Si todas las instituciones hubieran transitado en la Rumania de la dictadura estalinista de Nicolae Ceaucescu a la incierta democracia que preside Ion Iliescu como la Unión de Escritores, otro gallo cantaría en el islote de cultura latina enclavado en el corazón eslavo de Europa que es la antigua Dacia. Con un sentido pragmático que no suele caracterizar a sus colegas del resto del mundo, los escritores rumanos agrupados en la Unión, cuando, luego del desplome de la dictadura en 1989, perdieron los subsidios estatales, alquilaron parte de sus locales a un casino —uno de los pocos pingües negocios en la nueva sociedad— y con esa renta han podido mantener sus publicaciones, campos de vacaciones y el asilo de ancianos.
«El ser autosuficientes nos garantiza una independencia absoluta del poder político —me explica su presidente, paseándome por las recargadas estancias llenas de columnas, terciopelos y arañas del edificio belle époque—. Nuestros dos mil miembros representan todas las tendencias políticas del país». (Seguramente es así, pero en los cuatro efusivos días que pasé en Bucarest yo sólo encontré escritores que hablaban pestes del Gobierno). La coexistencia con los timberos —mafiosos, contrabandistas, nuevos ricos, forasteros de misteriosa dedicación— que en los altos juegan a la ruleta y al chemin de fer, no perturba las conferencias y debates intelectuales pues el millonario rumano que construyó este palacio finisecular, como tomando providencias anticipadas para facilitar la insólita cohabitación de timba y cultura, lo dotó de paredes impenetrables e insonoras.
No es la única sorpresa que me depara el viaje. Otra, no menor: el sobresalto religioso y las nostalgias monárquicas que se han apoderado de un buen sector de la intelligentsia luego de la desaparición del comunismo. Es algo sobre lo que he leído múltiples testimonios en los últimos años: el renacer de las iglesias y el rebrote de la religiosidad popular en los países donde la súbita desaparición del sistema esterilizador por excelencia de la iniciativa y la responsabilidad del individuo, con respuestas prefabricadas para todo, que es el comunismo, dejó un vacío espiritual que hizo sentirse a muchos huérfanos y extraviados en el mundo. Pero, aquí, el fenómeno lo veo y lo toco. No recuerdo, en ambiente intelectual alguno, haber oído hablar tanto de la trascendencia y de la fe como en Bucarest, ni haber sido preguntado tantas veces si creo en Dios o espero convertirme. Un fino poeta ex disidente, que padeció persecución, me confiesa que «en estos tiempos tan confusos, si no hubiera vuelto al redil de la Iglesia me habría suicidado». Y, en un viaje de fin de semana por los Cárpatos que hacemos juntos, una antigua amiga, la hispanista y crítica de cine Manuela Cermat, me desconcierta besando devotamente todos los iconos de los monasterios, y los detentes, escapularios y anillos de los monjes ortodoxos que encontramos al paso (innumerables).
En las encuestas, la idea de un retorno de la monarquía no parece contar con gran respaldo del electorado (un diez por ciento apenas), pero, a juzgar por lo que veo, leo y oigo en estos días entre quienes me muevo, si el voto fuera calificado y todo dependiera de los intelectuales, el exiliado rey Mihail volvería por un puente dorado al trono que perdió. Muchas personas me hablan de la explosión de entusiasmo callejero que lo recibió la única vez que el Gobierno le permitió visitar Rumania, y en el prestigioso periódico de oposición Romania libera aparecen continuamente artículos presentando la opción monárquica como una panacea para los males del país. El papel que ha tenido en la democratización y modernización de España el rey Juan Carlos es uno de los argumentos que aparece con más frecuencia en boca de los defensores de esta opción, que ven en una monarquía constitucional la única salvaguarda contra recaídas dictatoriales; pero, para otros, el medio siglo transcurrido desde la forzada abdicación del Rey hace ya imposible su regreso. «Es una quimera de unos cuantos ilusos», me asegura un profesor universitario.
Yo no estoy en condiciones de saberlo, desde luego, ni adquiero muchas certidumbres sobre el futuro de Rumania entre las opiniones e informaciones múltiples y contradictorias que recibo por doquier en este viaje relámpago. La gente se expresa sin temor y formula sus críticas de manera incluso destemplada, pero los puntos de vista son tan diversos, y, algunos, tan inverosímiles y disparatados, que, a menudo, tengo la impresión de estar moviéndome en un mundo de pura ficción. A derecha e izquierda me dicen que la Revolución del 89 que acabó con la ignominia de Ceaucescu ha sido «robada» por astutos apparatchiki comunistas, que, camuflados ahora de demócratas, siguen disfrutando del poder bajo la presidencia de Ion Iliescu. Pero, cuando pregunto cómo un personaje semejante (al que, incluso, algunos opositores acusan de haber trabajado para la KGB soviética) pudo ganar las elecciones, nadie me da una explicación convincente. Y me confundo todavía más cuando escucho decir a media voz, a algunos de sus opositores más encarnizados, que probablemente ganará también la próxima consulta, pues el líder de la coalición opositora, el rector Emil Constantinescu, aunque universalmente respetado por su integridad y méritos intelectuales, no es conocido por el pueblo y carece de carisma.
Mi confusión se debe a lo siguiente. La inmensa mayoría de rumanos execra lo que el régimen de Ceaucescu significó, sobre esto nadie parece tener dudas. Si es así, alguien que estuvo orgánicamente vinculado a ese régimen como Iliescu sólo debería poder ganar las elecciones si estas en vez de libres fueran fraudulentas. Pero a nadie oí afirmar que había habido un fraude electoral en las consultas anteriores, ni preverlo en la que se avecina. ¿Y, entonces? Entonces, la única explicación posible es que las victorias de Iliescu se deben sin duda mucho más a la ineptitud de la oposición que a méritos propios. Sus luchas internas y su pulverización en grupos y grupúsculos sin perfil definido y su incapacidad para elaborar un programa alternativo de gobierno claro y atractivo, debe haberla perjudicado más todavía que la falta de carisma del profesor Constantinescu (tampoco Iliescu da la impresión de ser muy carismático).
Por otro lado, una buena parte de la sociedad rumana parece todavía presa de la paranoia, enfermedad característica de países sometidos a dictaduras. Es muy comprensible que quien vivía bajo la coerción y el control sistemático de todos sus actos y movimientos —así ocurría cuando Ceaucescu— terminara por concebir la vida como un mecanismo regulado por fuerzas todopoderosas y fatídicas, contra las que se hallaba impotente. En democracia, semejante actitud condena a un ciudadano o a un partido a la total inoperancia política, y lo lleva a disimular su ineptitud tras un victimismo absurdo y a buscar chivos expiatorios para los propios fracasos. Digo esto porque en mis cuatro días rumanos tuve ocasión también de oír en boca de intelectuales —sí, de intelectuales— afirmaciones que me revolvieron el estómago. Por ejemplo: que Rumania no saldrá adelante mientras no se sacuda de encima (como los perros a las pulgas, querían decir) sus millones de gitanos culpables de todos los crímenes, contrabandos y suciedades del país y cuyas mafias sostienen a Iliescu, quien, por lo demás, tiene también «sangre gitana». ¿Y cómo se distingue a esa calamidad humana, el gitano, de un rumano de pura cepa? Sencillísimo: bajándole los pantalones y mirándole el sexo, pues todos los gitanos «lo tienen negro como el carbón».
No sé cuántos opositores piensan así, pero, aun si son pocos, mientras lo piensen, merecen perder las elecciones. No sé si Ion Iliescu participa del virus de la xenofobia que ha contaminado a algunos de sus compatriotas, pero es evidente que, incluso si así fuera, lo ocultaría: es demasiado astuto para exhibir prejuicios tan impresentables. Me invita a almorzar y me muestra el antiguo monasterio que es ahora el Palacio de Gobierno. Ceaucescu le añadió un edificio de suntuosas recámaras donde prolifera el mármol y las maderas preciosas, labradas a la antigua. El presidente es frío, calculador, amable, fortachón. Tiene respuestas listas para todas las preguntas, sobre todo las incómodas: sí, fue comunista, secretario de las Juventudes, ministro de Estado y miembro del Comité Central. Pero, en 1971, cuando acompañó a Ceaucescu a China Popular y a Corea del Norte y el dictador rumano se entusiasmó con el modelo instaurado por Mao y Kim Il Sung, se distanció de él. «¿Fue usted purgado?», le pregunto. «Marginado», me corrige. Es decir, enviado a provincias, con cargos administrativos de segunda importancia y, luego, rebajado aún más en la jerarquía, puesto a la cabeza de una editorial técnica. De esa oficina salió la noche del 22 de diciembre de 1989, a unirse al pueblo de Bucarest que se había lanzado a la calle a luchar contra la tiranía. El azar, sumado a su prudencia, su serenidad, su actitud constructiva y su talento organizativo —lo digo como me lo dice— lo subieron rápidamente a las alturas del poder, en las que se halla muy bien instalado y decidido a quedarse un buen rato más. No debe de haber cambiado mucho en su manera de ser, salvo, claro está, en lo que concierne a la ideología, pues, ahora, es un demócrata a carta cabal.
El ingeniero Ion Iliescu se parece como una gota de agua al poeta dominicano Joaquín Balaguer. Ambos prosperaron gracias a esa rara habilidad que comparten de haber sabido hacerse útiles sin parecer peligrosos a los dictadores que sirvieron —el generalísimo Trujillo y Nicolae Ceaucescu—, y de haber tomado la oportuna distancia de ellos para (sin sufrir por esto pena ni castigo) poder más tarde, a la llegada de la democracia, jactarse de haber sido encubiertos demócratas. Y ambos siguieron prosperando en la democracia cuando sus países, sumidos en el caos y la inexperiencia cívica que les legó la dictadura, necesitaron dirigentes hábiles capaces de imponer algún orden y dirección a sociedades a la deriva. Ambos son pruebas vivientes de que ciertos regímenes tardan en morir muchísimo más que los tiranuelos que los presidieron.
A los Ceaucescu ya se los comieron los gusanos, pero al pueblo rumano le costará tiempo, trabajo e imaginación desembarazarse definitivamente de la herencia que la celebérrima pareja le dejó. En Bucarest me negué a visitar la más famosa de las construcciones del dictador, esa horrenda estatua a la megalomanía y al cemento armado que es la Casa del Pueblo, babilónico edificio en que Ceaucescu invirtió sumas astronómicas y que ahora luce su tremebunda fealdad e inutilidad en lo que era el barrio antiguo de Bucarest. Pero, aunque me libré de esta visita, no pude escapar a la manía edificadora del extinto dictador. En los Cárpatos, en los alrededores de Olanesti, en las faldas boscosas doradas por el sol del otoño, en un paraje arcádico, surgió de pronto, maciza, pretenciosa, intrusa, absurda, erigida con toneladas de cemento, llena de alfombras y arañas de cristal, inmensos pasillos y espejos rutilantes, cortinajes sinuosos y cataratas de mármol, la última que construyó. Toda Rumania está sembrada de casas así, en las que aparecía de improviso, para descansar. Esta es la última de la serie. Iba a pasar aquí la Navidad de 1989, esa fiesta que los rumanos le frustraron, derribándolo. La casa se quedó esperándolo, con su piscina de agua temperada, su helipuerto y su sala de billar preparados. Sólo el mantenimiento de este elefante blanco debe costarle al contribuyente rumano un ojo de la cara. ¿Qué hacer con ella? ¿Venderla? ¿Quién la compraría? No sirve para hotel, pues aunque es gigantesca sólo dispone de cinco alcobas. Y para casa de campo no sirve tampoco, a menos que resucite el Ciudadano Kane y quiera refugiar su megalomanía en las soledades de la frontera entre Valaquia y Transilvania. ¿Qué hacer, pues, con este último regalo de Ceaucescu a la nueva sociedad rumana en gestación? El amable funcionario que me la mostró, creyó que yo bromeaba cuando dije que, en mi opinión, había que dinamitarla de inmediato con todo lo que tiene adentro y volver a sembrar de árboles la tierra que mancilló.
Bucarest, octubre de 1995