Al final del capítulo 4 sugerí que en la Europa occidental había una desigualdad fundamental entre la esfera de la política pública de la Alta Edad Media y la política más personalizada, de menor escala y basada en el ejercicio del señorío que habría de caracterizar a los siglos posteriores. Esta última forma política se iría materializando lentamente a partir del año 1000 aproximadamente, y su implantación se inició en la Francia Occidental. En el año 1100 era ya dominante en muchos sitios. Pese a que después de esa fecha volvieran a verse sistemas políticos de muy vasto alcance, los señoríos locales no desaparecieron. Su presencia es uno de los elementos clave que además de singularizar la segunda mitad de la Edad Media en Occidente nos permiten distinguirla de la primera mitad. El tema principal del presente capítulo pasa por determinar cómo se desarrolló esa nueva política. Y para hacernos una idea de lo que entiendo por «nueva política» vamos a empezar con un texto que nos ofrecerá un vislumbre del aspecto que presentaban los parámetros de la innovación pública de este período.
En la década de 1020, Hugo, señor de Lusignan en el oeste de Francia, ordenó redactar un largo memorial en el que se enumeraban todas las injusticias que él mismo había padecido a manos de Guillermo V —su propio senior (es decir, su señor superior)—, conde del Poitou y duque de Aquitania. Guillermo había prometido entregarle por esposa a varias mujeres con las que más tarde no le había permitido contraer matrimonio; le había impedido heredar unas tierras que le correspondían en derecho; había actuado sin consultar su parecer; no le había ayudado cuando otras personas habían intentado hacerse con sus tierras... (De hecho, Hugo le había declarado a Guillermo: «Jamás he salido perdedor, salvo cuando decidí atarme a vos con lazos de lealtad».) Sin embargo, Guillermo no se muestra por ello más comprensivo: «Sois mío y habéis de hacer mi voluntad». No detuvo la construcción de una serie de castillos erigidos en perjuicio de Hugo y llegó incluso a ordenar que se incendiaran las fortalezas que el señor de Lusignan acababa de levantar. Hugo eleva sus quejas tras cada una de las afrentas, y Guillermo promete invariablemente prestarle ayuda, pero incumple siempre su palabra. Al final, Hugo «desafió al conde, y a todos dio a conocer lo sucedido, salvo en lo tocante a su ciudad y a su propia persona», librando con él un breve choque armado. Solo entonces se avino a entrar en razón el conde-duque y a entregar a Hugo parte de la herencia que le había retenido, a cambio de una larga serie de juramentos de la máxima solemnidad y de la garantía de la fidelidad de Hugo. No sabemos cuánto tiempo se mantuvo el pacto, pero sí que Hugo se sintió cuando menos lo suficientemente tranquilizado como para poner punto final a su lista de lamentaciones.1
En este memorial, Hugo se presenta como una víctima, pero la realidad es que su condición distaba mucho de ser esa. Era uno de los clientes aristocráticos más poderosos y potencialmente amenazadores de Guillermo, y la historia debía de tener también una segunda cara. No obstante, lo notable es lo mucho que este texto gira en torno a un vínculo personal, explicado en función de un conjunto de lazos de valimiento y felonía. En realidad, guarda cierto parecido con los poemas épicos franceses del siglo XII, como los del emblemático y malvado señor Raúl de Cambrai, que prendió fuego a un convento de monjas a sabiendas de que en su interior se encontraba la madre de su fiel vasallo Bernier, para terminar golpeando a este con el astil de una lanza —y solo esta última circunstancia permite finalmente que el agraviado Bernier rompa los vínculos de lealtad que le unían a su señor—.2 Esta dependencia se hallaba por tanto vertebrada por medio de una estructura política basada en las relaciones personales. Se trataba asimismo de una vinculación extremadamente local, ya que todo lo referido por Hugo tiene lugar en el Poitou, y cuando el relato menciona a otros condes (como el de Anjou, una región situada cien kilómetros más al norte) lo hace como si se estuviera refiriendo poco menos que a potencias extranjeras. Guillermo fue de hecho uno de los gobernantes regionales de mayor éxito de la Francia de principios del siglo XI, como atestigua muy a su pesar el memorial de Hugo. Sin embargo, su territorio contenía también una red de castillos pertenecientes a otros señores, aunque Guillermo mostró siempre la iniciativa suficiente para intentar someter al mayor número posible de rivales. Y a pesar de que reivindicara el ejercicio de un poder absoluto sobre los aristócratas que le estaban subordinados, lo cierto es que cuando acordaba hacer las paces con ellos también él se veía obligado a realizar promesas de reciprocidad. Las relaciones personales de este tipo tienen unas raíces muy antiguas, pero nunca antes habían caracterizado la totalidad de la acción política.3 Tuviera el aspecto que tuviese, la verdad es que este mundo no era ya ni el de Carlomagno ni el de Otón I.
En el año 1000, la Europa del oeste y el sur contaba con una jerarquía de estados bastante clara. No es difícil deducir que al-Ándalus y Bizancio eran los dos sistemas políticos más poderosos de la época, como ya vimos en el capítulo 3, situados en los extremos suroccidental y suroriental del continente, en particular porque el empuje del reino franco de Carlomagno se había visto sustancialmente menguado. De hecho, el territorio de los francos había sufrido ya una división llamada a convertirse en permanente. Pese a que en los dos estados sucesores más importantes —la Francia Occidental y la Oriental— no hubiese nada que se asemejase a lo que hoy llamamos una conciencia nacional, podemos empezar a darles ya el nombre de Francia y Alemania, respectivamente, por razones de comodidad —y así me propongo hacerlo en lo que sigue—.4 De esas dos regiones, la de Alemania era la que mostraba claramente un perfil más dominador, dado que contaba con reyes-emperadores con autoridad para gobernar tanto Alemania como Italia. En cambio, los soberanos franceses eran muy débiles en comparación con ellos, y la única otra sociedad y organización política de la Europa latina dotada de una cierta solidez era Inglaterra, un reino cuya extensión apenas superaba la de un ducado alemán. Es posible que en la época se tuviera la impresión de que esta jerarquía era de carácter estable, pero la verdad es que distaba mucho de serlo, como habría de comprobarse a lo largo del siglo siguiente. En 1030, al-Ándalus había quedado dividido, tras dos décadas de guerra civil, en unos treinta estados sucesores. En 1071, los grandes ejércitos de los turcos selyuquíes derrotaron a los gobernantes de Bizancio, a consecuencia de lo cual estos perdieron para siempre el control del tercio oriental del imperio bizantino, es decir, de lo que actualmente es el centro de Turquía. Después del año 1077, el imperio germánico se abismó igualmente en una guerra civil, con lo que Italia empezó a seguir su propio camino. Inglaterra conservó su cohesión, pero tuvo que hacer frente a dos conquistas violentas. Los reyes franceses no adquirieron mayor poder, pero Francia había pasado a ser un campo de justas en el que libraban sus disputas los señores más ambiciosos y enojadizos de la época, como Hugo de Lusignan. En la segunda mitad del siglo XI, algunos de ellos, que actuaban como mercenarios y combatientes independientes —en especial ellos que venían de la región de Normandía—, se las ingeniarían para conquistar el sur de Italia, arrebatándoselo a sus anteriores gobernantes —incluso lograron tomar las riendas de Palestina en el año 1100, al terminar la primera cruzada—. En otras zonas de Europa empezaron a surgir de la nada varios reinos nuevos llamados a convertirse en poco tiempo en sólidas potencias políticas; entre ellos destacaron los de Hungría y Castilla. Además, la Iglesia de Occidente, a cuyo frente se hallaban por primera vez los papas de Roma, comenzó a postularse como autoridad moral autónoma y capaz de rivalizar con las tradicionales potencias laicas. La evolución de estos acontecimientos políticos, así como sus causas y consecuencias, constituyen el marco en el que se desarrollan los importantes cambios sociales que hemos de examinar aquí. Más adelante, en el capítulo 9, analizaremos el destino de Bizancio; y de Hungría y Castilla hablaremos en el capítulo 8. En el que ahora nos ocupa estudiaremos la transformación de lo que un día fuera la Europa occidental carolingia, o sujeta a la influencia de esa dinastía —lo que incluye por tanto, sobre todo, a Alemania, Italia, Francia e Inglaterra—. Empezaremos con una narrativa política para pasar después a un debate estructural, y terminaremos con la exposición de las modificaciones observadas en la Iglesia de Occidente y los normandos en el Mediterráneo.
En el año 1000, Alemania era de lejos la mayor potencia occidental, y también la más poderosa en términos militares, y ello a pesar de no haber conseguido en ningún caso una coherencia interna equiparable a la de su predecesor carolingio, por no hablar de los estados de fundamento fiscal de las regiones meridionales. (Ahora que he empezado a utilizar la moderna denominación de los países europeos, vale la pena añadir que el reino/ imperio germánico estuvo compuesto también, a lo largo de toda la Edad Media, por lo que hoy llamamos los Países Bajos, Suiza y Austria.) Como ya hemos visto, los reyes-emperadores otónidas del siglo X, radicados en Sajonia en el norte de Alemania, eran ricos, dado que no solo poseían tierras y minas de plata en Sajonia, sino también propiedades rurales en Renania y la Italia septentrional. Al hallarse poblada por densos bosques y no disponer más que de muy pocas calzadas, resultaba muy difícil controlar a fondo la extensión completa de Alemania. La única carretera digna de ese nombre que vertebraba de norte a sur el país discurría a lo largo del Rin, pero al menos las tres grandes regiones que acabamos de mencionar —Sajonia, Renania e Italia— conseguían unificar los vértices septentrional y meridional del área de poder de los otónidas. Después del año 1024, una serie matrilineal de herederos al trono sucedió a estos monarcas —la dinastía salia, formada por una familia aristocrática de la Renania—, de modo que esta región fue reforzada como foco político para los reyesemperadores. Los integrantes del linaje salio se desplazaron por toda Alemania, asemejándose mucho en esto a los otónidas, pero empezaron a no visitar sino muy rara vez Italia (salvo para celebrar la coronación de los emperadores) y la mayor parte de Sajonia. Italia permaneció más o menos leal, aunque en lo sucesivo, las ciudades más poderosas del país comenzarían a mostrar una tendencia creciente a la rebelión. Sin embargo, Sajonia, al haber perdido en parte su condición de centro del poder regio, empezó a sentir los efectos de la distancia que la separaba del resto del reino, resistiéndose cada vez más al estrecho control que ejercían los reyes sobre la zona rica en minas de plata; al final, en 1073, la renuencia inicial también se transformó aquí en una revuelta en toda regla.5
Los primeros dos reyes emperadores salios, Conrado II y Enrique III (1037-1056) se las arreglaron para conservar la solidez de su hegemonía en Alemania. Lo consiguieron haciendo que la aristocracia del reino centrara sus actividades en las grandes asambleas ceremoniales que se reunían en torno al monarca, mostrando la máxima generosidad posible en la donación de tierras, y tomando la iniciativa militar para bajarles los humos a los duques desleales en caso necesario, es decir, ateniéndose en todos los casos a los procedimientos tradicionales. Sin embargo, a partir de 1056, fecha en la accede al trono el heredero de Enrique III, su hijo de apenas seis años Enrique IV (cuyo dilatado reinado se prolongaría hasta 1106), la hegemonía regia se debilitará rápidamente. Una vez alcanzada la mayoría de edad en 1065, Enrique IV empezará a actuar sin dilación para reactivarla, pero era un dirigente de mano muy dura al que le interesaba tanto la innovación como el desarrollo de métodos novedosos para mantener el control de sus tierras (cosa que también atraía a otros señores de la época). Estas estaban siendo confiadas cada vez con mayor frecuencia a los ministeriales, una serie de personajes locales a los que les resultaba más difícil rebelarse, dado que, pese a pertenecer por su posición social a la clase de los caballeros, no eran libres in términos legales. Enrique topó con la doble oposición de los sajones y los duques de los territorios meridionales. Entre los años 1075 y 1076, al enemistarse el rey con el papa Gregorio VII, el pontífice amenazó con derrocarle. Enrique se trasladó a toda velocidad a Italia, y en enero de 1077, de acuerdo con una de las más célebres imágenes de la Edad Media, permaneció tres días con sus noches en medio de la nieve, extramuros del castillo de Canossa, hasta conseguir que el papa, que se hallaba en el interior de la fortaleza, aceptara su gesto de penitencia. Sin embargo, la iniciativa no sirvió para que los duques alemanes se reconciliaran con él, de modo que en 1077 quedó efectivamente depuesto; en su lugar se eligió a uno de sus rivales. La guerra civil que se declaró entonces en Alemania iba a prolongarse por espacio de veinte años. Después de 1080, fecha en que las relaciones con Gregorio acabaron en una nueva ruptura, estalló otra contienda en Italia. Enrique se alzó con la victoria en Alemania, donde varios de sus adversarios aspiraban a la corona. En Italia, región en la que sus opositores eran las ciudades y los señores favorables al papa (de entre los que destaca la poderosa marquesa Matilde de Toscana, que poseía, entre otros importantes baluartes, el mencionado castillo de Canossa), la situación quedó más bien en punto muerto, con la determinante consecuencia de que en 1100 la zona quedó completamente desprovista de toda figura imperial. En esta parte de Europa, la hegemonía de los reyes emperadores, que había logrado mantenerse pese a que muy raramente se aventuraran al sur de los Alpes, llegó prácticamente a su fin, y las ciudades empezaron a valerse por sí mismas, como tendremos ocasión de comprobar más adelante. En tiempos de los debilitados sucesores de Enrique, Alemania también iría adquiriendo un perfil más regional, aunque siguiera reconociéndose el papel protagonista de la casa imperial —y de hecho, en el reinado de Federico I Barbarroja (1152-1190) se conseguiría revivir temporalmente su esplendor—.6
En cierto sentido, la historia de la Francia de los siglos XI y XII resulta menos accidentada, ya que contó con un solo linaje de soberanos indiscutidos —los Capetos—, que gobernaron en una larga e ininterrumpida serie de sucesiones de padre a hijo entre los años 987 y 1316; e incluso después de esa fecha, las riendas del país quedaron en manos de un encadenamiento de herederos por vía patrilineal que dio reyes a la región hasta 1848, lo que constituye un logro absolutamente singular en Europa (superado únicamente por el Japón en el universo de la transmisión regia). Sin embargo, todos los reyes de este período se vieron reducidos a operar en un menguado territorio de 120 kilómetros de largo situado entre París y Orleans, a orillas del Loira, aunque conservando el derecho de nombrar obispos en una zona más amplia del norte de Francia. El resto del reino era efectivamente autónomo, dominado por duques y condes como Guillermo V de Aquitania, de quien ya hemos tenido ocasión de hablar al comienzo de este capítulo. Ellos establecieron una gobernación propia, sin referirse prácticamente para nada al rey. De cuando en cuando, los monarcas del siglo XII encontrarían la forma de reclutar un ejército en casi todo el reino —y así lo haría Luis VI (1108-1137) ante la amenaza de invasión alemana de 1124—, o de conseguir que se les reconociera la facultad de actuar como jueces lejos de sus centros de poder —como le sucedería a Luis VII (fallecido en 1180) en su bien atendida corte regia en 1155—. En el siglo XII, volvería a aceptarse gradualmente la existencia de unos vínculos de lealtad más sólidos con el rey, circunstancia que habría de explotar con gran éxito Luis VII en la Tolosa francesa de 1159, según vimos en el capítulo 1, frente a Enrique II de Inglaterra, que por esas fechas había pasado a ser gobernante de gran parte de Francia por vía matrimonial y hereditaria. Sin embargo, para que el sucesor de Luis VII, Felipe II —llamado Augusto— pudiera oponerse a Juan, hijo de Enrique II, y conquistar el núcleo territorial de sus posesiones francesas entre 1202 y 1204 —victoria que convertiría al rey de Francia, por primera vez en casi trescientos años, en el principal actor del reino— hubo que esperar hasta finales del siglo XII, es decir, a la época en que las riquezas de un París en rápido proceso de expansión se transformaron en una verdadera fuente de recursos para los soberanos. En el período que abarca el presente capítulo, la historia de Francia consiste por tanto en la suma de las crónicas independientes de sus ducados y condados. Algunos de ellos —como los de Flandes, Normandía, Anjou y Tolosa, y más tarde el núcleo territorial de la monarquía francesa en el siglo XII— conservarían la relativa cohesión que les correspondía como tales unidades políticas, ya que sus gobernantes no solo eran lo suficientemente temibles, sino que se las arreglaron para mantener el control estratégico de un número de castillos y heredades lo bastante importante como para seguir constituyendo el eje del sistema de recompensas basado en la donación de tierras. En consecuencia, la pequeña aristocracia, compuesta por señores dependientes como Hugo de Lusignan, se mantuvo, si bien a regañadientes, al lado de los condes o duques que legítimamente les habían tocado en suerte. Otros en cambio —como la Champaña, la Borgoña y, después de Guillermo V, también buena parte de la Aquitania—, acabaron fragmentando sus propiedades a principios del siglo XI, en ocasiones de forma muy rápida, encontrándose así con una sucesión de territorios de tamaño cada vez menor y terminando en algunos casos con un simple grupo de señoríos autónomos gobernados por señores que apenas disponían de un puñado de castillos.7
Solo Inglaterra conservó la cohesión a lo largo de este período. Es cierto que entre el año 990 y la década de 1010 la reanudación de los ataques escandinavos se saldó con la expulsión temporal del rey Etelredo II (fallecido en 1016) —otro monarca de carácter inflexible que aplicó medidas severas, muchas veces fallidas, que le hicieron muy impopular— y algunos desórdenes sociales. Sin embargo, en 1016, los reyes daneses lograron conquistar la totalidad del país, alumbrando de este modo un reino mixto formado por ingleses y daneses a las órdenes de Canuto el Grande (fallecido en 1035), como vimos en el último capítulo. Canuto se afianzó de facto en Inglaterra como verdadero rey de estilo inglés, ya que supo crear una aristocracia propia sobre la base de una combinación de familias nobles inglesas y danesas. Después del año 1042, es decir, en tiempos de Eduardo el Confesor —hijo de Etelredo—, se recuperaron las tradiciones, pero, para hacerse un hueco, el nuevo rey tuvo que luchar contra los aristócratas de Canuto, y de hecho, al fallecer en 1066, le sucedería uno de ellos con el nombre de Haroldo II. Las tensiones surgidas al hilo de ese enfrentamiento soterrado permitieron que Guillermo el Bastardo, duque de Normandía, que carecía de toda aspiración seria al trono, invadiera el sur de Inglaterra, derrotando a Haroldo en Hastings ese mismo año. Al acabar la década de 1060, Guillermo (fallecido en 1087), a quien los historiadores habrán de llamar «el Conquistador» en lo sucesivo, destituyó a la práctica totalidad de los aristócratas ingleses, sustituyéndolos por linajes franceses, en lo que posiblemente sea la más completa demolición de una clase gobernante que haya conocido Europa, a excepción de la del año 1917.8
Sin embargo, lo más interesante es que a lo largo de todo este proceso el estado inglés conservó su organización y el rey su hegemonía. Guillermo I heredó lo que desde el punto de vista occidental de la época podría considerarse un sistema político sólidamente tejido. Dicho sistema se basaba en una monarquía propietaria de vastas extensiones de tierras y en la exigencia de un impuesto territorial que, habiendo sido creado originalmente por Etelredo para comprar a los daneses y habiendo encontrado continuidad en época de Canuto, iba a ser restablecido ahora por el propio Guillermo. El hecho de que la clase gobernante se volviera dominada por la genealogía, la lengua y los valores franceses no alteró la efectividad del estado. En realidad, Guillermo tomó varias medidas políticas tan concretas como elocuentes, de entre las que destaca el inmenso registro catastral efectuado con el Domesday Book entre 1085 y 1086, una iniciativa que nuevamente carece de todo paralelismo en la Europa latina, ya que se trata de una detallada relación de las propiedades agrícolas de prácticamente todos los terratenientes del país. El empeño, que dejó impresionados y llenos de consternación a los contemporáneos, no ha dejado de captar desde entonces la atención de los historiadores. A lo largo de las dos generaciones de reyes normandos que habrían de estar al frente de Inglaterra, la riqueza de los soberanos y su conducta implacable, unidas a la fragmentación de las concesiones de la monarquía a la nueva aristocracia (lo que tuvo la importante consecuencia de lograr que pocos de esos nobles pudieran disponer una base única de poder local), junto con la cohesión de un sistema de condados que seguía contando con la intervención de las asambleas judiciales locales, continuadoras a su vez de las tradiciones altomedievales, permitirían que el estado continuara operando eficazmente durante la guerra civil que estalló entre dos nietos de Guillermo I en la década de 1140. Del encontronazo salió vencedor el sucesor de una de ellos, Enrique II, conde de Anjou (1154-1189). Enrique no solo gobernó Inglaterra, sino también un amplio conjunto de ducados y condados franceses, como ya hemos visto. Su dominación, que se dilataría por espacio de treinta y cinco años, fue en todos los casos bastante estricta, un logro al que ni siquiera alcanza a restar relevancia el hecho de saber que su hijo habría de perder la mitad de esas posesiones apenas tres lustros después.9
Nos hallamos aquí, en la mayoría de los casos, ante la crónica de una descomposición política. La poderosa influencia que ejerció la historiografía francesa a lo largo de la segunda mitad del siglo XX ha hecho que preponderara de forma generalizada la idea de que la experiencia francesa en ese período era típica. Pese a que no fuera así, como ya muestra este breve estudio, la consecuencia de aquel predominio académico ha venido dando pie, desde la década de 1990, a un debate de fondo sobre la significación del desarrollo francés de ese período. Son muchos los autores que han visto en ello una «revolución feudal» marcada por un agudo incremento de la violencia y el inicio de la privatización del poder político. Incluso hay unos pocos que consideran que los cambios en torno al año 1000 señalaban el verdadero fin del mundo antiguo. Sin embargo, un segundo grupo de historiadores ha criticado esos planteamientos, argumentando que tales cambios (y también los que se observarán en fechas más adelantadas de ese mismo siglo XI) no representaron más que una transformación marginal, dado que las estructuras básicas del poder político permanecieron como estaban, si bien a escala reducida, igual que los valores aristocráticos, como la lealtad a los señores o el honor, factores que apenas habrán de experimentar modificación alguna en todo el período que va de la Alta Edad Media al medievo central.10
Este segundo grupo de estudiosos ha aportado una serie de matices más que necesarios a la comprensión de los auténticos cambios que tuvieron lugar en el siglo XI. De todas formas, sigo compartiendo, al menos a grandes rasgos, las posiciones del primero. Las estructuras políticas de pequeño alcance, sobre todo si encuentran su base de poder en focos específicamente militarizados, como los castillos, tienden efectivamente a generar en otros muchos puntos una suerte de violencia capilar, pese a que sus objetivos fueran siempre el resultado de una cuidadosa selección (como de hecho acostumbraba a suceder). Las relaciones políticas, fuertemente dependientes de los vínculos personales, como nos muestran las quejas de Hugo de Lusignan, únicamente pueden darse cuando el poder se halla tan localizado que todos los actores se conocen, cosa que distaba mucho de suceder en el universo carolingio, pese a que desde luego también en ese mundo existieran relaciones individuales y actos de violencia (como ya hemos tenido ocasión de comprobar anteriormente). El tipo de poder político del que nos hablan las fuentes de que disponemos para conocer la situación de la Francia del siglo XI, pese a ser ejercido de forma directa por duques y condes, se basaba muy notablemente en la creación de un conjunto de derechos aristocráticos de carácter cada vez más específica la gobernación de pequeños territorios, incluyendo la facultad de impartir justicia, y de permisos para el cobro de portazgos y tasas de todo tipo, privilegios que configuran lo que los historiadores franceses denominan la seigneurie banale. Todas esas potestades pertenecían al ámbito de lo que los señores podían controlar privadamente, y ellos tenían la capacidad de comprar o vender de manera independiente tales prerrogativas, y también guerrear por ellas. Con frecuencia, las personas que ostentaban esos derechos eran señores menores, individuos a los que nuestras fuentes dan el nombre de milites, o «caballeros», un grupo social cuyos miembros poseían por regla general uno o dos castillos, en marcado contraste con los grandes aristócratas del período carolingio, que podían tener decenas de propiedades. Por otra parte, una de las transformaciones más cruciales y omnipresentes de estos señoríos pasa por el hecho de que, al ir configurándose sobre la base de unos parámetros de naturaleza crecientemente local, fueron adquiriendo asimismo un carácter cada vez más claramente delimitado y formal. A partir de este momento, lo relevante será la ubicación de las fronteras de los señoríos, ya que fuera de ellas a ningún señor le resultaba fácil reclamar el pago de cuotas ni ejercer sus atribuciones jurídicas. Además, también se definieron mejor los derechos asociados con los propios señoríos. Por esta misma razón, si un señor reclamaba que se reconociera su autoridad en una aldea en particular, importante para la estructura de su poder empezó a ser la determinación de la extensión territorial de la propia aldea. Esto daría pie a una mejor y más clara demarcación física de las tierras que pertenecían a los pueblos, y también a las parroquias. Los castillos, que en el siglo XI eran ya más comunes, no solo se convirtieron en los nuevos focos de poder del paisaje medieval, sino que empezaron a valerse de un tipo de autoridad que ningún aristócrata carolingio había necesitado, dado que poseían un gran número de fincas y no las utilizaban sino muy rara vez como fuente de poder local. El proceder de las élites francas, muy distinto al de los nuevos señores, pasaba en cambio por recurrir a sus rentas para pagar servicios políticos, ya fuera en el plano de la región o en el del reino. Poco a poco, el campesinado francés fue quedando atrapado en la estructura celular del poder local y sometido, además de al pago de los arriendos ordinarios, a las exacciones de los señores —frecuentemente onerosas, en ocasiones arbitrarias e invariablemente encaminadas a sustentar una dominación directa—. Esos gravámenes acabaron siendo todavía más cuantiosos, puesto que, en una época dominada por el aumento de la población y el desbroce del terreno, la economía agraria comenzó a generar excedentes cada vez mayores. Esta situación se mantuvo largo tiempo, al menos hasta que los campesinos decidieron oponerse colectivamente a ella, como veremos en el próximo capítulo.11
Estamos aquí ante un conjunto de cambios capitales, ya que todos ellos inciden preferentemente en el ámbito local. Hasta el siglo XI, los reyes —y también los gobernantes regionales, los duques, los condes y los obispos— se hallaron en condiciones de ejercer una dominación vertical, de arriba abajo, utilizando para ello la vieja imaginería romana del poder público y ese instrumento altomedieval de legitimación colectiva que era la política asamblearia, sin verse obligados a considerar de un modo excesivamente organizado los sucesos que se producían en el ámbito local (a menos que implicaran un gesto de deslealtad o una injusticia tan clamorosa como para llegar efectivamente a sus oídos). En la Francia de finales del siglo XI y principios del XII, los señoríos de pequeño alcance no podían permitirse el lujo de mostrarse tan distantes, ya que en esta época era mucho más importante para ellos saber a quién controlaban y por qué medios. Es fundamental comprender que este cambio se produjo como consecuencia de dos procesos independientes, ya que la historia del debilitamiento del universo público de los reyes y sus asambleas difiere claramente de la del crecimiento de los señoríos locales. Por otra parte, la evolución de una afectó al curso de la otra, ya que el lento desarrollo de las estructuras del poder local hizo que la esfera pública dejara de ser el único escenario posible de la acción política, una circunstancia que cobraría especial importancia en caso de que los gobernantes tuvieran que hacer frente a alguna dificultad. Y a la inversa, la atrofia del marco público para el ejercicio de la política obligó a los poderes locales a definirse mejor y a crear así la estructura celular futura. Además, ambas transformaciones encajan con lo que Marc Bloch denomina la «fragmentación de los poderes», puesto que ambas constituían una consecuencia permanentemente posible de la política de la posesión de tierras, en un mundo en el que el estado carecía del respaldo independiente del sistema impositivo.12 La existencia de un universo de fuerte presencia local no era ni mucho menos una consecuencia inevitable de la política basada en la posesión de tierras. Sin embargo, si los gobernantes no se revelaban fiables —y vigilantes—, la posibilidad de su surgimiento estaba siempre ahí. El hecho de que su evolución siguiera derroteros muy variables tanto por su fecha como por su intensidad —también aquí, como en otros muchos apartados de este libro, nos resulta imposible abordar todas sus complejidades— no nos impedirá hallar en adelante el rastro de la estructura celular de la política, ni siquiera en las unidades regionales relativamente sólidas de Francia, como es el caso de los condados de Tolosa y Flandes, o en las que vemos surgir en el pleito entre Guillermo V de Aquitania y Hugo de Lusignan. Todos los tipos de gobernantes debían tener en cuenta que los señoríos constituían la piedra angular de su autoridad política.
Tal es el patrón que sigue la transformación francesa, que no es difícil considerar extrema, pero ¿hasta dónde llegó el cambio en otras zonas? Lo cierto es que algunos de sus aspectos se difundieron efectivamente por diferentes puntos. En el año 1100, por ejemplo, había ya castillos en toda la Europa occidental, aunque no en Bizancio, cuya evolución fue muy distinta. Las fortalezas fueron una rareza hasta finales del siglo IX (las residencias de los aristócratas merovingios y carolingios carecían de fortificaciones en la mayoría de los casos), pero después de esa fecha el hábito de la construcción de castillos se extendió de forma tan lenta como constante por todas partes, llegando incluso a observarse, sobre todo después del año 1066, en las sociedades y organizaciones políticas que siempre se habían revelado sólidas, como Inglaterra: en un primer momento como focos del poder regio en la mayoría de los casos (según revelan por ejemplo las completas excavaciones efectuadas en el yacimiento arqueológico del palacio otónida de Tilleda), pero cada vez más como una necesidad para todo señor local que se preciase de serlo, ya fueran humildes o encumbrados y ya residieran en Alemania, Italia, la España cristiana o Francia.13 Sin embargo, la descomposición del poder político en otras regiones no siguió las mismas pautas que en Francia. En Inglaterra, y también en la Castilla del siglo XII, los señores propietarios de un fortín permanecerían plenamente integrados en la estructura política centrada en torno a la figura del rey, ya que los monarcas poseían tales riquezas que aislarse de su padrinazgo constituía una apuesta perdedora, aun sobreviviendo a la cólera del soberano y a sus ataques armados. En Castilla, las seigneuries privadas eran internamente divididas y entremezcladas con las propiedades de la corona, y en otros casos no se desarrollaron en modo alguno como tales. Esto fue fundamentalmente lo que ocurrió en Inglaterra, donde los reyes —dejando a un lado el período de las guerras civiles de la década de 1140— siguieron controlando la administración de justicia a los hombres libres, dejando a los señores la sola posibilidad de reclamar el ejercicio de sus derechos judiciales en las personas carentes de libertad, circunstancia que no obstante les otorgaba un gran poder, dado que en Inglaterra no solo había entonces una gran cantidad de individuos no libres, sino que su número estaba llamado a incrementarse todavía más a finales del siglo XII.14 De hecho, Inglaterra conservó la mayor parte de la estructura política desarrollada a finales del siglo X, y con un éxito superior al de cualquier otra región de Europa, pese a que las asambleas regias hubieran dejado de ser los espacios de legitimación que fueran antes de la conquista normanda.
Alemania tampoco evolucionó de manera totalmente similar a la de Francia. Para empezar, los reyes-emperadores gozaron de un notable poder hasta la década de 1240 —al menos en algunos períodos de tiempo y ciertas regiones del país—, lo que significa que era preciso tenerlos en cuenta, ya que seguían disponiendo de importantes ejércitos. La política asamblearia que orbitaba en torno a los monarcas también se mantuvo, y de hecho las asambleas continuaron siendo las sedes más relevantes para la celebración de actos políticos de todo tipo. Por otra parte, si la infraestructura administrativa de los soberanos del imperio era relativamente limitada, el arraigo de los duques alemanes en sus vastas posesiones tampoco era mucho más sólido, hasta donde nos es dado saber, y por debajo de ellos había muchos condes que carecían de un condado unitario, ya que se trataba más bien de meros titulares de un conjunto de derechos fragmentado. Por consiguiente, en la mayoría de los casos, ni los duques ni los condes se encontraron en condiciones de erigir fácilmente una sólida base de poder territorial, ni siquiera aprovechando la ausencia de reyes, como había hecho en su día Guillermo V de Aquitania. Tampoco puede decirse que el poderío de otros terratenientes de la aristocracia y la Iglesia se hallara más concentrado, ya que por regla general las tierras que poseían se hallaban muy dispersas. Cuando el poder de los reyes dio muestras de flaquear, como al principio y al final del reinado de Enrique IV, en la década de 1140, y sobre todo a partir de la de 1240, los poderes locales necesitaron cierto tiempo para consolidarse. Y al conseguirlo, lo que se observa es que no tendieron a desarrollar seigneuries banales parecidas a las francesas. Lo que constatamos en cambio es una entrecruzada acumulación de tierras hereditarias (centradas quizá en torno a un monasterio familiar), castillos regios recibidos y regentados en feudo, derechos de exacción de peajes comerciales y —como especialidad alemana— un fuerte poder local derivado del derecho de «abogacía» en las tierras eclesiásticas, esto es, la potestad de administrar justicia en dichas propiedades, un privilegio que los obispos y los abates alemanes acostumbraban a ceder de manera rutinaria a abogados laicos y aristocráticos, que lo transmitían hereditariamente.15 Un ejemplo muy bien estudiado es el de la red de poder de la familia Zähringer, que cobró forma en el siglo XII, en las inmediaciones de la Selva Negra y en lo que hoy es el norte de Suiza. Se trataba de una colección de derechos (entre los que figuraba el de llevar el título de duque) específicamente destinados a un linaje de señores locales. Sin embargo, pese a su carácter ad hoc, el auge de la familia reveló una notable solidez hasta el año 1218, fecha en la que desaparece el apellido Zähringer.16 Por otra parte, los duques y los condes que llevaban tiempo ostentando esa dignidad también estaban empezando a hacer lo mismo. De todas formas, es indudable que este tipo de cambios llevaba aparejado un incremento del carácter local de la política. Son pocas las obras que proceden a comparar a Alemania con Francia, pero existen entre ambos países más paralelismos de los que siempre acostumbran a mencionarse.17 En Alemania, el elemento más característico del poder local era el constituido por una red de autoridades en las que se superponían los poderes, partiendo del cada vez más distante del soberano y descendiendo hasta llegar a los señores y los abogados locales. Se diferenciaba del carácter demarcado de muchos de los señoríos franceses, pero por lo demás sus efectos eran similares. En la Baja Edad Media aumentarán asimismo las delimitaciones de los señoríos locales alemanes, y en esta época encontramos cientos de poderes rurales autónomos (y también urbanos) en los confines del reino general de Alemania, cuyo carácter empieza a ser cada vez más teorético.
Por último, en el norte de Italia la situación vuelve a ser parcialmente diferente. Los señoríos locales también irán desarrollándose gradualmente, sobre todo en el siglo XI y en el seno de la red de condados y marcas lombardas y carolingias, como la Toscana (que conservó sin interrupciones una estructura política de tipo carolingio hasta los conflictos bélicos de las décadas de 1080 y 1090). Estos señoríos se basaban en una serie de propiedades privadas (entre las que figuraban también castillos), feudos hereditarios, y derechos a la exacción de diezmos en las parroquias de la campiña. No obstante, habría que esperar al estallido de esas guerras para asistir a la crisis del poder público, circunstancia que, por reacción, determinaría que esos señoríos se transformaran en territorios bien cohesionados y delimitados, basados en el ejercicio de un conjunto de derechos judiciales sobre todos los habitantes de una comarca —ya fueran propietarios o aparceros— un privilegio que en latín recibía el nombre de dominatus loci, es decir, «dominio de una localidad», y que venía a ser el equivalente italiano más próximo a la seigneurie banale francesa. Este tipo de organizaciones se desarrollarán durante un tiempo, llegando a observarse incluso un siglo después de la aparición de sus predecesores franceses, pero en este caso la semejanza de los cambios es clara, pese a que esos señoríos tendieran a ser más débiles y a realizar menores exigencias que los de Francia.18 Lo que diferencia a Italia es el hecho de que en esta región las ciudades eran grandes y poderosas, dado que la mayoría de los señores rurales vivían entre sus muros, algo que por sí solo disminuía sustancialmente la autonomía de los señoríos. A partir del año 1100, la expansión de los centros urbanos empezó a deberse también al rápido incremento de la complejidad de la economía. Al perder su empuje el reino de Italia, las unidades sociales que se encargaron de ejercer la gobernación local fueron fundamentalmente las ciudades.
Las ciudades autónomas italianas desarrollaron una serie de fórmulas asamblearias propias cuyo carácter era a un tiempo colectivo y deliberativo. Sus métodos de deliberación diferían de los empleados en las asambleas judiciales de la época carolingia y poscarolingia, pero en ellas se daba igualmente por supuesta la existencia de estrechos lazos entre la legitimación política y la organización de grandes reuniones. A principios del siglo XII, empezamos a observar con creciente frecuencia que la gobernación de esas asambleas —y también la de las ciudades en sí mismas— corre a cargo de una serie de colectivos de funcionarios administrativos, denominados «cónsules» y relevados del mando todos los años: es lo que sucederá en Génova y Pisa antes de 1110, en Milán y las demás ciudades lombardas en la década de 1130, y en el Véneto en la de 1140. Esos hombres procedían de las más encumbradas élites civiles, que no solo estaban constituidas por terratenientes y a veces también por comerciantes, sino que incluían también, por regla general, a algunos propietarios de castillos. Y aunque no puede decirse que fueran un grupo social nuevo, lo que sí era una novedad era su actividad colectiva; de hecho a mediados del siglo XII se daba a ciudades gobernadas en esta manera el nombre de «comunas», un término que se aplica explícitamente a esa clase de colectivos. Estas comunas afirmaban tener derecho a dirigir con una cierta autoridad los antiguos condados carolingios, que en Italia encontraban su base en las ciudades. En torno al año 1200, la mayoría de ellas habían logrado restablecer la dominación sobre los señoríos rurales de los territorios en que prevalecían. En las regiones menos urbanizadas solo conseguiría descollar un puñado de señores rurales. El aspecto de estas comunas era muy distinto al de los señoríos rurales de Francia o Alemania, y de hecho también se diferenciaban notablemente de los de la propia Italia, aunque está claro que acabaron percibiendo esa desemejanza. En la década de 1130 las ciudades no solo empezaron a utilizar la palabra «público» para calificar el poder que ejercían sino que comenzaron también a legislar por su cuenta. No obstante, vale la pena subrayar asimismo dos cosas: en primer lugar, que eran, como cualquier señorío rural, resultado del confinamiento del poder en los espacios locales —de un poder que, además de haber sido desde el principio notablemente específico e informal (y de hecho inseguro y precario), había adquirido un carácter más formalizado en los contextos dominados por la debilidad de los reyes—; y en segundo lugar, que su creciente preocupación por los derechos judiciales radicados en el interior de su particular demarcación política (por la que estaban perfectamente dispuestos a combatir, a menudo con derramamiento de sangre) coincide también con una preocupación semejante en las seigneuries banales.19
Por consiguiente, la Europa occidental no presentaba en todas partes semejanzas con Francia. Ahora bien, de la misma manera también se observa que a lo largo de siglo XI y de las décadas inmediatamente posteriores, todas las regiones europeas, salvo Inglaterra, experimentaron una serie de transformaciones que implican cuando menos un conjunto de procesos paralelos a los que se verificaron en Francia. ¿Por qué se produjo en esa época? Como acabo de argumentar, la propia crisis del poder público determinó que las soluciones locales resultaran más atractivas. No obstante, también se daba la circunstancia de que, ahora, esas soluciones habían adquirido ya una estabilidad inherente. Esto se debía en parte al simple hecho de que los mecanismos ideados para el equilibrio de poderes en el universo carolingio resultaban ahora menos patentes, con lo que era más fácil crear bases locales de poder. Sin embargo, en esta época también se produjeron cambios sociales en el interior de los estratos aristocráticos, y eso a su vez hizo posible la aparición de unos señoríos cada vez más pequeños. En el mundo carolingio se consideraba que solo un grupo relativamente reducido de personas poseía un «auténtico» estatus aristocrático: esencialmente aquellas familias que pudiesen aspirar a ver convertido en conde a alguno de sus miembros. Es probable que otros personajes de menor relevancia —integrados en la esfera militar— poseyeran un par de fincas y disfrutaran de una cierta prosperidad en el ámbito local, pero su posición social se hallaba estrechamente ligada con el hecho de que pertenecieran o no a los séquitos de los condes o los obispos, de modo que no tenían ninguna posibilidad de adquirir envergadura pública por sí solos. Por el contrario, en el siglo XI, toda persona que poseyera un castillo disponía en su localidad de un estatus militar fundamentalmente propio. Si tal era la condición de un individuo, se debía muchas veces al hecho de que sus antepasados hubieran pertenecido al séquito de algún conde carolingio, aunque de cuando en cuando pudiera descender también de campesinos recientemente enriquecidos y consiguientemente aupados a esferas más altas. En consecuencia, el grupo social que denominamos «aristocrático» se vio ampliado. Es posible que el señor al que a su vez servían esas pequeñas élites locales —un conde o un duque— continuara acariciando la esperanza de dominarlos, pero no le quedaba más remedio que hacerlo negociando con ellos, como sucedió en su día con Guillermo V o con Hugo de Lusignan. De hecho, si uno de esos señores superiores no se hacía temer lo suficiente, o no lograba éxitos notables, podía darse perfectamente el caso de que las élites menores empezaran a actuar de forma cada vez más autónoma, procurando incrementar el poder local propio, por reducido que fuese. En otras palabras: podían construir su particular señorío comarcal, con normas y exigencias ajustadas a sus intereses personales. Esto era una novedad. En los siglos anteriores habían sido muchos los períodos presididos por una dominación débil o caótica sin que eso significara la aparición de señoríos autónomos, salvo en muy pequeña medida. No obstante, tampoco hemos de pensar que ahora surgieran siempre, ya que un conde o un duque lo suficientemente decidido podía detener el proceso o revertirlo: Guillermo el Bastardo, por ejemplo, se las arreglaría para conseguir esa hazaña tras las guerras civiles que marcaron su acceso al poder ducal, siendo todavía un niño, en la Normandía de 1035,20 y en Inglaterra, también se consiguió dar la vuelta a la contienda de la década de 1140, y con mucha facilidad, de hecho. Sin embargo, la fragmentación del poder iba a ser, en lo sucesivo, una de las posibles evoluciones de los acontecimientos. Podía desencadenarlo en cualquier parte la presencia de un gobernante endeble o el estallido de una guerra civil, y de ambas cosas iba a estar bien servido el período. En estos casos, era frecuente que la dinámica se instalara de manera definitiva, sin vuelta atrás, apareciendo así distintas unidades formales de poder local, lo que a su vez daría paso al surgimiento de una estructura celular que obligaría a los gobernantes de épocas posteriores que desearan reconstruir sus propias organizaciones políticas a emplear nuevas estrategias para conseguirlo.
Dos son también las novedades específicas del siglo XI que se distinguen por las preocupaciones locales y la aparición de métodos creativos para la constitución de una base de poder. Ambas rebasan el marco de los debates sociopolíticos que han venido centrando hasta el momento, país por país, la exposición del presente capítulo. Las dos encajan bien con la imagen de conjunto que acabo de describir y le añaden información. Me refiero al movimiento de «reforma» eclesiástica y a la expansión de normandos y franceses por el sur de Italia y Palestina. Pasemos a examinarlos individualmente.
La historia de la Europa cristiana está salpicada de movimientos reformistas religiosos. Podría decirse que estos estremecimientos son inevitables en una religión basada en un texto sagrado extremadamente largo, la Biblia, que cuenta con secciones en las que se defienden unos valores morales opuestos a los de cualquier sistema político o estructura de fe existente, valores que el lector atento puede descubrir o reinterpretar en cualquier momento. (El Corán ejerce un efecto similar, es decir, enérgico pero intermitente, en el mundo musulmán.) Uno de los elementos importantes del universo carolingio, como ya hemos tenido ocasión de ver en el capítulo 4, era justamente el de la «reforma» religiosa y política (entrecomillo el término porque no era utilizado con este significado hasta el fin del medievo). Eran entonces los emperadores y los reyes quienes sujetaban las riendas de ese proceso, actuando no solo de común acuerdo con los colectivos de obispos y abates, sino dirigiéndolos en muchos casos, y de hecho sumando también a veces a esas iniciativas a grupos de aristócratas laicos. No obstante, a medida que fuera incrementándose el carácter local del poder político en el transcurso del siglo X, los obispos empezarían a buscar una legitimación que no estuviera enteramente basada en el poder regio (y muy a menudo lograrían encontrarla en las obras de Gregorio Magno).21 A partir de este momento, también empezará a ser más frecuente que la convocatoria de los concilios episcopales se realice sin necesidad de implicación monárquica. Y en lo sucesivo aumentará asimismo, sobre todo a lo largo del siglo XI, la diversidad local de los grupos reformistas, que también dejarán de recurrir sistemáticamente al poder central, pese a que sus preocupaciones rara vez constituyan verdaderas novedades, dado que seguían centradas en el ascetismo monástico, la castidad del clero, la educación espiritual del laicado, o los males de la simonía (es decir, dar dinero a cambio de cargos eclesiásticos). Con todo, este carácter local de la acción religiosa no tardaría en arrojar sus primeros resultados, bastante distintos por cierto de los de siglos anteriores. Vamos a fijarnos en algunos ejemplos y a analizarlos región por región, culminando nuestro examen con el estudio de la actividad de los papas de la Roma de finales del siglo XI, una actividad que, al menos al final, fue de índole tan local como cualquiera de sus equivalentes, aunque no iba a tardar en transformar de un modo mucho más generalizado los parámetros de la acción religiosa.
En la década de 960, surgió en Inglaterra un movimiento «reformista» de naturaleza monástica cuyo propósito consistía en caminar hacia una vida monacal más rigurosa. La iniciativa contaba con el significativo mecenazgo del rey de Inglaterra, Edgardo, y de los miembros más cercanos de su séquito, lo que en la práctica permitió que la monarquía controlara el proceso. De este modo, el soberano se convirtió (deliberadamente) en heredero de la reorganización que Ludovico el Piadoso había introducido al centralizar, 150 años antes, la experiencia monástica en el reino de los francos. Sin embargo, el movimiento inglés no giraba únicamente en torno a los monasterios, ya que también mostraba una importante implicación en la «reforma» de las iglesias catedralicias, cuyos canónigos se hicieron monjes, al igual que los obispos. Esto conferiría a la Iglesia inglesa una aureola monástica con muy pocos paralelismos en otros lugares de Europa, una Iglesia que desde luego no se remitía a la experiencia carolingia y que los ingleses habían concebido por sí mismos.22
El estatus independiente de Cluny, un monasterio fundado en 910 por el duque de Aquitania, Guillermo el Piadoso, en los límites de la Borgoña —que sin embargo no se hallaba bajo el control de los duques, sino del papa de Roma—, nos ofrece el ejemplo de una transformación bastante diferente. La reputación de Cluny, sede de una orden religiosa célebre por el rigor de su práctica monástica, suele destacar el hecho de que fuera precursor de la Iglesia internacional, y totalmente autónoma, de la Baja Edad Media, pero sus abates, pese a no proceder habitualmente de las principales familias aristocráticas y carecer al mismo tiempo de estrechos vínculos con toda forma de poder político local (circunstancia a la que sin duda contribuyó la ubicación geográfica del monasterio, construido en una suerte de espacio libre de poderes terrenales), poseía lazos muy cercanos con otros gobernantes laicos de la época, empezando por Alberico, príncipe de Roma (fallecido en 954), y patrón del abate Odón en la década de 930. De hecho, las propiedades del propio Cluny crecieron de manera prodigiosa gracias a las numerosas donaciones piadosas de familias laicas dispersas en todas partes, lo que determinaría que el monasterio pasara por una serie de fases de construcción y reconstrucción que acabaron confiriéndole unas dimensiones enormes. La auténtica novedad de Cluny reside en el hecho de que terminara convirtiéndose en la sede central de un conjunto de monasterios que, repartidos por media Europa occidental, reservaban sus principales vínculos de lealtad a Cluny y no a ningún personaje de relieve local, fueran condes u obispos. De este modo, Cluny creó una red identitaria de carácter internacional asociada a un complejo ritual litúrgico capaz de cruzar todas las fronteras políticas tradicionales y de convertirse con el tiempo en modelo para un gran número de órdenes monásticas.23
Entre estos dos ejemplos —el de la íntima asociación con la autoridad laica en Inglaterra, y el del relativo grado de autonomía respecto del laicado que se observa en la Borgoña— se sitúa el caso de la Iglesia de la Alta Lotaringia (la actual Lorena), en el flanco occidental del reino alemán. En esta región, los obispos de Metz o de Toul operaban como protagonistas independientes, interviniendo para reformar los monasterios locales —como el de Gorze, a las afueras de Metz, o el de Saint-Èvre en Toul— sin necesidad de ningún intermediario laico. No obstante, esos prelados mantenían a su vez lazos personales con la corte imperial. Bruno de Toul, por ejemplo (obispo entre los años 1026 y 1051), reactivó tanto el centro religioso de Saint-Èvre como el vecino monasterio de Moyenmoutier. Sin embargo, Bruno pertenecía a la más encumbrada aristocracia local, ya que su linaje no solo se hallaba emparentado con la casa del rey-emperador Conrado II (que había sido precisamente quien le había nombrado obispo), sino también con los duques de la Alta Lotaringia y el obispo de la cercana población de Metz, lo que significa que ni siquiera se le habría pasado por la cabeza considerarse independiente de la autoridad imperial.24 No hay duda de que el mundo en el que se desenvolvía Bruno tenía vocación reformista, ni de que se hallaba una vez más centrado en la búsqueda del rigor monástico. Sin embargo, todas estas características se desarrollan en este caso en un contexto específicamente lotaringio, es decir, en un entorno que estaba empezando a desarrollar sus propios protocolos y supuestos, como ya hemos visto que sucedía en el de Inglaterra o la Borgoña.
En todas partes seguían celebrándose concilios o sínodos de obispos, pero ahora no solo era bastante frecuente que su convocatoria se efectuase con independencia de las autoridades laicas, sino que su contenido se revelase más crítico con esas autoridades. Un conocido ejemplo de ese estado de cosas es el de las asambleas de la Paz de Dios celebradas en el centro y el sur de Francia entre finales del siglo X y principios del XI. En esencia, estas reuniones eran concilios eclesiásticos locales convocados por los obispos, aunque también contaban con una fuerte participación laica. Las actas que han llegado hasta nosotros de esos cónclaves hacen particular hincapié en los expolios de los señores locales (en especial cuando afectan a las tierras de la Iglesia), y tratan de limitarlos mediante la jura de votos solemnes, el establecimiento de normas destinadas a ampliar la zona de santuario de los templos, y, andando el tiempo, la restricción de los combates de las guerras laicas a determinados días de la semana. En épocas pasadas se ha tendido a incorporar sin ningún problema la práctica de estas asambleas a la narrativa de la «revolución feudal», aunque también en este caso se constata que ha sido una retirada parcial de tales interpretaciones. Los movimientos vinculados a la Paz de Dios no eran en modo alguno hostiles a los señores, que se implicaban en todas las fases del proceso. No es preciso hacer un gran esfuerzo para entender que los ataques a la violencia laica constituían un ejemplo de retórica estándar (aunque esto no significa que no se produjeran efectivamente actos de agresión). Y lo mismo puede decirse del papel que desempeñaban las asambleas de la Paz de Dios en la narrativa de la «reforma» eclesiástica. Desde luego, los obispos las utilizaban para dirigir las acostumbradas orientaciones autónomas a la sociedad laica, pero los condes —y de hecho también los reyes— también podían apuntarse a esa práctica, y no tardarían en hacerlo. Lo más importante en este caso es que las reuniones constituían una respuesta específicamente regional a los problemas sociales que alcanzaban a detectarse, ya que el hábito de las asambleas rara vez llegaría a extenderse fuera de las zonas del centro y el sur de Francia. De hecho, en cierto sentido puede decirse que los concilios de la Paz de Dios se celebraban a imitación de los placitum carolingios, aunque convocados en este caso por los poderes locales, lo que significa que nos encontramos de facto ante la reinvención de una tradición carolingia, efectuada además desde abajo y en una única región.25
Este protagonismo moralista impulsado desde abajo estaba incluso al alcance de personas carentes de un cargo oficial. La Pataría de Milán, activo entre los años 1057 y 1075, nos ofrece un buen ejemplo de ello. Este movimiento religioso popular y purista, liderado tanto por (sencillos) hombres del clero como por individuos laicos, se opuso violentamente al matrimonio de los sacerdotes y a la simonía de la Iglesia milanesa. Fue una de las primeras corrientes de este tipo que funcionó a impulsos de una gestión básicamente laica. Milán quedó dividido entre patarinos y antipatarinos, dado que hacía ya mucho tiempo que el matrimonio clerical había logrado instalarse en las intrincadas tradiciones eclesiásticas de la ciudad, de modo que sus partidarios pusieron en su defensa la misma vehemencia que sus detractores en el ataque. Las acusaciones de simonía que recayeron sobre el arzobispo Guido da Velate (fallecido en 1071) adolecían también de una cierta artificialidad, pero el movimiento patarino se las arregló para expulsarlo de Milán. Con todo, es evidente que en esa ciudad italiana, el temor a la corrupción mercantilista del clero, al ser una conducta que no solo amenazaba a la Iglesia, sino que la contaminaba, estaba profundamente arraigado en la escala de valores del pueblo. En Milán, que era con mucho la población de mayor tamaño del norte de Italia —dado que ya por entonces había iniciado su actividad comercial—, se conocía a la perfección el funcionamiento de los mercados, de manera que algunos de sus habitantes habían empezado a juzgar que la simonía, frecuentemente defendida como si se tratara de un mero intercambio de favores, era en realidad una burda venta de bienes, y por consiguiente inapropiada para una Iglesia que aspirara a la pureza. Como ya se ha señalado antes, la simonía y el matrimonio de los ordenados no eran preocupaciones recién surgidas, al menos no para el clero reformista, de modo que los temores que expresaban los milaneses no constituían ninguna novedad. Sin embargo, lo que sí había crecido muy notablemente en los últimos tiempos era la intensidad del pánico moral que provocaban esas transgresiones, y desde luego, en tanto que movimiento popular —de base, una vez más, específicamente popular—, la Pataría era también algo desconocido hasta entonces. En algunas ciudades italianas surgirían asimismo otras corrientes similares, pero en otras el laicado se mostró indiferente u hostil a ese tipo de iniciativas —de hecho, en el Milán del año 1075, los aristócratas tradicionalistas llegaron a organizar incluso un contraataque que acabó saldándose con la muerte del dirigente patarino Erlembaldo, un seglar cuya desaparición puso fin al movimiento—.26 Podría añadirse que, a pesar de que en las décadas de 1060 y 1070 la Pataría contase con el sólido apoyo del papado, el hecho de que su visión del mundo fuese fundamentalmente laica no tardaría en constituir una fuente de problemas específicamente ligados al movimiento mismo: ¿qué sucedería si el laicado empezaba a tomar decisiones particulares en materias de carácter doctrinal, por ejemplo? De hecho, en el siglo XI, cuando dieron en tomarlas, tenían más probabilidades de ser acusados de herejes que de pasar por la vanguardia moral de la Iglesia: así había ocurrido en la población francesa de Arrás en 1024, o en la de Monforte, en el noroeste de Italia, en 1028, fechas en las que los habitantes laicos de ambas lugares llegaron a la conclusión de que tanto el bautismo (en el primer caso) como la supremacía de los pontífices (en el segundo) resultaban innecesarios, ganándose así la condena de los obispos.27 En el capítulo 8 volveremos a ocuparnos de las implicaciones de esta tendencia, llamada a adquirir un carácter mucho más generalizado en Occidente a partir del año 1150. No obstante, vale la pena añadir aquí que, al comenzar de este nuevo desarrollo, también la palabra «patarino» quedó transformada en sinónimo de «hereje». Pese a que el papa Urbano II elevara a Erlembaldo a los altares en 1095, seguía latiendo en el movimiento patarino un elemento de peligro que nadie estaba dispuesto a echar al olvido.
El último y más largo ejemplo de cuantos me propongo exponer aquí es el de la propia Roma, en donde se observa otro cambio que, pese a ser de alcance igualmente local, tuvo sin embargo implicaciones mucho más relevantes. En el año 1046, el papado se enfrentó a una de las recurrentes crisis en que terminaba sumiéndose siempre que debía determinar el nombre del siguiente papa legítimo, aunque en esta ocasión se añadiera una circunstancia tan poco habitual como la de que entraran en liza tres rivales a la vez. El rey alemán Enrique III apartó a dos de los candidatos y obligó al tercero, Gregorio VI, a dimitir de su empeño en el sínodo de Sutri, celebrado mientras el rey se dirigía a Roma para ser coronado emperador, todo lo cual permitió que Enrique designara a un papa germano, como pretendía (el cual ocupó el solio pontificio con el nombre de Clemente II). Los soberanos alemanes ya habían depuesto a más de un papa en el pasado, dado que el hecho se había repetido varias veces desde que Otón I iniciara la serie en 963. El nombramiento de un papa que no fuese romano era ya menos común, aunque Otón III lo hubiera hecho en 996 y 999. No obstante, Enrique consiguió designar para ese puesto a cinco alemanes, uno tras otro, y a partir de ese momento la presencia de papas nacidos en Roma se convertiría en una rareza, al menos hasta finales del siglo XII. En la década de 1050, el colegio cardenalicio se hallaba igualmente sujeto a rápidos cambios, dado que a partir de esa fecha un abrumador número de miembros de la institución también empezaría a dejar de provenir de la Ciudad Eterna. El tercero de los pontífices nombrados por Enrique, el más longevo y eficaz, fue el obispo Bruno de Toul, convertido con el tiempo en el papa León IX (1049-1054). Como ya hemos visto, Bruno era un hombre próximo a la corte imperial, pero también un activo crítico de la simonía, lo que le permitiría valerse de su recién estrenado cargo en la cátedra de Pedro para convocar una larga serie de sínodos en toda Europa, desde la misma Roma hasta Reims, ciudades en las que el papa consideraba prioritario luchar contra la compraventa de bienes espirituales. En el año 1049, en Reims, donde no hubo intervención alguna del laicado (ya que el rey de Francia se negó a hacer acto de presencia), León IX obligó a todos los obispos y abates que acudieron al cónclave a manifestar en su inauguración que no habían desembolsado cantidad alguna para obtener el cargo: un golpe de efecto que forzaría a más de uno a confesar que en su nombramiento sí había mediado el dinero, circunstancia que llevaría en algunos casos a la destitución de los infractores.28
Lo sucedido en Reims abrió la puerta de una nueva época de «reformas» eclesiásticas, iniciándose con ello un período en el que por primera vez se revela importante la intervención papal, como se verá con León IX, Alejandro II (1061-1073) y Gregorio VII (1073-1085), un hombre que en sus tiempos de archidiácono respondía al nombre de Hildebrando y que poseía un carisma, una ambición y una voluntad tan ajena a todo toma y daca que muchos se sienten inclinados a denominar «gregoriano» al conjunto de los movimientos «reformistas» de la época. Se trataba no obstante de una iniciativa de mayor alcance, puesto que lo que caracteriza a este período es la fuerte tendencia que llevaba a converger en Roma a reformadores de todo tipo, ya se tratara de los lotaringios vinculados al séquito de León IX —como Humberto de Moyenmoutier, un enemigo radical de la simonía—; de algunos italianos del norte como Pedro Damián (tanto él como Humberto serían nombrados cardenales); o de individuos de mentalidad reformista y pertenecientes al propio clero romano, de entre los que descuella la figura de Hildebrando. Les unían fundamentalmente dos cosas: la idea de que la Iglesia había quedado contaminada a causa de la simonía, un pecado que, como hemos visto, encendía todas las alarmas morales de la época, y la cuestión de la sexualidad del clero, que preocupaba de manera muy particular a Pedro Damián; desde su específico punto de vista, el hecho de que los clérigos pudieran mantener relaciones sexuales equivalía a admitir el incesto, una opinión que le llevó a escribir prolijos textos sobre sus peligros (entre esos escritos destaca el largo volumen, sorprendentemente detallado, que dedica a los actos homosexuales y que era tan extremista que hasta el propio León IX lo consideró excesivo).29 Pero el problema consistía en determinar con exactitud qué era la simonía. El significado más evidente era el asociado con la compra de cargos eclesiásticos, circunstancia que sin embargo no impediría que Gregorio VI se considerara un reformista, pese a que más tarde se viera obligado a despojarse de la tiara por haber accedido al pontificado previo pago de una importante suma a Benedicto IX. De hecho, Hildebrando era uno de los protegidos de Gregorio, y este último da la impresión de que él mismo juzgaba que la cantidad ofrecida para convertirse en papa era simplemente una forma de expulsar de su puesto a un predecesor desprestigiado. En realidad, otros contemporáneos veían en esos desembolsos un elemento más del rito de la entrega de dádivas como fórmula para el intercambio de favores, un comportamiento inherente a toda la política medieval (y no solo de ella). Y a la inversa, en el bando de los puristas, había también quien opinaba que debía considerarse contaminación por simonía toda implicación laica en los nombramientos de la Iglesia, un punto de vista un tanto llamativo, dado que no solo era normal que los reyes y los emperadores eligieran obispos e incluso papas, como acabamos de comprobar, sino que se trataba de un privilegio que siempre habían ejercido. Además, las élites del laicado también solían participar en los ritos eclesiásticos de la consagración y la investidura. En la década de 1050, Humberto de Moyenmoutier argumentaría por ejemplo que la investidura laica constituía un acto de simonía, aunque durante un tiempo no habría nadie dispuesto a compartir sus planteamientos. Sin embargo, Gregorio VII terminaría haciéndolo en 1078 al promulgar un decreto contra las investiduras laicas en el sínodo de primavera de ese año —aunque es cierto que solo se había sentido impulsado a tomar esa decisión después de iniciados los problemas con Enrique IV—.30 Debido a esa determinación de última hora de Gregorio, ha solido pensarse que la pugna entre el emperador y el pontífice fue en realidad una disputa por el control del rito de la investidura. Sin embargo, ese factor apenas era en realidad otra cosa que un elemento secundario inserto en un más amplio abanico de cuestiones relacionadas con la singularidad, la autoridad y la autonomía espiritual del clero, circunstancias en torno a las cuales giraba realmente, según empezaba a verse con creciente claridad, todo el asunto de la alarma moral asociada con la simonía (y también con la sexualidad de los hombres de Iglesia). Pese a que en los últimos años del siglo los argumentos vinculados con la investidura aumentaran de forma muy notable la temperatura emocional de los debates, resulta significativo que se pudiera llegar a un compromiso al establecerse el concordato de reconciliación en 1122.
Podría considerarse que las «reformas» de León IX, respaldadas por el emperador, formaban parte de una tradición que se remontaba a la época carolingia. No obstante, al fallecer Enrique III en 1056, los reformistas empezaron a dividirse. A algunos de ellos no les incomodaba en absoluto la existencia de un movimiento que a fin de cuentas seguía remitiéndose a la corte imperial. Otros en cambio pensaban que el protagonismo de los reformistas era una responsabilidad que únicamente debía recaer en los clérigos. Los integrantes de este último grupo, capitaneados por Hildebrando, es decir, por Gregorio VII, convertido ya en papa el archidiácono, acabaron alzándose con la victoria, aunque no sin dificultad. Tras enconarse definitivamente la enemistad entre Gregorio VII y Enrique IV (en un principio a causa de la crisis de Milán, no por ninguna cuestión religiosa), el rey decidió tomar Roma en 1084 y nombrar allí a un papa de su gusto —Clemente III (1080-1100)—, al que consagraría con un notable número de apoyos entre los miembros de la Iglesia. Las élites laicas de Roma habían respaldado de forma casi unánime a Gregorio, pero al comprobar que los aliados de este último —los normandos del sur de Italia— incendiaban diversos barrios de la ciudad para permitirle que huyera, la mayoría de los romanos cambiaron de bando, así que Clemente se hizo con el control de la capital y frenó casi ininterrumpidamente las ambiciones de sus rivales hasta su muerte.31 El segundo sucesor de Gregorio, Urbano II (1088-1099), carecía prácticamente de valedores en Roma. Si sus partidarios acabaron logrando un amplio apoyo —suficiente para volver a tomar Roma en el último año de los dos pontífices enfrentados— fue debido a otra novedad de su praxis, una novedad que guarda cierto paralelismo con los métodos de León IX (y también, dicho sea de paso, con la convocatoria de las asambleas de la Paz de Dios), aunque en este caso la situación política fuera muy distinta: me refiero a la celebración de concilios eclesiásticos —caracterizados por una importante participación laica, pero rotundamente sujetos a la dirección del clero— en varias sedes diseminadas por Francia y el norte de Italia. Entre estos actos sinodales destaca uno que supuso un triunfo del liderazgo carismático (aunque su éxito se debiera también a una cuidadosa planificación): el concilio de Clermont de 1095, en el que Urbano II pronunció sus prédicas en favor de la primera cruzada.32 Después del año 1100, la oposición a la facción de Gregorio y Urbano fue cediendo con bastante rapidez. De hecho, al cruzarse el umbral del siglo XII, no solo empezó a darse cada vez más por supuesto que el clero debía gozar de autonomía respecto de los poderes seculares, sino que el matrimonio sacerdotal comenzó a constituir poco a poco una práctica progresivamente menos frecuente en la mayoría de las regiones de la Europa occidental.33 (En cambio, en Bizancio, que no se había visto afectada por estos acontecimientos, el matrimonio de los clérigos siguió siendo algo normal.) La línea divisoria entre el universo laico y el religioso quedó por tanto reforzada, y la supremacía del papa sobre las jerarquías eclesiásticas de la Europa occidental pasó a aceptarse de forma cada vez más extendida, al menos en teoría. Por consiguiente, en este nuevo entorno, las iniciativas políticas regias de inspiración moral que habían presidido tanto la actuación de Carlomagno como la de Ludovico el Piadoso se convirtieron en excepciones muchísimo más raras, y en lo sucesivo los papas no solo considerarían evidente que esas iniciativas debían partir de ellos, sino que los reyes, pese a hallarse ciertamente ligados por un deber de obediencia al pontífice, tenían que desempeñar un papel más específicamente laico que el que acostumbraban a asumir en épocas pasadas.
Asombra constatar, incluso en nuestros días, el gran número de historiadores que convierten la crónica del período «reformista» de la Iglesia de finales del siglo XI en una narrativa triunfal, con personajes buenos y malos —y lo que resulta aun más notable, hay incluso académicos procedentes de la tradición protestante que escriben desde esa misma perspectiva, pese a que la práctica del protestantismo considere que el matrimonio sacerdotal y la participación laica en la elección de los cargos eclesiásticos responden a una conducta activamente virtuosa—. No ha de ser este el objetivo del análisis, ya que lo que hemos de entender es más bien cómo surgió y en qué contexto logró triunfar la vertiente gregoriana de este movimiento de «reforma». Y eso nos obliga a volver a fijarnos en el incremento del carácter local de la política. Todo eclesiástico ambicioso del siglo XI (y de la mayoría de las épocas, en realidad) tenía en mente la posibilidad de una «reforma», fuera del tipo que fuese. Su impulso, sin embargo, como acabamos de ver, no estaba necesariamente vinculado con ninguna autoridad central, ya se tratara del papa o del emperador. Dado que la política práctica del siglo XI, en cualquiera de sus modalidades, había evolucionado hasta adquirir unas dimensiones más locales, la «reforma» hubo de elaborar una lógica y una dinámica propias, generando al mismo tiempo distintos focos de actividad igualmente locales —según hemos tenido ocasión de comprobar en el caso de la vida monástica, las asambleas de la Paz de Dios, la Pataría y, finalmente, la Roma pontificia misma—. Pero es que, además, los cambios no se iban a detener ahí. En todas partes se convocaban concilios episcopales, se sometían monasterios a la reforma, y se fundaban nuevas órdenes monásticas, a cual más purista. Había asimismo obispos y diócesis concretos que podían llegar a proponerse la cumplimentación de sus particulares planes de acción para la «reforma» espiritual y el desarrollo de las labores pastorales (muestra de lo cual es el muy estudiado ejemplo de Verona). Estos procesos se llevaban a efecto de forma autónoma, lo que explica que existieran también ligeras diferencias entre las peculiaridades de uno u otro lugar.34 Esto implica igualmente que tampoco había nadie que pudiera detener fácilmente estas iniciativas. Enrique IV y sus aliados podían nombrar y sostener pontífices ajenos a la tradición gregoriana de Roma, pero no estaba en su mano impedir que Gregorio —y más aun Urbano— se sumaran a las iniciativas locales de «reforma» que surgían en el resto de Occidente. A la inversa, no obstante, el verdadero desafío que debían encarar estos papas no solo era el de lograr que se les tomara en serio más allá de Roma sino también el de conseguir que se les tuviera por actores relevantes, aun en el caso de que no les quedara más remedio que enfrentarse a un papa rival (Inglaterra será en este sentido uno de los diversos países que opten por mantenerse neutrales durante buena parte del período de la guerra civil). De hecho, los papas podían basarse en la tradición consistente en invocar la fuerza de las confirmaciones y los dictámenes propios de su cargo, una tendencia que Gregorio desarrollaría de manera muy notable. Sin embargo, ese recurso solo funcionaba en caso de que hubieran sido aceptados como papas legítimos.
Observamos por tanto que, al quedar sometida en toda Europa a la opinión de las élites (locales), la legitimidad de los sucesores de Pedro se enfrenta por primera vez a una gran prueba de fuego.35 Sin embargo, Urbano, que no solo era francés, sino originalmente monje de la orden de Cluny, gozaba de una notable popularidad en Francia, una estimación que las emociones generadas por el concilio de Clermont contribuirían a ampliar todavía más. La lealtad de Francia, la España cristiana (que siempre mostraría un limitado interés en las acciones que pudieran emprender los emperadores alemanes), la mitad al menos de la Italia del norte, y el territorio que dominaban los normandos en el sur de esa península, bastó para contrarrestar el sólido apoyo con que contaba Clemente III en la mayor parte de Alemania y algunas regiones de Italia —y más aun, ya que sirvió incluso para inclinar la balanza en favor de Urbano—. No obstante, una vez que se impuso la línea sucesoria de Gregorio y Urbano con el nombramiento de Pascual II (1099-1118) —un hombre que pese a adolecer de una capacidad negociadora muy inferior a la de sus predecesores tendría la ventaja de carecer de rivales a partir del año 1105—, el problema que hubieron de arrostrar tanto él como los siguientes pontífices consistió en el hecho que la «reforma» eclesiástica continuara estrechamente ceñida al ámbito local, lo que en muchos casos implicaría que el clero regional apenas se remitiera, salvo de forma nominal, al criterio de los papas. De hecho, la Iglesia internacional del siglo XII nos permitirá ver en acción a varios agentes políticos de peso, de entre los que destaca muy particularmente la figura de Bernardo de Claraval (fallecido en el año 1153) —un hombre cuya legitimidad religiosa no emanaba en absoluto de la tradición papal—. Bernardo, monje perteneciente al austero movimiento cisterciense francés y fundador de varios monasterios, basaría su autoridad moral en el rápido éxito obtenido por el monacato del Císter en el siglo XII, en sus propios y prolijos textos, en su ascetismo público y en su personalidad, tan carismática como inflexible. Bernardo dominó la política eclesiástica del norte de Francia durante veinticinco años, sin precisar en ningún momento el más mínimo apoyo de los papas. De hecho, en la siguiente oleada de inestabilidades pontificias, declarada en las décadas de 1130 y 1140, serían los propios sucesores de Pedro quienes necesitaran de la ayuda de Bernardo, y no a la inversa.36 La autoridad de Bernardo muestra con toda claridad que la Iglesia de la época había adquirido ya el mismo carácter local que también exhibía la política laica. Es verdad que ese fundamento local no constituía en modo alguno una novedad para los personajes religiosos dotados de carisma. Además, las vías escogidas por Bernardo para servirse de su personalidad como de un instrumento con el que influir en buena parte de Francia e Italia muestre que incluso las autoridades eclesiásticas informales estaban empezando a mostrarse potencialmente transnacionales. Sin embargo, sus logros seguían prosperando gracias a un impulso popular, de abajo arriba. En siglos posteriores, los futuros bernardos encontrarán en los papas un elemento de oposición mucho más problemático.
La «monarquía pontificia» del siglo XII (una expresión de los historiadores modernos, no de quienes vivieron en aquella época) se parecía por tanto, en algunos aspectos, a la del rey de Francia, que gozaba de reconocimiento en todo el reino pero no tenía demasiadas posibilidades de controlar lo que sucedía en él. En el plano de la religiosidad local, el poder de los papas tampoco fue nunca determinante, y de hecho la tensión entre la centralización y la diversidad local iba a marcar el rumbo de los acontecimientos, no solo a lo largo de los siglos de Edad Media que todavía quedaban por delante, sino también más adelante. Sin embargo, no tardaría en revelarse posible que, a pesar de todo, el papado era capaz de ejercer un considerable nivel de control global, tal como acabaría haciendo el rey de Francia. En lo que sigue tendremos ocasión de examinar cómo se produjo esa evolución.
Una de las transformaciones más interesantes del siglo XI es la derivada de la conquista normanda del sur de Italia y Sicilia, territorios que arrebataría a una serie de potencias distintas: al gobierno provincial bizantino de Apulia y Calabria, a los emires árabes de la isla siciliana, y a los duques y príncipes de los seis estados autónomos de la península itálica, basados en las capitales tanto exlombardas como exbizantinas de Benevento, Salerno, Nápoles y demás. Es frecuente vincular esta victoria normanda con la irrupción de ese mismo pueblo en Inglaterra, pero de hecho lo que sucedió fue lo contrario, puesto que la conquista inglesa no solo se produjo como consecuencia de una operación militar organizada por el duque de Normandía y su ejército, sino que se materializó tras una única batalla, logrando completarse en menos de cinco años. La invasión de Italia, por el contrario, fue obra de un puñado de soldados de fortuna pertenecientes a la pequeña nobleza normanda, y su culminación requirió una serie de actos de violencia aleatoria que se prolongaron por espacio de dos generaciones. Por consiguiente, la ocupación del sur de Italia señala las posibilidades de la política local, una política que tuvo un notable desarrollo en gran parte de la Europa occidental, según se ha podido exponer por extenso a lo largo de este capítulo.
Hay al menos una cosa de la que no podemos dudar: que el reparto del sur de Italia entre un elevado número de potencias era una tendencia asentada desde antiguo en la zona, puesto que se remontaba de hecho al siglo IX, es decir, al estallido de la guerra civil del viejo principado lombardo del Benevento, momento en el que los cabecillas urbanos de Nápoles y las poblaciones vecinas aprovecharían para declararse igualmente independientes de Bizancio. Lo que sucedió fue que las constantes contiendas intermitentes que habían estado enfrentando a todas esas potencias a lo largo de las primeras décadas del siglo XI determinaron el reclutamiento como mercenarios de los normandos y otros grupos del norte de Francia, circunstancia que les llevaría a comprender que se les acababa de presentar la ocasión de crear un conjunto de señoríos propios. El primero de esos señoríos sería el de Aversa, situado al norte de Nápoles y surgido en el año 1030 pese a seguir teóricamente sujeto al control del duque de esa ciudad. No obstante, en la década de 1040 eran ya varios los grupos de normandos que se proponían conquistar las tierras de toda la parte sur de la bota itálica. En 1053 derrotaron a León IX, que les había plantado cara al frente de un ejército pontificio constituido con la intención de expulsarlos de la región, de modo que al final de la década la mayor parte de los territorios peninsulares se hallaban ya en manos de los normandos. Con todo, esto no significa que surgiera nada remotamente parecido a una estructura unificada. Los distintos señores establecieron cada uno su particular señorío, fueran pequeños o grandes, y los erigieron sobre muy diferentes bases de poder. En unas ocasiones, estos nuevos poderes se limitarán a sustituir sin más las estructuras políticas precedentes, mientras que en otras se asemejarán a las seigneuries banales del norte, creadas sobre tierras expropiadas y provistas de derechos judiciales locales. Otras veces —como en los territorios antiguamente sometidos al poder de Bizancio, y más tarde en los que un día dominaran los árabes—, los nuevos gobernantes se repartirían los derechos fiscales que habían constituido el fundamento tributario del régimen anterior, optando por fundar más sus señoríos en esa exacción de impuestos que en la posesión de tierras. En las décadas de 1060 y 1080 conquistarán asimismo Sicilia, si bien con un poco más de orden en este caso, de modo que en lo sucesivo la isla pasó a regirse mediante una gobernación centralizada llevada fundamentalmente a efecto por las clases funcionariales árabes y sobre todo griegas. No obstante, dejando a un lado este último ejemplo, la siguiente generación se limitaría simplemente a sustituir los combates de conquista por otros tantos choques con sus propios compatriotas normandos.37
Por consiguiente, el sur normando quedaría convertido en una mezcolanza de unidades políticas de carácter extremadamente local en torno al año 1100. Pese a que acostumbraran a recurrir a unos cuantos señores superiores —como el príncipe de Capua o el duque de Apulia—, que muy a menudo estaban además emparentados, estos estaban muy lejos de tenerlos controlados (entre los altos aristócratas a los que acudían destacan las figuras de los dos gobernantes normandos más poderosos de la década de 1080, Roberto Guiscardo en Apulia y Salerno, y Rogelio I en Sicilia, que pertenecían ambos a la dinastía Hauteville por ser hermanos). Los normandos apenas intentaron iniciar un proceso de construcción estatal en la región, al menos no por el momento. De hecho, resulta difícil evitar la impresión de que su principal empeño consistía simplemente en pasárselo bien: tenían fama de ser capaces de oprimir a otros pueblos y de dar muestras de gran imaginación en materia de brutalidad, así que todo lo que hacían era intentar mantener viva esa reputación (con lo que sus enemigos se rendían más fácilmente),38 y el hecho de entregarse a esa labor bajo el cálido sol del sur de Italia debía de resultarles con toda probabilidad mucho más entretenido que hacerlo en Hauteville, una de las más míseras aldeas de Normandía. Sin embargo, el resultado iba a ser, una vez más, el afianzamiento de una política de carácter local, más local incluso que la que había guiado previamente los destinos de Italia del sur. Los normandos se las ingeniaron para imponer ese orden de cosas de manera transnacional, implantándolo de forma transversal a las fronteras anteriores, ya que el sólido sistema estatal de las antiguas provincias bizantinas terminó fundiéndose con la política de la posesión de la tierra de los principados lombardos, prueba de lo cual es el hecho de que todas ellas acabaran convirtiéndose sin más en señoríos normandos. En este sentido, la historia de la Italia meridional presenta una serie de interesantes paralelismos que la asemejan a la de la Iglesia de la Europa occidental, dado que en ambos casos las prácticas locales que poco antes se habían visto sujetas a drásticos cambios terminaron unidas por vínculos capaces de atravesar oblicuamente las fronteras tradicionales, constatándose en todos los casos que si dicha praxis adquirió una mayor solidez fue justamente gracias a esa vinculación transnacional, pese a que su alcance continuara siendo local.
De hecho, no tardaría en comprobarse que era posible exportar a zonas más lejanas esos hábitos de marcado carácter regional y local. La división de Europa no socavaba en modo alguno la capacidad de las potencias europeas de toda clase, a las que no les resultó difícil iniciar procesos de expansión que les permitieron rebasar con mucho la inmediatez de sus regiones de origen. Destaca fundamentalmente en este sentido la primera cruzada que, uniendo a la Iglesia con un buen número de potencias laicas tan exaltadas como carentes de escrúpulos, promovería con gran rapidez los impulsos centrífugos. Entre los años 1095 y 1096, tras recibir una petición de ayuda del emperador bizantino Alejo I (véase el capítulo 9), Urbano II comenzó a predicar, tanto en Clermont como en otros lugares, las bondades de la empresa, uniendo la imagen de la peregrinación religiosa con el inveterado deseo retórico de «liberar» Jerusalén de la férula musulmana. Hasta el mismo Urbano debió de quedar pasmado al constatar la velocidad con la que alcanzó a prender su idea, dado que entre los condes y los señores de Francia el alistamiento se inició sin la menor demora, haciéndose extensivo asimismo a Alemania (donde también se apuntaría a la expedición un numeroso contingente de milenaristas campesinos), y poco después a Italia. Los ejércitos partieron enseguida, nada menos que en la primavera siguiente, y continuaron haciéndolo varios años más. Pocas de esas tropas iban a llegar muy lejos —Hungría y la actual Turquía asistirían al desastre de muchas de ellas—, pero el contingente de mayores dimensiones, que se lanzó a la aventura en agosto de 1096, fundamentalmente integrado por franceses, logró cruzar el imperio bizantino, más que reticente ante semejante avalancha, y tomar finalmente, contra todo pronóstico, primero Antioquía y más tarde Jerusalén, entre 1098 y 1099.39 Muchas veces se han narrado los pormenores de este éxito, y en todos los tonos del entusiasmo, pese a que trajeran consigo la masacre de las comunidades judías de Renania en 1096, y la aniquilación de los habitantes musulmanes y judíos de Jerusalén en 1099. Aunque en la actualidad conocemos bastante mejor los perjuicios que el aventurerismo europeo puede causar en el Oriente Próximo —dados los acontecimientos de las sombrías décadas transcurridas desde el final de la segunda guerra mundial—, lo cierto es que esa comprensión ha ejercido un efecto mínimo en la historiografía de las cruzadas.40 Con todo, lo realmente relevante aquí es el hecho de que los líderes de la primera cruzada no fueran en modo alguno los monarcas del continente, sino más bien los duques y los condes de Tolosa, Normandía o Flandes, entre otros, sin olvidar ni a Bohemundo de Tarento, hijo de Roberto Guiscardo, ni al buen número de obispos, señores menores y caciques de las ciudades de Italia que también desempeñaron un papel activo. En otras palabras, quienes capitanearon la expedición fueron en definitiva los actores laicos locales que hemos estudiado en este capítulo. A pesar de que partieran animados por un verdadero fervor religioso, la verdad es que muchos de ellos se enzarzaron en constantes riñas durante el viaje, hasta el punto de que algunos abandonaron la empresa al poco tiempo de haberla iniciado. Un reducido grupo, en el que destaca por ejemplo Bohemundo (que terminaría gobernando Antioquía), se sentía tan impulsado por el interés de acumular tierras como por el de llegar efectivamente a Jerusalén. No obstante, los que lograron alcanzar la Ciudad Santa quedaron en condiciones de imponer en Oriente la misma clase de estructura política celular que habían conocido en Francia o Italia, implantando de ese modo en Siria y Palestina (a lo largo del siglo que iban a mantenerse en el poder, hasta la reconquista casi total de Saladino, efectuada entre los años 1187 y 1188) un conjunto de señoríos coloniales cuyo carácter pendenciero encajaba a la perfección con todo lo que habían vivido en el sur de Italia.41
En resumen: en el siglo XI, el poder político adquirió un perfil más local, y además se establecieron con más cuidado sus límites. Quienes lo ostentaban eran con frecuencia personajes de peso social inferior al de cualquier equivalente de la aristocracia carolingia. En la edificación de ese poder político, los señores podían mostrarse más creativos, y lo mismo cabe decir de las ciudades, ya que si en un principio acostumbraban a hacerse por vías ilegales con lo que acabarían siendo sus derechos, lo cierto es que al conseguir que sus bases les aceptaran lograban definir una nueva legalidad. Esta estructura de poder constituía una novedad. Conservaba sin variaciones un gran número de elementos del pasado (sobre todo porque la red de los valores aristocráticos apenas experimentó cambio alguno), pero en lo sucesivo el ejercicio de este tipo de poder práctico habría de revelarse estrechamente vinculado con el hecho de que el señor conociera con detalle, y sobre el terreno, los derechos y las relaciones pertinentes en cada comarca. Desde luego, terminaría siendo posible reconstruir monarquías poderosas, y muchas veces sin demora alguna: así ocurriría con Rogelio II de Sicilia entre las décadas de 1120 y 1140; con Enrique II de Inglaterra en las de 1150 y 1160; con Federico Barbarroja en Alemania y el norte de Italia (aunque con menos éxito en este último caso) entre las de 1150 y 1170; con la sucesión de papas que va de Inocencio II a Inocencio III, a lo largo de la segunda mitad de ese mismo siglo; y con Felipe II de Francia en las décadas de 1200 y 1210. Sin embargo, al reconstruir las estructuras del poder regio, esos gobernantes, y otros como ellos, basarían el empeño en esta estructura celular compuesta por poderes fácticos, y no —o solo en pequeña medida— en las prácticas y las ideologías regias de épocas pretéritas.42 El universo público que los carolingios y los otónidas habían heredado del imperio romano había desaparecido prácticamente en todas partes, así que fue preciso levantarlo de nuevo, aunque sobre nuevos cimientos. Tal es la razón de que este conjunto de transformaciones represente un punto de inflexión, al menos en la Europa occidental, ya que todos los procesos políticos medievales de épocas posteriores presupondrán su existencia. En el capítulo 8 examinaremos las fórmulas que se emplearon para llevar a efecto esa reconstrucción.