Me ha conmovido ver las fotos de esas trescientas tiendas de campaña que han levantado frente al Ministerio de Economía y Hacienda, en el Paseo de La Castellana, en Madrid, esos militantes de la organización Plataforma 0,7% —estudiantes y hippies, jóvenes y viejos, profesionales y amas de casa, artistas, funcionarios y parados—, que acampan allí, día y noche, para presionar al Gobierno a fin de que dedique el 0,7 por ciento del PIB (Producto Interior Bruto) de España a la ayuda al Tercer Mundo. Han anunciado una huelga de hambre en apoyo de su empeño y todas sus declaraciones así como los lemas de sus pancartas transpiran el desinterés, la generosidad y el idealismo más puros. Desde esta columna les hago llegar mi gratitud por su limpio gesto.
Es un agradecimiento que formulo, no en nombre de los países pobres, sino de los ricos, es decir, de las grandes democracias occidentales, entre las que por fortuna ahora también se halla España, que andan urgentemente necesitadas de iniciativas y movilizaciones que, como la de Plataforma 0,7%, las dinamicen y enriquezcan moralmente, mostrando a los españoles, a los europeos, algo que muchos ya no consiguen creer: que la acción cívica y la vida política no están sólo en manos de gentes inescrupulosas y ávidas de poder o profesionales sin principios o mediocridades lúgubres; que, por el contrario, estas actividades pueden canalizar también la solidaridad, la decencia, la imaginación y el altruismo de quienes quieren combatir la injusticia y mejorar este mundo.
Dicho esto, debo decir también que si Plataforma 0,7% lograra su objetivo y España dedicara ese porcentaje de la riqueza que produce a ayudar a los países pobres, la suerte de estos no cambiaría por ello de manera significativa. Más todavía. Esta suerte ni siquiera se modificaría en lo esencial aun cuando toda la Europa próspera y Estados Unidos y Japón decidieran seguir el ejemplo de la magnífica Dinamarca que, aunque parezca mentira, canaliza hacia los países en vías de desarrollo no el 0,7 por ciento sino ¡el 3 por ciento de su Producto Interior Bruto (PIB)!
Porque, en contra de lo que creen esos estupendos idealistas, a los que mi amiga Rosa Montero ha bautizado con el lindo apelativo de «los comanches» y a los que la prosperidad del Primer Mundo avergüenza y da mala conciencia cuando la contrastan con la miseria de los países africanos o latinoamericanos o (ahora sólo algunos) asiáticos, entre una y otra realidad económica no hay una relación de vasos comunicantes. No es cierto que los países ricos lo sean porque los otros son pobres y, a la inversa, que la miseria del Tercer Mundo sea resultado de la afluencia del Primer Mundo. Eso fue cierto, y de manera bastante relativa, en el pasado. En el presente no lo es. Y nada hace tanto daño a los países atrasados y misérrimos del planeta como esta falsa doctrina, que los exonera de culpa en lo que respecta a su condición y transfiere toda la responsabilidad del hambre y el desamparo que padecen sus pobres a los países desarrollados, los que se alimentarían de ellos succionándoles la riqueza, como los vampiros a sus víctimas. Pues, si esto fuera así, no habría esperanza para ellos, y no les quedaría otra alternativa que llorar y apiadarse de su suerte, o vociferar contra el malhadado Occidente, mientras, con la mano extendida, esperan pasivamente que los succionadores de su sangre se compadezcan, dejen de hacerlo y vengan más bien con sus ayudas a desempobrecerlos y desarrollarlos.
La verdad es que, hoy en día, la pobreza «se produce», al igual que la riqueza, y que ambas son opciones al alcance de cualquier pueblo. Y que muchos países subdesarrollados, debido a la infinita corrupción de sus clases dirigentes, a la demencial dilapidación de sus recursos y a las insensatas políticas económicas de sus Gobiernos, se han convertido en unas máquinas muy efectivas de producir esas condiciones atroces en las que viven sus pueblos. Atención: sus pueblos, no sus dirigentes, los que a menudo disfrutan de una opulencia milyunanochesca. Por ejemplo, el desorbitado derroche y las pillerías de los Gobiernos populistas han conseguido hacer de Venezuela, que es un país no rico sino riquísimo, una nación arruinada, donde la mayoría de la gente se empobrece cada día un poco más en tanto que sus millonarios sacan al extranjero sus millones a paso de polca.
En el Zaire diezmado por la hambruna y las epidemias sigue gobernando, impertérrito en medio de la peste y la muerte y siempre tocado con su coqueto sombrero de leopardo, el gran Mobutu, cuyo patrimonio personal, depositado en los bancos suizos y exclusivo producto de la rapiña, se calcula entre tres mil y cuatro mil millones de dólares, una suma no muy alejada de la que otro célebre mandatario tercermundista, el difunto presidente Marcos, le birló al pueblo filipino. ¿Y a cuánto ascenderá la fortuna de la familia Duvalier, la que forjó Papá Doc e incrementó Baby Doc, quien bebe ahora el amargo champagne del exilio en la Costa Azul? Los minimalistas la cifran en cien millones de dólares y los maximalistas en quinientos: en todo caso, una verdadera proeza empresarial y financiera, considerando que los latrocinios que la hicieron posible se cometieron esquilmando al pueblo de Haití, el más pobre del planeta. ¿Y cómo cuantificar la dilapidación, en aventuras militares y delirantes experimentos colectivistas y de ingeniería social, de la astronómica ayuda que recibió Fidel Castro de la URSS —entre cinco y diez mil millones de dólares anuales, a lo largo de tres décadas— y que ha hecho de Cuba un país de indigentes?
Pasando a asuntos más optimistas ¿cuál ha sido la nación que más billonarios ha producido en los últimos veinte años? ¿Estados Unidos? ¿Japón? ¿Alemania? No: México. Una estadística que puede ser positiva (si aquellos billones se ganaron en buena lid) o siniestra (si fueron hijos del privilegio mercantilista y del tráfico político) que me hizo conocer, hace apenas dos días, Kevin Rafferty, un destacado periodista económico británico que cubre el Oriente, y que ha documentado en sus crónicas de estos años la contrapartida de este fenómeno de pauperización del Tercer Mundo por obra de sus sanguijuelas gobernantes, es decir, el formidable desarrollo económico de países como Corea del Sur, Taiwan, Hong Kong, Singapur, Tailandia, Malasia, gracias a la apertura de sus economías y su inserción en los mercados mundiales.
La verdadera ayuda al Tercer Mundo no es la de la dádiva, por más noble y bien intencionada que sea la voluntad con que se dé. La triste realidad es que, en la gran mayoría de los casos, esta ayuda no va a parar a las bocas de los hambrientos a quienes se quiere ayudar, ni a los enfermos devorados por las pestes y sin hospitales, ni a los campesinos sin semillas ni tractores, sino a los bolsillos sin fondo de los Mobutus y los Marcos, o a los de los jefezuelos militares y caudillos de facciones que, cuando no se la roban y la regresan a los bancos occidentales donde tienen sus cuentas privadas, se la gastan en comprar armas para entrematarse a fin de conquistar el poder o eternizarse en él.
El verdadero servicio que el Occidente democrático debe prestar a esos pueblos tiranizados y saqueados del Tercer Mundo es ayudarlos a sacudirse de sus tiranos y saqueadores, pues estos son el obstáculo principal que tienen para romper el círculo infernal de la pobreza, y comerciar con ellos, abriéndoles esas fronteras que todavía se hallan cerradas, o apenas entreabiertas, en Europa como en Japón o en Estados Unidos, para tantos productos de los países en vías de desarrollo. Es el proteccionismo de las economías occidentales y la complacencia —en muchos casos, la complicidad— de sus gobiernos con los sátrapas tercermundistas lo que hay que combatir, exigiendo a los Gobiernos de las democracias desarrolladas que corten automáticamente las relaciones con las dictaduras y las sancionen con medidas diplomáticas y económicas a la vez que ayudan de una manera activa a quienes, en sus países, luchan por instalar gobiernos civiles, de legalidad y libertad y estrechan la cooperación y los intercambios comerciales con los regímenes democráticos.
Este es el mensaje que debe llegar a los pueblos del África, de América Latina y del Asia desde la Unión Europea: es posible salir de la pobreza y ello depende sobre todo de ustedes mismos. Para revertir la maldición del subdesarrollo, dejar de producir pobreza y empezar a producir riqueza, como lo están haciendo ya tantos países del Asia y comienzan a hacerlo algunos en América Latina, son indispensables la legalidad, la libertad y unas reformas que transfieran la responsabilidad de la producción a la sociedad civil y se la arrebaten al Estado —la fuente principal de la corrupción, siempre—, que estimulen la competencia y la iniciativa individual, y abran las fronteras a las fuerzas del mercado exterior, el mecanismo que más rápidamente sanea y moderniza una economía, no importa cuán primitivo sea su punto de partida.
Si las cosas son así, ¿por qué alegrarse con una campaña como la de Plataforma 0,7%, que parece partir de una percepción errada de las verdaderas necesidades de los países pobres? Ya lo he dicho y ahora lo repito: porque lo que hacen «los comanches» puede que no sirva de mucho al Tercer Mundo pero sí le sirve a España y a Europa, pues nada hace tanta falta en estos momentos a la cultura democrática —que es también ahora la española— como esa inyección de transparencia de propósitos y de entusiasmo cívico, de fe en el sistema y en los métodos pacíficos de acción para cambiar las políticas de los gobiernos que encarnan quienes desafían la pulmonía y la tortícolis en las trescientas tiendas de campaña de La Castellana. Lo que están haciendo constituye una oxigenante contrapartida ética a la fea, asfixiante imagen del sistema que, como en Francia o en Italia, ha venido también dando la democracia en España en los últimos tiempos con los escándalos de los hombres del poder enriquecidos y fugados, o los banqueros de la bancarrota ensalzados como héroes por la prensa del corazón, y los pequeños y sórdidos tráficos perpetrados a la sombra del Gobierno que la prensa delata cada día. Uno puede discrepar de «los comanches», pero con cuánto respeto y admiración.
Londres, octubre de 1994