—¿Qué armas te gustan a ti?
—Todas, menos las armas blancas.
—¿Quieres decir cuchillos, navajas, dagas, corvos, puñales, cortaplumas, cosas de ese tipo?
—Sí, más o menos.
—¿Cómo que más o menos?
—Es una forma de hablar, huevón. Sí, ninguna de ésas.
—¿Estás seguro?
—Sí, estoy seguro.
—Pero cómo es que no te gustan los corvos.
—No me gustan y ya está.
—Pero si son las armas de Chile.
—¿Los corvos son las armas de Chile?
—Las armas blancas en general.
—No me huevee, compadre.
—Te lo juro por lo más sagrado, el otro día leí un artículo que lo afirmaba. A los chilenos no nos gustan las armas de fuego, debe ser por el ruido, nuestra naturaleza es más bien silenciosa.
—Debe ser por el mar.
—¿Cómo que por el mar? ¿A qué mar te referís?
—Al Pacífico, naturalmente.
—Ah, el océano, naturalmente. ¿Y qué tiene que ver el océano Pacífico con el silencio?
—Dicen que acalla los ruidos, los ruidos inútiles, se sobreentiende. Claro que yo no sé si será verdad.
—¿Y qué me dices de los argentinos?
—¿Qué tienen que ver los argentinos con el Pacífico?
—Ellos tienen el océano Atlántico y son más bien ruidosos.
—Pero no hay punto de comparación.
—En eso tienes razón, no hay punto de comparación, aunque a los argentinos también les gustan las armas blancas.
—Precisamente por eso a mí no me gustan. Aunque sea el arma nacional. Los cortaplumas tienen un pase, no te diré lo contrario, sobre todo los mil usos, pero el resto son como una maldición.
—A ver, compadre, explíquese.
—No me sé explicar, compadre, lo siento. Es así y punto, qué quiere que le haga.
—Ya veo por dónde vas.
—Pues dilo, porque ni yo lo sé.
—Lo veo, pero no lo sé explicar.
—Aunque también tiene sus ventajas.
—¿Qué ventajas puede tener?
—Imagínate a una banda de ladrones armada con fusiles automáticos. Es sólo un ejemplo. O a los cafiches con metralletas Uzi.
—Ya veo por dónde vas.
—¿Es o no es una ventaja?
—Para nosotros, al cien por ciento. Pero la patria se resiente igual.
—¡Qué se va a resentir la patria!
—El carácter de los chilenos, la naturaleza de los chilenos, los sueños colectivos sí que se resienten. Es como si nos dijeran que no estamos preparados para nada, sólo para sufrir, no sé si me sigues, pero yo es como si acabara de ver la luz.
—Te sigo, pero no es eso.
—¿Cómo que no es eso?
—No es eso a lo que me refería. A mí no me gustan las armas blancas y punto. Menos filosofía, quiero decir.
—Pero te gustaría que en Chile gustaran las armas de fuego. Lo que no es lo mismo que decir que en Chile abundaran las armas de fuego.
—No digo ni que sí ni que no.
—Además, a quién no le gustan las armas de fuego.
—Eso es verdad, a todo el mundo le gustan.
—¿Quieres que te explique más eso del silencio?
—Bueno, con tal de no quedarme dormido.
—No te vas a quedar dormido, y si te quedas paramos el auto y yo me pongo al volante.
—Entonces cuéntame lo del silencio.
—Lo leí en un artículo del Mercurio...
—¿Desde cuándo leís el Mercurio?
—A veces lo dejan en jefatura y las guardias son largas. Bueno: en el artículo decía que somos un pueblo latino y que los latinos tenían una fijación por las armas blancas. Los anglosajones, por el contrario, se mueren por las armas de fuego.
—Eso depende de la oportunidad.
—Eso mismo pensé yo.
—A la hora de la verdad, ya me dirás tú.
—Eso mismo pensé yo.
—Somos más lentos, eso sí que hay que reconocerlo.
—¿Cómo que somos más lentos?
—Más lentos en todos los sentidos. Como una forma de ser antiguos.
—¿A eso le llamái lentitud?
—Nos quedamos con los puñales, que es como decir en la edad del bronce, mientras los gringos ya están en la edad del hierro.
—A mí nunca me gustó la historia.
—¿Te acuerdas de cuando cogimos a Loayza?
—Cómo no me voy a acordar.
—Ahí lo tienes, el gordo no más se entregó.
—Ya, y tenía un arsenal en la casa.
—Ahí lo tienes.
—O sea que tenía que haber combatido.
—Nosotros sólo éramos cuatro y el gordo y su gente eran cinco. Nosotros sólo llevábamos las armas reglamentarias y el gordo tenía hasta un bazooka.
—No era un bazooka, compadre.
—¡Era un Franchi Spas-15! Y también tenía un par de escopetas de cañones recortados. Pero el gordo Loayza se entregó sin disparar un tiro.
—¿Tú hubieras preferido que hubiera habido pelea?
—Ni loco. Pero si el gordo en vez de llamarse Loayza se hubiera llamado Mac Curly, nos hubiera recibido a balazos y tal vez ahora no estaría en la cárcel.
—Tal vez ahora estaría muerto...
—O libre, no sé si me sigues.
—Mac Curly, parece el nombre de un vaquero, me suena esa película.
—A mí también, creo que la vimos juntos.
—Tú y yo no vamos juntos al cine desde hace siglos.
—Más o menos entonces la vimos.
—Qué arsenal tenía el gordo Loayza, ¿te acuerdas cómo nos recibió?
—Riéndose a gritos.
—Yo creo que era por los nervios. Uno de la banda se puso a llorar. Me parece que no tenía ni dieciséis años.
—Pero el gordo tenía más de cuarenta y se las daba de duro. Pon los pies en la tierra: en este país no existen los tipos duros.
—¿Cómo que no existen los tipos duros? Yo los he visto durísimos.
—Locos habrás visto a montones, pero duros muy pocos, ¡o ninguno!
—¿Y qué me dices de Raulito Sánchez? ¿Te acuerdas de Raulito Sánchez, el que tenía un Manurhin?
—Cómo no me voy a acordar.
—¿Y qué me dices de él?
—Que se tenía que haber deshecho del revólver a la primera. Ahí estuvo su perdición. No hay nada más fácil que seguirle la pista a un Magnum.
—¿El Manurhin es un Magnum?
—Claro que es un Magnum.
—Yo creía que era un arma francesa.
—Es un .357 Magnum francés. Por eso no se deshizo de él. Le cogió cariño, es un arma cara, de ese tipo hay pocas en Chile.
—Cada día se aprende algo.
—Pobre Raulito Sánchez.
—Dicen que murió en la cárcel.
—No, murió poco después de salir, en una pensión de Arica.
—Dicen que tenía los pulmones destrozados.
—Desde chico estuvo escupiendo sangre, pero aguantó como un valiente.
—Bien silencioso recuerdo que era.
—Silencioso y trabajador, aunque demasiado apegado a las cosas materiales de la vida. El Manurhin fue su perdición.
—¡Su perdición fueron las putas!
—Pero si Raulito Sánchez era colisa.
—No tenía ni idea, te lo prometo. El tiempo no respeta nada, caen hasta las torres más altas.
—Qué tienen que ver las torres en este entierro.
—Yo lo recuerdo como un gallo muy hombre, no sé si me sigues.
—Qué tiene que ver la hombría.
—Pero hombre, a su manera, sí que era, ¿no?
—La verdad, no sé qué opinión darte.
—Al menos una vez yo me lo encontré con putas. Asco no les hacía a las putas.
—Raulito Sánchez no le hacía ascos a nada, pero me consta que nunca conoció mujer.
—Ésa es una afirmación muy tajante, compadre, tenga cuidado con lo que dice. Los muertos siempre nos miran.
—Qué van a mirar los muertos. Los muertos están acostumbrados a quedarse quietos. Los muertos son una mierda.
—¿Cómo que son una mierda?
—Lo único que hacen es joderle la paciencia a los vivos.
—Siento disentir, compadre, yo por los finados siento demasiado respeto.
—Pero nunca vas al cementerio.
—¿Cómo que no voy al cementerio?
—A ver: ¿cuándo es el día de los muertos?
—Ahí me pillaste, chanchito. Yo voy cuando me da la gana.
—¿Tú crees en aparecidos?
—No tengo una opinión formada, pero hay experiencias que ponen los pelos de punta.
—A eso quería llegar.
—¿Lo dices por Raulito Sánchez?
—Exacto. Antes de morirse de verdad, por lo menos en dos ocasiones se hizo el muerto. Una de ellas en una picada de putas. ¿Te acuerdas de la Doris Villalón? Se pasó toda una noche con ella en el cementerio, los dos debajo de la misma manta, y según contó la Doris en toda la noche no ocurrió nada.
—Pero a la Doris el pelo se le puso blanco.
—Hay versiones para todos.
—Pero lo cierto es que encaneció en una sola noche, como la reina Antonieta.
—Yo sé de buena mano que tenía frío y que se metieron en un nicho vacío, después las cosas se complican. Según me contó una amiga de la Doris, al principio intentó hacerle una paja al Raulito, pero el Raulito no estaba para la función y al final se quedó dormido.
—Qué sangre fría tenía ese hombre.
—Después, cuando ya no se escuchaban los ladridos, la Doris quiso bajar del nicho y entonces se apareció el fantasma.
—¿Así que la Doris se quedó canosa por un fantasma?
—Eso era lo que contaban.
—Puede que sólo fuera el yeso del cementerio.
—Cuesta creer en aparecidos.
—¿Y a todo esto el Raulito seguía durmiendo?
—Durmiendo y sin haber tocado a esa pobre mujer.
—¿Y a la mañana siguiente cómo estaba el pelo de él?
—Negro como siempre, pero no hay constancia escrita porque ipso facto se mandó a cambiar.
—O sea que puede que el yeso no tuviera velas en el entierro.
—Puede que haya sido un susto.
—Un susto en la comisaría.
—O que se le decolorara la permanente.
—Ésos son los misterios de la condición humana. En cualquier caso, el Raulito nunca probó una mina.
—Pero bien hombre que parecía.
—En Chile ya no quedan hombres, compadre.
—Ahora sí que me dejas helado. Cuidado con el volante. No te me pongas nervioso.
—Creo que fue un conejo, lo debo haber atropellado.
—¿Cómo que no quedan hombres?
—A todos los hemos matado.
—¿Cómo que los hemos matado? Yo en mi vida he matado a nadie. Y lo tuyo fue en cumplimiento del deber.
—¿El deber?
—El deber, la obligación, el mantenimiento del orden, nuestro trabajo, en una palabra. ¿O preferís cobrar por estar sentado?
—Nunca me gustó estar sentado, tengo una araña en el poto, pero precisamente por eso mismo debí haberme largado.
—¿Y entonces en Chile quedarían hombres?
—No me tome por loco, compadre, y menos teniendo el volante.
—Usted tranquilo y la vista al frente. ¿Pero qué tiene que ver Chile en esta historia?
—Tiene que ver todo y puede que me quede corto.
—Me estoy haciendo una idea.
—¿Te acuerdas del 73?
—Era en lo que estaba pensando.
—Allí los matamos a todos.
—Mejor no aceleres tanto, al menos mientras me lo explicas.
—Poco es lo que hay que explicar. Llorar, sí, explicar, no.
—De todas maneras, conversemos que el viaje es largo. ¿A quiénes matamos en el 73?
—A los gallos de verdad de la patria.
—No es para tanto, compadre. Además, nosotros fuimos los primeros, ¿ya no te acordái que estuvimos presos?
—Pero no fueron más de tres días.
—Pero fueron los tres primeros días, yo estaba cagado.
—Pero nos soltaron a los tres días.
—A algunos no los soltaron nunca, como al inspector Tovar, el huaso Tovar, un gallo valiente, ¿te acuerdas?
—¿A ése lo fondearon en la Quiriquina?
—Eso le dijimos a la viuda, pero la verdad nunca se supo.
—Eso es lo que a veces me mata.
—Para qué hacerse mala sangre.
—Se me aparecen los muertos en los sueños, se me mezclan con los que no están ni vivos ni muertos.
—¿Cómo que no están ni vivos ni muertos?
—Quiero decir los que han cambiado, los que han crecido, nosotros mismos sin ir más lejos.
—Ahora te entiendo, ya no somos niños, eso quieres decir.
—Y a veces tengo la impresión de que no voy a poder despertar, de que la he cagado ya para siempre.
—Ésas son fijaciones, no más, compadre.
—Y a veces me da tanta rabia que hasta busco a un culpable, tú ya me conoces, esas mañanas en que aparezco con cara de perro, busco al culpable, pero no encuentro a nadie o para peor encuentro al equivocado y me hundo.
—Ya, ya, te he visto.
—Entonces le echo la culpa a Chile, país de maricones y asesinos.
—Pero qué culpa tienen los maricones, quieres decirme.
—Ninguna, pero todo sirve.
—No comparto tu punto de vista, la vida ya es suficientemente dura tal como es.
—Y entonces pienso que este país se fue al diablo hace tiempo, que los que estamos aquí nos quedamos para sufrir pesadillas, sólo porque alguien tenía que quedarse y apechugar con los sueños.
—Cuidado que ahora viene una cuesta. No me mires, yo no digo nada, mira al frente.
—Y es entonces cuando pienso que en este país ya no quedan hombres. Es como un flash. No quedan hombres, sólo quedan durmientes.
—Y qué me decís de las mujeres.
—Usted a veces parece tonto, compadre, me refiero a la condición humana, genéricamente, lo que incluye a las mujeres.
—No sé si te he entendido.
—Mira que he sido claro.
—O sea que en Chile ya no quedan hombres ni mujeres que sean hombres.
—No es eso, pero se le parece.
—Me parece que las chilenas se merecen un respeto.
—¿Pero quién le está faltando el respeto a las chilenas?
—Usted, compadre, sin ir más lejos.
—Pero si yo sólo conozco chilenas, cómo les voy a faltar el respeto.
—Eso es lo que dice usted, pero aténgase a las consecuencias.
—¿Por qué te pones tan susceptible?
—Yo no me pongo susceptible.
—Me dan ganas de parar y partirte la jeta.
—Eso se tendría que ver.
—Joder, qué noche más bonita.
—No me huevees con la noche. ¿Qué tiene que ver la noche?
—Debe ser por la luna llena.
—No me vengái con indirectas. Yo soy bien chileno y no me ando por las ramas.
—Ahí te equivocas: todos somos bien chilenos y ninguno se baja de las ramas. Un boscaje para cagarse de miedo.
—Tú lo que eres es un pesimista.
—¿Y cómo quieres que no lo sea?
—Hasta en las peores horas se ve la luz. Eso creo que lo dijo Pezoa.
—Pezoa Véliz.
—Hasta en los momentos más negros hay un poco de esperanza.
—La esperanza se fue a la mierda.
—La esperanza es lo único que no se va a la mierda.
—Pezoa Véliz, ¿sabes de lo que me estoy acordando?
—¿Cómo voy a saberlo, compadre?
—De los primeros días en Investigaciones.
—¿De la comisaría en Concepción?
—De la comisaría de la calle del Temple.
—De esa comisaría sólo recuerdo a las putas.
—Yo nunca me acosté con una puta.
—¿Cómo puede decir eso, compadre?
—Me refiero a los primeros días, a los primeros meses, después ya me fui maleando.
—Pero si además era gratis, cuando te acuestas con una puta sin pagar es como si no te acostaras con una puta.
—Una puta es una puta siempre.
—A veces me parece que a ti no te gustan las mujeres.
—¿Cómo que no me gustan las mujeres?
—Lo digo por el desprecio con el que te referís a ellas.
—Es que al final las putas siempre me amargan la vida.
—Pero si son la cosa más dulce del mundo.
—Ya, por eso las violábamos.
—¿Te estái refiriendo a la comisaría de la calle del Temple?
—Justo en eso estoy pensando.
—Pero si no las violábamos, nos hacíamos un favor mutuo. Era una manera de matar el tiempo. A la mañana siguiente ellas se iban tan contentas y nosotros quedábamos aliviados. ¿No te acuerdas?
—Me acuerdo de muchas cosas.
—Peores eran los interrogatorios. Yo nunca quise participar.
—Pero si te lo hubieran pedido hubieras participado.
—No te digo ni que sí ni que no.
—¿Te acuerdas del compañero de liceo que tuvimos preso?
—Claro que me acuerdo. ¿Cómo se llamaba?
—Fui yo el que se dio cuenta que estaba entre los detenidos, aunque todavía no lo había visto personalmente. Tú sí y no lo reconociste.
—Teníamos veinte años, compadre, y hacía por lo menos cinco que no veíamos al loco ese. Arturo creo que se llamaba. Él tampoco me reconoció a mí.
—Sí, Arturo, a los quince se fue a México y a los veinte volvió a Chile.
—Qué mala cueva.
—Qué buena cueva, caer justo en nuestra comisaría.
—Bueno, ésa es una historia muy vieja, ahora todos vivimos en paz.
—Cuando vi su nombre en la lista de los presos políticos, supe en el acto que se trataba de él. No existen muchos apellidos como el suyo.
—Fíjate bien en lo que estái haciendo, si te parece cambiamos de asiento.
—De inmediato me dije éste es nuestro viejo condiscípulo Arturo, el loco Arturo, el huevón que se fue a México a los quince años.
—Bueno, creo que él también se alegró de que nosotros estuviéramos allí.
—Cuando tú lo viste estaba incomunicado y lo alimentaban los otros presos. ¿Cómo no se iba a alegrar?
—La verdad es que se alegró.
—Me parece que lo estoy viendo.
—Pero si tú no estabas allí.
—Pero tú me lo contaste. Le dijiste ¿tú eres Arturo Belano, de Los Ángeles, provincia de Bío-Bío? Y él te contestó sí, señor, yo soy.
—Lo que son las cosas, a mí ya se me había olvidado.
—Y entonces tú le dijiste ¿no te acordái de mí, Arturo?, ¿no sabís quién soy, huevón? Y él te miró como diciéndose ahora me torturan a mí o yo qué le he hecho a este tira conchaesumadre.
—Me miró como con miedo, es verdad.
—Y te dijo no, señor, no tengo ni idea, pero ya comenzó a mirarte de otra manera, separando las aguas fecales del pasado, como diría el poeta.
—Me miró como con miedo, eso es todo.
—Y entonces tú le dijiste soy yo, huevón, tu compañero de liceo, de Los Ángeles, de hace cinco años, ¿no me reconoces?, ¡soy Arancibia! Y él hizo como un esfuerzo muy grande porque habían pasado muchos años y en el extranjero le habían pasado muchas cosas, más las que le estaban pasando en la patria, y francamente no conseguía ubicar tu rostro, recordaba rostros que tenían quince años, no veinte, y además tú nunca fuiste muy amigo suyo.
—Era amigo de todos, pero se codeaba con los más gallos.
—Tú nunca fuiste muy amigo suyo.
—Pero me hubiera encantado, ésa es la pura verdad.
—Y entonces él dijo Arancibia, claro, hombre, Arancibia, y aquí viene lo más divertido, ¿verdad?
—Depende. Al compañero que iba conmigo no le hizo ninguna gracia.
—Te cogió de los hombros y te dio un golpe en el pecho que te hizo recular por lo menos tres metros.
—Un metro y medio. Como en los viejos tiempos.
—Y tu compañero se le abalanzó, claro, pensando que el pobre huevón se había vuelto loco.
—O que pretendía fugarse, en aquella época éramos tan sobrados que no nos quitábamos las pistolas para pasar lista.
—O sea que tu compañero pensó que te quería quitar la pistola y se le fue encima.
—Pero no le llegó a pegar, yo le avisé que era un amigo.
—Y entonces te pusiste tú también a darle palmaditas y le dijiste que se tranquilizara y le contaste lo bien que nos lo estábamos pasando.
—Sólo le conté lo de las putas, qué jóvenes éramos entonces.
—Le dijiste cada noche me tiro a una puta en los calabozos.
—No, le dije que armábamos malones, que culiábamos hasta la amanecida. Siempre que tocara guardia, claro.
—Y él seguro que te dijo fantástico, Arancibia, fantástico, no me esperaba menos de ti.
—Algo por el estilo, cuidado con esa curva.
—Y tú le dijiste qué haces aquí, Belano, ¿no te habías ido a vivir a México? Y él te dijo que había vuelto, y por supuesto que era inocente, como cualquier ciudadano.
—Me pidió que le hiciera la gauchada de dejarlo telefonear.
—Y tú lo dejaste llamar por teléfono.
—Esa misma tarde.
—Y le hablaste de mí.
—Le dije: Contreras también está aquí y él creyó que tú estabas preso.
—Encerrado en un calabozo, dando alaridos a las tres de la mañana, como el gordo Martinazzo.
—¿Quién era Martinazzo? Ya no me acuerdo.
—Uno que teníamos de paso. Si Belano era de sueño ligero escucharía sus gritos cada noche.
—Pero yo le dije no, compadre, Contreras es detective también, y le soplé al oído: pero de izquierdas, no se lo digas a nadie.
—Mala cosa haberle dicho eso.
—No te iba a dejar en la estacada.
—¿Y Belano qué dijo cuando se lo dijiste?
—Puso cara de no creerme. Puso cara de no saber quién carajos era Contreras. Puso cara de pensar este tira reculiado está a punto de llevarme al matadero.
—Y eso que era un cabro confiado.
—A los quince años todos somos confiados.
—Yo no confiaba ni en mi madre.
—¿Cómo que no confiabas ni en tu madre? Con la madre no se juega.
—Precisamente por eso.
—Y luego le dije: esta mañana verás a Contreras, cuando los saquen a los cagaderos, fíjate bien, él te hará una señal. Y Belano me dijo okey, pero que le solucionara lo del teléfono. Sólo se preocupaba por la llamada.
—Era para que le trajeran comida.
—En cualquier caso cuando nos despedimos se quedó contento. A veces pienso que si nos hubiéramos visto en la calle tal vez no me hubiera ni saludado. El mundo da muchas vueltas.
—No te hubiera reconocido. En el liceo no eras de sus amigos.
—Ni tú tampoco.
—Pero a mí sí me reconoció. Cuando los sacaron a eso de las once, todos los presos políticos en fila india, yo me acerqué al corredor que daba a los baños y lo saludé de lejos con un movimiento de cabeza. Él era el más joven de los detenidos y no se le veía muy bien.
—¿Pero te reconoció o no te reconoció?
—Claro que me reconoció. Nos sonreímos a lo lejos y entonces él pensó que todo lo que tú le habías dicho era verdad.
—¿Qué le dije yo a Belano, vamos a ver?
—Todo un montón de mentiras, me lo contó cuando lo fui a ver.
—¿Cuándo lo fuiste a ver?
—Esa misma noche, después de que trasladaran a casi todos los presos. Belano se había quedado solo, todavía faltaban horas para la llegada de una nueva remesa, y estaba con el ánimo por los suelos.
—Es que dentro flaquean hasta los más gallitos.
—Bueno, tampoco se había quebrado, si a eso vamos.
—Pero le faltaría poco.
—Poco le faltó, es verdad. Y encima le pasó una cosa bien curiosa. Yo creo que por eso me he acordado de él.
—¿Qué cosa curiosa le pasó?
—Bueno, le pasó cuando estaba incomunicado, ya sabes cómo eran esas cosas en la comisaría del Temple, para lo único que servían era para matarte de hambre, porque si te lo proponías podías mandar a la calle cuantos mensajes quisieras. Bueno, Belano estaba incomunicado, es decir nadie le traía comida de fuera, no tenía jabón, ni cepillo de dientes, ni una manta para taparse por la noche. Y con el paso de los días, por supuesto, estaba sucio, barbón, la ropa le olía, en fin, lo de siempre. El caso es que una vez al día a todos los presos los sacábamos al baño, ¿te acuerdas, no?
—Cómo no me voy a acordar.
—Y camino del baño había un espejo, no en el baño propiamente dicho sino en el corredor que había entre el gimnasio en donde estaban los presos políticos y el baño, un espejo pequeñito, cerca del archivo de la comisaría, ¿te acuerdas, no?
—De eso sí que no me acuerdo, compadre.
—Pues había un espejo y todos los presos políticos se miraban en él. El espejo que había en el baño lo habíamos quitado por si a alguno se le ocurría una tontería, así que el único espejo que tenían para comprobar qué tal se habían afeitado o qué tal les había quedado la raya del pelo, pues era ése y todos se miraban en él, sobre todo cuando los dejaban afeitarse o el día de la semana en que había ducha.
—Ya, te sigo, y como Belano estaba incomunicado ni se podía afeitar ni se podía duchar ni nada de nada.
—Exactamente. No tenía máquina de afeitar, no tenía toalla, no tenía jabón, no tenía ropa limpia, nunca se duchó.
—Pues yo no recuerdo que oliera muy mal.
—Todo el mundo apestaba. Te podías bañar cada día y seguías apestando. Tú también apestabas.
—No se meta conmigo, compadre, y vigile esos terraplenes.
—Bueno, el caso es que cuando Belano pasaba con la cola de los presos nunca quiso mirarse al espejo. ¿Cachái? Lo evitaba. Del gimnasio al baño o del baño al gimnasio, cuando llegaba al corredor del espejo miraba para otro lado.
—Le daba miedo mirarse.
—Hasta que un día, después de saber que nosotros sus compañeros de liceo estábamos allí para sacarle los panes del horno, se animó a hacerlo. Lo había pensado toda la noche y toda la mañana. Para él la suerte había cambiado y entonces decidió mirarse al espejo, ver qué cara tenía.
—¿Y qué pasó?
—No se reconoció.
—¿Sólo eso?
—Sólo eso, no se reconoció. La noche que yo pude hablar con él me lo dijo. Para serte franco, yo no esperaba que me saliera por ahí. Yo iba con ganas de decirle que no se equivocara con respecto a mí, que yo era de izquierdas, que yo no tenía nada que ver con toda la mierda que estaba pasando, pero él me salió con lo del espejo y ya no supe qué decirle.
—¿Y de mí qué le dijiste?
—No dije nada de nada. Sólo habló él. Dijo que había sido muy suave, nada chocante, a ver si me entiendes. Iba en la cola en dirección al baño y al pasar junto al espejo se miró de golpe la cara y vio a otra persona. Pero no se asustó ni le entraron temblores ni se puso histérico. A esas alturas, ya me dirás, para qué ponerse histérico si nos tenía a nosotros en la comisaría. Y en el baño hizo sus necesidades, tranquilo, pensando en la persona que había visto, pensando todo el rato, pero como sin darle mucha importancia. Y cuando volvieron al gimnasio otra vez se miró en el espejo y en efecto, me dijo, no era él, era otra persona, y entonces yo le dije qué me estái diciendo, huevón, cómo que otra persona.
—Eso le hubiera preguntado yo, cómo.
—Y él me dijo: otra. Y yo le dije: aclárame ese punto. Y él me dijo: una persona distinta, no más.
—Entonces tú pensaste que se había vuelto loco.
—Yo no sé lo que pensé, pero con franqueza tuve miedo.
—¿Un chileno con miedo, compadre?
—¿No te parece apropiado?
—Muy propio de usted no me parece.
—Es igual, yo me di cuenta al tiro que no me embromaba. Lo había sacado a la salita que estaba junto al gimnasio y él se largó a hablar del espejo, del trayecto que tenía que recorrer cada mañana y de repente me di cuenta que todo era de verdad, él, yo, nuestra conversación. Y ya que estábamos fuera del gimnasio, pensé, y ya que él era un antiguo condiscípulo de nuestro glorioso liceo, se me ocurrió que podía llevarlo al corredor donde estaba el espejo y decirle mírate otra vez, pero conmigo a tu lado, con tranquilidad, y dime si no eres el mismo loco de siempre.
—¿Y se lo dijiste?
—Claro que se lo dije, pero para serte franco, primero me vino la idea y mucho después me vino la voz. Como si entre formularme la idea en el coco y expresarla de forma razonable hubiera transcurrido una eternidad. Una eternidad pequeña, para peor. Porque si hubiera sido una eternidad grande o una eternidad a secas yo no me hubiera dado cuenta, no sé si me sigues, en cambio tal como fue sí que me di cuenta y el miedo que tenía se acentuó.
—Pero seguiste adelante.
—Claro que seguí adelante, ya no era cosa de echarse atrás, le dije vamos a hacer la prueba, a ver si conmigo a tu lado te pasa lo mismo, y él me miró como si desconfiara de mí, pero dijo: bueno, si insistes, vamos a echar una mirada, como si me hiciera un favor a mí, cuando en realidad era yo el que le estaba haciendo un favor a él, igual que siempre.
—¿Y se fueron al espejo?
—Nos fuimos al espejo, con grave riesgo para mí porque ya sabes lo que me hubiera pasado si me agarraban paseando a medianoche por la comisaría con un preso político. Y para que se tranquilizara y fuera lo más objetivo posible antes le di un pucho y estuvimos echando unas pitadas y sólo cuando apagamos los puchos en el suelo nos encaminamos en dirección a los baños, él con tranquilidad, total, peor no podía estar, pensaba (mentira, hubiera podido estar infinitamente peor), yo más bien intranquilo, atento a cualquier ruido, a cualquier puerta que se cerrara, pero por fuera como si no pasara nada, y cuando llegamos al espejo le dije mírate y él se miró, asomó su cara y se miró, incluso se pasó una mano por el pelo, echándoselo para atrás, lo llevaba bien largo, bueno, a la moda del 73, supongo, y luego desvió los ojos, sacó la cara del espejo y se estuvo un rato mirando el suelo.
—¿Y qué?
—Eso le dije yo, ¿y qué?, ¿eres tú o no eres tú? Y él entonces me miró a los ojos y me dijo: es otro, compadre, no hay remedio. Y yo sentí dentro como un músculo o un nervio, te juro que no lo sé, que me decía: sonríe, huevón, sonríe, pero por más que el músculo se movió yo no pude sonreír, a lo más me daría un tic, un tirón entre el ojo y la mejilla, en todo caso él lo notó y se me quedó mirando y yo me pasé una mano por la cara y tragué saliva porque otra vez tenía miedo.
—Ya estamos llegando.
—Y entonces se me ocurrió la idea. Le dije: mira, me voy a mirar yo en el espejo, y cuando yo me mire tú me vas a mirar a mí, vas a mirar mi imagen en el espejo, y te vas a dar cuenta de que soy el mismo, te vas a dar cuenta que no pasa nada, que la culpa es de este espejo sucio y de esta comisaría sucia y del corredor mal iluminado. Y él no dijo nada, pero yo me tomé su silencio por una afirmación, el que calla otorga, y estiré el cuello y puse mi cara frente al espejo y cerré los ojos.
—Ya se ven las luces, compadre, ya estamos llegando, conduzca con calma.
—¿No me has oído o te estái haciendo el sordo?
—Claro que te he oído. Cerraste los ojos.
—Me planté delante del espejo y cerré los ojos. Y luego los abrí. Supongo que a ti te parecerá normal mirarte a un espejo con los ojos cerrados.
—A mí ya nada me parece normal, compadre.
—Pero luego los abrí, de golpe, al máximo posible, y me miré y vi a alguien con los ojos muy abiertos, como si estuviera cagado de miedo, y detrás de esa persona vi a un tipo de unos veinte años pero que aparentaba por lo menos diez más, barbudo, ojeroso, flaco, que nos miraba por encima de mi hombro, la verdad es que no lo podría asegurar, vi un enjambre de jetas, como si el espejo estuviera roto, aunque bien sabía que no estaba roto, y entonces Belano dijo, pero lo dijo muy bajito, apenas más fuerte que un susurro, dijo: oye, Contreras, ¿hay alguna habitación detrás de esa pared?
—¡Conchaesumadre! ¡Qué peliculero!
—Y yo al oír su voz fue como si me despertara, pero al revés, como si en vez de salir para este lado saliera para el otro y hasta mi voz me sorprendió. No, le dije, que yo sepa detrás sólo está el patio. ¿El patio donde están los calabozos?, me preguntó. Sí, le dije, donde están los presos comunes. Y entonces el muy hijo de puta dijo: ya lo entiendo. Y yo me quedé con los cables sueltos, porque hazme el favor, ¿qué era lo que tenía que entender? Y tal como se me vino a la cabeza se lo dije, qué chuchas es lo que ahora entendís, pero bajito, sin gritar, tan bajito que él ni me oyó y yo ya no tuve fuerzas para repetir la pregunta. Así que volví a mirar el espejo y vi a dos antiguos condiscípulos, uno con el nudo de la corbata aflojado, un tira de veinte años, y el otro sucio, con el pelo largo, barbudo, en los huesos, y me dije: joder, ya la hemos cagado, Contreras, ya la hemos cagado. Después cogí a Belano por los hombros y me lo llevé de vuelta al gimnasio. Cuando lo tuve en la puerta me pasó por la cabeza la idea de sacar la pistola y pegarle un tiro allí mismo, era fácil, sólo hubiera tenido que apuntar y meterle una bala en la cabeza, incluso en la oscuridad siempre he tenido buena puntería. Después hubiera podido explicar cualquier cosa. Pero por supuesto no lo hice.
—Claro que no lo hiciste. Nosotros no hacemos esas cosas, compadre.
—No, nosotros no hacemos esas cosas.
(1995-1996)