Capítulo 9

1204: EL FRACASO DE LAS ALTERNATIVAS

En el siglo XIII, los reinos de la Europa occidental que acabamos de examinar se hallaban en la cresta de la ola, pero antes de conseguir ese éxito no habían sido los únicos estados cristianos poderosos del continente, de hecho, ni siquiera habían sido los más fuertes. En 1025, al fallecer el emperador Basilio II, su imperio —al que nosotros damos el nombre de «bizantino», pero que, según hemos precisado antes, tanto él como sus súbditos denominaban «romano», tal como habían hecho Augusto y Justiniano— era sin duda el sistema político más sólido de Europa. Se extendía desde el Danubio hasta Antioquía, y de Bari, en el sur de Italia, a lo que hoy son las fronteras de Irán. Esto significa que los Balcanes, Grecia, la Anatolia (es decir, la actual Turquía) y el sur de la península italiana se hallaban gobernadas por una única y bien cohesionada estructura política dotada de un complejo sistema fiscal, inigualado por ninguna otra potencia latina del medievo, y dirigidas desde una capital, Constantinopla, que por entonces era, con una población probablemente muy superior al cuarto de millón de habitantes, la mayor ciudad de toda la Europa medieval.1 De hecho, hasta los últimos años del siglo XII, la riqueza y el poder de Bizancio, pese a que sus territorios hubieran quedado mermados por esta época, seguían estando por encima de los de cualquier otra organización política occidental. De todas formas, lo cierto es que, pocas décadas más tarde, ese imperio se desvanecía. Los turcos controlaban la meseta de la Anatolia. Los Balcanes se hallaban en manos de una serie de gobernantes serbios y búlgaros. En 1204, la propia Constantinopla había caído en poder de las tropas francesas e italianas de la cuarta cruzada, tristemente célebre por haberse desviado de su objetivo inicial, consistente en atacar el Egipto musulmán, y destruido en cambio un sistema político cristiano. Además, frente al pequeño y recién creado imperio latino de Constantinopla y los venecianos que acababan de conquistar las islas griegas no se alzaría un único gobierno bizantino en el exilio, sino tres, radicados, respectivamente, en Nicea (la actual İznik), Trebisonda (la moderna Trabzon) y Arta, en el noroeste de Grecia, así como un puñado de señoríos de menor tamaño repartidos por otras regiones del Peloponeso. Pese a que la Constantinopla dominada por los latinos sucumbiera a su vez ante el emperador de Nicea, Miguel VIII Paleólogo, en 1261, la unidad del poder bizantino no habría de recuperarse ya jamás. El sistema imperial bizantino ofrecía a Europa una pauta de desarrollo verdaderamente alternativa a la que estaban siguiendo en ese momento las potencias occidentales, pero después del año 1204 esa posibilidad se perdió sin más.

¿Qué importancia tiene este hecho? Debido parcialmente a la realidad que la desintegración del imperio bizantino es, en sí mismo, un acontecimiento político tan relevante como el similar desmembramiento del imperio romano de Occidente, y de hecho su explicación entraña una complejidad similar. En la práctica, sin embargo, no se le han dedicado tantos análisis como al destino del imperio de Occidente, debido en parte a que se ha tendido a juzgar que la propia cuarta cruzada, pese a que la expedición no fuera más que uno de los elementos de proceso, permitía ofrecer una interpretación suficientemente clara (codicia de los cruzados, cinismo veneciano, ineptitud imperial, etcétera). Con todo, se trata de un hecho que merece ser abordado con atención en un libro como este. Y ello, también en parte, porque si queremos entender por qué la historia del medievo tomó la dirección que conocemos, tenemos que penetrar también con una mínima hondura en las oportunidades que se desperdiciaron. En su momento de mayor apogeo, el imperio bizantino fue uno de los más destacados éxitos medievales, un punto de referencia clave, y los europeos que vivían fuera de su radio de acción lo sabían perfectamente, sobre todo los carolingios y los otónidas.2 Fue un modelo de gobernación para otras regiones, desde la Rus del siglo X hasta la Sicilia y la Hungría del XII. Al desmoronarse, la Europa latina dejó de hallar inspiración en sus técnicas de gobierno y tuvo que reinventarse, y eso le llevó mucho tiempo. Quienes heredaron la fuerza de los bizantinos y restablecieron, en el siglo posterior al año 1350, un imperio de dimensiones comparables al que había controlado Basilio II (logrando incluso ampliarlo en último término), fueron los turcos otomanos, que, al profesar la religión musulmana, no pudieron constituir un modelo verosímil para el resto de Europa, como ya ocurriera en su momento con los califatos anteriores. Sin embargo, en 1204, Bizancio tampoco era ya capaz de actuar como modelo, y de ahí, en realidad, que pudiera ser demolido con tanta facilidad. Es importante que alcancemos a entender las razones de esa incapacidad.

Como vimos en el capítulo 3, la crisis bizantina de la Alta Edad Media logró superarse a mediados del siglo IX. Basilio I (867-886), un usurpador que al parecer era de origen campesino, fundó una dinastía macedonia llamada a permanecer en el poder por espacio de casi dos siglos, hasta el año 1056. Sin embargo, la existencia de ese linaje no impidió que otros individuos se hicieran con el poder, dado que el principio dinástico nunca rigió con excesiva fuerza en Bizancio, pero la familia de Basilio conservó un halo de legitimidad, de modo que se volvería a echar mano de sus representantes una y otra vez, hasta su desaparición. Durante el reinado de Basilio, la consistencia del califato abasí comenzó a debilitarse, iniciándose en la década de 860 una crisis que habría de desembocar en dos décadas de guerras civiles. Basilio aprovechó esta circunstancia y empezó a lanzar ataques a Oriente, al otro lado de los montes Tauro, en la Anatolia central, una región que llevaba dos siglos siendo efectivamente la frontera entre el mundo árabe y el bizantino, y conquistó también la mitad de la Italia meridional, aunque sentó de ese modo las bases, al menos en parte, de la pérdida de la guerra en Sicilia. Tanto en la década de 930 como en los años posteriores, período en que el declive de los abasíes vive su último acto, los ejércitos bizantinos volverán a marchar al este, logrando nuevas victorias en la región. Entre las décadas de 930 y 960 los bizantinos ocuparán de manera estable el valle del curso alto del Éufrates y se apoderarán asimismo de Creta y Chipre, las principales islas del Mediterráneo oriental que todavía se hallaban en manos de los árabes. En 969 penetraron también en Siria y se adueñaron de Antioquía. Desde estas consolidadas bases de la Anatolia y el Egeo, los bizantinos se dirigieron al oeste, haciéndose con el control de Bulgaria en 971. Sin embargo, esta conquista se reveló efímera, ya que Samuel (997-1014) restauró el imperio búlgaro y Bizancio se vio obligado a librar una campaña de treinta años para derrotarlo. Sin embargo, después de 1018 la totalidad de los Balcanes quedó también sometida al poder bizantino, y así iba a permanecer durante mucho tiempo. Esto se logró gracias a una serie de generales de notable habilidad salidos de las filas de la aristocracia, algunos de los cuales se harían con el poder y se proclamarían emperadores (siendo el más eficaz de todos Nicéforo II Focas, el gran conquistador de las décadas de 950 y 960, que gobernó Bizancio entre 963 y 969). Sin embargo, su heredero macedonio, Basilio II (976-1025), no solo ejerció el generalato en su propio beneficio, sino que fue también el artífice de las campañas búlgaras, consiguiendo extender su autoridad todavía más al este, internándose así en la región de Armenia.3

Este siglo y medio de agresiones coronadas por el éxito tiene en realidad dos caras. La primera viene dada por la utilización de un ejército profesional integrado por soldados asalariados. Si los bizantinos habían conseguido sobrevivir durante el siglo VII había sido mediante una profunda organización de su defensa —una defensa basada en las provincias militares del imperio: las themata—. Pese a que los ejércitos semiprofesionales de las themata siguieran constituyendo los contingentes de combate más importantes, los emperadores empezarían a confiar cada vez más en unidades pagadas y bien entrenadas de carácter permanente, valiéndose de ellas a modo de tropas de asalto en la época de las conquistas. Los bizantinos estaban orgullosos de su sistema militar, e incluso llegaban a teorizar acerca de su organización. En el período macedonio se redactaron varios manuales sobre el arte de la guerra, y algunos de ellos salieron incluso de la pluma de los propios emperadores, siendo el más destacado de ellos el titulado Táctica, de León VI (886-912).4 El segundo aspecto de esta larga serie de victorias viene dado por el hecho de que el ejército pagado requería también la puesta en marcha de un sistema fiscal lo suficientemente sólido como para subvenir a ese gasto año tras año, dado que a lo largo de este período los bizantinos se hallaron permanentemente en guerra, sobre todo entre las décadas de 950 y 1010. En esta época, ningún estado de Occidente podría haber sostenido semejante carga, pero, como vimos en el capítulo 3, los bizantinos no habían dejado de exigir en ningún momento del pasado el cobro de una contribución territorial —y tampoco renunciarían a ello en el futuro—, una contribución que a mediados del siglo IX se abonaba tanto en efectivo (dado que en Bizancio se acuñaba moneda a gran escala) como en pertrechos militares (en las zonas de campaña). De hecho, el estado de Basilio II estaba lo suficientemente organizado como para permitirle acumular un enorme excedente fiscal en metálico al final de su reinado, y ello a pesar de haber tenido que librar campañas militares con tan notable regularidad. Se dice que se perforaron túneles subterráneos para guardar los caudales, una antigua imagen literaria asociada a la opulencia y la avaricia que pudiera mantenerse largo tiempo.5 Por otro lado, en los estados de Occidente se habría esperado que fueran los aristócratas quienes se encargaran de dirigir los ejércitos, y en este sentido Bizancio no se diferenciaba de ellos, al menos de momento. A partir del siglo IX comenzaría a desarrollarse una aristocracia militar terrateniente provista de propiedades rurales concentradas fundamentalmente en la meseta de la Anatolia. De hecho, en algunos casos, el ejercicio del mando militar se heredaba de padres a hijos (y en este sentido el linaje de los Focas es un ejemplo particularmente apropiado). Sin embargo, los ejércitos eran independientes de la aristocracia. Más que organizar por su cuenta a las tropas, lo que sucedía era que los aristócratas hacían carrera en el ejército, de modo que siempre hubo también generales procedentes de familias sin relieve alguno. Además, la aristocracia bizantina nunca logró posiciones de dominación local en la mayor parte de las regiones del imperio, al menos no antes del siglo XII, como muy pronto, salvo, probablemente, en el núcleo territorial de la Anatolia central. Bizancio contaba con un abundante campesinado independiente, y sus integrantes no solo formaban las milicias de las themata sino que constituían también —y sobre todo— la principal fuente de ingresos fiscales. En tales circunstancias, a los aristócratas no les resultaba fácil actuar por libre, de modo que la oposición al poder imperial tendía a encauzarse mediante intentonas de usurpación y no con la promoción del separatismo provincial.6

La gestión de este sistema fiscal necesitaba personal, y Constantinopla disponía de un cuerpo burocrático de dimensiones muy notables. Estos funcionarios regían todos los aspectos de la gobernación, organizados en una compleja escala jerárquica, como ya sucediera en tiempos del imperio romano, aunque en esta época el edificio administrativo había sido objeto de una profunda reestructuración. La propia capital era ahora tan grande que se precisaban más empleados públicos para hacerla funcionar. Los encabezaba el eparca, heredero directo de los prefectos urbanos del siglo VI. Estos últimos habían sido los encargados de organizar la tarea estatal del suministro de grano en las ciudades tardorromanas, labor que había terminado dando lugar a la conquista persa de Egipto en 618. Sin embargo, Constantinopla, que a partir del siglo VIII volverá a asistir a un llamativo crecimiento demográfico, adquirirá en el XI una magnitud verdaderamente importante, como ya hemos visto, de modo que los emperadores no podrán correr ya el riesgo de un eventual desabastecimiento de víveres, dado que en caso de hacerlo, como así habría de ocurrir en alguna ocasión, el pueblo podía volverse contra ellos y derrocarlos. La labor de gestionar el suministro de alimentos, que ahora provenían de todos los rincones del imperio, pese a obedecer al esfuerzo de los terratenientes y los comerciantes privados, era realmente trabajosa, y de hecho las normativas que han llegado hasta nosotros a través del Libro del Eparca muestran que, en torno al año 900, los eparcas fijaban los precios o regulaban los términos de las transacciones comerciales relacionadas con todos los productos alimenticios básicos.7 La aristocracia imperial también desempeñaba un papel relevante en la administración civil, y recibía una paga tan sustanciosa como la que ejercía el mando del ejército. (Se ha solido considerar que la aristocracia civil y la militar se hallaban enfrentadas, pero no es cierto, ya que no existían diferencias estructurales entre una y otra, de modo que los generales podían actuar como burócratas en una determinada etapa de su vida, o tener hermanos que fueran funcionarios de carrera.) El diplomático occidental Liutprando de Cremona (fallecido en 972) nos ha dejado constancia del ritual de la adjudicación de la paga a los funcionarios, a la que él mismo había tenido ocasión de asistir en 950: el emperador en persona entregaba en mano una serie de pesadas bolsas de monedas de oro al personal de mayor rango, por orden de estatus, en un ceremonial de tres días de duración, y a continuación el camarlengo imperial dedicaba la siguiente semana a abonar sus emolumentos a los funcionarios de segundo nivel. Estos actos formaban parte del complejísimo protocolo del imperio, que también hallaba expresión, al menos en Constantinopla, en la amplia red de procesiones que recorrían la capital en todos los sentidos, aunque habitualmente tendieran a centrarse en el gran templo de Santa Sofía, situado en el extremo oriental de la urbe. Esta etiqueta se organizaba en función del ciclo litúrgico de la Iglesia, pero también incluía un intrincado conjunto de preceptos para regular las entradas del emperador y las aclamaciones triunfales tras la obtención de una victoria bélica. La población de la capital participaba en estos desfiles, y de hecho su celebración constituía un elemento muy notable de la presencia y la legitimidad imperial en la ciudad.8

La cultura cortesana de Constantinopla también tenía una densidad y un complejidad dignas de mención. Todos los miembros de las élites bizantinas estaban alfabetizados, algo que el Occidente poscarolingio tardaría siglos en lograr. Esto explica que los soldados de carrera fueran capaces de escribir libros (Nicéforo Focas redactó al menos las notas de un manual militar, y en la década de 1070 Cecaumeno elaboró un librito de consejos sobre el arte de gobernar), o que los terratenientes rurales poseyeran en ocasiones importantes bibliotecas, como nos permiten constatar los ochenta volúmenes que deja el testamento de Eustacio Boilas a sus herederos en 1059, entre los cuales figuran varias obras clásicas de la literatura cristiana así como unos cuantos libros de romances.9 Por otro lado, en la capital, los más destacados burócratas contaban con una esmerada formación teológica y literaria, y conocían todos los textos clásicos, de Homero en adelante, con el añadido de que muchos de ellos eran además escritores, y lo mismo puede decirse de los emperadores, y no solo de León VI, dado que su hijo, Constantino VII (913-920, 945-959), redactó un análisis de los reinos convecinos del imperio, y al menos parte del Libro de las Ceremonias, el básico y extenso manual para la celebración de las procesiones capitalinas, en el que vincula explícitamente este tipo de actos con el «orden y la dignidad» del poder.10 Los intelectuales escribían refinadas obras en verso y prosa para los emperadores, y muy a menudo en un griego extremadamente difícil, puesto que ya por entonces resultaba arcaico. La notable cultura epistolar, ampliamente formalizada, consiguió mantener vivo el universo literario (y proporcionarnos documentación a nosotros). El mundo de las letras reivindicaba fuertemente el tradicionalismo —se suponía que el virtuosismo literario debía limitarse sencillamente a imitar el pasado clásico—, pero en realidad se revelaba innovador tanto por los géneros que trataba como por el contenido de los mismos: después del año 850, el volumen de recursos de Constantinopla le permitía formar ya al suficiente número de intelectuales como para generar la masa crítica necesaria para el surgimiento de ideas nuevas, tal como habría de ocurrir también en Aquisgrán después del 800 o en el París posterior al 1100. A partir de Focio (fallecido c. 893), un burócrata convertido en patriarca, los funcionarios de carrera nos han dejado un conjunto de obras teológicas significativas, sin olvidar que fueron precisos unos conocimientos jurídicos muy considerables para traducir al griego la totalidad del corpus legal de Justiniano en torno al año 900, reorganizándolo en la Basilika y transformándolo de ese modo en un código legal operativo para el imperio.11 Más tarde, Miguel Psellos (fallecido c. 1078), miembro de la corte de siete emperadores, primer ministro de varios de ellos (consiguiendo sobrevivir a todos, pese a que en muchos casos los coronados se enfrentaran entre sí), y autor de uno de los textos históricos más relevantes y complejos del siglo XI, la Chronographia, así como de una abundante cantidad de cartas, obras retóricas y tratados filosóficos y científicos, se consideraría de facto un nuevo Platón y sería fuente de inspiración de un amplio abanico de textos neoplatónicos y punto de origen de la habitual ola de autores clásicos y cristianos.12

De Bizancio irradiaba también una notable influencia cultural. A mediados del siglo IX, fecha en la que Constantinopla someterá a una agresión más eficaz que cualquiera de las anteriores al jaganato búlgaro que había logrado afianzarse dentro de las fronteras imperiales a finales del siglo VII, las autoridades atacadas comprenderán que han de adoptar el estilo de gobernación de los bizantinos para poder sobrevivir, abrazando el cristianismo en 865 —y anticipándose así a la similar maniobra confesional que habrán de efectuar los polacos un siglo después, como ya hemos visto—. En 913, los bizantinos reconocerán como emperador a Simeón de Bulgaria (893-927), es decir, le aceptarán como zar, por emplear el término eslavo (dado que en esta época la cultura eslava es ya el elemento dominante en la región búlgara), con lo que el gobierno búlgaro empezará a manifestarse profundamente inspirado en el modelo bizantino. Y este arreglo funcionó; era la razón directa de que la conquista bizantina de Bulgaria revelara ser un proceso tan enormemente dilatado en el tiempo.13 Desde Bulgaria, la variante bizantina del cristianismo podrá exportarse asimismo a otros grupos eslavos, con lo que, a finales del siglo IX, se desarrollará una liturgia «eslavónica» en lengua eslava basada en el recién inventado alfabeto cirílico, —una forma de escritura que tenía ante sí un largo futuro. El pueblo que siguió los pasos de Bulgaria fue el comandado por los príncipes ruríkidas de Kiev, que pese a ser de origen escandinavo gobernaban regiones de lengua eslava. Este pueblo empezó a recibir entonces el nombre de Rus, voz que en su sentido propio significaba «escandinavo» pero que ahora iba a quedar sólidamente asociada a las gentes de habla eslava sometidas a la dominación de Kiev, todas ellas asentadas en un conjunto central de tierras destinado a recibir el nombre de Rusia con el tiempo. Olga de Kiev (c. 945-965), la princesa gobernante, abrazó personalmente el cristianismo ortodoxo en Constantinopla en torno al año 955. Y su nieto Vladímir (972-1015), aliado de Basilio II, declararía formalmente hacia el 988 que la sociedad y la organización política de Rus eran cristianas.14

Para el pueblo de Rusia, Bizancio no iba a suponer los mismos peligros que para los búlgaros. Kiev se levantaba en la linde de los bosques situados más allá del corredor estepario, que se hallaba habitado, en general, por nómadas de habla turca, como había ocurrido en su día con los búlgaros. En esa época, la estepa estaba dominada por el jaganato jázaro, que había adoptado el judaísmo; era además el único reino de toda la historia del medievo en adoptar esa religión. De hecho, era bastante habitual denominar también kanes, al estilo turco, a los gobernantes de Rus, que desarrollaron asimismo un sistema tributario inspirado en los modelos turcos. Tanto para los rus como para los daneses de esta misma época, la cristiandad bizantina constituía simplemente un útil elemento extra, dotado de una organización eclesiástica encabezada por un obispo metropolitano, de artesanos capaces de construir la mayor Iglesia bizantina del siglo XI que todavía sigue en pie —Santa Sofía de Kiev—, y también de una cultura escrita llamada a resultar muy relevante para la gobernación a medida que esta fuera ganando en complejidad. No obstante, como ya ocurriera en Bulgaria, lo que también iba a aportar Bizancio iba a ser la eslavización. Kiev ya era plenamente eslava, y de hecho tanto Vladímir como su padre Sviatoslav llevaban nombres eslavos. Resulta significativo, no obstante, que en el otro gran centro político —Nóvgorod, en el extremo septentrional del territorio, fundado por los escandinavos en una región de lengua báltica— se escribiera en eslavo en casi todos los casos y se empleara el cirílico, al menos por la época en que aparecen en la zona los primeros documentos de corteza de abedul (documentos que han llegado hasta nosotros a centenares, perteneciendo a la década de 1030 los más antiguos de cuantos han sido encontrados en las excavaciones realizadas en las ciénagas de la región, que por cierto todavía siguen ofreciendo nuevos hallazgos).15

El territorio de Rus era extensísimo, del tamaño de la Alemania del período, y estaba casi enteramente cubierto por una gran masa forestal. Había buenas comunicaciones fluviales, pero las tecnologías del siglo X no permitían controlar a fondo una zona tan vasta, y de hecho habrían de pasar siglos antes de que pudiera hacerse. Los tramperos dedicados al comercio de pieles, y más tarde, y de forma creciente, los asentamientos agrícolas campesinos surgidos en medio de los bosques, se limitarían simplemente a entregar un tributo a los príncipes y a la druzhina —es decir, a sus séquitos militares— a través de una red de ciudades comerciales. Dado que los príncipes rusos que ocupaban el trono tendían a tener un gran número de hijos, sus respectivos linajes fueron repartiéndose las distintas urbes. El propio Vladímir, que había iniciado su reinado en Nóvgorod, no lograría unificar los territorios de Rus sino en 978. Su hijo Yaroslav (1015-1054) hizo lo mismo al convertirse en príncipe de Kiev y en gobernante único en 1036. Después, ninguno de los descendientes de Yaroslav, ni inmediatos ni tardíos, conseguiría unir nuevamente a la Rus de Kiev, al menos no antes del siglo XV. Kiev continuó siendo el principado más importante. Sin embargo, en torno al 1100 había una docena de príncipes, todos ellos emparentados, provistos de sus respectivas druzhinas y dedicados a combatirse unos a otros. Tres eran las comarcas de especial relevancia: la misma Kiev, Nóvgorod y, de forma cada vez más acentuada, la región marginal situada al noreste, en torno a las poblaciones de Súzdal y Vladímir, cuyas tierras, una vez desbrozados los bosques, reveló ser notablemente fértil. A finales del siglo XII, este habría de ser el principado dominante en casi todos los aspectos. Sin embargo, los ruríkidas seguían embarcados en sus contiendas fratricidas al irrumpir los mongoles entre los años 1237 y 1240, lo que permitió a los invasores saquear las ciudades rusas y reducir a los príncipes a la condición de subalternos obligados al pago de un tributo. En la práctica totalidad de las ocasiones, los mongoles fueron una fuerza extremadamente negativa, dado que tendían a perpetrar matanzas generalizadas y a instaurar después una explotación brutal en casi todas las regiones que atacaban. Incluso su breve incursión en Hungría provocó graves daños en ese reino, como ya hemos visto. No obstante, en lo sucesivo, el corredor estepario, periódico vector de peligros para los estados de la Europa altomedieval, pasó a convertirse ahora en fuente de amenazas para los principados rusos, fundamentalmente.

Basilio II reveló ser un emperador dotado de un notable carisma, pese a su carácter arisco y despiadado. Sus sucesores se mostraron menos implacables, y también menos longevos, ya que el reinado de mayor duración ininterrumpida que conoció el período comprendido entre 1025 y 1081 apenas supera los trece años, lo que significa que la adopción de estrategias políticas fue más errática en este tiempo. Los decenios que separan la fecha de 1025 de la década de 1060 fueron mayormente pacíficos, puesto que el imperio no se vio sometido a ninguna amenaza seria. Sin embargo, el primer signo adverso se produciría en la década de 1050 con la conquista normanda de buena parte de la Italia bizantina, que puso de manifiesto que los ejércitos del imperio eran totalmente incapaces de hacer frente al ataque. Durante los años de paz, los temores ligados a posibles movimientos de usurpación y al surgimiento de problemas financieros incitaron a los gobernantes a no pagar los atrasos del ejército y a disminuir el volumen del contingente militar, con lo que se desmantelaron en gran parte las tropas de las themata, que eran fuerzas fundamentalmente defensivas. Esta situación no contribuyó en nada a mejorar las cosas cuando el imperio tuvo que hacer frente a un peligro militar de una magnitud desconocida desde el siglo IX: el que representaban los turcos selyuquíes, que, partiendo de su cuartel general del Asia central, habían logrado conquistar medio mundo musulmán desde que iniciaran las hostilidades en los años treinta del siglo XI. En la década de 1050 penetraban en Armenia, y poco después se internaban en la Anatolia. En 1071, Romano IV les plantó cara en una batalla campal librada en las inmediaciones de la frontera oriental bizantina, en Mancicerta, y perdió. El ejército de Bizancio huyó en desbandada, y, pese a que los gobernantes selyuquíes decidieran no intervenir sistemáticamente en la Anatolia, la formación de grupos turcos oportunistas, unida a la presencia de mercenarios bizantinos rebeldes, terminó creando un vacío político en la meseta. Una ulterior guerra civil no hizo más que empeorar las cosas, hasta el punto de que no volvería a haber ningún emperador bizantino capaz de cuajar un reinado de larga duración hasta Alejo I Comneno (1081-1118). Sin embargo, para entonces, los turcos ya se habían desplazado marcadamente hacia el oeste y empezado a atacar las regiones bañadas por el Egeo, de modo que no tardaron en establecerse en algunas de las principales ciudades de las inmediaciones de Constantinopla, como Nicea y Esmirna (la actual İzmir). Alejo también hubo de hacer frente tanto a los ataques de los normandos en los Balcanes, después de que estos hubieran terminado de sojuzgar a la Italia bizantina, como a las embestidas de los grupos seminómadas turcos llegados directamente de las estepas. Consiguió derrotarlos en 1091, estabilizando así el poder que ejercía en los Balcanes. Sin embargo, perdió el control de gran parte de la Anatolia, y de hecho a principios de la década de 1090 la situación aún habría de agravarse más.16

Este empeoramiento se produjo al solicitar Alejo el apoyo de Occidente y responder Urbano II con la puesta en marcha de las prédicas de la primera cruzada en 1095. El grueso del contingente cruzado llegó a Constantinopla en 1097, logrando de hecho recuperar Nicea en nombre de Alejo, circunstancia que le permitió recuperar también el poder en el Egeo oriental. Sin embargo, un año más tarde, cuando los cruzados consiguieron apoderarse finalmente de Antioquía y Jerusalén, las relaciones con Alejo habían quedado rotas (y de hecho los historiadores todavía discuten de quién fue la culpa), de modo que el resto de la actividad cruzada no repercutió en ganancia alguna para los bizantinos, sino todo lo contrario, ya que estableció una larga serie de principados latinos tan inestables como (muy a menudo) resentidos en Siria y Palestina que además vinieron a sumarse a los emiratos turcos que iban cristalizando poco a poco en la Anatolia, de entre los que destaca el de los selyuquíes de Rum, radicados en Konya. Tal habría de ser en lo sucesivo la nueva situación geopolítica. Alejo recuperó la Anatolia occidental, y entre su hijo Juan II y su nieto Manuel I (1143-1180) restablecieron el poder bizantino en la costa meridional del imperio, pero en lo sucesivo Bizancio habría de ser, a diferencia de lo sucedido entre el siglo VIII y el X, una potencia mucho más europea que asiática. Es más, los emperadores no solo no lograron reconquistar la meseta de la Anatolia, sino que prácticamente dejaron de intentarlo: de hecho, el único empeño serio que realizaron en tal sentido en 1176 se saldó con un desastroso fracaso.17

Vista sobre un mapa, esta circunstancia podría parecer amenazadora, pero en realidad no lo era. La Anatolia central pasó de forma permanente a manos turcas, pero Bizancio no volvería a sufrir ningún peligro procedente del este hasta la instauración del muy distinto universo del siglo XIV. Lo que habían perdido los bizantinos era en realidad el núcleo territorial de sus aristócratas, lo que explica que muchas de las grandes familias de los siglos X y XI vieran desaparecer su poder para el XII. Y lo que conservaron en cambio fue esencialmente un sentimiento de nostalgia, como se aprecia por ejemplo en el gran poema de romance titulado Digenis Akritis, un texto del siglo XII en el que se evocan las guerras fronterizas que se libraban en la meseta y se cantan las hazañas de un héroe de asendencia mixta, mitad árabe y mitad griega.18 Los principales supervivientes de esta serie de episodios fueron los propios miembros de la dinastía Comneno, junto con los Ducas, estrechamente emparentados con ellos y cuya sede de poder pasó a situarse en el gobierno, dado que Alejo y sus sucesores colocaron a los miembros de su linaje en puestos de muy alta responsabilidad, inventando para ello títulos nuevos con los que justificar la maniobra. De hecho, Alejo puso a su madre, Ana Dalasena, al frente de su tesorería, aplicando a la gobernación la repartición de roles que se asociaba tradicionalmente con la economía familiar. La cultura del golpe de mano permaneció latente por espacio de un siglo, y el gobierno consiguió estabilizarse sin tener que experimentar demasiados cambios; desde luego, el sistema fiscal permaneció intacto, y tenemos pruebas que hablan de la creación de una estructura judicial dotada de una organización más compleja. El ejército conservó su carácter de entidad asalariada y profesional, aunque en este caso se aprecia una mayor tendencia que en épocas anteriores a reclutar efectivos en el extranjero, por no mencionar que hoy conocemos ejemplos de militares a los que no se pagaba con dinero sino con la entrega de tierras o la concesión de derechos tributarios locales, conocidos como pronoia. Esto dará motivo de queja al cronista de principios del siglo XIII Nicetas Choniates, persuadido de que ahí residían las más profundas razones internas del desplome que iba a sufrir el imperio en torno al año 1200, algo que también subrayan los historiadores modernos, ansiosos de encontrar paralelismos con lo sucedido en el feudalismo militar de Occidente (pero de momento las pronoias no han logrado revelarse significativas).19

De hecho, el período de apogeo de los Comneno fue en muchos aspectos tan estable como el imperio de Basilio II. Las dimensiones y riquezas de Constantinopla eran cuando menos igual de grandes que antes, gracias, entre otras cosas, a la clara mejora económica que vive el Egeo en el siglo XII. A este avance no solo contribuyó, como en Occidente, el crecimiento demográfico, sino también el hecho de que en esta época aumenten notablemente —a expensas de los campesinos— las grandes propiedades, tanto en el ámbito eclesiástico como el laico. Por estos años, la expansión ya había logrado culminarse en la mayor parte de la Europa occidental, pero en Bizancio, como hemos visto, se daba la doble circunstancia de que el campesinado independiente había sido siempre muy numeroso y de que la opulencia privada derivaba, tanto o más que de la recaudación de las rentas que sostenía a las familias terratenientes, de los salarios oficiales extraídos del sistema impositivo. Sin embargo, en lo sucesivo, al desarrollarse la posesión de latifundios, los campesinos se vieron muy a menudo obligados a hacer frente al pago simultáneo de los impuestos y las rentas. Ese recrudecimiento de la explotación proporcionó a las élites un mayor poder adquisitivo e intensificó de ese modo los intercambios. En las islas griegas empezó a surgir la especialización vitivinícola, y en el Peloponeso comenzó a especializarse el cultivo del olivo. En varias regiones, la actividad se centró en la plantación de moreras con vistas a la producción de seda. De hecho, en Tebas y Corinto, en el centro de Grecia, se elaboraba una significativa cantidad de tejidos de ese material, exportándose no solo a la capital del imperio, sino también a Occidente. Las excavaciones muestran que las grandes ciudades como Corinto contaban con una notable variedad de productos: vidrio, cerámica, objetos de metal y sedas. En otras poblaciones había importantes mercados. El Libro del Eparca nos ofrece claras pruebas de que ya en el año 900 existían gremios comerciales en Constantinopla, y desde luego es en esa ciudad donde la producción es más intensa.20 Puede que el crecimiento económico de Bizancio no pueda equipararse, en términos generales, con el registrado en el norte de Italia o Flandes, pero al menos sí que acabó igualando al de la mayoría de las demás regiones de Occidente. Esta prosperidad engordó aun más las arcas del sistema fiscal, fortaleciendo con ello los ejércitos del estado, y permitió que continuara también la patente actividad intelectual que se observa en los siglos X y XI. Tenemos documentación que nos indica que entre los actores políticos no solo perduró la misma gama de intereses literarios; incluso se registró un aumento de su densidad (por ejemplo Ana Comneno, hija de Alejo, y su marido Nicéforo Brienio, escribieron textos de historia) y hubo también algunas novedades, como la sátira. Una de las facetas de todo este proceso se manifiesta asimismo en el hecho de que empecemos a encontrar el mismo tipo de obras literarias de protesta contra el carácter injusto de la pobreza (sobre todo en el caso de las personas cultas) que se escriben por esta misma época en París, lo que significa que también en Bizancio la gente invertía en educación con la esperanza de beneficiarse de una posible movilidad social y que sus esfuerzos no siempre encontraban recompensa.21

Esa riqueza y ese salto cultural tuvieron su contrapartida en la política. Dado que los vínculos europeos con los estados cruzados —y por supuesto las expediciones mismas— tenían que circular por rutas navales y terrestres sujetas al control de los bizantinos, las relaciones de Bizancio con Occidente se hallaban ahora mejor estructuradas que nunca. De hecho, los barcos italianos de Venecia, Pisa y Génova se ocuparán de gestionar en lo sucesivo gran parte del tráfico marítimo de Bizancio, disponiendo además de establecimientos comerciales en Constantinopla, similares a las que ya tenían en la cuenca oriental mediterránea y Egipto. Y a la inversa, Manuel intervino de forma particularmente asidua en los asuntos de Occidente, haciéndolo además por vías que los emperadores no habían vuelto a intentar desde los tiempos de Basilio I —valiéndose tanto de métodos diplomáticos, es decir, de alianzas matrimoniales y de otro tipo (gozaba por ejemplo de una gran influencia en Hungría), como de campañas militares (pese a que, a diferencia de Basilio, Manuel no lograra establecer un gobierno en Italia, el solo hecho de que lo intentara resulta significativo, ya que invadió la Apulia, antiguamente sometida a la dominación de Bizancio, en los años 1155 y 1156)—. Manuel quería que Occidente le considerara un actor político serio, y de hecho el torbellino de las tornadizas alianzas entre el papa, el rey de Sicilia, las ciudades italianas y el emperador alemán, le permitiría consiguirlo en parte, gracias fundamentalmente a su dinero.22

No obstante, el hecho de que aumentara la familiaridad entre occidentales y bizantinos no desembocó en una mayor comprensión entre ambas culturas —una circunstancia que con el paso del tiempo acabaría revelándose crucial—. Manuel trataba de mejorar ese entendimiento, pero muy pocas personas habrían de secundarle en el empeño. Es posible que se viera demasiado a las claras que muchos bizantinos pensaban que los occidentales eran simples bárbaros codiciosos (no solo estaba muy extendida la creencia de que los europeos comían carroña, sino que existían también muchas diferencias religiosas reales que se les antojaban horribles a los bizantinos, como la de exigir el celibato a los sacerdotes o tomar pan ácimo en la eucaristía).23 Desde luego era más que evidente que los bizantinos sentían escasa simpatía por los estados cruzados, que siempre conservarían en cambio una cálida aureola de compromiso religioso vanguardista en opinión de los observadores occidentales. En cualquier caso, los actores políticos occidentales no solo estaban cada vez más seguros de su propia identidad y de la superioridad de su cultura, sino que habían empezado a cerrarse de forma muy llamativa a todo conjunto de valores y prácticas alternativos. A lo largo del siglo XII, iban a desarrollar algunos prejuicios occidentales, como la idea de que los griegos no eran más que un puñado de cobardes desagradecidos, la convicción de que se entregaban a disquisiciones teológicas absurdamente enrevesadas, un estereotipo que había venido manteniéndose desde los tiempos de la república romana y los sobreentendidos de cierta retórica defensiva occidental común en la Alta Edad Media, pero ahora era mucho más fuerte. El tono de verdadero asombro frente a la grandeza, el lujo y el refinamiento de Constantinopla, que todavía puede apreciarse, en parte a su pesar, en Liutprando de Cremona en las décadas de 950 a 960, se escucha ahora con mucha menor frecuencia en las fuentes occidentales, salvo en forma de relatos semimíticos que nos hablan de una capital repleta de portentos y que la asemejan a las exóticas imágenes de la exuberancia árabe que tanto tiempo llevaban poblando la fantasía occidental. En otras palabras: Bizancio había empezado a orientalizarse, en el sentido en que Edward Said emplea el término.24 Otro ejemplo de ese sesgo es por ejemplo el hecho de que en cambio no se oiga hablar en absoluto del eficaz y saneado sistema fiscal de Bizancio, pese a que constituyera un modelo potencialmente útil para los gobiernos de Occidente, generalmente cortos de efectivo.

Este es el contexto reinante en el período posterior al 1180, época en la que el estado bizantino hubo de enfrentarse —tras fallecer Manuel sin dejar un heredero adulto— a una nueva serie de golpes de mano y a la acción de una sucesión de gobernantes tan inestables como, de hecho, incompetentes. La circunstancia de que en estos años todos los rivales en liza pertenecieran a la familia de los Comneno no contribuyó en nada a mejorar las cosas. Todos ellos se trataron unos a otros —en el mejor de los casos— con la misma violencia de cualquiera de sus predecesores. Y además, los occidentales no pensaban ya que gozaran de la solidez política que un día tuviera Manuel —de hecho, al atravesar el imperio la tercera cruzada entre 1189 y 1190, las debilidades del imperio quedaron claramente de manifiesto—. Y en cuanto a las ciudades italianas, debemos recordar que en 1171 Manuel había confiscado las propiedades de los venecianos y que en 1182 Andrónico I había machacado a los pisanos y a los genoveses. Si la matanza de 1182 reportó beneficios a los venecianos, lo cierto es que no por ello olvidaron la afrenta de 1171; y por otro lado, las demás ciudades italianas jamás perdonaron los sucesos de 1182. En último término, los vuelcos del trato político que los bizantinos habrían de dar a las distintas ciudades italianas a lo largo de las dos décadas inmediatamente posteriores no conseguiría sino enemistar a uno y otro bando. La inestabilidad del gobierno central permitiría también, prácticamente por primera vez, que los dirigentes provinciales vieran en el separatismo un objetivo interesante: así sucederá con los serbios del noroeste, con los armenios del sureste, con un miembro de la dinastía Comneno en Chipre, con un potentado local del Egeo oriental, y sobre todo —por ser justamente la amenaza más problemática de todas debido a su proximidad a la capital— con la rebelión de Pedro y Asen en 1186, que dio lugar a una reactivación de la independencia de Bulgaria. Se mire por donde se mire, esto constituye un elevado número de conflictos separatistas. Y una de sus consecuencias más relevantes sería la de que la capital se viera prácticamente sin liquidez económica, con la correspondiente y rápida disminución del ejército. Entre 1202 y 1203, esto traería consigo que, al acordar los integrantes de la cuarta cruzada (necesitados a su vez de efectivo al estar endeudados con los venecianos) que la expedición se desviara de su camino para poner en el trono a Alejo IV, uno de los pretendientes al poder, cosa que conseguirían atacando la ciudad en 1203, el recién coronado Alejo no pudiera ni pagarles lo que les había prometido ni resistir su empuje. No era la primera vez que Constantinopla sufría una conquista: Alejo I había hecho lo propio en 1081, por ejemplo, y con notable violencia y pérdida de vidas humanas; de hecho, la depredación de 1203 no fue tan grave. Sin embargo, en 1204, cuando los cruzados se cansaron de esperar (aunque, en cualquier caso, Alejo IV ya había sido eliminado en otro golpe de mano) y volvieron a entrar a saco en la ciudad, la devastación sí que fue extremadamente grave. Por esa época, ningún occidental se sentía ya impresionado en modo alguno ante la magnificencia de Constantinopla, dado que ya solo la veían como una capital de excesiva opulencia habitada por griegos tan superfluos como cismáticos. Esto determinaría que los acontecimientos de 1204 tuvieran un desenlace fatal. Los tesoros de la capital fueron objeto de un saqueo sistemático y llevados en gran parte a Occidente, y el imperio fue sustituido por una docena de pequeños estados sucesores, frecuentemente herederos de las revueltas separatistas de las décadas de 1180 y 1190, división a la que aún se añadía la débil gobernación latina de su región central.25

En cierto sentido, esta explicación resta importancia a la fecha de 1204 como acontecimiento clave de la historia bizantina, ya que lo único que lo hizo posible fue la previa desintegración del estado de Manuel y el hecho de que se hubiera terminado la luna de miel, por así decirlo, entre las potencias occidentales y los bizantinos. Sin embargo, lo que sí hicieron los sucesos de 1204 fue conferir un carácter definitivo a unos hechos que de lo contrario quizá hubieran tenido una vigencia meramente temporal. De no haberse producido la secuencia de 1203 a 1204 no resultaría difícil imaginar que un segundo Alejo I hubiera podido reunificar el imperio y restablecer su condición de potencia europea esencial, mejor integrada quizá, en términos culturales, con el resto del continente, posiblemente por mediación de las ciudades italianas. A fin de cuentas, el siglo XIII fue un período marcado por el inicial despegue de las lenguas vernáculas en varias regiones de Occidente, y a un político francés o italiano el aprendizaje del griego no le habría supuesto más dificultades que la utilización del alemán, pongo por caso. Además, como ya vimos en el último capítulo, el XIII fue también un siglo en el que Occidente asiste al desarrollo de un interés muy superior al de épocas anteriores por las técnicas de gobierno innovadoras. El modelo bizantino podría haber vuelto a cobrar efectividad práctica, y hasta es posible que se hubiera revelado más eficaz que en los siglos precedentes. Sin embargo, las cosas sucedieron de otro modo; o, mejor dicho, cuando los acontecimientos se orientaron de facto en esta dirección —con el ascenso de los otomanos— la evolución no presentó a los ojos de los europeos un aspecto que Occidente supiera, o pudiera, dados sus presupuestos culturales y religiosos, valorar. No obstante, ahora debemos concluir este capítulo echando un vistazo a la concreción de ese destino.

El imperio latino de Constantinopla fracasó, y lo sorprendente es que perdurara hasta 1261. No obstante, como ya dije al comienzo de este capítulo, después de esa fecha el remozado imperio bizantino, gobernado ahora por una nueva dinastía, la de los Paleólogo, no consiguió añadir ya ninguna clase de ganancia geográfica nueva a sus territorios. A finales del siglo XIII y principios del XIV, el imperio se centró en lograr que su autoridad se extendiera por lo que hoy es Grecia (Bulgaria quedaba fuera de su radio de acción), partiendo de la fundamental sede de poder con que contaba en el noroeste de la Anatolia. Topó sin embargo con el expansionismo rival de Serbia, una región que en tiempos de Esteban Dušan (1331-1355) se haría temporalmente con el control de todo el norte de Grecia, aproximadamente por la misma época (la década de 1340) en que el estado bizantino tenía que hacer frente a una guerra civil y a la peste negra, una plaga que causó estragos particularmente demoledores en la Constantinopla de los años 1347 y 1348. Por su parte, el Peloponeso quedó dividido en un conjunto de pequeños principados griegos y latinos. En las islas de la región, los venecianos compartieron la gestión del sistema comercial con los genoveses. De este modo, el universo del Egeo se transformó en un simple conjunto de principados díscolos, sin que ninguno de ellos tuviera la menor oportunidad de alzarse por encima de los demás. Todo cuanto puede afirmarse es que el imperio basado en Constantinopla fue el más rico de todos, debido a que se hallaba dotado de una cultura sólidamente anclada en el mundo urbano y a que no solo estaba llamado a proseguir la labor iniciada en los siglos anteriores sino que seguía siendo capaz de producir obras arquitectónicas ambiciosas y caras, como por ejemplo la reconstrucción y decoración del monasterio de Cora (Kariye Camii), efectuada entre 1315 y 1321 bajo los auspicios de Teodoro Metoquita, un importante administrador e intelectual. En dicho monasterio, situado en Estambul, se encuentran los mosaicos y los frescos más impresionantes de cuantos han llegado hasta nosotros, al margen, claro está, de la propia Santa Sofía.26

Lo que consiguió cambiar este estado de cosas fue la irrupción de un acontecimiento inesperado. Me refiero a la disolución del estado selyuquí de Anatolia, ocurrido en la década de 1270, destrozado a causa de una nueva conquista mongola. Este desplome dejó sin embridar las aleatorias energías de un conjunto de pequeños señoríos de turcos musulmanes capaces de codiciar las ricas tierras egeas de los griegos sin dejar de combatir a sus rivales. Entre 1326 y 1331, uno de esos señoríos, el de la familia osmanlí (u otomana), originaria de la diminuta población de Söğüt, a las afueras de Nicea, se apoderó tanto de esta última ciudad como de la de Bursa. Desde esa base de poder, todavía muy reducida, los osmanlíes conseguirían expandirse con una asombrosa eficacia. En 1354 se trasladaron a Tracia, y a finales de la década de 1360 llegaron hasta las costas del mar Negro, dejando a Constantinopla aislada, salvo por mar. A partir de ese momento, la casa de Osmán tardó apenas veinticinco años en ocupar la totalidad de los Balcanes, y no redujo el ritmo de su expansión sino en 1389, fecha en que los serbios dejaron en una suerte de combate nulo la terrible batalla que libraron contra los otomanos en los campos de Kosovo, lucha que sería más tarde ensalzada en los cantares. (De todas maneras, los serbios tuvieron que aceptar la hegemonía otomana poco después, y en 1439 los osmanlíes conquistaron por entero la región.) En el continente europeo, únicamente Albania y el sur de Grecia permanecieron en manos de las potencias latinas y griegas, mientras, por otra parte, el sultán Beyazid I (1389-1402) ponía cerco a Constantinopla. Los bizantinos lograron salvarse temporalmente del envite otomano gracias a la irrupción de Tamerlán, el último conquistador del Asia central, que en 1402 desbarató el ejército de Beyazid en Ankara. No obstante, en esta época Bizancio había quedado reducida y apenas iba más allá de su capital y de un fragmento de la región peloponésica que rodea Mistrá. En la década de 1430, los otomanos reanudaron su proceso expansivo, apoderándose en 1461 del resto de las plazas latinas y griegas de importancia, a excepción de las islas venecianas. Y en 1453, Mehmed II (1451-1481), orquestaba a la perfección el asedio de la mismísima Constantinopla.27

Si, en el conjunto de Europa, el imperio otomano de los Balcanes (cuyo territorio penetraba incluso en Asia) constituirá la transformación política más innovadora de finales del siglo XV, el estado que lo gobernó en torno al año 1500 fue además la estructura pública y fiscal más cohesionada de todo el continente. Si no abordo aquí en detalle su historia se debe únicamente a que no empezamos a disponer de pruebas de su solidez hasta los últimos años del siglo y a que esos datos no cobran relevancia sino después del 1500, lo que supera los límites cronológicos del presente libro. No obstante, sí hemos de debatir, al menos mínimamente, la fundamental interrogante que plantea, es decir, la de cómo logró instaurarse. ¿Cómo se las ingeniaron los otomanos para lograr, partiendo de una minúscula sede de poder inicial, algo que los emperadores de Constantinopla y los agresivos reyes serbios no pudieron conseguir: la reunificación estable de las antiguas tierras del imperio bizantino y el posterior y muy notable ensanchamiento de sus viejas fronteras? Está claro que levantaron un ejército muy eficaz, pagando al parecer a sus soldados, prácticamente desde el principio, con los ingresos de una contribución territorial, es decir, con el sistema que emplean habitualmente las tradiciones islámica y bizantina. A finales del siglo XV, o quizá antes, el salario de esos contingentes se abonaba casi enteramente mediante la devolución de una parte sustancial de los ingresos tributarios locales a las tropas directamente encargadas de recaudarlos —esa concesión de derechos fiscales recibía el nombre de timar—. También esta práctica cuenta con precedentes tanto en el mundo islámico (con la iqtá) como en el universo de Bizancio (con la pronoia, cuya relevancia fue mayor en la gestión del estado bizantino tardío que en la organización pública de épocas anteriores). Los distintos historiadores tienden a subrayar uno u otros de estos diferentes orígenes, pero en los casos en que disponemos de documentación relativa a la sucesión de los regímenes políticos (como ocurre en el norte de Grecia) podemos constatar al menos la existencia de un considerable vínculo entre las pautas de la exacción fiscal bizantina y la otomana.28

En esencia, las prácticas políticas que los otomanos habían heredado de su pasado turco-árabe —en particular la casi universal suposición de que un ejército permanente sostenido con una paga y dotado de su propia arquitectura como carrera profesional constituía un elemento estándar de cualquier sistema político— les obligaron a adoptar y a adaptar todas las estructuras fiscales que fueron encontrando en los pueblos conquistados, lo que fundamentalmente implicaba abrazar los métodos bizantinos. No tardarían en convertir esta amalgama de fórmulas en un sistema centralizado, al que también añadirían algunos elementos nuevos. Luego refinaron rápidamente el procedimiento al incluir en la organización a las élites regionales, lo que también les permitió estabilizar la autoridad local de esos colaboradores. Su poder no fue inmune a la fragmentación, sobre todo en los turbulentos años posteriores al 1402, pero lo cierto es que no desaprovecharon la ocasión de restablecerlo eficazmente —y de un modo tan competente, de hecho, que el estado otomano del siglo XVI pasó a ser el mejor organizado del conjunto de la Europa de la época, y más aún, de toda la historia del islam, hasta el XIX—. El hecho de que la primera región en desarrollar esta sólida estructura fuera la correspondiente a las tierras que un día formaran parte del imperio bizantino no es en modo alguno casual, y ya Mehmed supo reconocer el legado bizantino, que evidentemente consideraba haber superado, al repoblar Constantinopla (Estambul) y restablecer en ella, con tantísimo esmero, la capital de sus dominios.29 Los conquistadores europeos de las antiguas tierras bizantinas, que de hecho habían pertenecido también a los árabes, rara vez lograrían igualar esa eficacia. Por ejemplo, pese a que el reino normando de Sicilia debiera mucho al precedente bizantino y árabe, la contribución territorial impuesta por Bizancio en la Apulia fue rápidamente privatizada, y a pesar de que este sistema fiscal perdurara algo más de tiempo en Sicilia, ya que en la isla se exigía solo a los musulmanes, lo cierto es que acababa fundamentalmente en manos de los señores privados, declinando al menguar la propia comunidad musulmana entre finales del siglo XII y principios del XIII30 —la reintroducción de la fiscalidad en la Sicilia del XIII se hizo sobre una base diferente y adoleció también de una organización peor—. En cambio, los otomanos comprendieron la importancia de esas estructuras y tuvieron mejor mano para utilizarlas. Se hallaban en buena situación para suceder a los bizantinos y a los romanos en el nuevo mundo musulmán. No obstante, se mantuvieron mucho más alejados de las demás potencias europeas que los bizantinos de cualquier período. En Europa se les veía con odio y temor (cuando no con los fascinados ojos de la ficción orientalizante), no con admiración ni voluntad de emulación, una tensión que estaba llamada a pervivir tanto como los otomanos mismos.

De hecho, la sociedad y la organización política que más insistentemente habría de reivindicar la condición de sucesora de Bizancio sería la de Moscovia, es decir, el principado de Moscú. Después de conquistar Rus entre los años 1237 y 1240, los mongoles instauraron una vaga soberanía, unida a la exigencia de tributos, en los diversos principados rusos —reunidos bajo la dominación de uno de los estados posteriores a la invasión mongola: la Horda de Oro—. Kiev, el antiguo núcleo de poder ruso, perdió toda su relevancia, situándose de forma estable el nuevo centro político en Vladímir y sus alrededores, en el extremo noreste de la región. En la interminable sucesión de disputas que enfrentaron entre sí a los príncipes ruríkidas, que no menguaron en modo alguno tras los sucesos de 1240, los gobernantes de Moscú, que hasta entonces no era más que una minúscula población del territorio de Vladímir, acabaron elevándose a posiciones de la máxima influencia en la década de 1320, gracias en gran medida a las decisiones del kan mongol. A partir de esa fecha, el obispo metropolitano de Rus también optaría por residir frecuentemente en esa ciudad. Al iniciarse el declive definitivo de la Horda en la década de 1420, el gran príncipe de Moscú quedó convertido en el gobernante más poderoso del territorio ruso. Y en 1520, con el sometimiento de la ciudad de Riazán, Iván III (1462-1505) y su sucesor Basilio III lograban imponerse a todos los principados independientes de Rusia.31

Hasta ese momento, los prelados metropolitanos rusos habían recibido invariablemente su consagración en Constantinopla, siendo muy a menudo elegidos directamente por el patriarca de esa capital. Sin embargo, a partir de 1448, al encontrarse el imperio bizantino en las últimas, la costumbre cesó. Pese a todo, los vínculos ideológicos de la Iglesia rusa con la tradición bizantina siguieron siendo muy estrechos, y lo mismo cabe decir de los ruríkidas, ya que, por ejemplo, Sofía, la esposa de Iván III, pertenecía a la familia de los Paleólogo. En el siglo XVI, Rusia respondió a la caída de Constantinopla asegurando que Moscú era el sucesor del imperio. A partir de entonces empezaría a desarrollarse de manera ininterrumpida la imaginería de una «Tercera Roma», y en 1547 Iván IV fue coronado zar. Esta tradición ideológica (que también hallará expresión en la arquitectura, con las impresionantes iglesias de inspiración bizantina que irán surgiendo en Rusia a lo largo de la Edad Media y el período sucesivo) sería no obstante el único elemento bizantino que lograría perdurar en los territorios del principado de Moscú. La estructura fiscal de Moscovia fue durante mucho tiempo bastante sencilla, ya que estaba basada en la exigencia de tributos a las pequeñas poblaciones y al campesinado, que seguía siendo mayoritariamente independiente. Sin embargo, esta independencia empezó a disminuir al incrementarse la adquisición de tierras por parte de la Iglesia y los aristócratas, pero el proceso todavía no había entrado en fase de aceleración. Con el crecimiento de Moscovia se hizo necesario desarrollar la infraestructura política, y poco a poco los modelos que se eligieron en la práctica comenzaron a parecerse mucho más a los de los mongoles.32 Esto es algo que difícilmente podría sorprendernos, dado que el centro territorial del gran ducado de Moscú se hallaba aun más alejado del resto de Europa, incluido Bizancio, que la Rus gobernada desde Kiev, habida cuenta de que no solo se hallaba separada de las regiones meridionales por el corredor estepario, que seguiría siendo una tierra de grupos levantiscos y hostiles hasta bien entrado el siglo XVII, sino también por el recrecido gran ducado de Lituania, sólidamente asociado con Polonia en esta época (véase más adelante el capítulo 11), que había reaccionado con gran rapidez al constatar que la Horda comenzaba a derrapar y conseguido establecer una duradera dominación sobre la propia Kiev en la década de 1360. Entre el imperio otomano, que se había revelado capaz de gobernar los antiguos territorios bizantinos desde el propio capital bizantino y con métodos en gran medida inspirados en la tradición constantinopolitana, y la Moscovia que se reivindicaba sucesora del imperio bizantino con una insistencia que ningún sultán habría querido igualar, pero que sin embargo operaba con unas infraestructuras y unas prácticas sociales totalmente desvinculadas de las bizantinas, es fácil considerar más plausible la existencia de una continuidad entre Bizancio y los otomanos. No obstante, también resulta significativo que la Iglesia moscovita hiciera tanto hincapié en su pasado romano-bizantino y en su identidad ortodoxa, un factor que habría de conservar una importancia considerable en el futuro.

El imperio bizantino constituyó una parte crucial de la historia europea hasta la época de su declive, en los años inmediatamente anteriores al 1204, y de no haber sido por la cuarta cruzada quizá hubiera logrado recuperar esa condición. Ningún estudio serio de la Edad Media puede omitir su examen. Por eso resulta curioso que haya tantos autores que lo dejan fuera de su análisis. Probablemente se debe a que tienden a conceder un gran peso al período que arranca en el siglo XII, en el que Bizancio, pese a haber sido un actor fundamental hasta 1180, empieza a desaparecer del campo de visión de los autores occidentales, desvaneciéndose después como tal fuerza efectiva. De hecho, aparte de los Balcanes y los territorios rusos, la comunidad de estados europeos posterior a esta fecha tuvo un carácter marcadamente latino, y lo cierto es que a excepción de las actuales Hungría y Polonia (hasta el momento) son muy pocos los países que prestan alguna atención a los balcanes y los rusos. En cualquier caso, hasta el año 1180, el imperio bizantino fue la potencia más rica y compleja de Europa, y así se reconocería al menos hasta bien entrado el siglo XI. Pese a la amargura con la que escribe después de los sucesos de 1204, Nicetas Choniates sostiene, dejando a un lado los gráficos insultos que cabe esperar de una situación así (siempre nos han odiado, les hemos servido de presa, etcétera), que en realidad Occidente y Oriente no tienen absolutamente nada en común: «entre nosotros y ellos [los latinos] se ha abierto un enorme y permanente abismo de discordia, ya que nos separan nuestros objetivos, y que nos hallamos en polos diametralmente opuestos».33 Es comprensible su desengaño, pero no tenemos por qué coincidir con él en este aspecto.