CAPÍTULO 48

Kelsey Castle

Cerros de Summit Lake

15 de marzo de 2012

Día 11

Las luces de la camioneta iluminaron la entrada mientras Kelsey y Rae se escabullían al sótano. Tras unos instantes, el teléfono de ella pasó a ser la única luz en el sitio oscuro. Buscaron donde esconderse, y cuando estaban por optar por un armario rústico, Kelsey lo vio.

—¡Allí! —dijo, señalando un rincón.

Ella y Rae corrieron hasta el extremo del sótano, donde tres escalones llevaban a un entrepiso. Tres metros más adelante había puertas como las de un ataúd en el techo. Subieron los escalones y en cuatro patas avanzaron por el reducido espacio infestado de telarañas. Gimieron al sentir las telarañas sedosas contra la cara. Fuera, la puerta de una camioneta se cerró con fuerza y se oyeron pasos sobre el porche de entrada.

—¡Vamos, date prisa! —susurró Kelsey, empujando a Rae desde atrás. Cuando llegaron a las puertas, Kelsey sostuvo el teléfono mientras que Rae forcejeaba con el pasador. Finalmente logró abrirlo y ambas empujaron las puertas dobles, que llevaban a la parte posterior de la cabaña. Emergieron del entrepiso y salieron a la última luz del anochecer.

De inmediato sintieron un olor rancio a su alrededor. Oyeron un ruido que no pudieron identificar al principio pero que, tras unos segundos, reconocieron como el zumbido de moscas. Miles de moscas volando en círculos alrededor del cobertizo que se elevaba en un extremo de la parcela.

—¿Qué es? —dijo Rae, cubriéndose la boca.

Dentro de la cabaña, la puerta se abrió con estrépito.

—¡Corre! —dijo Kelsey y ambas se lanzaron a la carrera hacia el bosque detrás de la cabaña, cubriéndose la nariz para no oler el hedor fétido. Rae dejó escapar un grito mientras corrían. Al acercarse al cobertizo, vieron que las puertas estaban abiertas. Las moscas se acumulaban en densas nubes. El aire hedía de putrefacción. Kelsey aminoró la marcha. Rae corría delante de ella. Tras dar unos pasos más, Kelsey frenó para a mirar. En la penumbra, vio la silueta oscura de un cadáver flácido que colgaba del cobertizo, con la cabeza caída hacia un lado, como una hebra de paja torcida. Se detuvo, cambió de dirección y se dirigió al cobertizo. Rae también se detuvo.

—¡Kelsey! ¡Vamos! —Rae se había echado a llorar, deseando solamente huir, esconderse y alejarse de ese sitio macabro.

—¡Espera! —dijo Kelsey, mientras organizaba sus pensamientos e intentaba comprender lo que tenía delante.

Mientras se acercaba al cobertizo, Kelsey se dio cuenta de lo que significaba todo eso. El sótano y las fotos, el mensaje críptico. Delante de ella, el cadáver hinchado y en estado de putrefacción de Brad Reynolds colgaba, inmóvil, de las vigas. El lazo estaba tan ajustado alrededor de su cuello que los ojos sobresalían de las órbitas como los de un paciente con hipertiroidismo. De la boca asomaba la lengua hinchada y rígida como un trozo de pan seco. Las moscas y larvas disfrutaban del festín.

Rae gritó cuando vio el cadáver. Kelsey se volvió de inmediato y la abrazó, protegiéndola del espectáculo macabro.

—¡Kelsey! —gritó un hombre desde la cabaña. Ella reconoció la voz. Cuando se volvió hacia allí, vio que Peter y el comandante Ferguson, con el arma desenfundada, salían a la carrera por la puerta trasera de la cabaña.

—¡Aquí! —gritó Kelsey.

Rae se dobló en dos y apoyó las manos sobre las rodillas.

Peter y el comandante corrieron hacia ellas. Peter abrazó a Kelsey con fuerza.

—¿Estás bien? —preguntó.

—Sí, bien. Abrumada, nada más.

Cuando Peter la soltó, ella señaló el cobertizo.

—Ay, mi Dios —dijo él, contemplando el truculento espectáculo.

Rae seguía doblada en dos, haciendo arcadas. Peter se acercó y se inclinó a su lado.

—Respira. Inspira. Espira.

—El señor Reynolds, supongo. —El comandante Ferguson había cambiado el arma por una linterna con la que iluminaba el cobertizo y el cadáver.

—Creo que sí —respondió Kelsey, cubriéndose la nariz. Dejó a Rae al cuidado de Peter—. Y bastante descompuesto, al parecer. Espere a ver lo que hay en el sótano de esa cabaña. Es perturbador.

La luz de la linterna del comandante Ferguson iluminó los pies de Brad Reynolds e hizo brillar un papel que estaba en el suelo. El comandante extrajo un par de guantes quirúrgicos que se puso en ambas manos. Levantó el papel con cuidado, utilizando el pulgar y el índice, y se lo acercó a la cara para leer la nota. Estaba de lado, de manera que ladeó la cabeza. Eran tres oraciones.

Solo fui a hablar. La amaba. A pesar de todo lo que hizo.