La Muerte Bebe en Vaso Largo

Boro Salami murió a las cinco de la madrugada de un día de febrero con una pareja de ases en las manos y un secreto en su brazo de acero. Su repentina muerte, en un antro de El Viso, es el comienzo de una vertiginosa sucesión de acontecimientos que protagonizan vivos y muertos, unidos en un alucinatorio combate entre carne viva y carne resucitada. La dama Georgina nos sirve de Virgilio-Beatriz y nos guía a través de un sinnúmero de aventuras concéntricas en una ciudad de alcantarillas misteriosas. Con ella recorremos las noches de asfalto, un garito en que los pícaros se despluman entre sí, o la presión de Alcalá-Meco, hasta llegar a una apocalíptico fin de fête en el casino montado en el depósito de cadáveres. La muerte bebe en vaso largo mezcla e iguala a matones, jueces, difuntos acicalados con sombreros de copa, cajeros, divos, atracadores, figuras de la canción y gloriosos representantes del sector de ultramarinos en una esperpéntica galería de personajes reales y de espectros. Sabremos del duque de Casalóbrega, que trapichea los favores de la binguera con unos filtros amorosos, de Luisito el Nabo, defensor de una interpretación positiva del universo, del Chulo de Salamanca o del mendigo Pitágoras, que cambió un loro profético por un anillo con una esmeralda falsa. Juntos integran un carrusel de voces, olores y sabores de sensualidad veleidosa en una fiesta en que la locura parece el único recurso sensato. Con su imprevisible capacidad fabuladora y su perversa transgresión de los géneros, Manuel Vicent nos invita a un singular festín escatológico, que es a la vez una corrosiva crónica de la actualidad y una crítica a esa sociedad contemporánea en la que no todos los que están son, y no todos los que no están se fueron.