Mientras las tierras del antiguo imperio romano se enfrentaban a las todavía inciertas perspectivas de principios del siglo VI, el imperio de Oriente disfrutaba de un crecimiento económico explosivo. En las poblaciones prósperas de la región olivarera del norte de Siria se procedía a levantar una larga serie de sólidas iglesias de piedra; los sistemas de regadío conseguían que la agricultura penetrara en las regiones desérticas de la cuenca oriental mediterránea; se fundaba la importante urbe de Justiniana Prima (la actual Caričin Grad, en las colinas de la Serbia meridional), ciudad natal del emperador Justiniano (527-565), que no solo contaba, como muestran las recientes excavaciones, con una amplia variedad de edificios públicos de última generación, sino también con una densa población y toda una panoplia de producciones artesanales, pese a que entonces, al igual que ahora, se encontrara lejos de las calzadas más transitadas. Justiniano ordenó erigir también en Constantinopla, entre los años 532 y 537, la «Gran Iglesia» de Hagia Sophia, llamada a ser el mayor edificio techado existente en Europa hasta el siglo XIII.1 El Mediterráneo oriental y el Egeo se hallaban recorridos por una tupida red de rutas comerciales que llevaban a Constantinopla y a otras grandes urbes el vino de Gaza, el aceite de Siria y la Anatolia, el trigo y el papiro egipcios, el lino de Egipto y Siria, o la fina cerámica del Egeo y Chipre. El sistema fiscal que enviaba comida y otras mercancías al norte para hacerlas llegar a Constantinopla y a la frontera militar de los Balcanes, así como al este para abastecer la región del Éufrates, en la frontera con Persia, sustentaba estos intercambios, que no obstante se extendían a zonas muy alejadas de los circuitos tributarios.2 Las mayores riquezas del imperio de Oriente se hallaban decididamente situadas en sus dominios extraeuropeos, fundamentalmente en Egipto y la cuenca oriental mediterránea, pero la Europa suroriental mantenía asimismo estrechos lazos con este ámbito de prosperidad, y, tras las reconquistas occidentales de Justiniano también pasarían a enlazar con él Sicilia, el norte de África y el sur de Italia (no así el centro y el norte de la península itálica, que había sido el escenario principal de los combates de la guerra romano-gótica). El sistema de intercambios del siglo VI no volverá a encontrar equivalente en la historia de Europa hasta el apogeo medieval que habrán de conocer la producción y el comercio en Flandes e Italia a partir del siglo XIII, si bien en un entorno económico muy distinto (véase el capítulo 7). Además, no parece que este tráfico mercantil sufriera sino de forma relativamente marginal al abatirse sobre la zona la más grave epidemia que habría de golpear a Europa y al Mediterráneo antes de la peste negra. Este primer gran azote afectó a Constantinopla y a otras regiones de Oriente entre 541 y 543, y es muy posible que se tratara de una pandemia de peste bubónica, al igual que el más devastador rebrote de mediados del siglo XIV.3
Por lo tanto, desde el punto de vista de Constantinopla, el milenio medieval se inició con un período de prosperidad, así que no es de extrañar que también quedara marcado por el protagonismo político. Al disponer de la ventaja que le ofrecía la base fiscal cimentada por su predecesor Anastasio (491-518), Justiniano se encontró en condiciones de revisar de arriba abajo el código legal entre los años 528 y 533, creando así el corpus textual que ha venido configurando el fundamento del derecho romano desde entonces; de reformar la burocracia imperial, promulgando leyes destinadas a atajar los abusos de los poderosos; y de librar una serie de guerras, no solo contra los vándalos o los ostrogodos, sino también contra los enemigos de las fronteras septentrionales y sobre todo de aquellas orientales, es decir, contra los persas. También reprimió implacablemente a todas las minorías religiosas que se atrevieran a causar el más mínimo problema, y a muchas que ni siquiera habían dado motivo alguno para la persecución. Justiniano es hoy, igual que entonces, una figura controvertida. Su inflexible severidad y su enorme ambición (que muy a menudo hallaría formas de expresión originales, pues tanto las dimensiones de Santa Sofía como la magnitud de sus reformas jurídicas carecían de precedentes) le granjearon críticos y enemigos estridentemente adversos. Juan Lido, un amargado funcionario jubilado, no solo se atrevió a lanzar un ataque contra el principal ministro reformista del emperador, Juan de Capadocia, sino que lo hizo además en unos términos sorprendentes, ya que no tuvo empacho en sostener que además de haber destrozado la administración era un individuo repugnante, corrupto, entregado a la gula y la bebida (sus demandas dejaban sin peces las aguas del mar Negro y el mar de Mármara), y predador bisexual y extraordinariamente cruel con sus amantes, amén de aficionado a refocilarse desnudo y cubierto de excrementos en el lecho de la alcoba, vamos, la entera panoplia de tropos denigratorios al alcance de todo retórico clásico. Juan Lido no atacó al emperador mismo, pero otros sí que lo hicieron, destacando entre ellos el nombre de Procopio, un historiador activo por esos mismos años, para quien Justiniano era un demonio, y Teodora, su poderosa consorte, una prostituta. De hecho, es razonable argumentar que el sistema fiscal no era lo suficientemente sólido como para librar varias guerras y al mismo tiempo continuar a buen ritmo con la construcción de ciudades y edificios, con el agravante de que las reformas administrativas que emprendió Justiniano no consiguieron la radical modernización que él esperaba. En consecuencia, es indudable que sus sucesores hubieron de reducir sus ambiciones. No obstante, es obvio que su reinado muestra las posibilidades que un emperador decidido podía llegar a poner sobre la mesa, y que podía alcanzar a materializar en parte.4
Con todo, también hemos de reconocer que, para Justiniano, el conflicto religioso fue tal vez el asunto más importante al que tuvo que hacer frente, o al menos es muy probable que se hallara inextricablemente unido al resto de su actividad política. Las disputas cristológicas del siglo V —relativas a la naturaleza de la divinidad de Jesucristo— habían dado lugar al surgimiento de una comunidad monofisita (cuyos integrantes sostenían que no existía separación entre su sustancia humana y divina) que, pese a estar enfrentada a los puntos de vista que prevalecían en la capital, contaba en cambio con un considerable apoyo popular en las provincias orientales. La imagen que Justiniano cultivaba de su propia persona al presentarse como el emperador cristiano par excellence lleva implícita la idea de que la consecución de la unidad religiosa revestía a su juicio la misma importancia que habría de tener más tarde para los visigodos. Estaba plenamente dispuesto a utilizar la represión para lograr ese objetivo, pero tampoco desdeñaba las posibilidades de la negociación (la propia Teodora era monofisita), de modo que, en 553, en un concilio eclesiástico clave celebrado en Constantinopla, trató de abrir paso a una tercera vía doctrinal a la que ambas partes pudieran prestar apoyo. Sin embargo, este empeño fracasó, así que la coherencia de la organización de los monofisitas creció durante su reinado, circunstancia que en el futuro habría de contribuir a provocar la frustración de otros intentos semejantes. Las iglesias cristianas de Armenia, el Líbano y Egipto siguen siendo monofisitas en la actualidad.5
La razón de que la escisión monofisita tuviera mayor importancia que el conflicto surgido en el siglo IV entre arrianos y nicenos se debe simplemente al hecho de que en la época del monofisismo la cristianización del imperio de Oriente era ya completa, salvo en el caso, una vez más, de la comunidad judía. Sin embargo, el cristianismo oriental no era exactamente igual al occidental. La jerarquía episcopal se mostraba tan activa en Oriente como en Occidente, y también aquí se observa que los obispos adoptan el perfil de líderes urbanos. No obstante, el papel de los obispos levantinos en la alta política no era tan destacado como el de sus homólogos de poniente, salvo en las grandes ciudades. También es posible que las iglesias episcopales contasen con una menor cantidad de propiedades rurales, y en Oriente el poder que ejercían los emperadores al intervenir en los asuntos eclesiásticos era superior al de los gobernantes de Occidente. Además, la jerarquía de la Iglesia tampoco constituía en la primera de esas regiones la única base del activismo religioso. El número de monasterios autónomos creció rápidamente en Oriente, y además no estuvieron siempre tan íntimamente asociados con el poder de la aristocracia, a diferencia de Occidente. Dichos monasterios eran escenario de unas manifestaciones de religiosidad popular bastante toscas, y en los lugares en que se sabían muy numerosos los monjes podían comportarse como una suerte de policía religiosa y fanatizada, como se aprecia tanto en los alrededores de Jerusalén como en el sur de Egipto. También destaca la presencia, pese a que no fueran demasiados, de los «atletas espirituales», como Simeón Estilita el Joven (fallecido en 592), que se mantuvo cuarenta y cuatro años encaramado a una columna próxima a la gran ciudad de Antioquía. Este Simón, que gozaba de una gran influencia local, realizaba profecías para mucha gente, incluso para los emperadores, brindándoles asimismo consejo religioso, y se dice que también efectuó distintos milagros. Por regla general, estos ascetas se mostraban eficaces como exorcistas de demonios. Tal es el caso de Teodoro de Siqueón (fallecido en 613), que operaba en la Anatolia central y en cuya hagiografía se enumeran los logros que obtuvo en la lucha contra las fuerzas demoníacas. También se desarrollaron una serie de cultos, tanto a los santos locales como a los mártires de la Iglesia primitiva, a los obispos y a los ascetas. Dichos cultos giraban en torno a sus reliquias, al igual que en Occidente. El control de esas reliquias tendía a quedar en manos de las jerarquías eclesiásticas, pero en el imperio del siglo VI había una religiosidad de base que superaba los alcances de la autoridad de los obispos, y que incluso iba más allá de la jurisdicción de los emperadores.6
Tras un largo período de inactividad, volvieron a estallar guerras con Persia en el siglo VI, época en la que se reactivó el poder de los shahs de la dinastía sasánida, sobre todo en tiempos de Khusrau I (531-579). Dado que Persia también era un imperio poderoso y provisto de tropas experimentadas, y habida cuenta de que la frontera persa se hallaba muy próxima a algunas de las tierras más fértiles del imperio romano, el despertar de los shahs entrañaba invariablemente un gran peligro. Justiniano libró varias guerras, y más tarde, en las décadas de 570 y 580, el conflicto adquirió un carácter cuasi permanente. Solo llegaría a su fin al surgir en Persia dos shahs rivales y acertar el emperador Mauricio (582-602) a respaldar al vencedor, Khusrau II, que selló la paz con Bizancio en 591. Mauricio aprovechó ese pacto de no agresión para combatir en los Balcanes, donde había aparecido, ya en tiempos de Justiniano (y también después de él), un nuevo grupo de invasores integrados en parte por tribus de lengua eslava (a quienes los bizantinos habrían de asignar el nombre genérico de sklavenoi y que aquí denominaré «esclavenos»). De manera periódica, los ávaros —un pueblo turco que acababa de abandonar el nomadismo y que llevaba establecido desde la década de 560 en una zona situada justo al norte del Danubio— habrían de prestar cohesión y apoyo logístico a estas hordas. Las tropas de Mauricio, agotadas después de combatir en las duras condiciones invernales del norte, se rebelaron contra él en 602, marcharon sobre la capital, mataron al emperador y lo sustituyeron por un oficial del ejército llamado Focas, llevando de ese modo a cabo el primer golpe de mano eficaz que había conocido el imperio en cerca de 250 años (aunque en modo alguno habría de ser el último). Khusrau utilizó el pretexto de la muerte de quien hasta entonces le había auxiliado, Mauricio, para volver a declarar la guerra a Bizancio, y ahora a una escala bastante más seria. Al perecer Focas en otro pronunciamiento militar, el capitaneado por Heraclio (610-641), hijo del gobernador de África, la subsiguiente guerra civil que asoló al bando bizantino permitió la penetración de los persas, que ocuparon Siria, Palestina y Egipto —los centros neurálgicos de la economía del imperio de Oriente—, y se mantuvieron en la zona entre los años 611 y 619. En 626, en una notable empresa militar, los persas se abatieron sobre la mismísima Constantinopla por uno de sus flancos, mientras los ávaros y los esclavenos la atacaban por el otro, pese a lo cual no consiguieron tomar la ciudad. Sin embargo, con aquella aventura los persas alcanzaban el cénit de su poder e iniciaban su declive. Entre 627 y 628, Heraclio, que se encontraba tras las líneas persas al frente de su propio ejército, se alió con los turcos de las estepas que se abren al norte del Cáucaso e invadió la principal región política con el que contaba el shah, Mesopotamia —lo que hoy es Irak—. Khusrau fue eliminado, el poderío persa se vino espectacularmente abajo, y en el año 630 Heraclio lograba recuperar la totalidad de las tierras perdidas. Sin embargo, este asombroso éxito militar no consiguió perdurar siquiera un lustro. Tanto el imperio romano como el persa empezaban a sufrir por entonces los ataques de un nuevo actor regional: Arabia. Entre 634 y 642, los ejércitos árabes musulmanes, gracias a una serie de raudas campañas y de unas cuantas batallas y asedios victoriosos, ocuparon todas las provincias que Khusrau había arrebatado a los romanos, ampliando incluso el radio de acción de las conquistas, ya que en ese breve período de tiempo despojaron a los persas de sus territorios iraquíes para arrancarles después, en la década de 640, la totalidad de Irán —el último shah sasánida Yazdegerd III fue muerto en 651, y para entonces todo su imperio se encontraba ya en manos árabes—. Estas conquistas, que no volverían a revertirse, estaban llamadas a afectar al conjunto de la geopolítica europea y asiática posterior.7
¿A qué estamos asistiendo aquí, y qué significado tiene? Vamos a analizar primero lo que sucedió desde el punto de vista romano para examinar después la interpretación de los árabes. Para los romanos se trató del mayor desastre militar que el imperio había tenido que afrontar en sus más de seiscientos años de existencia, una catástrofe que bordeaba lo incomprensible, dado que hasta entonces los árabes solo habían pasado de ser un pueblo fronterizo de importancia marginal que, en el mejor de los casos, podían llegar a ser empleados como mercenarios, pero que siempre se habían revelado incapaces de constituir una amenaza digna de tal nombre; de hecho, los límites del territorio árabe, desérticos en su mayor parte, carecían prácticamente de toda forma de defensa armada. Los romanos podían abrigar la esperanza de darle la vuelta a la situación, pero al comprobarse que la guerra civil árabe de los años 656 a 661 no provocaba fisuras en la cohesión del nuevo califato, y que, antes al contrario, se incrementaban las incursiones árabes en la Anatolia, quedó claro que el nuevo orden político había venido con serias intenciones de permanecer. Los romanos aún no lograban comprender lo que representaba el islam —en un principio tuvieron la impresión de que se trataba de una forma de cristianismo simplificado, no de una nueva religión—, pero, fuera como fuese, y teniendo en cuenta el modo en que operaba por entonces la imaginería política bizantina, lo que los romanos tenían delante no era solo una calamidad militar, sino una hecatombe religiosa, dado que estaba claro que los victoriosos árabes no eran como los cristianos ortodoxos. Una de las respuestas posibles consistía en apuntalar a la iglesia ortodoxa, ya que resultaba completamente indudable que sus enemigos internos habían sido la causa moral de la desgracia. Las décadas de 640 y 650 iban así a quedar marcadas por la intensificación de las persecuciones contra todo aquel que no aceptara los más recientes compromisos religiosos de la época de Heraclio, reunidos bajo el manto del monotelismo. En esta ocasión se reprimiría tanto a los monofisitas como a los católicos de Occidente (así como a los judíos), hasta el punto de que en 653 se detuvo al papa Martín I en Roma y de que, tras un juicio, se le envió al exilio a Crimea por haber rechazado la línea confesional del emperador. Otra de las respuestas factibles era la de llegar a la conclusión de que esta vez, tras muchas falsas alarmas, el fin del mundo se hallaba realmente a la vuelta de la esquina: así se afirma en una obra que suele conocerse con el título de Apocalipsis del Pseudo-Metodio, un texto siriaco que no tardaría en traducirse al griego e incluso al latín y cuya redacción tuvo lugar en los años en que renacía la esperanza de enderezar el rumbo del imperio romano debido al estallido de la segunda guerra civil árabe de la década de 680, y desde luego fue un libro que gozó de una amplia difusión. Sin embargo, el término del universo no acababa de materializarse, así que las imágenes de un inminente Armagedón volvieron a caer en el olvido. Es curioso, sin embargo, que tras el pánico moral vivido a mediados de siglo, también decayera el debate cristológico. Constantino IV (668-685) abandonó formalmente la artificialidad del monotelismo en el año 680, y las cuestiones de índole cristológica apenas volverían ya a resurgir. El nuevo mundo, embarcado en una constante defensa de los ataques que recibía desde todos los flancos, parece haber optado por reducir la significación de las discusiones complejas sobre la naturaleza de Dios, y en el futuro, cuando la disensión religiosa vuelva a aflorar, corriendo el siglo VIII —un siglo que sin embargo no se hallaba sujeto a tantas amenazas—, las cuestiones más candentes serán ya bien distintas, como tendremos ocasión de ver.8
En términos militares, la urgencia no había desaparecido. En ocho años, el imperio romano había perdido las dos terceras partes de sus posesiones terrestres y el 75 % de sus recursos, y tenía que defender además lo que aún conservaba de los embates de un enemigo que se revelaba a un tiempo rico y dinámico. Si quería sobrevivir tenía que cambiar, así que no dudó en hacerlo. (A partir de ahora, y para señalar claramente esa modificación, utilizaré el nuevo nombre con el que los historiadores vendrán a designar al imperio, que pese a ser todavía romano, pasará a ser calificado como «bizantino» —de Bizancio, antigua denominación de Constantinopla, una identificación que en el período que nos ocupa únicamente se había venido empleando para los habitantes de la capital—.)9 El imperio consiguió adaptarse organizando una defensa en profundidad tras los montes Tauro, en la Anatolia central, que cruzan en diagonal el este de lo que hoy es Turquía, y acantonando destacamentos locales del ejército en las provincias militares (themata) de la Anatolia occidental. Estos ejércitos completaban con el producto de la tierra la reducida paga que recibían, y a pesar de que no dejara de abonárseles en ningún caso, lo cierto es que por esas fechas había pasado a entregarse casi totalmente en especie, debido a que el sistema monetario estaba a punto de desmoronarse en los territorios imperiales del Egeo y la Anatolia. Dada la sólida resistencia que podían ofrecer esos destacamentos, las incursiones árabes, llamadas a producirse de manera constante durante un siglo, perdían ímpetu en las estériles tierras de la meseta de la Anatolia, salvo en las raras ocasiones en que se trataba de ataques organizados. Sin embargo, estos últimos se revelaban incapaces de conquistar Constantinopla, dado que la ciudad contaba con unas defensas extraordinarias en su flanco occidental y se hallaba al mismo tiempo protegida en su fachada oriental de toda ofensiva por el estrecho del Bósforo, que la separaba de la Anatolia, salvo de una invasión que viniera por mar. El más tardío asalto digno de mención fue el del gran asedio árabe de los años 717-718, que cercó la capital tanto por tierra como por mar, y si se saldó con el mismo fracaso que ya se cosechara en 626 se debió en parte al hecho de que los árabes hubieran anunciado sus intenciones con mucha antelación y a que los bizantinos tuvieran por tanto tiempo más que suficiente para prepararse a conciencia.10
Bizancio consiguió capear de este modo la peor parte de la crisis. Resulta tan llamativo como significativo que lograra superar esas arremetidas cuando, dos siglos antes, el imperio de Occidente había acabado claudicando frente a unas amenazas que, en términos militares, no revestían tanta importancia. La razón no hay que buscarla en la presencia de unos dirigentes firmes en Oriente, ya que en las décadas de 640 y 660 el liderazgo militar y político cayó en la vacilación y la incertidumbre, y volvería a hacerlo durante la generación posterior al fallecimiento de Constantino IV. El motivo residió, en parte, en el hecho de que la infraestructura organizativa del imperio, que había logrado un notable desarrollo en los años de bonanza de principios del siglo VI, fue lo suficientemente sólida para resistir y lo bastante ágil como para adaptarse a los cambios con relativa rapidez (la configuración de la burocracia del siglo VIII, que ahora utilizaba la lengua griega en todos sus procesos —cosa que no había sucedido en tiempos de Justiniano—, era muy diferente a la del siglo VI). La propia aristocracia terrateniente, notablemente menos próspera en este período, había quedado subsumida en las cúpulas jerárquicas del estado, y de hecho las fuentes de que disponemos apenas volverán a mencionar en sus documentos ningún dato referente a las familias aristocráticas, al menos no hasta el siglo IX.11 No obstante, la causa principal se debió a que la misma velocidad y magnitud del desastre hizo imposible llevar a la práctica los acomodos locales que tanto se habían prodigado en Occidente. En Oriente no hubo períodos de paz relativa que permitieran a los jefes locales del ejército o a las sociedades provinciales del lado bizantino de la frontera habituarse a las costumbres de los árabes de la zona, como sí habían tenido ocasión de hacer los romanos occidentales, acostumbrados a tratar con algunos grupos militares germánicos. Todo el mundo sabía que de no tomarse medidas radicales se cosecharía una derrota, pero lo que también resulta significativo es que una de esas medidas radicales no consistiera en dejar de exigir la contribución territorial para apostarlo todo a un ejército compuesto íntegramente por propietarios de tierras. El sistema fiscal del imperio romano perduró, aunque en forma simplificada. De hecho, en algunas zonas de ese imperio —en Constantinopla y sus inmediaciones, así como en Sicilia— el régimen impositivo siguió operando de un modo bastante parecido al empleado en los viejos tiempos, es decir, sobre la base de un sistema monetario. Esto bastó para poder salir adelante y quedar en condiciones de reactivar más tarde el sistema, cuando mejorara la situación del imperio, como finalmente sucedió.
Por consiguiente, en el año 700, el aspecto del imperio bizantino era muy distinto al que tenía en el 600. Su centro de gravedad se había desplazado al oeste. Su principal centro político giraba ahora en torno al Egeo, con las miras puestas en la propia Constantinopla, que pese a haber visto considerablemente reducido su tamaño (ya que había dejado de recibir las inyecciones económicas del estado), seguía siendo una ciudad grande y económicamente activa. Con todo, el núcleo territorial bizantino sufrió terriblemente. En los años de crisis, la defensa septentrional quedó enteramente en suspenso, y la península de los Balcanes fue regularmente invadida por tribus esclavenas, algunas de las cuales llegaron a penetrar muy al sur, alcanzando incluso los territorios de la actual Grecia. En realidad, los bizantinos solo ejercían un auténtico control en el extremo oriental del litoral griego, además de en un puñado de ciudades aisladas de la parte occidental de los Balcanes en las costas del Adriático, dado que esas zonas admitían ser defendidas por mar. Entre los años 680 y 681, la red formada por las pequeñas comunidades esclavenas y los enclaves bizantinos se vio alterada una vez más a causa de la irrupción de un nuevo grupo nómada turco, el de los búlgaros, que se habían rebelado contra los ávaros tras los sucesos de 626. Los bizantinos se mostraron dispuestos a darles la bienvenida (después de ser derrotados por ellos) con el fin de dotar de cierta estabilidad a la región, o al menos a una parte de los Balcanes, así que los recién llegados se instalaron en la mitad septentrional de lo que hoy es Bulgaria y acabaron sustrayéndola a la teorética dominación de Bizancio. La economía de Grecia y la Anatolia occidental se simplificó considerablemente, hasta el punto de que la mayoría de las ciudades fueron abandonadas, salvo en el caso de las ciudadelas fortificadas. No obstante, esa renuncia a la vida urbana no afectó a la totalidad de las urbes, y desde luego en las recortadas costas del Egeo nunca llegaría a desaparecer del todo el intercambio comercial, al menos a un nivel medio.12
Todo esto confirió un papel aun más prominente a los territorios occidentales del imperio, es decir, al eje integrado por Rávena, Roma y Nápoles, amén de Sicilia y el norte de África. En dicho eje la amenaza árabe se dejó percibir con una intensidad mucho menor, salvo en el norte de África. De hecho, en torno al año 700 Sicilia debía de ser la provincia más próspera del imperio (África había sido finalmente conquistada en la década de 690). La red de intercambios comerciales del área litoral italiana era equiparable a la del Egeo, lo que significa que, pese a ser mucho menos compleja que en tiempos de Justiniano, se mantenía activa.13 En consecuencia, no resulta tan sorprendente que, al final de su reinado, Constante II (641-668) optara por establecer su capital en Siracusa, la principal ciudad siciliana, pese a que otros actores de la época juzgaran demasiado radical esa decisión y fuera asesinado poco después de haberla tomado. También Roma logró conservar largo tiempo sus vínculos con Oriente. El papa, que todavía no era formalmente el gobernante de la ciudad pese a que ya ejerciera un gran poder en ella, seguía siendo un patriarca de la iglesia imperial y sus puntos de vista pesaban mucho en las disputas religiosas. Además, el pontífice era también un gran hacendado, ya que poseía tierras tanto en el sur de Italia como en Sicilia, lo que le permitía disponer de importantes recursos. De hecho, a los ojos de los emperadores, la importancia del papa se agrandaría a lo largo de este período. Gregorio Magno (590-604), que a juicio de los estudiosos actuales fue el papa más señalado de la Alta Edad Media, además de un teólogo clave y una figura política muy activa, apenas pintaba gran cosa en la Constantinopla de Mauricio, mientras que Martín I tuvo en cambio una enorme importancia en opinión de Constante II (para su desgracia). La voz de Roma también tenía un notable peso en la época en que Constantino IV abandonó el monotelismo, y además, a partir de ese momento, y durante más de medio siglo, los papas provenían de zonas de lengua griega, un hecho que refleja el gran número de sacerdotes y monjes procedentes del sur de Italia y las regiones de Oriente que había en la ciudad.14 Por consiguiente, el imperio bizantino de esta época se erigió sobre el eje Constantinopla-Sicilia, no sobre la vertical formada por Constantinopla y Egipto, como había hecho su antecesor del siglo VI. No es de extrañar que defendiera al máximo el control que ejercía en las rutas marítimas de la vertiente septentrional mediterránea, y que lo preservara de las ambiciones árabes.15
Esa fue por tanto la respuesta romana a la crisis de mediados del siglo VII. Como es obvio, la de los árabes presentó unas características muy distintas, dado que eran los vencedores. En un libro que centra su atención en Europa no resulta posible examinar el nuevo mundo creado por los árabes con todo el detalle que merece, pero desde luego hemos de comparar la actitud árabe con la romana, a fin de contextualizarla. En cualquier caso, tampoco hay que olvidar que los califatos árabes estaban llamados a ser, de lejos, los sistemas políticos más ricos y poderosos del mundo Mediterráneo a lo largo de los cinco siglos inmediatamente posteriores, circunstancia que obviamente iba a tener un considerable efecto en la orilla europea de ese mar interior, así que esta es una razón más para prestarles atención. Ocupémonos en primer lugar del éxito árabe: era una de las consecuencias de la unificación de las numerosas tribus de Arabia, lograda por Muhammad (fallecido en 632) y sus sucesores, en nombre del islam. Nunca podremos saber qué forma adoptó esta religión en sus años iniciales, aunque empieza a comprenderse cada vez con mayor claridad que lo más probable es que su fundamental texto sagrado, el Corán, alcanzara ya una situación próxima a su estructura definitiva en torno al año 650, como siempre han mantenido por otra parte las tradiciones musulmanas. Como es lógico, esto no significa en modo alguno que su contenido fuera universalmente aceptado —ni siquiera implica que se lo conociera en todas partes—, así que es muy probable que la idea que se hicieran de su religión los primeros musulmanes se hallara sujeta a notables variaciones, como también había sucedido en su momento con el cristianismo primitivo.16 Con todo, lo más relevante es que los ejércitos árabes tenían la percepción de hallarse ligados por una creencia religiosa común, y que el tiempo que llevaban manteniendo esa convicción era cuando menos suficiente como para permitirles obtener sus primeras victorias e inducirles a unirse también en virtud de intereses compartidos. Esto no significa que el compromiso religioso baste para explicar su éxito: los ejércitos no ganan batallas si los generales carecen de experiencia y la disciplina es débil, y además hay que tener en cuenta que, al principio, los ejércitos árabes no eran demasiado grandes.17 Sin embargo, de lo que no hay duda es de que contaban con capitanes muy capacitados, y también es probable, como ya sucediera dos siglos antes en el caso de los pueblos germánicos, que muchos árabes hubieran aprendido las artes militares en los ejércitos de Roma y Persia (pese a que la principal tribu federada con el imperio romano, la de los gasaníes, optara por luchar en el bando de Heraclio). Y desde luego, no cabe duda de que las tensiones provocadas por la reciente guerra entre romanos y persas, en particular las derivadas de la destrucción de los ejércitos de ambos contrincantes y del agotamiento económico de los contribuyentes, no debió de contribuir en nada a fomentar la resiliencia de los dos imperios. Sin embargo, esto es prácticamente todo cuanto podemos aportar como explicación, ya que nuestras fuentes, pese a ser bastante voluminosas en el caso árabe, son de fecha tardía en la mayoría de los casos y no nos indican nada más.
Mejor documentado está sin embargo lo que los árabes hicieron con sus éxitos. Los sucesores de Muhammad, los califas (la palabra jalifa significa «representante» —de Dios, quiere decirse—), gobernaban las regiones más ricas de las partes del mundo situadas al oeste de la India y China, así que contaban con unos enormes recursos potenciales, y hasta donde nos es dado saber no se privaron de utilizarlos. Parece que ya en la década de 640 los califas decidieron que los ejércitos árabes no debían fundarse en el reparto de tierras, como habían hecho antes que ellos los grupos germánicos, sino que era preciso que se asentaran en las ciudades para así sufragar sus gastos mediante aportes directamente emanados del sistema fiscal, unos impuestos, dicho sea de paso, que ya existían tanto en el imperio romano como en el persa y que las tradicionales élites de ambas potencias aún habrían de continuar recaudando y administrando durante mucho tiempo. En el mundo árabe, la práctica de sostener al ejército, a la clase gobernante y al estado mediante un elaborado método tributario no encontró nunca dificultades que lo abocaran al fracaso.18 Esta circunstancia fue la causa de una significativa ventaja inicial: la de diferenciar a los árabes de las sociedades locales integradas por personas que no eran ni árabes ni musulmanas y que además las superaban tremendamente en número; de hecho los árabes no llegaron en ningún caso a quedar subsumidos en dichas poblaciones. Salvo en Irán, los factores que acabaron predominando en todas las regiones del califato fueron los de la lengua árabe y la fe islámica. (Y también esta característica los distingue de la mayoría de los grupos germánicos de Occidente, ya que tanto en la Galia como en España e Italia los idiomas que perduraron fueron los de raíz latina, no los de origen germánico.) Hasta el siglo X, aproximadamente, el islam fue una religión minoritaria en todas las tierras conquistadas, con la probable excepción de Irak. De todas formas, poco a poco, al menos a partir de finales del siglo VIII, iría surgiendo una nueva cultura de élite, árabe y musulmana, llamada a dominar los principales centros de población del mundo islámico. Esta circunstancia, que enlazaba hasta cierto punto con la literatura y las obras filosóficas de épocas anteriores (y muy particularmente con la filosofía y la ciencia del período clásico griego), se basaba ahora en una nueva forma de escribir la historia, la teología, la poesía, la geografía, los manuales de conducta y las bellas letras, una forma que no debía prácticamente nada a las tradiciones anteriores. En los siglos IX y X estos géneros dieron lugar a un enorme número de textos (muy superior al de cualquier región de Europa, y posiblemente cierto en cualquiera de los tramos temporales de la Edad Media europea), unos textos que desde entonces han venido estructurando la cultura islámica.19 Gracias a los traductores que vierten obras árabes al latín en los siglos XII y XIII, una parte de esos logros culturales, sobre todo en los campos de la medicina y la filosofía, habrá de llegar también a la Europa occidental.
De este modo, el califato se mantuvo políticamente operativo, conservando durante mucho tiempo sus inmensas riquezas mediante su eficaz sistema fiscal y administrativo. Este estado de cosas iría apartándose de sus raíces romanas (y persas) con bastante lentitud, al menos más despacio de lo que sucedería no solo en el caso de las estructuras fiscales de los reinos de la Europa occidental sino incluso en el del imperio bizantino. En los territorios del antiguo imperio romano, tanto Egipto como la cuenca oriental mediterránea —dos regiones dominadas por los árabes— también iban a experimentar menos cambios en su economía que cualquier otra zona. En realidad, resulta extremadamente difícil precisar en términos arqueológicos en qué momento se produjeron las conquistas árabes, ya que, de hecho, la prosperidad que había presidido el siglo VI, perdida en las provincias bizantinas, se continúa aquí durante mucho tiempo sin excesivos cambios.20 Las nuevas ciudades islámicas, como Fustat (integrada hoy en El Cairo) o Bagdad (después del año 762), podían tener unas dimensiones enormes. En los siglos XI a XIII, período en el que los intercambios volverán desarrollarse en todo el Mediterráneo, la situación de Egipto como polo de producción y comercio adquirirá un carácter todavía más preeminente que bajo la dominación romana. En resumen: en el califato, las transformaciones culturales y religiosas que se verificaron a largo plazo no necesitaron de grandes modificaciones de la economía o la estructura política para equilibrarse y costearse, lo que hace que la región tuviera una situación casi diametralmente opuesta a la que se vivió en Europa, tanto del este como del oeste.
Con todo, la política real del califato no fue tan estable como la estructura del estado. Los sucesores inmediatos de Muhammad conservaron el control centralizado de las estrategias y los recursos del ejército, ya que esa forma de dirigirlo se revelaba eficaz, pero lo cierto es que también resultaba vulnerable al resentimiento de los ejércitos a pesar de los grandes éxitos y el botín de que disfrutaban. En el año 656, al morir asesinado a manos de tropas disidentes el califa Uthmán, estalló una guerra civil que interrumpió la expansión árabe. En 661, Mu‘awiya, primo de Uthmán y miembro de la familia Omeya —integrada en un grupo de parientes lejanos de Muhammad—, ganó la guerra y se convirtió en el nuevo califa (661-680). Los omeyas, radicados en Damasco y Siria, iban a gobernar los destinos de la región por espacio de casi un siglo. Sin embargo, al quedar claro, con la muerte de Mu‘awiya, que él y sus sucesores se proponían establecer una gobernación dinástica, se produjo el estallido de una serie de revueltas que acabaron degenerando en una nueva guerra civil, que los omeyas no lograrían ganar hasta el 692, fecha en la que ‘Abd al-Malik (685-705) se apoderó de La Meca. ‘Abd al-Malik intensificó muy notablemente el carácter públicamente religioso del califato. Construyó mezquitas monumentales, como también haría su hijo al-Walid I (705-715), e hizo desaparecer su imagen de las monedas, sustituyendo esa efigie por citas del Corán. Los omeyas no solo controlaban Siria y Palestina, sino que no perdieron la lealtad del ejército egipcio hasta el final, aunque tendieron a encontrar cierta oposición en Irak, y de cuando en cuando también en Irán. En 747, se declaró en Irán el foco de una revuelta de corte salvacionista, es decir, defensora de un islam entendido como un rescate abierto a todos, y la sublevación consiguió ganar adeptos en otras regiones. En 750 los omeyas fueron derrotados y su familia prácticamente borrada del mapa, asumiendo la función califal una nueva dinastía, la de los abasíes, que descendían de un tío de Muhammad y pensaban merecer mucho más que sus predecesores la legitimidad religiosa musulmana. (Los alauíes, que tenían por antepasado al propio Muhammad, por vía de su hija Fátima, abrigaban la esperanza de ser los beneficiarios de la revuelta, pero no fue así, y posteriormente quedaron convertidos, en la mayoría de los casos, en una familia marcada por una decepción imborrable, pese a su considerable prestigio religioso y social.) La dinastía abasí conservó el título califal durante siglos, hasta que en 1517 se lo arrebataron los otomanos, pero en la práctica solo mantuvo las riendas del poder efectivo durante doscientos años, hasta la década de 940. Los abasíes estaban radicados en Irak, no en Siria, que no volvería a ser un centro de autoridad relevante hasta el siglo XII. Al-Mansur, su segundo califa (754-775), fundó la ciudad de Bagdad, y sus sucesores actuaron como mecenas e impulsores del florecimiento literario árabe de los siglos inmediatamente posteriores.21
No puedo proseguir aquí la historia de los califas, ni la de las numerosas dinastías que sucedieron a los abasíes al perder estos el control de la situación. Sin embargo, resulta importante subrayar al menos que, en la década de 940, los territorios gobernados por los califas se desmembraron en una gran cantidad de estados distintos que no solo iban a estar radicados en diferentes regiones —Egipto, Irak, Irán, etcétera—, sino que ya nunca volverían a formar parte de la misma organización política; solo en el siglo XVI, en época de los otomanos, acabarían reuniéndose con Irak las tierras de gobernación musulmana del Mediterráneo (y tampoco ellos jamás alcanzaron a dominar Irán). Antes de que eso ocurriera, el estado sucesor más poderoso del Mediterráneo había sido el califato fatimí independiente (969-1171), cuya base se hallaba en Egipto, pero que extendía su autoridad hasta Siria, Túnez y Sicilia. Cosa inusual, los fatimíes pertenecían al linaje de los alauíes, o al menos eso pretendían. Fundaron también la sociedad y la organización política más lograda de cuantas se rigieron en la Edad Media por los principios de la tradición musulmana del chiismo, en lugar de seguir los del sunismo.22
Las guerras civiles árabes detuvieron la expansión del califato, pero su final también dio lugar a una nueva oleada de ataques contra sus vecinos, ya que con ellos se quiso señalar el surgimiento de una unidad y un compromiso renovados. En consecuencia, el califato se propagó después con ritmo constante por el norte de África y el centro de Asia. A finales del siglo VII, el califato se había ganado ya una posición hegemónica en los reinos bereberes de la costa argelina y marroquí, apoderándose asimismo de las regiones norteafricanas previamente en manos de los bizantinos. Partiendo de aquí, en 711, un ejército formado por árabes y bereberes invadió la España visigoda, conquistándola prácticamente entera en 718. No lograrían penetrar con mayor profundidad en Europa (aunque también se apoderarían de Sicilia cerca de un siglo más tarde). Y a pesar de que, tras dominar España, se adentraron también en la Galia, lo cierto es que lo hicieron sin internarse excesivamente en sus territorios. La cuestión es que, llegadas las cosas a este punto, el califato había alcanzado las máximas dimensiones razonablemente imaginables, extendiéndose incluso a regiones más alejadas de cuanto hubiera podido preverse, dado que abarcaba desde el Atlántico hasta la frontera de China. A largo plazo resultaba imposible defenderlo como una sola unidad, y la realidad así habría de confirmarlo, como muestra el período posterior a los abasíes, aunque el mero hecho de conservar en una sola pieza las tierras que van de Egipto a Samarcanda por espacio de trescientos años ya constituyó un auténtico triunfo logístico y organizativo. Si alguna nueva conquista anhelaban de verdad los califas después del año 700 era sin duda la de Constantinopla, pero fracasaron en el empeño, al intentarlo entre el 717 y el 718, los mismos años en que se alzaban con la victoria en España. Esto significa que España fue un extra de carácter accesorio: de hecho, en 740 ya se había rebelado, junto con buena parte del norte de África, y después del período de 755 a 756 se mostró encantada de aceptar que el último superviviente de la dinastía Omeya, ‘Abd al-Rahman I (756-788) actuase como emir independiente.23 Sin embargo, el emirato de al-Ándalus iba a ser la parte de Europa en la que se verificara de manera directa la transformación de las conquistas árabes, una cuestión sobre la que habremos de volver al final de este capítulo.
Gran parte de los estudiosos occidentales han tendido a ver las victorias árabes, como también ha ocurrido con el desmoronamiento del imperio romano de Occidente, a través de un velo de consideraciones moralizantes, como si se tratara de un doble fracaso —el de la civilización y el proyecto imperial— agravado por el triunfo de la barbarie. Esto es un sinsentido en ambos casos, pero, dado el refinamiento del califato, ese planteamiento adquiere aquí un carácter particularmente ofensivo. Además, otra de las lentes que han deformado el análisis de las conquistas de los árabes ha sido la del orientalismo, al entenderse que esos triunfos marcan el momento en el que el Mediterráneo oriental y meridional dejan de ser parte integrante de la civilización común que un día formaran con las costas septentrionales de ese mismo mar, transformándose de ese modo en un otro diferente, en una alteridad saturada de incomprensibles intrigas y de unos cambios de régimen tan duros y reiterados, o mejor aún, tan esencialmente insensatos, como intenso y repetido es el abrasador calor del sol que los alumbra. Esto también es absurdo, pero posee una fuerza más insidiosa dado que contiene un ápice de verdad: la cultura en lengua árabe resultaba realmente opaca para la Europa de habla latina y griega, salvo en uno o dos puntos de contacto —primero al-Ándalus, Sicilia algo después, y más tarde aún las grandes ciudades comerciales italianas, obligadas a saber cómo negociar con las regiones prósperas del Mediterráneo—. Además, para las sociedades y organizaciones políticas cristianas resultaba muy fácil ceder a la tentación de ver una amenaza existencial en sus equivalentes musulmanas, así que a veces actuaron movidos por esas imaginaciones, como quedará patente, del más dramático de los modos, en la época de las cruzadas. Y desde luego, está claro que a las comunidades cristianas la idea de aprender algo de las islámicas se les atragantaba mucho más que la de anatematizarlas, pese a lo mucho que estas podían enseñarles. Hemos de reconocer esta diferencia, pero sin dejarnos engañar por ella.
Entre las variantes de toda esta imaginería hay sin embargo una que exige un comentario más extenso: ¿cabe concluir que los árabes fueron en realidad los creadores de la propia Europa al quebrar la unidad del Mediterráneo romano y posromano y separar las costas europeas de las asiáticas y las africanas (si bien con una cierta cantidad de zonas borrosas en los márgenes, siendo las más evidentes en el período que nos ocupa la región árabe del al-Ándalus y la bizantina de la Anatolia)? El gran historiador económico belga Henri Pirenne así lo creía a principios del siglo XX. A su juicio, el Mediterráneo formó un todo unitario en materia de economía en tanto las conquistas árabes no vinieron a romper los lazos comerciales del imperio romano, ya que solo entonces se vieron obligados los intercambios europeos a poner sus miras en el norte y encaminarse a la zona que según Pirenne constituía su ámbito de operación natural —entiéndase Bélgica—.24 Si nos atenemos a los hechos, la afirmación se revela falsa, por la doble razón de que el Mediterráneo occidental perdió su unidad económica antes del siglo VII y de que en el siglo X, por el contrario, los comerciantes de los estados islámicos habían empezado a reconstruir ya la red mercantil mediterránea, extendiéndola desde el al-Ándalus hasta Egipto y Siria, región que tanto Bizancio como las ciudades italianas se limitarían más tarde a saquear.25 No obstante, resulta innegable que a partir del momento en que irrumpe la cultura árabe, el límite meridional del mundo de predominio cristiano pasó a ser el mar Mediterráneo, y no, como había ocurrido en el año 500, el Sáhara. El punto en el que esta atractiva teoría queda varada es más bien otro distinto: aquel en el que evoca la realidad de «Europa», dado que no solo se trataba de una noción que por entonces carecía de sentido, sino que no estaba llamada a adquirir verdadera fuerza en la Edad Media, como vimos en el capítulo 1. Además, las enormes diferencias políticas y culturales que existían entre la Europa del norte y la del sur eran en esas fechas muy superiores incluso a las que mediaban entre los tres grandes actores del Occidente euroasiático del siglo VIII: Francia, Bizancio y el califato. Y esto habría de seguir así hasta las postrimerías de la Edad Media, período en el que el difuso carácter de la periferia se había acentuado todavía más, puesto que los otomanos se hallaban ahora a las puertas de Hungría y los príncipes rusos listos para penetrar en Siberia. Prefiero abandonar estas cavilaciones sobre la historia del mundo, debido a que pecan de fáciles y son habitualmente autocomplacientes, para limitarme a decir sin más que lo que sí provocaron las conquistas árabes fue el surgimiento de un tercer gran actor en la Eurasia occidental, un actor más poderoso que el anteriormente dominante —el imperio romano (de Oriente)— y al que todo el mundo iba a verse forzado a tener en cuenta en el futuro. Y con esto debería bastar para proseguir con nuestro análisis.
Tras el gran sitio de Constantinopla de los años 717 a 718, los bizantinos no necesitaron continuar operando en modo crisis, algo que comprendieron relativamente pronto. El emperador entonces gobernante, León III (717-741), último superviviente del auténtico torbellino de golpes militares vivido a lo largo de la generación anterior, aprovechó su victoria para establecer una sólida estructura de poder, una estructura que su hijo Constantino V (741-775) habría de heredar e impulsar. León había legislado, y Constantino optó por reconstruir el principal sistema de acueductos de Constantinopla, una empresa nada desdeñable, amén de vital para el abastecimiento de agua. También renovó el ejército, creando una experta unidad de tropas de choque y pasando militarmente a la ofensiva por primera vez en un siglo. Emprendió frecuentes campañas, combatiendo tanto a los búlgaros como a los esclavenos, y restableció su hegemonía en los territorios de lo que hoy es Grecia, así como más al norte, llegando incluso a arremeter contra los árabes. Sin embargo, Constantino se interesaba mucho menos en el Occidente del imperio, de modo que apenas movió un dedo para impedir la pérdida de Rávena y otras ciudades y regiones del centro de Italia, incluyendo la propia Roma, capital en la que los papas establecerían su independencia precisamente durante su reinado. Con todo, el eco de los éxitos militares que había obtenido en Oriente seguiría resonando con fuerza mucho tiempo después de su consecución. Los esfuerzos conjuntos de León y Constantino sentaron las bases del imperio bizantino de la Edad Media central, cuyas miras políticas y económicas estaban claramente centradas en el Egeo. Sus dimensiones eran todavía relativamente reducidas, pero no carecía en modo alguno de cohesión fiscal y militar. Siendo de menor envergadura que el reino de los francos, la otra gran organización política de Europa, gozaba sin embargo de una disposición interna mucho más disciplinada y dotada de una estructura que giraba en torno a una capital que no solo seguía siendo de buen tamaño sino que acababa de recuperar ahora su ímpetu expansivo, por no mencionar el hecho de que la longevidad de Bizancio iba a ser muy superior a la de la unidad franca. Un emperador posterior, Nicéforo I (802-811) optaría por revisar también el sistema fiscal, de manera que a partir de su reinado se incrementarán igualmente las pruebas relacionadas con la reactivación del uso de monedas y con el surgimiento de una más compleja red dedicada a los intercambios económicos y a la producción artesanal.26
A lo que aquí asistimos es al despliegue de un aplomo político que llevaba sin observarse claramente desde el siglo VI. Se trataba no obstante de una confianza que no siempre contaba con una plena justificación, al menos no tan pronto. Prueba de ello es que los búlgaros se reagruparon a las órdenes del emperador Krum (c. 800-814), derrotando y dando muerte a Nicéforo. En 828, tras otros dos golpes militares y una guerra civil, las fuerzas árabes ocuparían Creta, una isla de una importancia estratégica crucial, iniciando en 827 la larga conquista de Sicilia, llamada a quedar enteramente desgajada del imperio bizantino en el 902. No obstante, en tiempos de Teófilo (829-842), que fue, al igual que Constantino V, uno de los grandes promotores de la arquitectura constantinopolitana, el imperio supo conservar su unidad, de modo que en lo sucesivo los ataques árabes volverían reducidos. El imperio se hallaba ahora en una buena posición para aprovechar tanto el primer gran período de crisis de los abasíes, el sobrevenido en la década de 860, como el más prolongado de todos, iniciado en el siglo X, como tendremos ocasión de ver en el capítulo 9.27
Este era el contexto del período, un contexto que podemos calificar de moderadamente optimista (salvo entre las décadas de 810 y 820), en el que se asistirá a uno de los conflictos cristianos más interesantes de toda la Edad Media: el relativo al poder de las imágenes religiosas. Junto al culto a las reliquias, que contaba con una larga tradición a sus espaldas, empezarán a aparecer a partir de la década de 680 una serie de referencias a una veneración distinta, asociada en este caso a las representaciones sacras. La existencia de esas imágenes también era muy antigua, pero a partir de esta fecha serán muchos los que empiecen a verlas bajo una perspectiva nueva, entendiendo que se trata de ventanas abiertas a la venerable presencia del santo (o el Cristo) representado en ellas. Esa creencia se reveló muy polémica, debido a que no todos estaban de acuerdo con ella y a que había personas que pensaban incluso que era un error reverenciar algo que no pasaba de ser una simple pintura sobre madera y creada por manos humanas. Sin embargo, esta convicción estaba lo suficientemente extendida como para que el concilio Trullano de los años 691 a 692 decidiera estandarizar algunos de sus elementos. El hecho mismo de que surgiera esta opinión, y de que únicamente apareciera en Bizancio y no en Occidente, parece haberse debido al hecho de que el siglo VII fuera un período en el que los bizantinos todavía estaban tratando de encajar la conmoción de la derrota. Eran muchos los que consideraban sumamente atractiva la posibilidad de acceder a lo divino de la manera más directa posible. No obstante, la idea empezó a desdibujarse de forma inmediata, debido a que la jerarquía eclesiástica creyó necesario controlar los detalles de las prácticas religiosas (elemento que había constituido la principal preocupación del concilio Trullano, dado que, en efecto, el peligro de la contaminación del rito había sustituido al miedo a las doctrinas incorrectas sobre la naturaleza de Cristo) y a que había mucha gente que estaba convencida de que el culto a las imágenes no era simplemente algo que debiera estar embridado, sino una posición decididamente impura en sí misma. Además, la cuestión de si el culto a las imágenes era algo bueno o malo también guardaba relación con una inquietud transcultural asociada con la cuestión de la representación en general, dado que esta es también la época en que los califas empiezan a abandonar el uso de toda imagen humana, al menos en el caso de las de carácter público que estuvieran situadas en contextos religiosos. No hay en esto fundamento alguno para argumentar que existiera una influencia musulmana en el cristianismo bizantino, ni tampoco para sostener un ascendiente de sentido contrario, pero está claro que la cuestión de si las representaciones humanas eran buenas o malas, sagradas o impías, es un asunto cuyo eco resuena más allá de los límites políticos y religiosos.28
Las cuestiones de este tipo nos ayudan a explicar la violenta reacción del siglo VIII contra el culto a las imágenes, una oposición que aparece documentada por vez primera en las décadas de 720 y 730, a través de las acciones de dos obispos de la Anatolia. En torno al año 750, el propio Constantino V hará suyo este planteamiento, redactando dos breves tratados contra dicho culto —reunidos en el Peuseis— y convocando más tarde, en 754, el concilio de Hiereia, dedicado a condenar la veneración de las imágenes. Según parece, en las iglesias se destruyeron algunas de esas imágenes, y después fueron sustituidas por crucifijos, unos objetos devotos que Constantino juzgaba plenamente aceptables debido a su carácter simbólico. (Con todo, y hasta donde nos es dado saber, la mayor parte de los retratos sagrados no sucumbieron a los destrozos.) No obstante, el factor más importante pasa por el hecho de que el acceso inmediato y carente de control a la bienaventuranza emanada de las imágenes religiosas quedó reemplazado por la mediación de los clérigos y los ritos de la Iglesia, centrados en la eucaristía. En esto consistió la «iconoclastia» de Constantino (aunque debe señalarse que esta palabra es una invención moderna, y que los bizantinos la desconocían). Aunque sabemos que se trató de una cuestión polémica, resulta difícil saber cuál fue su grado de intensidad. Desde luego, hubo quien se opuso a Constantino, aunque lo único que sabemos con seguridad es que se le enfrentaron los papas de Roma. Y a la inversa, da la impresión de que el ejército se puso de su lado, y probablemente también las élites de la capital, así como los teólogos del reino de los francos, en cuanto les llegó noticia de la controversia, aunque en este último caso, siendo un mundo en el que las imágenes tenían una reducida carga religiosa, es posible que las medidas de Constantino parecieran relativamente normales. Por otro lado, lo que está claro es que tras el fallecimiento de Constantino V y de su hijo León IV, la viuda de este último, Irene, emperatriz regente durante la minoría de edad de su hijo Constantino VI (780-797), logró revertir las medidas políticas de sus predecesores, restableciendo en el segundo concilio de Nicea del año 787 la veneración de las imágenes, e incluyendo una condena generalizada de las disposiciones y los planteamientos religiosos de Constantino V.29 Irene era una mujer dura. Con el tiempo acabaría derrocando y cegando a su hijo, y de hecho es la única mujer de toda la historia medieval europea hasta el siglo XV que ocupó el poder por la fuerza, consiguiendo además gobernar en solitario hasta el año 802, fecha en la que ella misma caería víctima de un golpe de mano favorable a Nicéforo I. Es posible que el segundo concilio de Nicea no fuera sino una sencilla manera de colocar por un lado a sus propios partidarios en posiciones de poder, en sustitución de los previamente situados en ellas por su suegro Constantino, y de volver a alinear, por otro, la práctica religiosa bizantina con la de Roma. Su éxito es también un indicador del verdadero grado de autoridad que las mujeres dotadas de facultades imperiales podían ejercer en el mundo bizantino, ya que no en vano forma parte de una larga serie de figuras femeninas relevantes, desde Teodora y Sofía (viuda de Justino II) en el siglo VI y Martina (viuda de Heraclio) en el VII, hasta las emperatrices reinantes Zoe y Teodora de las décadas de 1040 y 1050, pese a que su destronamiento final deje constancia de la fragilidad de que adolecía también el poder de las mujeres.30 Sin embargo, el golpe del año 802 no restableció la iconoclastia, circunstancia que posiblemente muestre que los puntos de vista religiosos de Constantino V suscitaban en realidad más descontento o indiferencia de lo que las pruebas anteriores parecen sugerirnos.
Pero la fobia de las imágenes no había terminado. La muerte de Nicéforo en el campo de batalla alarmó al imperio y el recuerdo de las victorias de Constantino V empezó a encontrar un enorme eco, sobre todo en el seno del ejército. En 815, un nuevo emperador, León V, reactivó la iconoclastia con la esperanza de conseguir la reanudación de los éxitos militares. Sin embargo, esta «segunda iconoclastia», como a menudo se la denomina, parece haber sido más bien un régimen y un culto de carácter militar que únicamente promovería con entusiasmo Teófilo en la década de 830; en cualquier caso, las victorias marciales no se produjeron. A su muerte, el consejo de regencia de su joven hijo Miguel III tardó menos de un año en abandonar la persecución de los iconos, estimulando nuevamente, a partir del 843, un tipo de veneración de las imágenes que no solo tenía un carácter más formal, sino que poseía un alcance muy superior al que había tenido a mediados del siglo VIII, dado que ahora contaba con una justificación teológica considerablemente detallada. Desde entonces, la veneración de los retratos sagrados, es decir, de los iconos, ha sido uno de los elementos esenciales del cristianismo ortodoxo, sin olvidar que también constituyó el sello característico de la cultura religiosa bizantina hasta el fin del propio imperio. La independencia de criterio que muestran algunos autores religiosos bizantinos después de ese final podría deberse, en cierta medida, al hecho de que partían de cero. El estado bizantino de la Edad Media central fue obra de Constantino V, y después fue desarrollado por Nicéforo y Teófilo, pero el establecimiento de la ortodoxia religiosa de ese mismo estado se verificó rechazando los postulados de esos tres emperadores (incluso en el caso de Nicéforo, que pese a ser contrario a la iconoclasia, había depuesto a Irene, la heroína de Nicea). Y en el futuro, el universo bizantino laico iba a verse obligado a buscarse nuevos campeones.
Vamos a concluir este capítulo regresando un instante a la situación de alÁndalus. Esta región no constituía un estado «oriental» propiamente dicho; en realidad se trata (junto con Irlanda) del territorio más occidental de Europa, pero al menos sí revelaba hallarse fuertemente influenciado por los comportamientos políticos que estaban operando en Egipto e Irak. El territorio de al-Ándalus no abarcaba la totalidad de la Península Ibérica, ya que los árabes no habían conseguido conquistar la montañosa franja septentrional de la península, en la que un conjunto de pequeños reinos cristianos de escasa consistencia seguiría aferrándose a sus reductos en los siglos VIII y IX, aumentando ligeramente su cohesión en el X.31 Los árabes optaron también por asentarse en el sur, en la ciudad romana de Córdoba, en vez de en la meseta central, en torno a la antigua capital de Toledo. Los recién llegados juzgarían que esta última urbe y otros grandes centros del norte, como Zaragoza, eran más bien vastas zonas fronterizas, regiones que desde luego era importante gobernar, pero en las que únicamente había podido establecerse un control parcial. Los comienzos del emirato omeya no fueron fáciles en modo alguno. España se encontraba muy fragmentada tras la conquista, hasta el punto de que la relación de los diferentes sectores de la península con el poder central quedó notablemente desparejada. De entre los territorios conquistados por los árabes, España era también uno de los pocos que no contaba previamente con un sistema fiscal sólido y operativo, y a pesar de que los gobernantes árabes se esforzaron en poner en marcha con la mayor rapidez posible una estructura tributaria, lo cierto es que hasta el siglo X no conseguiría funcionar con la eficacia que se hubiera dado por supuesta en el Oriente Próximo. De todas formas, Córdoba creció a muy buen ritmo, reafirmando su condición de capital. En el período de su apogeo, en el siglo X, es muy posible que fuera la mayor ciudad de Europa, al menos durante un breve período de tiempo. En el año 756, ‘Abd al-Rahmán I estableció la dinastía omeya en la urbe, cuya gobernación estaba llamada a perdurar sin interrupción hasta el 1031; además no sufrió sino muy pocos sobresaltos debidos a problemas sucesorios. Esto permitió constituir al menos un fundamento sólido para el paulatino crecimiento del poder que ejercía el régimen del emirato, un poder cuyo desarrollo se debió en buena medida, pese a que el al-Ándalus fuese independiente, a la adopción de las técnicas gubernativas del estado abasí. Este proceso avanzó de la mano de la islamización de las clases dirigentes, y más tarde, de manera más gradual, de la población indígena en general. En el siglo IX, esa conversión era ya muy perceptible en Córdoba, y a principios del X es probable que alcanzara, en el conjunto del emirato, el punto de inflexión por el que la población islamizada pasaba a ser mayoría.32
En el transcurso del primer gran período de guerras civiles, entre las décadas de 880 y 920, este sistema político estuvo al borde de la ruptura, ya que los personajes políticos locales se rebelaron en buena parte de los territorios andalusíes, y uno de ellos, ‘Umar ibn Hafsún (fallecido en 917), que afirmaba proceder de un linaje visigodo, llegaría incluso a convertirse al cristianismo, lo que constituye un claro signo de que la hegemonía omeya era imperfecta. Sin embargo, ‘Abd al-Rahmán III (912-961) logró darle rápidamente la vuelta a la situación al someter a casi todos los nuevos magnates locales y ser el primero en centralizar por completo el sistema fiscal del reino. Dado que se enfrentaba al expansionismo y a las reivindicaciones califales de los fatimíes, en 929 también él decidió arrogarse el título de califa, fundando una corte tan nueva como ambiciosa justo a las afueras de Córdoba, en Madinat al-Zahra, con la intención de dejar impresionados a los foráneos, cosa que sin duda consiguió. Será a lo largo de ese siglo cuando al-Ándalus alcance su cénit con el desarrollo del puerto mediterráneo de Almería y la extensión, mucho más allá de los límites de la capital, de una economía y una cultura material notablemente complejas. En los últimos años del siglo, al-Mansur (Almanzor), el poderoso chambelán del califa —llamado además a regir los destinos del estado entre 981 y 1002—, declaró la guerra a los reinos del norte de la península, que habían conseguido expandirse durante la primera guerra civil, saqueando sus dos poblaciones principales: León y Santiago de Compostela. Se tuvo así la impresión de que el al-Ándalus todavía podía ampliar más sus fronteras y llegar a abarcar la totalidad de la península.33
Sin embargo, no fue eso lo que sucedió. Después del año 1009, los ineptos herederos de Almanzor permitirían que el estado quedara empantanado por una guerra civil surgida precisamente a causa de la sucesión. En 1013 Córdoba fue saqueada, en 1031 se abandonaba el califato, y poco después el estado terminaba fragmentándose en unos treinta reinos de taifas (cuyo significado literal es «facciones») en Toledo, Sevilla, Valencia, Granada, etcétera. En el capítulo 8 veremos que esto no solo permitió una mayor expansión de los reinos cristianos, sino que hizo posible que su poderío militar superara por primera vez al de las divididas organizaciones políticas musulmanas, dado que esa era justamente la situación en la que se encontraban en 1085, al apoderarse de Toledo Alfonso VI de Castilla, una conquista que hacía encajar a al-Ándalus la primera gran pérdida territorial. Sin embargo, esto no supuso en modo alguno el fin de la España musulmana. Las taifas, que durante mucho tiempo han sido sinónimo de fracaso debido a que eran producto de una división, fueron en realidad, y con mucha frecuencia, pequeños reinos caracterizados por su gran eficacia y su más que notable éxito. Supieron conservar las estructuras gubernamentales y tributarias creadas en tiempos de ‘Abd al-Rahmán III, y dieron origen a una refinada cultura política. Con su riqueza y su actividad intelectual, recuerdan a las ciudades-estado del período tardomedieval italiano. Y si revelaron no ser capaces de conseguir unos resultados brillantes al defenderse de los grandes ejércitos cristianos de Castilla, y más tarde de los almorávides del Marruecos musulmán (que habían conquistado las regiónes andalusíes tras haber cruzado el estrecho con la intención inicial de prestarles ayuda), lo cierto es que puede decirse algo muy similar de las ciudades italianas que tuvieron que plantar cara tanto a franceses como a alemanes a partir de la década de 1490. De hecho, las taifas elaboraron uno de los tratados políticos más interesantes de la Europa medieval, el Tibyan de ‘Abd Alláh al-Zirí, un gobernante de Granada (entre 1073 y 1090) que perdió su reino frente a los almorávides y redactó más tarde ese texto, al partir al exilio en Marruecos. El libro de ‘Abd Alláh es un texto a medio camino entre El Príncipe de Maquiavelo y el Yo, Claudio de Robert Graves, ya que por un lado se trata de la crónica autobiográfica de un actor fracasado cuyo más importante éxito político consistió simplemente en acceder al trono, pero por otro nos habla también de un hombre lo suficientemente inteligente como para comprender en qué se había equivocado y reflexionar sobre sus errores. La explicación que nos ofrece ‘Abd Alláh sobre la aplicación por parte de Alfonso de diversas técnicas de desgaste, como la del divide y vencerás o la relacionada con el hecho de que cobrara un peaje económico a las taifas rivales por prestarles «protección», y lograr así debilitarlas a todas, tiene merecida fama (‘Abd Alláh lo había comprobado en propia carne, ya que en un primer momento se había negado a aceptar la exigencia inicial de Alfonso, pero al descubrir que Sevilla se avenía a pagar una suma superior al rey castellano terminó abonando una cantidad mayor a la originalmente demandada). Además, los comentarios que hace ‘Abd Alláh respecto a cuáles son los momentos adecuados para seguir un consejo y cuáles no, un tema habitual en la literatura sobre la gobernación de un estado, son insólitamente elegantes («Yo escucharía con los oídos lo que la gente tuviese que decir, pero no con el intelecto»). Y el relato de su propia caída (en el que se incluye un análisis de las razones que llevaron a los distintos grupos sociales granadinos a abandonarle) es un modelo de prudencia a posteriori. Como veremos en el capítulo 12, habrá que esperar al siglo XV para volver a encontrar en un texto europeo una toma de conciencia práctica tan clara como esta por parte de un actor político.34
Tras la caída de Toledo, al-Ándalus se reagrupó bajo el mando de las dinastías bereberes. De hecho, esa reunión tuvo lugar en dos ocasiones: en tiempos de los almorávides (1086-1147), como acabamos de ver, y más tarde, a partir de finales de la década de 1140, en época de los almohades. La supervivencia de al-Ándalus no se vería seriamente comprometida hasta el año 1212, fecha en que los castellanos derrotaron a los almohades, y aun así, todavía tendrían que transcurrir casi trescientos años más para que se consumara su completa desaparición. De hecho, en el siglo XII regresó buena parte de la antigua complejidad del califato omeya. Por ejemplo, el entorno intelectual y educativo que la riqueza de los almohades alcanzaba a sufragar dio pie al surgimiento de la filosofía aristotélica y a los tratados científicos de Ibn Rushd (fallecido en 1198), cuyo nombre, latinizado como Averroes, figuraba al frente de los textos que dejaban fascinados a los eruditos de la universidad de París en el siglo XIII.35 Esta tónica habría de continuarse más tarde con el emirato de Granada, que nos ha dejado una de las obras arquitectónicas de mayor calidad de toda la Edad Media, como todavía puede apreciarse en el palacio de la Alhambra, erigido en el siglo XIV.
De todas formas, el elemento andalusí con el que hemos de poner punto final a este examen no es el de su destino último, por rutilante que pueda ser la evolución de los acontecimientos que condujeron a él. Lo que nos interesa es resaltar más bien que en el siglo X el califato de Córdoba era, junto a Bizancio, uno de los dos sistemas políticos más eficaces de Europa y que ambos estaban basados en una estructura fiscal que no tenía equivalente en parte alguna. En ese siglo, la riqueza y el poder del continente se encontraba en sus extremos suroccidental y suroriental. Los cristianos latinos que se encontraban entre uno y otro polo lo sabían perfectamente. Admiraban a Bizancio, aunque no sin cierta envidia en ocasiones, y temían a al-Ándalus, pero reconocían al mismo tiempo la fuerza de ambas organizaciones políticas. Y cuando acabó por disgregarse, lo que un día fuera al-Ándalus acertó a conservar las estructuras políticas del califato en todos y cada uno de las taifas enfrentadas, gracias a un conjunto de modelos puestos en marcha en Oriente en el siglo VII, y posteriormente desarrollados por los abasíes y los fatimíes. Y en el momento en el que los reinos cristianos de Castilla, Aragón y Portugal se repartieron finalmente sus despojos, al-Ándalus era sin duda un territorio notablemente rico.