Becca Eckersley
Universidad George Washington
10 de diciembre de 2010
Catorce meses antes de su muerte
Thom Jorgensen era profesor de lógica y Pensamiento Crítico en la Universidad George Washington y Becca sabía que lo que hacía estaba mal. Técnicamente. En realidad, suponía que era inofensivo, puesto que ya no era su alumna. No existían sanciones para quienes entablaban amistad con sus profesores, pero la universidad tenía reglas estrictas sobre profesores que incurrían en relaciones inapropiadas con sus estudiantes. El tecnicismo, según el razonamiento de Becca, radicaba en qué se entendía por “inapropiado”. Muchos argumentarían que ella y Thom no podían salir juntos, ya que eso rompería la confianza que los estudiantes depositan en sus docentes. El contraargumento de que sí podían hacerlo, dado que Becca ya no era su alumna, era lo que los abogados llamaban “diferencia sin distinción”, algo que la ponía incómoda, pues su cabeza ya estaba funcionando como la de su padre y todavía ni siquiera había ingresado en la carrera de Derecho.
Desde cualquier punto de vista que lo considerara, ese encuentro era simplemente un desayuno con un antiguo profesor que estaba por dejar la universidad. Y un desayuno sonaba mejor que emborracharse con ron y Coca-Cola, que era lo que había hecho al comienzo del semestre cuando se encontraban Thom y ella en un bar de Foggy Bottom. De vez en cuando se enviaban mensajes de texto y, alguna que otra vez, compartían algún café. En caso de que la presionaran, Becca no negaría en ningún momento que Thom Jorgensen fuera un hombre guapo ni que le gustara su atención. Pero ella siempre pagaba lo que consumía y no había nada ilícito en su amistad. Era un hombre soltero de treinta y tantos años, que pronto se convertiría en un ex-profesor de la universidad, pues se marchaba a Nueva York. Cuando los amigos se van, se despiden.
—¿Qué tiene de genial Nueva York? —preguntó Becca mientras la camarera servía el café.
Thom se encogió de hombros.
—¿Cornell? Es muy linda y pagan más. Además… ya sabes, el estatus.
—Ay, vamos. ¿Porque pertenece a la Ivy League? ¿Desde cuándo te interesa el estatus?
—Es prestigiosa, eso es todo. No puedo rechazar la oferta.
Ella tomó un trago de café.
—Bueno, me dará tristeza verte partir. Siempre me gustó pasar tiempo contigo.
—Tú eres una de mis mejores alumnas. Y, más allá de si me marchara de la universidad o no, este es tu último año, por lo que, en algún momento, nuestros caminos iban a tomar diferentes direcciones.
—Puede ser. Me postulé para estudiar Derecho aquí en la UGW. No tengo respuesta aún. Pero, si me aceptan, podría quedarme.
Thom levantó los hombros.
—¿Y si te aceptan en Cornell?
Becca movió la cabeza hacia los lados.
—¿Cómo sabes que me postulé para Cornell?
—Me lo contaste tú cuando fuimos a tomar un café hace un par de meses. Y también para Harvard y Penn. Así que no finjas tanto disgusto porque me marche a una universidad de mayor prestigio, pues tú te has postulado para tres de ellas.
Becca sonrió. No recordaba esa conversación y estaba segura de que solo sus padres y Gail sabían a qué facultades de Derecho les había enviado una solicitud de ingreso.
—De acuerdo. Dejaré pasar tu ambición de ser miembro de la Ivy League. ¿Cómo es el asunto? ¿Cuándo comienzas?
—Oficialmente el año próximo. Pero aquí terminaré después del primer semestre. Me darán una oficina en Cornell para preparar mis clases, que comenzarán en el semestre de otoño del año que viene. Me exigen que también publique algo, así que estaré trabajando en ello la mayor parte del semestre de primavera.
—¿Entonces, tendrás un semestre para no hacer nada?
—Sin clases y sin alumnos. Pero mucho papeleo y mucha investigación.
La camarera les llevó los platos y les sirvió un poco más de café.
—En fin, oye —dijo Thom mientras hundía el tenedor en los huevos con salchicha—. Estaba pensando que, como dentro de una semana o más ya no voy a ser profesor de esta universidad, tal vez tú y yo podríamos salir a comer sin preocuparnos porque puedan vernos juntos.
Becca dejó de cortar su omelette y se quedó mirando el plato por un segundo.
—¿Qué quieres decir? Ahora mismo estamos desayunando.
—Claro, pero los dos estamos sentados aquí con la preocupación de que alguien nos vea. Preocupados por si podríamos estar haciendo algo mal. Sería lindo poder pasar tiempo juntos sin tener que pensar en eso, ¿no crees?
Becca abrió grandes los ojos.
—No. O sea, sí. Sería divertido. Es cierto que siempre me provoca cierta inquietud poder tener problemas por pasar tiempo juntos. Aunque, en realidad, tú te verías más perjudicado que yo.
—Exacto. Entonces, ¿qué dices?
—La semana próxima tengo finales. Y luego me voy a casa para Navidad. ¿No te habrás ido para cuando vuelva?
—Estaré con la mudanza, pero no me iré hasta fines de enero, así que todavía estaré aquí un tiempo. Podríamos vernos cuando vuelvas del receso.
—Muy bien —dijo Becca—. Será nuestra cena de despedida.
—Eso suena horrible. Como si nunca más fuéramos a volver a vernos.
Becca sonrió. Por lo visto, el profesor Jorgensen estaba encaprichado con ella.
—Tienes razón. Nuestros caminos se cruzarán de nuevo en algún momento —mintió. Porque a menos que la aceptaran en Cornell, algo poco probable, seguramente nunca volvería a ver a Thom Jorgensen tras su partida de la UGW.
* * *
Eligieron un viernes por la noche y planearon cuidadosamente la estrategia. Los viernes había pocos alumnos en el campus, pues la mayoría estaba en los bares o viajaba a sus hogares, lo que significaba que había muy pocas posibilidades de que algún profesor anduviera cerca del edificio Samson Hall. Y lo más importante: nadie, ni profesores ni estudiantes ni personal de limpieza, estarían de vuelta hasta el lunes por la mañana, lo que les daría tiempo para resolver cualquier problema que pudiera surgir.
Era medianoche y hacía frío cuando Brad insertó la llave en la cerradura de la puerta lateral del edificio, entrada exclusiva para los docentes. El clic de la cerradura le provocó una sonrisa.
—¡Mierda! —dijo Jack. El vapor de su aliento se elevó en un susurro blanco que la brisa del Potomac arremolinó a su alrededor.
—¿No esperabas que funcionara? —preguntó Brad.
—No sé lo que esperaba.
—No te eches atrás ahora, Jackie-Jack.
—Esto es una verdadera locura. —Jack tomó a Brad del hombro antes de pasar por la puerta—. ¿Estás seguro de que quieres hacerlo? Becca va a llegar bien preparada al examen final. No necesita las preguntas.
—Vamos, Jack. Basta de perder tiempo.
Los pasillos estaban oscuros; solamente los iluminaban unas bombillas auxiliares en las esquinas y una extraña luz fluorescente que quedaba siempre encendida. Los suelos relucientes reflejaban las luces y olían a cera de limón. Una hora antes, Jack y Brad habían visto marcharse al personal de limpieza. Echaron a andar por los corredores, asomándose dentro de los salones y abriendo las puertas que no tenían la llave echada para asegurarse de que el lugar estuviera vacío. No era un delito estar dentro de un edificio los viernes por la noche; la cartelera atraía a los estudiantes a toda hora con información, cambios de horario, y las preguntas de los trabajos de la semana anterior. Esa sería su coartada: estaban buscando información en la cartelera pública. Una excusa débil para un viernes por la noche, pero irrefutable para presentar ante las autoridades si fuera necesario.
Después de veinte minutos, concluyeron que el edificio estaba vacío. Llegaron al ala de los despachos de los profesores, un pasillo recto con puertas enfrentadas, decoradas con las convicciones personales y citas favoritas de cada profesor. Algunas puertas solo mostraban la placa con el nombre del profesor, otras parecían el refrigerador de una casa con cinco niños de escuela primaria. Llegaron al sitio que les interesaba: la puerta con la placa que ostentaba el nombre del PROF. MILFORD MORTON Debajo se veía una caricatura del presidente en cuatro patas dentro de un chiquero. La leyenda decía: “Una vez que estás dentro, puedes revolcarte un rato”.
Brad miró a Jack.
—Espero que eso no sea metafórico.
Jack levantó los hombros mientras miraba la ilustración.
—Todavía no nos hemos ensuciado los pies con nada.
—Pero estamos por hacerlo. Estamos por meternos en el chiquero, revolcarnos y hundir la cabeza. Pero somos nosotros. Nosotros no nos ensuciamos.
Se calzaron los guantes quirúrgicos que habían robado unos días antes del laboratorio de anatomía. Nunca los habían arrestado y la universidad no exigía huellas dactilares durante el proceso de inscripción, pero habían decidido tomar esa precaución. Como mínimo, les daba una necesaria inyección de adrenalina.
La llave volvió a funcionar y la puerta del profesor Morton se abrió sin problemas.
—¡Puta madre, Jack! ¡Lo estamos haciendo de verdad!
—Dejemos los besos y abrazos para después. Busquemos el maldito examen.
Con ayuda de una pequeña linterna registraron el armario que estaba en un rincón y en la tercera gaveta encontraron una serie de carpetas tituladas “Examen final - Copia impresa” Había una copia para cada uno de los últimos seis años. Con manos temblorosas tomaron tres exámenes cada uno y, tras hojearlos, dedujeron que no había mucha diferencia entre ellos, salvo en las preguntas que debían responderse con un ensayo. Los dispusieron sobre el escritorio. Brad tomaba fotografías con el móvil mientras Jack iba pasando las páginas. Tomaron fotos de cada una de las ocho páginas del examen más reciente y de todos los títulos de los ensayos de los últimos seis años. Brad verificó que la calidad fuera aceptable y las preguntas resultaran legibles. Diecisiete minutos más tarde, cerraron con llave la puerta detrás de ellos, arrojaron los guantes en un cesto de residuos y caminaron por el lateral del edificio hasta salir finalmente al campus. El corazón les galopaba en el pecho y les temblaban las manos.
Era tarde y hacía frío; faltaban dos semanas para el receso de Navidad. No se cruzaron con una sola persona hasta estar a trescientos metros de Samson Hall, donde vieron a una parejita de primer año dirigiéndose a los dormitorios, tomados de la mano.
Se sentían invisibles.
—¿Cuál era el gran misterio de anoche? —preguntó Becca.
Estaban sentados en una mesa de la cafetería Founding Farmers, bebiendo café mientras esperaban el desayuno.
—Ustedes tuvieron su asunto con la sororidad —respondió Brad—. Nosotros también tuvimos lo nuestro.
—Ah —dijo Becca, y miró a Gail—. Están celosos.
Brad rio.
—¿Celosos? ¿De qué?
—De nuestra salida de anoche.
Tras haberse acostado tarde y levantado temprano, Becca llevaba el pelo rubio recogido en una coleta. El único maquillaje que lucía era brillo sobre sus labios carnosos, que se curvaron en una sonrisa ante la broma de Gail. Con su pesada sudadera de la UGW, se veía bonita y llamativa al mismo tiempo.
—¿Salieron con chicos de la Sig Ep? —preguntó Brad con una sonrisa.
Jack se arrellanó en la silla y sonrió mientras bebía café. Miró a Becca por encima del borde de la taza. Cuando ella lo miró, Jack entornó los ojos.
—¿Estás escuchando? —preguntó Brad.
—Escucho, proceso y guardo —respondió Jack, dando otro trago al café.
—Un momento —dijo Gail—. ¿Cuál es el problema si me encamo con alguien? No es que esté saliendo con ninguno de ustedes.
—Además, era guapo —dijo Becca, despegando sus ojos de los de Jack—. Para ser de la fraternidad Sig Ep, claro.
—Cállate —dijo Gail.
—No, en serio. Solo que tenía un poco de tetas. Pero, si fuera al gimnasio, el problema se solucionaría.
Eso hizo reír a Jack, pero Brad seguía serio.
—¿O sea, que de verdad salieron con los de Sig Ep? —preguntó, mirando a Becca.
Becca señaló a Gail.
—Yo me fui a dormir después de la fiesta. Cenicienta regresó a eso de las tres de la mañana.
Gail trató de ocultarse detrás de su taza de café.
Jack seguía echado hacia atrás en la silla.
—Escuché que es el lugar más difícil para eliminar grasa en los hombres. El pecho.
Gail dejó la taza sobre la mesa.
—Basta.
—No, en serio. Se llama ginecomastia: pechos carnosos en los hombres. Y no puedes perder esa grasa con ejercicio por algo relacionado con el metabolismo. Lo leí en una revista de vida saludable. Creo que era Men’s Life. Debido a la forma en que fluye la sangre hacia la zona pectoral, cuando haces ejercicio reduces la celulitis del estómago y las caderas, del trasero, de todos lados antes que del pecho.
Gail puso los ojos en blanco.
Jack levantó una mano.
—Un momento, Gail. Estoy diciendo algo importante.
—¿Qué cosa?
Jack se mantuvo serio.
—El chico este tiene veinte años y una ginecomastia significativa. Creo que, si la relación entre ustedes prospera, cuando llegue a los treinta podrá usar tus sujetadores.
Eso hizo reír a toda la mesa y Gail se cubrió los ojos con la mano.
—Era guapo.
—No lo dudo —respondió Jack—. Solo te digo a qué tendrás que atenerte dentro de algunos años.
—Bien —dijo Becca—. Ahora ya saben cómo pasamos la velada. Supongo que nadie quiere detalles sobre qué hizo Gail entre la medianoche y las tres de la mañana. ¿Ustedes qué hicieron?
—No mucho —respondió Brad. Luego hizo una pausa y levantó un dedo—. Ah, sí, entramos en el despacho del profe Morton y le robamos una copia del examen final de la semana que viene.
Nadie habló durante un minuto. La camarera colocó platos delante de cada uno de ellos, les volvió a llenar las tazas de café y se alejó. Jack y Brad dejaron que el silencio se extendiera mientras atacaban la comida. Becca se inclinó hacia delante y habló en voz baja:
—¿Entraron en el despacho del profesor Morton?
Jack le guiñó un ojo.
—No sé qué es eso —se quejó ella—. ¿Sí? ¿No?
Jack se limpió la boca y volvió a arrellanarse en la silla, con el café en la mano.
—Sí.
Becca abrió grandes los ojos.
—¡No!
Jack se encogió de hombros y miró a Brad.
—Te dije que no nos iban a creer.
Brad lo miró con ojos enormes.
—No confían en nosotros, Jackie-Jack.
—Nos están tomando el pelo.
—No —dijo Jack—. Mientras ustedes coqueteaban con los de Sig Ep, nosotros nos estábamos asegurando un diez o un nueve para los cuatro. —Bebió un trago de café—. Pueden agradecernos cuando quieran.
—Exijo pruebas —dijo Gail.
Brad le alcanzó su móvil y volvió a concentrarse en el plato de huevos.
—¡Mierda! —exclamó Gail, mientras miraba las fotografías; Becca espiaba por encima de su hombro—. ¿Cómo lo consiguieron?
Jack dejó que Brad narrara la historia, pues parecía estar más orgulloso de ella.
Cuando él terminó, Gail meneó la cabeza.
—¿Cómo sabemos que usará el mismo examen?
Jack comió un bocado de su plato de huevos.
—No lo sabemos.
—Pero revisamos los exámenes de los últimos años —explicó Brad—. Tenía copias impresas en sus archivos y no eran demasiado distintos entre sí. Excepto por el título de los ensayos, así que tomamos fotografías de todos. Aunque no sea exacto, debería ser muy similar. —Miró a Becca—. Te dije que no te fallaría.
***
Diez días después, la noche antes del examen final de Milford Morton, Becca estaba sentada con Jack en la silenciosa sección de referencia de la biblioteca, donde estudiaban a menudo. Brad y Gail se habían marchado temprano. Con una copia del examen final en su poder, era poco lo que tenían que estudiar.
Becca y Jack estaban sentados frente a frente en dos escritorios, separados por cubículos de madera que brindaban privacidad. Becca se puso de pie y espió por encima para ver qué estaba leyendo Jack. Tenía un libro de texto abierto sobre el escritorio, iluminado por la lámpara, y varias hojas escritas junto a él.
—No estás utilizando el examen, ¿verdad? —preguntó Becca.
Jack levantó la mirada.
—Hola, curiosa, ¿cómo estás?
—Vamos, Jack. No soy tan tonta como crees. ¿Cuánto tiempo lleva memorizar un examen robado?
Jack se echó hacia atrás y abrió las manos, con gesto avergonzado, para mostrar su material de estudio.
—Me has pillado.
—No lo entiendo. O sea, sí, comprendo que no quieras hacer trampa. Yo soy igual, pero no tengo fuerza de voluntad como para no echar una miradita. Además, todo eso del proceso de infusión lenta, o como sea que lo llames, a mí no me funciona. Pero ¿por qué arriesgarte? ¿Por qué entraste en la oficina del profesor Morton si no ibas a utilizar el examen?
Jack se encogió de hombros.
—Brad consiguió la llave. Estaba entusiasmado y me hizo entusiasmarme a mí. No lo sé, supongo que me divertía la aventura. —Rio—. No sé por qué lo hice, creo que fue para tener buenas historias que contar cuando tengamos cincuenta años.
—¿Ni siquiera vas a echarles un vistazo a las preguntas?
—No necesito hacerlo.
—Ay —dijo Becca, llevándose una mano al corazón—. Eso me dio de lleno en mi amor propio.
Jack sonrió.
—Tampoco creo que tú lo necesites, pero eso es otra historia. —Hizo un ademán con la mano—. ¿Qué te pasaba ayer? Dijo Gail que estabas ofuscada por algo.
—Cosas de chicas, nada más.
—Nunca tienes problemas de chicas. Vamos, confiesa.
—Richard vino a verme.
—¿Otra vez? Ese tipo es un imbécil.
Becca no respondió.
—¿Le has dicho que te deje en paz?
—Somos amigos, Jack. Y nuestros padres también. No puedo decirle que me deje en paz.
—Primero, no es tu amigo, es tu ex novio. Segundo, tus padres deberían apoyarte. Cada vez que viene ese cretino, estás fatal durante dos días. Además, es la semana de los finales, así que ¿qué hace ese infeliz aquí?
—En Harvard terminaron la semana pasada e iba camino a su casa. Pasó de visita, nada más.
—Sabiendo que te dejaría nerviosa el resto de la semana cuando necesitas estudiar. Me tiene harto ese tipo.
—No pasa nada, Jack.
—¿Qué quería esta vez?
—Que nos veamos durante las vacaciones de Navidad.
—Fantástico. Espero que le hayas dicho que no.
—Le dije que estaba ocupada. Vamos, date prisa y termina de repasar, ya estoy cansada.
Becca se sentó ante su escritorio, fuera de la vista de Jack. Apoyó la cabeza sobre las manos y cerró los ojos.
—Me faltan una o dos horas —dijo Jack.
—Te esperaré.