuchado nunca con ilusión a su padre, ni tenía ese entusiasmo ni se veía pegando gritos de guerra en medio del bosque. Imaginó, para darse ánimos, el instante en el que el cacique y sus hombres se descubrieran rodeados por su ejército, fantaseó con la posibilidad de que terminaran rindiéndose, o de que trataran de batirse a tiros y fueran abatidos por los hijos del volcán; era Lucio o era él, alguno de los dos tenía que morir, lo decían los zopilotes con ese círculo que no dejaban de completar. Estamos llegando, dijo Nakawé; que alguien se adelante y nos asegure que Kwambá ya puso a los hijos del volcán en la entrada del espinazo, ordenó Tikú, y aprovechó el alto para recargarse en un tronco y descansar del dolor atroz que tenía en la pierna; no quería llegar y encontrarse con Lucio Intriago él solo respaldado por su guardia personal, quería estar protegido por la centuria completa. La enviada de Nakawé regresó y dijo que ya estaban ahí todos preparados para el ataque; ¡vamos!, dijo él, y desde que comenzaron a avanzar empezó a ver a sus soldados repartidos en todo el perímetro; Kwambá ya lo estaba esperando y se aproximó a él para recibir las últimas instrucciones; deben estar por llegar, dijo Tikú en voz baja y añadió, por si no había quedado suficientemente claro: yo voy a matarlo, es lo que dijo el espíritu que tenía que hacer; enseguida se acercó Twaré y se quedaron en silencio, pendientes de los tres hombres que iban a salir de un momento a otro de entre los matojos. Muy pronto los oyeron acercarse, escucharon sus botas pisando la hojarasca y después sus resoplidos, la respiración entrecortada de esos infelices que habían estado todo el día subiendo la montaña, hasta que finalmente aparecieron: primero Lucio Intriago y detrás sus dos esbirros. Tikú miró a Kwambá y a Twaré, había llegado la hora; salió de detrás de un árbol y encañonó a Lucio, le puso la punta de la escopeta en la cabeza y dijo a los otros dos que no se movieran ni un milímetro porque si lo hacían, iba a sorrajarle un tiro al cacique, y en cuanto dijo esto vio con satisfacción cómo los rodeaba un apretado tumulto de hijos del volcán. Quítales las armas, le dijo a Kwambá, y después ordenó que los amarraran de pies y manos, que los dejaran listos para colgarlos de un árbol. Los hombres del cacique lo miraban con incredulidad y Lucio, con la punta de la escopeta todavía clavada en la sien, le preguntó, ¿con quién hablas? ¿Que con quién hablo?, dijo Tikú con una nota de ironía, mirando satisfecho cómo los hijos del volcán, sus soldados, estrechaban el cerco alrededor de sus enemigos. Aquí no hay nadie más que tú, estás solo, dijo el cacique con una seriedad que desconcertó a Tikú y que lo hizo voltear para comprobar, aterrorizado, que efectivamente no había nadie más, que estaba completamente solo. ¡Twaré!, ¡Kwambá!, comenzó a gritar fuera de sí, y Lucio Intriago aprovechó su desconcierto para arrebatarle la escopeta, encañonarlo y decirle, deja de gritar, ¿estás loco?, aquí no hay nadie más que tú. Es él, patrón, este fue el que mató a su hermano, aseveró Gabino. Cuando Lucio Intriago le disparó, Tikú seguía gritando desesperado, ¡Twaré!, ¡Kwambá!, ¡Nakawé! Cayó boca arriba al suelo, vio al santo que protegía ese rumbo de la montaña meciéndose con el viento y, más arriba, el círculo que completaban, una vez más, los zopilotes. Ya tienen su muerto, pensó, y luego ya no pensó nada.