Cada cita sobre la condición menstrual del cuerpo de las mujeres, cada uso de la menstruación para referirse al “cincuenta por ciento de la humanidad”, materializa el cuerpo como entidad sexuada (…) La menstruación es un caso en que se realizan concesiones sobre una diferencia sexual pre-discursiva. (Shail y Howie, 2005:6, traducción propia).
Previamente se mencionó que la industria productora de toallas y tampones ayudó a reinscribir narrativas dominantes sobre el género en diferentes planos.
Uno de esos planos consideró al cuerpo menstrual como un cuerpo socialmente desaventajado por su biología y defectuoso por naturaleza. Para él propuso tecnologías “reparadoras” que disimularan más cómoda y efectivamente las evidencias perceptibles de la menstruación. Esa construcción se hizo sobre la base del ideal corporal a-menstrual, masculino.
Un segundo plano otorgó algunos sentidos más a esas tecnologías (y a los cuerpos menstruales) en función de ciertos contextos y discursos sociales prevalentes a lo largo del siglo XX. Más adelante veremos cómo la publicidad de estos productos trabajó transnacionalmente, considerando el cuerpo de las mujeres como sucio y oprimido por su condición menstrual utilizando las retóricas sobre la higiene y la liberación femenina.
Un tercer plano consistió en reforzar la idea de la primera menstruación como un pasaje de niña a mujer, y en adosar prácticas de control del cuerpo para tornarlo femenino a partir de ese pasaje “natural”.
Un cuarto plano dio un sentido positivo a la menstruación de la mano del discurso bio-médico sobre ella, discurso que remite casi únicamente al cuerpo reproductivo y en el que se la percibe como indicador de la fertilidad supuesta en el cuerpo, haciendo ineludible explicar la menstruación en ese registro que coloca la maternidad en el horizonte normativo de cualquier persona que menstrúa y, a su vez, significa ese cuerpo en clave heteronormativa. Asimismo, la narrativa sobre el proceso reproductivo también reprodujo imágenes estereotípicas de lo femenino y lo masculino. Lo femenino en este proceso (el óvulo) fue significado como un ente pasivo que sólo se deja caer para “ser fecundado” mientras que lo masculino (el esperma) fue considerado como un conquistador activo que va en busca del óvulo y “lo fecunda” (Martin, 1991). La menstruación fue entonces un “derrumbe” de las paredes de un “nido” que esperaba alojar al huevo. La semántica de la pérdida guarda resonancias con la semántica de un aborto. Tanto es así que a comienzos del siglo XX cierta literatura médica hablaba del “aborto ovular”11 o del “llanto” del útero por no haber sido fecundado.
Sin embargo, la industria colaboró en la reinscripción de los otros sentidos tradicionales sobre el género en un quinto plano, un plano que fue la plataforma para la edificación de todo el resto. Fue significar al cuerpo menstrual como rasgo del cuerpo de mujer dentro del marco del discurso bio-médico moderno de la anatomía, la fisiología y la endocrinología. Se trata de un supuesto que suele permanecer incuestionado, incluso dentro de ciertas tradiciones feministas y de los estudios de género. Y es asumir la construcción del cuerpo menstrual como pura biología de un cuerpo sexuado y como marca distintiva de un cuerpo de mujer opuesto al del hombre. No cuestionar la construcción de la menstruación como un flujo hecho meramente de partículas biológicas y marca natural de la diferencia sexual sería reproducir la escisión sexo (como naturaleza) y género (como cultura). En otros términos, es dar por sentado que existe un organismo biológico sexuado en términos binarios fuera del discurso al que se le adosarían sentidos socioculturales que lo generizan sobre la base de un sexo natural.
Esto no significa que la materia y su fuerza no existan (Grosz, 2005). Pero todo lo que conocemos sobre el cuerpo existe a través de un discurso que organiza los cuerpos. Para saltear discusiones entre feminismos esencialistas y antiesencialistas, podríamos decir que el cuerpo es entendido como discurso en tanto efecto del poder aunque construido en interacción con la realidad del cuerpo (Balsamo, 1999). El cuerpo no sería ni puramente biológico o natural, ni puramente cultural o social.
Sigo a Judith Butler cuando afirma:
El propósito de una exposición de este tipo es, además de advertir contra un fácil retorno a la materialidad del cuerpo, a la materialidad del sexo, mostrar que invocar a la materia implica invocar una historia sedimentada de jerarquía sexual y de supresiones sexuales que, sin duda, debe constituir un objeto de indagación feminista, pero que resultaría completamente problemática si se la tomara como base de una teoría feminista (Butler, [1993] 2002:87).
Entonces, ¿por qué menstruar es hacer género? Fundamentalmente porque la equivalencia cuerpo menstrual = cuerpo natural de mujer también es una construcción sociocultural fuertemente enraizada en jerarquías y supresiones sexuales, en la que lo masculino es la norma y donde lo femenino se construye como opuesto y complementario. El derribamiento de la ecuación cuerpo de mujer = cuerpo menstrual que busca producir, por ejemplo, la industria farmacéutica para vender los anticonceptivos que detienen el ciclo menstrual (Couthino y Segal, 1999; Couthino, 1996, 2001) y brindan la posibilidad de manejar a gusto el cuerpo menstrual con hormonas cuando no se trata de una indicación vinculada a la salud (Mamo y Fosket, 2009; Johnston Robledo, Barnack y Wares, 2006) es también una construcción sociohistórica que responde a otros intereses. Este último aspecto será analizado con profundidad más adelante.
El cuerpo menstrual como marcador de la diferencia sexual en términos binarios es producto de un discurso entramado por el poder y el saber. Por lo que uno de los objetivos al que este capítulo apunta es ir en contra de la intuición: desnaturalizar la materia del sexo y lo que parece un dato objetivo de la realidad que desemboca en una categoría esencialista de mujer a partir de la menstruación. Esta idea, a refutar, se podría resumir así: “todo ser que menstrúa es una mujer”. Otro objetivo será pensar la vergüenza como una emoción que regula los cuerpos, y muy particularmente, los cuerpos de las mujeres en vinculación con algunas tecnologías femeninas.
La palabra menstruación proviene del latín menstruus (menstruo), y se define como “sangre procedente de la matriz que todos los meses evacuan naturalmente las mujeres y las hembras de ciertos animales” (Diccionario de la Real Academia Española12). La palabra menstruo deriva de la palabra latina menses (mes, ciclo lunar, lunación) y se vincula al carácter cíclico de la Luna porque se produce aproximadamente cada 28 días, en correspondencia con la duración del período lunar y a la regularidad mensual de ambos ciclos.
Sin despertar demasiada suspicacia podríamos decir que la menstruación es un fenómeno natural que le ocurre al cincuenta por ciento de la humanidad aproximadamente durante 5 días, cada 28 días, entre sus 12 y 51 años. Todo ello ocurre en caso de no estar embarazada, no mediar una intervención hormonal específica de detención del ciclo menstrual, durante el amamantamiento de un bebé, no tener una patología orgánica, o de una situación estresante, como una guerra (Hannoun, et al., 2007)13.
La menstruación parece ser una dimensión natural, fáctica, autoevidente e incuestionable del cuerpo sexuado de mujer en contraposición al del hombre. Pero también parece ser una experiencia única que omite la multiplicidad de los sangrados que, desde los saberes sociales en circulación, se significan como menstruaciones (Hasson, 2016). Entre ellos y como se señaló, el sangrado producido por la administración de la píldora anticonceptiva. Todos los anticonceptivos (hormonales) suprimen la menstruación “real” (la que define el discurso biomédico). Al respecto recordemos que la supresión de ese sangrado periódico estuvo tecnológicamente disponible desde el primer diseño de la píldora anticonceptiva creada por Gregory Pincus y John Rock en la década del 50. Tan poderosa fue la idea de que las mujeres “normales” sangran todos los meses que, para brindar un aspecto de naturalidad al control anticonceptivo, establecieron los días de “descanso” o las sietes píldoras placebo por mes que producen un sangrado regular semejante a la menstruación (Preciado, 2008; Marks, 2001). Ésta es una de las formas en que es posible mostrar cómo las construcciones de género se hacen cuerpo a través del uso de diferentes tecnologías. Asimismo, los contextos sociales y culturales establecen una relación dinámica con lo biológico, porque no hay acceso directo a la materialidad por fuera de la historia y de la cultura (Hasoun, 2016).
Según Elizabeth Grosz, las mujeres fueron históricamente consideradas como “más biológicas, más corpóreas, y más naturales que los hombres” (Grosz, 1994:14), por sus cuerpos reproductivos. Es decir, entre otras cosas, por menstruar. Sin ir más lejos, es muy común escuchar en nuestras vidas cotidianas sobre el temperamento y la salud mental de una mujer asociado a sus “hormonas”, a si está o no está en los días del sangrado menstrual o en los días previos, cuando el cuerpo de los bio-hombres también está regido por hormonas) y es tan fluido como el de las bio-mujeres. Iris Marion Young (2005) señaló que la diferencia entre los cuerpos de los hombres y las mujeres es que la cultura proyectó en las bio-mujeres la identificación con un cuerpo abyecto. Y es esa misma inscripción cultural del cuerpo de las mujeres como algo fluido, no sólido, como abyecto, la que determina la valorización de lo erecto frente a la humillación que significa un pene flácido, hecho que feminiza a los hombres que experimentan “impotencia” sexual (Grosz, 1994).
“La clásica asociación de feminidad y materialidad puede hallarse en una serie de etimologías que vinculan la materia con la mater y la matriz (o el útero) y, por lo tanto, con una problemática de la reproducción” (Butler, [1993] 2002: 58). Y esa asociación del cuerpo de las bio-mujeres con el útero conduce a una definición cultural dominante de sus cuerpos como fundamentalmente reproductivos (Balsamo, 1999). A causa de su cuerpo reproductivo, además de ser enaltecidas como una feminidad ideal, las bio-mujeres también fueron consideradas seres monstruosos, fuera de control (Ussher, 2006). Sus cuerpos fueron construidos no sólo desde la noción de lo que no tienen, lo que les falta (una noción que la filosofía clásica y el psicoanálisis reprodujo bajo la lógica falocéntrica denunciada por Luce Irigaray), sino también como ejemplo o amenaza de un caos corporal (Shildrick, 1997). Según Elizabeth Grosz (1994), la corporalidad femenina fue inscripta en Occidente como una filtración (seepage), no sólo como carente del falo que poseerían los hombres, sino como carente de contención, como si fuese un líquido incontrolable, un flujo amorfo. Allí se encuentra un sentido a la promesa de la “protección femenina” para completarlas; estas ideas, como las que veremos más adelante, fueron las que le dieron fundamento a las toallas y a los tampones, vuelven a enfatizar lo masculino como fuente de “protección” y como modelo de cuerpo humano completo y universal.
La menstruación, y todo lo que rodea a su experiencia, es naturalizada como “cosa de mujeres”. Las mujeres entrevistadas pueden haber variado algunas explicaciones sobre por qué ocurre el sangrado, especialmente, de acuerdo con la edad y la pertenencia de clase. Sin embargo, todas afirmaron que “es natural, es de mujer”, “es algo que sólo nos pasa a nosotras, las mujeres” (se desplegará este aspecto en el capítulo 2). Menstruar es cosa de mujeres. O lo fue hasta ahora, que la industria productora de anticonceptivos hormonales vende algunos de ellos que suprimen ese mismo sangrado que se significó como una menstruación durante más de cinco décadas. Tanto es así que los creativos que crean las publicidades y se informan de los sentidos sociales en circulación para producir identificaciones en la audiencia, usaron esa construcción como eslogan de una nueva versión de la marca de analgésicos para dolores menstruales en Argentina: “Ibuevanol, cosa de mujeres”.
Como se dijo en la Introducción, a lo largo del siglo XX los productos analgésicos funcionaron en solidaridad con la industria productora de toallas y tampones en el proceso de normalización del cuerpo menstrual. En ese trabajo colaborativo convirtieron un cuerpo defectuoso en uno socialmente aceptable tras reproducir simultáneamente la imagen de una feminidad potencialmente monstruosa, patológica, problemática por su biología. La marca local Evanol (hoy IbuEvanol), con correspondencias en otros países, se publicitó en la Argentina desde la década del 30 y mantiene hasta hoy la representación de mujeres que, por su condición menstrual, tienen algo en común: son todas víctimas de ese cuerpo “natural” colocado en el lugar de un enemigo que las hace sufrir y que el analgésico salva.
En 1939, una de las primeras publicidades de Evanol encontradas en una revista femenina argentina como Para Ti, mostraba una mujer quieta, ensombrecida y preocupada, sentada en un sofá junto a la imagen repetida hasta el cansancio en la publicidad de productos para la menstruación hasta la década del 60 y 70: un calendario con tres o cuatro días tachados. Con ese analgésico, ese mismo calendario podía transformarse en una red que no atrapa, una red que es sólo una demarcación del territorio propio en las reglas de un juego como el tenis, para que esa misma mujer pueda poner su cuerpo en movimiento también en esos días. Junto a esa visualidad, el texto del anuncio decía:
“VÍCTIMA. Todos los meses usted es víctima del mismo martirio… y sin embargo, cuán fácil es el remedio. (…) Con EVANOL, la nerviosidad, el malestar y el decaimiento que acompañan esos días inevitables desaparecen como por encanto y Ud. queda feliz, tranquila y contenta. EVANOL. Contra los malestares femeninos”.
La palabra “nerviosidad” está en desuso, pero la representación de ese estado “femenino” por menstruar sigue intacta. Ochenta años después de esta propaganda, alrededor de 2009, la publicidad televisiva de este producto mostró a tres mujeres con la misma vestimenta, en serie, unidas por un dolor menstrual que las hacía una, la misma: una mujer sufriente, irritable o emocionalmente inestable en esos días, al punto que puede pasar del enojo al llanto sin solución de continuidad. La construcción de la mujer que padece dolor físico e inestabilidad mental por menstruar y puede ser reparada por un fármaco para adaptarse a los códigos de la vida social sigue siendo una constante. Y se asemeja bastante a lo que ocurrió con la publicidad de las toallas y los tampones, en cómo posicionaron ese “defecto” que implicaría la posibilidad de que algún indicio de la condición menstrual del cuerpo quede descubierto y amenace la imagen de una feminidad ideal. Pero la menstruación, para ambas industrias, fue significado como natural y de mujer.
La menstruación suele ser considerada un proceso corporal “natural” que sólo viven las mujeres, al punto en que se la considera una de las experiencias femeninas universales. Esa sangre evidencia y refuerza, sin cuestionamientos, la pertenencia de una persona a la categoría de mujer “normal”. Más allá de los sentidos sociales que la significaron como un enemigo o un opresor de la mujer, que veremos fue asumiendo también de la mano del mercado, “funciona como un marcador literal y simbólico del sexo y la sexualidad, la fertilidad, la edad y la salud” (Hasson, 2016:959). También es un marcador muy concreto de la ausencia de un embarazo dentro de sociedades constituidas dentro de una matriz heteronormativa de inteligibilidad de los cuerpos. Es decir, dentro de una matriz cultural que históricamente le dio sentido a los cuerpos desde la norma heterosexual que vinculó la menstruación a la fertilidad y la reproducción. Lo que importa enfatizar es que, desde el sentido común, marca de forma rotunda una pertenencia social, con rasgos de exclusividad, al grupo de las mujeres y establece un vaso conductor que permite adosar al cuerpo, desde un supuesto no cuestionado, rasgos de la feminidad normativa, entre los que se encuentra la heterosexualidad.
Effy Beth, desde el cuerpo de una mujer trans, realizó una performance elocuente sobre la menstruación como “cosa de mujeres” titulada “Nunca serás mujer” (Máximo, 2016). Effy testimonia: “Una vez una persona me dijo: aunque vos te sientas mujer, te crezcan las tetas, tomes hormonas, te operes los genitales, nunca serás mujer porque no menstruás ni sabés lo que eso significa” (Máximo, 2016:78). Un año después de haber iniciado la terapia de reasignación hormonal, que la haría poseedora de la misma cantidad de hormonas que una bio-mujer pero sin tener un cuerpo con útero, ovarios, óvulos, hormonas “femeninas” y, por ende, sin vivir en un cuerpo que autoproduzca todo el llamado “ciclo menstrual”, se extrajo medio litro de sangre (lo que una bio-mujer en edad fértil menstrúa en un año). Con ese medio litro de sangre realizó 13 actos performáticos, un número que simboliza las menstruaciones promedio que suele tener una bio-mujer en un año. En el relato de su primera menstruación, Effy Beth afirma:
Muchos creen que las personas que accedemos (al tratamiento de reasignación hormonal) lo hacemos por capricho o deseo, pero pocos comprenden que hay una necesidad de crecer, de buscarse, de reafirmarse, de ser verdaderas y que internamente atravesamos conflictos respecto a si la verdad se encuentra mediante el artificio, ¿cuál es el artificio? ¿Artificio es lo que tomamos o lo que somos? ¿Cuál es la mentira? Éste es el primer mes en que mi cuerpo —hormonalmente— empezó a funcionar como el de una mujer (…).Yo era mujer antes de esto, ¿por qué entonces exteriorizar mi identidad? Siento que debo conectarme con mi cuerpo, debo eliminar cualquier distorsión, cualquier máscara. Debo experimentar cosas que no quiero, porque de eso se trata la definición del sexo, una seguidilla de consecuencias externas y culturales (…) (Máximo, 2016:79).
No sólo las mujeres trans como Effy evidencian que hay cuerpos no menstruales (no menstruales desde la definición bio-médica de esa sangre) que se definen como mujeres. También hay cuerpos de bio-mujeres, menstruales, que no se definen como mujeres. Y, más aún, Effy deja expuesta la construcción social que asocia mujer a la materialidad de esa sangre, el peso sustantivo que tiene la posibilidad de menstruar en la definición de existencia de una “verdadera mujer”. Un rasgo mucho más exclusivo que la posibilidad de procrear, una posibilidad que las tecnologías de reproducción democratizaron de alguna manera, la posibilidad de producir los senos, los glúteos, las caderas, la cintura “de avispa”, las piernas sin vello, dentro de una larga lista de etcéteras que componen la feminidad ideal. Pero volviendo un momento más al planteo de Effy: ¿Cuál es la verdad? ¿Cuál es la mentira? ¿O es que la verdad sobre la feminidad se encuentra sólo a través del artificio?
Los cuerpos queer nos ayudan a ampliar el territorio posible de nuestra propia existencia. Y, en lo que refiere al tema de este libro, también nos ayudan a exponer la existencia de cuerpos no menstruales que son cuerpos de mujer, cuerpos menstruales que no son mujeres, hecho que llevó a plantear que sería más correcto hablar de menstruantes (menstruators) en vez de mujeres (Bobel, 2009), como se verá en el capítulo 5. Recordemos que también hay cuerpos de bio-mujeres, que pueden ser no menstruales mediante la ingesta de hormonas anticonceptivas o por otros factores. Pero hay otra dimensión en donde se puede cuestionar la sinonimia cuerpo menstrual = cuerpo de mujer.
Que la menstruación se haya constituido como un hecho fundamentalmente médico (Lander, 1988) a partir del siglo XVIII fue fundamental para la marcación de la diferencia sexual binaria y la consideración de la menstruación como una expresión única del cuerpo de las bio-mujeres. Desde ese hito, la menstruación pasó de ser considerada un proceso normal a uno patológico, una forma de enfermedad que requería descanso en el siglo XIX y comienzos del XX, siglo en que comenzó a normalizarse nuevamente como marca distintiva del cuerpo de mujer bajo estrictos patrones de regularidad. Se realizará una breve genealogía sobre la construcción del cuerpo menstrual como profundo marcador de la diferencia sexual desde el temprano discurso bio-médico moderno, que se fue completando a lo largo del siglo XX, con el descubrimiento de las hormonas sexuales. Ese recorrido es importante porque en ese discurso sobre el cuerpo menstrual se sustentó la industria de Femcare a lo largo del siglo XX para darle sentido y legitimidad a las toallas y tampones manufacturados y descartables. Lo difundió activamente, en especial, en sus materiales educativos. El saber bio-médico hegemónico sobre el cuerpo menstrual fue desplazando paulatinamente el saber de las mismas menstruantes sobre sus cuerpos para otorgarle el saber legítimo a la Medicina. Sigo el posicionamiento de Louise Lander (1988), quien junto a otros autores como Thomas Laqueur, Emily Martin, Nelly Oudshoorn, y Micheal Stolberg, se dedicó específicamente a revisar la construcción que la Medicina hizo sobre la menstruación. Planteó que ésta no es sólo una disciplina científica, es fundamentalmente una institución social que sustenta y refuerza otras instituciones sociales. Y lo demuestra considerando el efecto zigzag que tuvo el discurso sobre la menstruación, que poco tuvo que ver con el conocimiento científico sobre ésta y más con las fuerzas sociales externas a la esfera médica. Lander inicia su indagación con la consideración de la normalidad de la menstruación en el siglo XVIII y XX para vincularla con la función social productiva de las mujeres de sectores medios, y evidenciar que la anormalidad de la menstruación del siglo XIX se relacionó con el papel económicamente superfluo que tuvieron las mujeres durante la Revolución Industrial. El proceso de normalización de la menstruación que veremos se produjo de la mano de las tecnologías de “protección femenina” a lo largo del siglo XX a su vez, no fue homogéneo. En países como los Estados Unidos ese movimiento zigzagueante a lo largo del siglo XX fue más claro que en otros países como la Argentina, y tuvo expresiones en la publicidad de toallas y tampones que se verán, más adelante, en la lectura del libro. En la década del 30, la patologización de la menstruación retornó vía la Tensión Premenstrual acuñada por Robert Frank (1931). Alcanzó su pico de normalidad durante la Segunda Guerra Mundial, cuando se necesitaron los cuerpos de las mujeres para ocupar los puestos de trabajo de los hombres que estaban en el frente de batalla. La patologización de la menstruación retornó en la posguerra, ya que los hombres precisaban volver a ocupar sus lugares de trabajo (Lander, 1988; Houppert, 1999; Vostral, 2008, Newton, 2016). La doctora Katharina Dalton acuñó en 1952 el término Síndrome Premenstrual (SPM)14. Recordemos que el Desorden Disfórico Premenstrual es una categoría más severa de SPM que está integrado al Manual Diagnóstico de Patología Mental que suele regular la práctica de los especialistas del área a nivel mundial. Ese manual es conocido como DSM (Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders) y es publicado por la Asociación de Psiquiatría Norteamericana. En su quinta y última versión (DSM-5), está presente la categoría.
Existieron gran variedad de estudios que relacionaron la criminalidad en las mujeres con su condición menstrual. Entre ellos, uno de los más interesantes es el de Rittenhouse (1991), quien sugirió que el SPM comenzó a difundirse a gran escala en los años ochenta porque sirvió de argumento de defensa para dos juicios por asesinato perpetrados por mujeres.
Con ese recorrido histórico que deconstruye la “obvia” sinonimia cuerpo menstrual = cuerpo de mujer se propone hacer un acuerdo disruptivo sobre la manera de concebir el cuerpo menstrual. Y ese acuerdo tiene dos consecuencias. La primera es dejar de referirnos a la menstruación aisladamente y ubicarla en las coordenadas de un cuerpo sexuado con “una historia sedimentada de jerarquías sexuales y supresiones sexuales” (Butler, [1993] 2002:87). En este sentido, insisto en hablar de cuerpos menstruales. Desde este eje vamos a interpretar la repetida máxima de Simone de Beauvoir: “No se nace mujer, se llega a serlo”15. Ese cuerpo también debería localizarse en coordenadas de clase social, etnia, edad, tiempo y espacio, etcétera. En segundo lugar, la segunda consecuencia será reposicionar la menstruación como efecto de un discurso en interrelación con la materialidad de un sangrado que, entonces, dejará de ser un mero fluido compuesto por sustancias biológicas. Este acuerdo también puede servir para pensar qué produjeron, producen y reproducen otras construcciones discursivas sobre la menstruación que se hacen cuerpo, como las que rodean la experiencia de la menopausia, el uso de anticonceptivos que detienen el ciclo menstrual, el uso de productos reusables para gestionar la menstruación, las técnicas de “regulación menstrual”, el free-bleeding, una serie de prácticas entre mujeres en torno a sus cuerpos reproductivos. De este modo se propone continuar poniendo el cuerpo.
Dentro del saber bio-médico moderno hubo un tiempo en que la menstruación tenía equivalencias con otros sangrados del cuerpo de los hombres. En escritos médicos que datan entre el 1500 y el 1800, Michael Stolberg (2005) encontró que se registraban sangrados periódicos en lo que hoy conocemos como cuerpo de varón. Sangre al toser, sangre en la zona del ano, sangrado periódico por la nariz, los dedos o el pene eran algunos ejemplos16. Y en ese tiempo, la menstruación tenía connotaciones positivas vinculadas a una forma de recobrar el equilibrio del cuerpo (Laqueur, ([1991] 1994). Es decir, a la vitalidad, la salud.
La menstruación era entendida como el modo principal de evacuar una materia excedente o dañina para el cuerpo. Hasta entonces, la diferencia entre hombres y mujeres se explicaba por el exceso y falta de calor, respectivamente. Se entendía que los órganos genitales de las mujeres eran internos porque, al ser cuerpos más fríos, esa localización permitía mantener el calor del feto y llevar a término un embarazo. En cambio, el cuerpo de los hombres, por ser más calientes, eran considerados más perfectos. El cuerpo humano era concebido como un sistema dinámico de interacción con el ambiente en constante devenir, era un sistema de entradas y salidas. Cada parte del cuerpo se relacionaba inevitablemente con otra/s. Uno de los medios de balance era el flujo menstrual.
Stolberg (2005) diferenció tres modelos explicativos sobre la menstruación en ese período histórico en que la función principal de la menstruación se encuadró dentro de lo que se llamó la teoría holística de los humores. Es importante reseñar esos tres modelos por dos motivos. Primero porque son parte de una genealogía sobre el cuerpo menstrual dentro del saber bio-médico que permite entender momentos de discontinuidad en el modo de comprender la menstruación y el cuerpo, que cobrarán un sentido particular al momento en que emergió la industria de Femcare. En segundo lugar, porque muchas de éstas guardan semejanzas con las explicaciones dadas por las mujeres entrevistadas en pleno siglo XXI, especialmente por aquellas de sectores populares.
La teoría catártica que dominó el debate médico hasta 1580, aproximadamente, consideró a la menstruación como un medio de liberar a las mujeres de una materia impura que se acumulaba constantemente en el cuerpo y podía envenenarlo (Stolberg, 2005). Se pensaba que los hombres también podían acumular esta materia impura y expulsarla a través de los sangrados antedichos. La nueva teoría pletórica reemplazó, según Stolberg, a la teoría catártica y dominó hasta fines del siglo XVIII. La consideración de la menstruación como venenosa y dañina para las plantas, los animales y los hombres fue rechazada como ficticia. En este nuevo esquema explicativo, la menstruación era más bien un efecto vinculado a la capacidad de las mujeres de acumular más sangre nutritiva, buena y saludable de la que necesitaba. Durante el embarazo, se suponía que esa sangre cesaba para nutrir al feto y, en el posparto, porque se transformaba en leche para amamantar al bebé. Una sobreabundancia de sangre llamada plétora se generaba en todo el cuerpo y, en especial, en el útero. Ello explicaba la pesadez, los dolores en el bajo vientre, y cuando las venas no podían soportar más la presión se producía ese sangrado considerado saludable. Hacia fines del siglo XVI y comienzos del XVII, la alternativa a la teoría pletórica fue la iatroquímica. Entendía que era un fermento menstrual específico que producía un shock cada mes en la sangre, y explicaba de esa manera el dolor en el vientre y la sensación de calor. Esa fermentación menstrual era equiparada a la fermentación que se separaba de la materia prima en la producción del vino o la cerveza. Se estimaba que ese fermento menstrual había sido incorporado en las mujeres por Eva, tras comer la manzana prohibida en el Paraíso, y habría sido transmitido de madres a hijas para recordarles el pecado original (Stolberg, 2005:95).
A pesar de los diferentes modelos explicativos acerca de la menstruación prevalentes en la Medicina hasta mediados del siglo XVIII (catártica, pletórica o iatroquímica), la teoría pletórica dominó el período estudiado por Stolberg y concebía como saludable y normal al sangrado periódico también en los hombres.
En La construcción del sexo: cuerpo y género desde los griegos hasta Freud, Laqueur ([1991] 1994) analizó la construcción del cuerpo moderno a partir de la emergencia a fines del siglo XVIII del modelo binario de la diferencia sexual desde la anatomía y fisiología. En ese pasaje de lo que llamó el modelo de un solo sexo al de los dos sexos ocurrieron varias cosas. En el modelo de un solo sexo, el cuerpo de los hombres era el eje de medida. La vagina era considerada un pene interno, el útero era interpretado como un escroto interno y los ovarios, un equivalente a los testículos. En la transición hacia el modelo de los dos sexos, el aparato genital femenino dejó de ser comprendido como idéntico al de los hombres aunque invertido y comenzaron a asignarse nombres diferenciales a los órganos sexuales y la biología reproductiva de las mujeres. Concebida entonces como un sistema opuesto al de los hombres, desde fines del siglo XVIII, la biología del sexo de las mujeres fue posicionada como la clave de la naturaleza de las mujeres. El cuerpo moderno se construyó a partir de la diferencia sexual anatómica, planteada en términos dicotómicos. Y ello fue funcional a la distribución de roles privados y públicos entre hombres y mujeres. Particularmente, en cuanto a las discusiones sobre el rol doméstico que debían ocupar las mujeres en el contexto de las transformaciones históricas del siglo XVIII.
Las nuevas demandas y contrademandas concernientes a los roles públicos y privados de las mujeres fueron contestados a través de cuestiones relativas a la naturaleza de sus cuerpos como diferentes a aquella de los hombres. (Laqueur, 1987:35, traducción propia).
El modelo de los dos sexos recuperó la superioridad masculina justificándose sobre la base de las diferencias biológicas, “naturales”. Si en las viejas ideas, la superioridad masculina en los roles sociales del mundo público se debían a su exceso de calor (lo que los hacía más perfectos), luego del siglo XVIII, las ciencias médicas y sociales rescataron la superioridad de los hombres respecto a las mujeres.
Contemporáneamente a la instauración paulatina del modelo de dos sexos diferenciados en anatomía y funciones, Laqueur (1987:30) también señaló que la menstruación se significó como un proceso fisiológico único y distintivo de las mujeres. Emily Martin retomó y profundizó el trabajo de Laqueur y puso en evidencia que, junto con el pasaje del modelo de uno a dos sexos, los textos médicos pasaron de considerar a la menstruación como un sangrado saludable (que tenía correspondencias en el cuerpo de los hombres) a uno patológico y debilitante (exclusivo del cuerpo de las mujeres). Martin mostró que a fines del siglo XIX emergieron nuevas metáforas sobre el cuerpo. Los roles sociales de mujeres y varones se justificaron en las diferencias sexuales naturales. La concepción de las dos esferas (pública y privada) ayudó a reconfigurar esa desigualdad: los hombres como trabajadores en el espacio público, ganando un salario fuera de casa y las mujeres (con excepción de las clases más bajas) como esposas y madres en el ámbito privado, y doméstico (Martin, [1987] 2001:32). El cuerpo de las mujeres fue comprendido como más cercano a la naturaleza, débil y patológico por su condición menstrual. Según Martin, las construcciones de la medicina moderna sobre la menstruación retomaron las metáforas de la Revolución Industrial para significar la menstruación como un desperdicio, en tanto índice de la producción fallida de un embarazo.
Tal vez una de las razones por las que la imagen negativa de la menstruación, como producción fallida está asociada a la menstruación, es precisamente que las mujeres están en algún tipo de estado siniestro fuera de control cuando menstrúan. No están produciendo, no están continuando la especie, no están preparándose para quedarse en la casa con el bebé, no están proveyendo un útero seguro y cálido para nutrir al esperma del hombre (Martin, ([1987] 2001):29-30, traducción propia).
Si, en las ideas previas, la sangre únicamente era impura, esta nueva comprensión del cuerpo hizo que “el proceso mismo fuese visto como patológico” (ibidem, pág. 34, traducción propia). Las mujeres se figuraron “en un estado siniestro descontrolado” por su condición menstrual (ibidem, pág. 47, traducción propia). En el siglo XIX se destacó la naturaleza debilitante de la menstruación, y hacia fines del siglo XIX su consideración patológica.
Entonces, desde que la menstruación se tornó una marca rotunda del cuerpo de la mujer sin correspondencias en el cuerpo del hombre, fue considerada una patología debilitante y un sangrado inútil. Ese cambio en el discurso bio-médico acontecido a fines del siglo XIX y a comienzos del siglo XX en la comprensión de la menstruación como saludable a otra patológica, posicionó al cuerpo de las mujeres como temporariamente inválidas, débiles, enfermas y políticamente desaventajadas por la naturaleza de su cuerpo sexuado (Vostral, 2008, 2010), nunca por las construcciones discursivas que le cargaron a esa sangre.
Según Sharra Vostral (2008, 2010), cuando las toallas se pusieron a la venta en los Estados Unidos en las primeras décadas del siglo XX, imperaba el requerimiento del descanso que debían guardar las mujeres durante la menstruación por ser comprendida como una patología debilitante. Y esa cualidad era un tema de discusión. A fines del siglo XIX y comienzos del XX, en los Estados Unidos, se constituyó lo que Vostral (2008:21-58) denominó “la menstruación científica”: un nuevo discurso político sobre la menstruación. Luego de la influyente publicación de Edward Clark (1873), Sex Education; or, A Fair chance for the girls, los efectos de la menstruación se tornaron políticos, abriendo un debate entre médicos, educadores y también entre médicas feministas como Mary Putman Jacobi, quien en 1877 publicó una respuesta a Clark en The question of rest for women during menstruation. Clark consideraba a la menstruación como potencialmente perjudicial si no se guardaba reposo, siendo que el cuerpo de las mujeres no podía funcionar adecuadamente gastando energía en dos propósitos biológicos diferentes: como destinar energía al cerebro para estudiar y proveer energía al aparato reproductor para menstruar. La menstruación era comprendida en términos de fuerza vital. Esa economía de fuerza vital era limitada en las mujeres por ese sangrado, y consideraba que la menstruación y la ovulación ocurrían simultáneamente. Jacobi (1877) plasmó los resultados de su estudio científico (con mujeres blancas) y probó la hipótesis de que las mujeres no necesitaban descanso ni físico ni mental durante la menstruación, porque ni la función reproductiva ni la menstruación causaban debilidad en todas las mujeres. Sugirió que no se interrumpiera el trabajo pago de las mujeres durante esos días, aunque sí se contemplaran descansos. Jacobi extendió la Teoría Pletórica sobre la Menstruación para reinterpretar el rol de las fuerzas vitales (para ella era la energía de la nutrición la que promovía el desarrollo reproductivo): las mujeres producían más sangre de la que podían usar; de modo que si se embarazaban la usaban para nutrir al feto durante la gestación y, si el cuerpo no era fecundado, ese exceso se eliminaba como menstruación. A pesar de la respuesta de Jacobi (1877) y Mosher (1923) al modelo de debilidad durante la menstruación y la prescripción médica de descanso, el modelo de Clark basado en la inferioridad biológica de las mujeres fue ampliamente difundido en un contexto social en que el voto femenino y la coeducación desafiaban la ideología de las esferas separadas en los Estados Unidos (Vostral, 2008:42, 50).
A comienzos del siglo XX, la teoría del descanso durante la menstruación comenzó a cuestionarse paulatinamente dentro de la discusión médica en los Estados Unidos. La naciente industria productora de toallas y tampones descartables en ese país se hizo eco de esa concepción del cuerpo de las mujeres como naturalmente defectuoso por menstruar y del saber médico sobre el cuerpo menstrual en la versión del cuestionamiento a la prescripción de descanso durante esos días (Vostral, 2008). Así ayudó a fracturar la noción tradicional de reclusión en el hogar e inactividad durante esos días y otras creencias sobre lo que se pensaba que no se podía hacer durante la menstruación. Al mismo tiempo, perpetuó la condición abyecta de la menstruación. En el capítulo 3 se verá que la publicidad de la industria mostró mujeres activas todos los días del mes en los roles sociales que cada coyuntura les fue requiriendo, gracias a la protección que a lo largo del siglo XX asumió matices según la época variables de “higienización” y/o “liberación” de la mujer. Además, los materiales educativos fueron mutando las restricciones puntuales que se le imponían al cuerpo durante esos días, hasta tornarse caducos en la década del 70 gracias al perfeccionamiento en el enmascaramiento del cuerpo menstrual.
Una década más tarde que en los Estados Unidos (1930), las toallas se presentaron como novedad en la Argentina para proveer una solución a esos cuerpos defectuosos que les permitiera mostrarse activos todos los días. En la Argentina no se encontraron textos médicos que discutieran específicamente la necesidad o no de descanso durante la menstruación a comienzos del siglo XX, pero según mencionaron algunas entrevistadas, el descanso era parte de las prácticas vinculadas a la menstruación, muy especialmente, para las mujeres que no vivían en la ciudad en la primera mitad del siglo XX. Los testimonios de las mujeres que presentaron sus voces en el libro también mostrarán cómo las tecnologías fueron un signo de “adelanto” modernizador de las costumbres que ayudaron a incrementar la productividad económica y libidinal de los cuerpos de las mujeres todos los días del año y cuestionar, desde la primacía que asumió el saber médico sobre el cuerpo menstrual, una serie de creencias tradicionales pasadas. Por el incremento de su productividad económica, me refiero a su posicionamiento como consumidoras a partir del usufructo de su sensación de vergüenza sobre el cuerpo menstrual y la maximización de su actividad para el acceso al trabajo durante todos los días del mes. Por productividad libidinal de sus cuerpos, me refiero a la posibilidad irrestricta de configurar un cuerpo atractivo (en apariencia y emocionalidad) para el placer visual masculino que no mostrara indicios de la dimensión abyecta del cuerpo menstrual que, a su vez, la habilitaran a realizar las actividades que deseara cualquier día del mes.
Finalmente, resta introducir un elemento clave más en la construcción del cuerpo natural femenino a partir de su condición menstrual cíclica. Entre las décadas del 20 y 30, el descubrimiento de las hormonas sexuales desde la endocrinología completó la explicación sobre el ciclo menstrual y la división femenino-masculino en clave biológica (Oudshoorn, 1994; Preciado, 2008). Los materiales educativos de la industria de Femcare se ocuparon de difundir una versión simplificada de ese saber entre las adolescentes escolarizadas que refirió, ineludiblemente, a la preparación para la maternidad, con la única salvedad que se omitió la figura del esperma. En un artículo, cuyo título podríamos traducir El óvulo y el esperma: cómo la ciencia construyó un romance basado en roles femeninos y masculinos estereotípicos, Emily Martin (1991) expuso los estereotipos de género que reproduce el lenguaje supuestamente objetivo de la biología. En ese sentido, muestra cómo creencias y prácticas culturales son reinscritas dentro del mundo de la naturaleza. En la explicación del proceso reproductivo, indispensable para la explicación de la menstruación, no sólo se coloca al cuerpo dentro de las coordenadas de la heterosexualidad sino que los procesos biológicos de las bio-mujeres son expuestos como menos significativos que el de los bio-hombres. En la mayoría de los textos científicos, los órganos reproductivos de mujeres y varones son expuestos como sistemas o aparatos de producción de sustancias altamente valoradas: espermatozoides y óvulos. En el caso de las mujeres, el ciclo menstrual mensual es descripto principalmente como un proceso de producción de óvulos y un espacio apto para alojar al óvulo fecundado. Todo es caracterizado con el fin de producir bebés.
Pero el entusiasmo termina allí. Al ensalzar el ciclo menstrual como una empresa productiva, la menstruación necesariamente debe ser considerada un fracaso. Los textos médicos describen a la menstruación como las “ruinas” de las paredes del útero, el resultado de una necrosis, la muerte de un tejido. (…) (Martin, 1991:486, traducción propia).
La menstruación es representada también como una caótica desintegración de una forma. Por el contrario, la fisiología masculina vinculada a la generación de esperma es representada como productiva más que destructiva: produce miles de células de esperma cada día. Esta diferenciación también se repite en la descripción de miles de células de esperma, frescas, que se generan continuamente contra una cantidad limitada de óvulos provistos al momento del nacimiento, que se degeneran y envejecen en cada ciclo menstrual. Y en el proceso de fecundación el retrato feminizante del comportamiento del óvulo frente al masculinizante del esperma debe remarcarse. Esto podría ser narrado de otro modo. Martin contrasta esta metáfora con una investigación realizada en el Departamento de Biofísica de la Universidad John Hopkins, que transforma el óvulo pasivo en un agente activo en el proceso de fecundación. Según esa investigación, la fuerza del espermatozoide no se dirigiría hacia adelante sino hacia los costados y se “escaparía” del contacto con cualquier superficie. La fecundación, el atravesamiento de la “corona” que rodea al óvulo, se produciría por moléculas adhesivas que se encuentran en la superficie del óvulo y el esperma. El óvulo atraparía al esperma y en ese momento se activarían las enzimas digestivas del semen. Lo que Martin enfatiza es que, a pesar del descubrimiento de esta nueva saga entre el óvulo y el esperma que quebró ciertas expectativas culturales, los investigadores que hicieron este descubrimiento continuaron escribiendo textos científicos en los que el esperma es representado como un agente activo que “ataca”, “aprisiona”, “penetra” hasta entrar en el óvulo (Martin, 1991:493).
A lo largo del siglo XX, la Medicina se constituyó como una autoridad indiscutida sobre el cuerpo menstrual, y configuró su saber sobre esos cuerpos desde un estándar que incluyó estrictos patrones de normalidad (duración, frecuencia). También estableció una serie de modelos de conducta que feminizaron el cuerpo desde la definición de su destino reproductivo “natural” y desde las sugerencias del modo correcto de gestionar las menstruaciones, qué comer, cuánto dormir, cómo poner en actividad el cuerpo en esos días, entre otros.
“Vino Andrés”, “Estoy en esos días”, en la Argentina. “Andrés, el de cada mes”, en México. “Estoy con Andrés Rojas”, “Estoy con el mes”, en Perú. “Llegó Andrés”, “Juana, la colorada”, en Colombia. “Estou com Chico”, “Sinal vermelho”, “Estou naqueles dias”, en Brasil. “Me cantó el gallo”, en Puerto Rico. “Me vino la que te conté”, en Venezuela. “Aunt Flo”, “On the rag”, “Falling off the roof”, en los Estados Unidos. “Bloody Mary”, “Got the painters in”, en Inglaterra. “I’ve got the flags out”, en Australia. “Les Anglais sont arrivés!”, “Les communistes”, “Les ragnagnas”, en Francia. “Der Er Kommunister I Lysthuset” (Hay comunistas en la casa), en Dinamarca. “De tomatensoep is overgekook” (La sopa de tomate está pasada), en Holanda. “Los jugos de frambuesas maduras”, en Finlandia. “Luz roja”, en Portugal. “Erdbeerwoche” (“La semana de la frutilla”), en Alemania. “Llegó la hermana pequeña”, en China. “Ichigo-chan” (La señorita Frutillita), en Japón. “El visitante”, en Botswana. “La armada roja”, en Rusia17.
Un eufemismo es una “manifestación suave o decorosa de ideas cuya recta y franca expresión sería dura o malsonante” (Real Academia Española). Aunque en muchos casos en la actualidad son modismos utilizados con un tono divertido para referirse a la menstruación, con estos eufemismos, aún algunas mujeres de diferentes partes del mundo siguen nombrando a ese sangrado periódico. Se trata de una especie de clave secreta, un código propio que conecta a las mujeres con otras mujeres a partir de una experiencia corporal que las une como es la vivencia de la menstruación. Les permite referirse a su presencia sin ser completamente explícitas. Eso que se bordea con estos nombres contiene connotaciones negativas para un orden social. Podríamos pensar estos eufemismos como estrategias colectivas de complicidad para resistir, o al menos, sortear el estigma social por tener presencia en un cuerpo considerado abyecto desde el eje de medida del cuerpo a-menstrual, masculino.
Hablar en tercera persona de un proceso corporal propio es un denominador común elocuente. En la mayoría de los eufemismos nombrados se destaca un rasgo sugerente: la ajenidad con la que las mujeres se refieren a un proceso corporal propio. También llama la atención la figura de la visita de alguien. En los países de América Latina aparece la figura de un hombre para referirse a la menstruación. Andrés fue el principal visitante, aunque algunas también han recibido a Pepito y Pedro. En otros países, nada menos que en Francia, a los ingleses o los comunistas en Dinamarca. En estos últimos casos, se indica la señal de lucha que se inicia a partir de esa intrusión y posiciona al cuerpo de las mujeres como campo de batalla. Pero también se señalan otras personas o cosas que viene desde afuera: una tía, los pintores, la hermana pequeña. O simplemente “la visita” en un país de África. Otros modismos, en cambio, enfatizan metáforas vinculadas al color rojo de alimentos como la frambuesa, el tomate o de la apariencia de un cóctel (Bloody Mary).
Ese recorrido por diferentes formas utilizadas en el mundo para referirse a la menstruación permite enfocar, a escala transnacional, el modo en que se construyó el cuerpo menstrual femenino a partir de la vergüenza que supone un proceso fisiológico entendido como íntimo y defectuoso. De esa vivencia regulada socialmente como vergonzante y asquerosa se desprende su consecuente disimulación, en este caso, en el plano de la lengua. Ese recorrido de eufemismos es sólo una marca en el lenguaje de la existencia del tabú de la menstruación (Houppert, 1999). O, mejor dicho, en el contexto de sociedades seculares, marca la existencia del etiquetamiento (Laws, 1990) y el estigma de la menstruación (Johnston Robledo y Chrisler, 2013) que, como veremos, empezó a conmoverse lentamente. Sin embargo, su vigencia aún nos permite hablar no sólo del “clóset de la menstruación” (Marion Young, 2005) sino del proceso histórico por el que, al ocultarse mejor la menstruación, la pervivencia del mismo estigma quedó velado. Las toallas y los tampones operaron como una intervención corporal para hacer algo parecido a lo que en el lenguaje hicieron estos eufemismos: disimular la materialidad de ese fluido considerado abyecto (repugnante) y defectuoso (vergonzante) hasta ocultarlo tan bien que el estigma parece no existir.
Junto al encumbramiento de la Medicina como saber legítimo y democratizado sobre el cuerpo menstrual a lo largo del siglo XX, se registró el intento de desplazar no sólo a los trapitos caseros y reusables sino también a todos los eufemismos utilizados para referirse a lo que se consideró la palabra científica, apropiada para referirse a esa sangre: MENSTRUACIÓN. Ese nombre “científico” que parecía erradicar el tabú y “llamar las cosas por su nombre” expresa un aspecto de una nueva práctica disciplinaria sobre el cuerpo de las bio-mujeres (un modo “correcto” de hablar sobre ese sangrado), que echó por tierra la voz autorizada de las mujeres en lo que refería al saber sobre el cuerpo menstrual para transferirlo a la Medicina. Como vimos en el apartado previo, Sharra Vostral se refirió a ese proceso denominándolo “la menstruación científica” (2008). El mercado, a través de la industria productora de toallas y tampones, colaboró en ese desplazamiento mediante sus materiales educativos. Al mismo tiempo enfatizó que la menstruación es un proceso “normal”, “natural” del ser mujer. Iris Marion Young ya señaló que la insistencia tenaz en calificar ese proceso corporal como normal es un síntoma de su consideración social anómala (Marion Young, 2005).
A pesar de ese proceso, los eufemismos aún viven como resabios del auge que tuvieron en otro momento histórico. En algunos casos, se los utiliza de forma lúdica, como un chiste o una marca de complicidad sobre la pertenencia a la categoría mujer por medio de un lenguaje de mujeres.
La palabra es poderosa. El lenguaje también es una tecnología de género porque el modo en que hablamos crea un mundo, establece posibilidades de nombrar y dar existencia (una cierta existencia), así como limita, omite todo aquello que queda excluido del territorio de lo nombrable. El lenguaje produce subjetividades sexo-genéricas. El modo en que hablamos arma un cuerpo y nos habla de los cuerpos, el apartado anterior pretendió ser una muestra posible y contundente de ello.
Como la sexualidad, el género no es una propiedad de los cuerpos o algo originalmente existente en los seres humanos, sino el conjunto de efectos producidos en los cuerpos, los comportamientos y las relaciones sociales, en palabras de Foucault, por el despliegue de una tecnología política compleja (De Lauretis, 1989:8).
En este punto cabe aclarar que apelamos a una noción amplia de tecnología en el sentido que se desprende de la obra de Michel Foucault, en tanto un proceso por el cual prácticas discursivas interdependientes colaboran con otras fuerzas culturales para producir efectos a nivel de los cuerpos. Esos efectos se convierten en un aparato de control. Si bien Foucault no consideró el género como uno de esos efectos en el cuerpo, otras autoras sí lo han hecho en el campo del feminismo académico. En su legado nos reconocemos y sostenemos. El género es entonces “el producto y el proceso de un conjunto de tecnologías sociales, de aparatos tecno-sociales o bio-médicos” (De Lauretis, 1989:8) y la diferencia sexual es un punto de entrada y salida de la producción tecnológica de los cuerpos generizados (Balsamo, 1999:158). Pero también analizaremos tecnologías corporales femeninas en un sentido literal como pueden ser las toallas y los tampones. Lo haremos retomando el concepto de somatecnia (Sullivan y Murray, 2009) para recordar por su intermedio que no existe soma o bios más tecnologías, sino que hay una mutua formación entre el cuerpo y las tecnologías. Asimismo, se las analizará como “tecnologías del cuerpo generizado” (Balsamo, 1999) en el marco de las políticas de la vergüenza (Fisher, 2018).
Sandra Bartky afirmó:
Necesitamos (…) una fenomenología política de las emociones, una evaluación del rol de la emoción, más particularmente de la emoción de autoevaluación tanto en la constitución de la subjetividad y en la perpetuación de la sujeción. (Bartky, 1990: 98, traducción propia).
La necesitamos porque las emociones, o “los afectos” dentro de otra tradición de estudios, son una vía privilegiada para entender la subjetivación. En este caso, la subjetivación de género, sus formas de sujeción y de posible resistencia.
Aquí importa enfocar especialmente algunas de las emociones de autoevaluación como son la vergüenza, el orgullo y la culpa (Taylor, 2002). La vergüenza y el orgullo son cruciales para rastrear el poder regulatorio de un ideal corporal normativo en la experiencia más íntima e involuntaria de una persona, como es experimentar una emoción en relación con esa imagen ideal. Por otra parte, es importante destacar algo muy bien señalado por Susan Bordo (1996) en línea con la noción de un poder capilar conceptualizado por Michael Foucault: es crucial analizar las prácticas de feminización de la apariencia no sólo “desde arriba” sino fundamentalmente “desde abajo”, porque muchas de esas prácticas de disciplinamiento son de aceptación voluntaria. Más aún, pueden ser leídas en clave de propiciar la liberación femenina. Más adelante se expondrá cómo la industria exacerbó, capitalizó y también ocultó la vergüenza que rodea el cuerpo menstrual para que tenga sentido esconderla efectivamente bajo la idea reactiva del orgullo de ser mujer por poseer un cuerpo fértil; es decir, potencialmente reproductivo, maternal.
Por otra parte, es importante señalar cuán inconducente es pensar en las prácticas de generización del cuerpo como proviniendo “desde afuera” o “desde adentro”. Según Kursk (2001:65), las demandas de normalización de las mujeres sustentadas en la vergüenza no son menos intensas en nuestros días que lo que fueron antaño. En cambio, un traslado se produjo en la localización de la instancia propositiva del control de ese cuerpo considerado inadecuado: en vez de ser regulado primariamente “desde afuera”, paulatinamente fue tornándose una disciplina corporal interiorizada (Bordo, 1993; Kursk, 2001). Cerca del feminismo corpóreo de Elizabeth Grosz (1994), quien retoma algunos planteos específicos formulados por Jacques Lacan, la subjetividad no puede pensarse más que desde la metáfora de la Banda de Moebius, es decir, como un continuo adentro-afuera. Volveremos sobre esto en breve para pensar el par vergüenza-ocultación como una parte esencial de la operación de lo que algunas autoras como Jane Ussher (2006) llamaron el “panoptismo en acción”.
La emoción de la vergüenza tiene un lugar particular en la construcción corporal femenina dentro de nuestra cultura y, no simplemente como un opuesto lineal al orgullo, sino como un profundo sentimiento de inadecuación de sus cuerpos. Hay una distinción sutil que debemos explicitar. Sandra Bartky (1990) destacó la emoción de la vergüenza como típica de las mujeres en tanto sus cuerpos suelen ser vividos desde esa sensación, podríamos decir no consciente, de existir en un cuerpo defectuoso. Es decir, como un tormento constitutivo —más que coyuntural— generado por la percepción de sí como inferior o, en cierto sentido, como disminuido. Sigo el planteo de esta autora, quien indicó que la vergüenza de las mujeres es menos una emoción singular y más una sintonía afectiva constante con el entorno social. Es decir, no es sólo un efecto situacional sino un modo profundo de desenmascarar la subjetividad en el marco de relaciones sociales patriarcales más amplias, reguladas por una mirada de vigilancia que sanciona la cercanía-distancia de cada mujer en particular con el ideal de feminidad. Para llegar a esa afirmación, Bartky se pregunta qué tipo de estados de ánimo o emociones caracterizan a las mujeres más que a los varones. Advierte que no se refiere a emociones género-específicas —dado que los hombres y las mujeres tienen la misma capacidad afectiva fundamental—, más bien hace referencia a emociones que se relacionan con el género. En este caso, eso significa que las mujeres son más propensas a experimentar ciertas emociones, por ejemplo, la vergüenza. Y aclara que la experimentación de esa vergüenza asume un lugar diferente del que asume para los hombres cuando la sienten, porque no se trata aquí del opuesto al orgullo sino de una vergüenza encarnada, un sentimiento omnipresente de inadecuación personal profundamente desempoderante.
¿Qué tipo de estado de ánimo o emoción, entonces, tiende a caracterizar a las mujeres más que a los varones? Aquí hay algunos candidatos: vergüenza, culpa; la peculiar dialéctica de vergüenza y orgullo en la encarnación de un cuerpo que es consecuente con la afirmación narcisista de un cuerpo-espectáculo, la dichosa pérdida del yo en el sentido de fusión con otro; la aprehensión generalizada como consecuencia de la vulnerabilidad física, especialmente el temor a la violación y el abuso. (…) (Bartky, 1990:84-85, traducción propia).
Sandra Bartky (1990) también indicó que un componente clave de lo que llamó el proyecto disciplinario de la feminidad es posicionar al cuerpo propio como una ajenidad amenazante contra el que luchar. Este aspecto se enlaza con algo de lo señalado en el comienzo de este apartado y en lo que se verá en la retórica de la “protección femenina”. Para ilustrar esa cuestión, la autora examinó tres categorías de prácticas disciplinarias que producen un cuerpo en el que ciertos gestos y cierta apariencia son reconocidos como femeninos y deben comprenderse a la luz de la modernización del poder patriarcal. Esas tres categorías son el tamaño del cuerpo, las prácticas que generan un repertorio de gestos, posturas y movimientos género-específicos, y prácticas que ornamentan la superficie del cuerpo. Si bien no consideró las prácticas que llamaré de desmentida de la menstruación, su análisis es fructífero para pensar el cuerpo menstrual porque expone el proceso en que un ideal corporal de feminidad produce una subjetividad como efecto de discursos que suponen que los cuerpos de las mujeres son defectuosos. Ese “proyecto disciplinario de feminidad” constituye una “puesta en escena” que requiere una transformación corporal para las mujeres que, en mayor o menor grado, inevitablemente fracasarán en cumplir. La transformación corporal requiere la interiorización de una mirada total, “masculina”; es decir, su perpetua autovigilancia tras considerar que “las mujeres viven sus vidas vistas por otro, por Otro patriarcal anónimo” (ob. cit., 140). En el proyecto disciplinario de la feminidad que la autora enfoca, nadie disciplina; “el poder disciplinario que inscribe la feminidad en el cuerpo de una mujer está en todos lados y en ningún lado”. Ya no descansa en sanciones públicas explícitas y/o violentas, ni busca limitar su capacidad de acción. Al contrario. A medida que el poder jurídico de los hombres sobre las mujeres disminuyó y a medida que ellas lograron más libertad para moverse, se han convertido en sujetos de prácticas de normalización cada vez más demandantes (Kursk, 2001:65). Y la feminidad normativa coloca al cuerpo de la mujer cada vez más en el centro y no tanto en la preocupación antiquísima de las mujeres por acomodarlo a un ideal de belleza sino que lo nuevo es el poder creciente de la imagen en sociedades comandadas por los medios visuales.
(…) Nuevo también es el alcance de esta disciplina a todas las clases de mujeres y su vigencia a lo largo del ciclo vital (…) Sujetarse a este nuevo poder disciplinar (…) es perfectamente compatible con las necesidades de mantener altos niveles de consumo dentro de un capitalismo avanzado. (Bartky, 1998:149, traducción propia).
Bartky otorga un lugar privilegiado al ideal cultural de mujer construido desde una mirada masculina propia de la modernización del poder patriarcal, una mirada que es entonces ubicua, inlocalizable. En la cultura patriarcal contemporánea, esa mirada panóptica masculina residiría en la conciencia de cada mujer; ello las haría objeto permanente de su mirada (Bartky, 1998:34)18. La vergüenza conduce necesariamente a una apariencia monstruosa y otra aceptable desde la mirada de Otro, así como a la identificación de la mujer con esa mirada. Sonia Kursk (2001) continuó el trabajo de Bartky sobre la vergüenza en Retrieving experience. Según Kurks, si el panóptico refiere a la mirada y su interiorización, Foucault no explicó suficientemente cómo es producida la interiorización de esa mirada, cómo se establece la complicidad con ésta del sujeto auto-vigilado y cómo el disciplinamiento del cuerpo produce una subjetividad correlativa. La vergüenza permitiría abrir un camino para entender la subjetivación de las mujeres. Kurks la definió como “la estructura primaria de la experiencia de vida de las mujeres”, que es generalizada a un sentido de la inferioridad respecto de su cuerpo. Y en este sentido podemos decir que la regulación social sobre el cuerpo menstrual a través de la vergüenza expone “normas sintomáticas de un estatus subordinado de las mujeres en nuestras sociedades”, que resulta injusto entre otras tantísimas cosas porque, a diferencia de otros fluidos y excreciones del cuerpo, salvo casos excepcionales, la menstruación es incontrolable19 (Young, 2005:113) sin la intervención de alguna tecnología de gestión menstrual.
Desde el sentido común puede resultar raro pensar en las toallas y en los tampones como tecnologías. Estas últimas suelen ser asociadas con máquinas, con el progreso moderno y con la producción masculina (Wacjman, 2007). También algunos países fueron particularmente asociados al desarrollo tecnológico, y Estados Unidos es uno de ellos (Schwartz Cowan, 1997).
McGaw (2003) brinda una clave para comprender por qué las toallas y los tampones no suelen ser considerados tecnologías. Y la respuesta no sólo radica en la clásica asociación tecnologías = hardware. La persistente asociación occidental entre tecnologías femeninas y funciones biológicas hace que se naturalicen de cierta forma y queden invisibilizadas como tales (McGaw, 2003:32). Según McGaw (2003), las tecnologías femeninas se asocian a las mujeres en virtud de su biología (tampones, DIU, etc.) o de sus roles sociales (electrodomésticos) y ayudan a estandarizar lo biológico por cuanto igualan las diferencias individuales en un sistema homogeneizante.
Uno de los ejemplos de esa porosidad lo constituyen las toallas y los tampones. Lejos de tratarse de tecnologías feministas, acuerdo con Vostral (2010) en que fueron creadas y cobraron sentido social como tecnologías femeninas, dado que ayudaron a esconder los cuerpos menstruales considerados como patológicos y disfuncionales para hacerlos pasar como saludables. En el contexto de surgimiento de las toallas y los tampones en los Estados Unidos, a comienzos del siglo XX estas tecnologías empoderaron a las mujeres tras permitirles componer un cuerpo saludable y normal haciendo como si fuese a-menstrual (Vostral, 2008). De aquí que en, Under wraps, la autora las considere tecnologías de disimulación o enmascaramiento (technologies of passing).
Los productos de higiene menstrual proporcionaron una solución tecnológica a un problema corporal y social. Gestionando la menstruación y por lo tanto la debilidad física y mental temporal que se vio asociada con ella, enmascarando los cuerpos menstruales y permitiendo a las mujeres “pasar” como normales, y proporcionando a las mujeres el control y la agencia a través de una mejor eficiencia del cuerpo, las tecnologías de higiene menstrual en la década de 1920 y 1930 cambiaron la manera que las mujeres entendieron su período menstrual (Vostral, 2005: 257, traducción propia).
Sin embargo, hay dos aspectos más por considerar. Uno es que los viejos trapitos también tenían como función hacer pasar el cuerpo menstrual como a-menstrual, pero fallaban continuamente en su función: la sangre se olía, se veía, los métodos incomodaban y cada mujer debía idear su sistema de ocultación personal. Estas nuevas tecnologías no sólo fueron avaladas por el saber bio-médico, sino que estandarizaron la gestión menstrual (así como la vigilancia de la normalidad de ese cuerpo) y, lo que es más importante, hicieron más efectivo el enmascaramiento del cuerpo menstrual. Sería impreciso decir que las toallas y los tampones iniciaron un “proyecto corporal” de vigilancia y gestión del cuerpo menstrual desde el eje de medida del cuerpo masculino. Lo que ocurrió es que esas tecnologías desplazaron lentamente y de forma despareja por clase, etnia, edad a los trapitos, el algodón y el resto de los productos caseros. Así homogeneizaron la gestión de la menstruación de un modo muchísimo más efectivo que los viejos productos. Con esa estandarización, se reguló estrictamente el patrón de normalidad de la menstruación (cuánto debía durar, cada cuánto debía ocurrir, qué significaba, etcétera) así como lo que podía y no podía hacer el cuerpo durante el período al transferirse paulatinamente el saber sobre la menstruación de las mujeres hacia el conocimiento bio-médico. Asimismo, la creciente efectividad en la ocultación del cuerpo menstrual, la comodidad de los productos y la practicidad que imprimieron en la gestión menstrual fueron escondiendo el estigma de la menstruación que continuaron reproduciendo de un modo mucho más sutil. Todo ese movimiento supuso la desidentificación de un cuerpo menstrual aparentemente monstruoso, caótico per se. En ese movimiento desidentificatorio acontecido bajo el signo de la liberación de las mujeres, el ideal de cuerpo continuó siendo el a-menstrual masculino. Como se indicó en la Introducción, la posibilidad de desechar los productos y la sangre que ofrecieron estas tecnologías no fue un hecho menor. La descartabilidad de los productos, no sólo ayudó a mejorar la ocultación del cuerpo menstrual ante otros, sino también, paulatinamente ante las mujeres mismas. Esos cuerpos considerados en menos o en falta por un exceso inútil pudieron deshacerse fácilmente de esa sangre-resto y minimizar el contacto —de todo tipo— con ésta. Estas tecnologías descartables de absorción de la menstruación propiciaron la disminución progresiva del contacto de sí y de otros con la sangre menstrual. De esta manera, generaron lo que algunos autores (Coutts y Berg, 1989: 183; Hufnagel, 2012:68) llamaron la desidentificación —en el sentido dado por Goffman (1963) al concepto como respuesta al estigma— paulatina con un cuerpo menstrual. Considero que la desidentificación fue con la acepción sufriente de un cuerpo menstrual evidente (incontrolable) que victimizaba a las mujeres profundizando el posicionamiento de las mujeres en contra del propio cuerpo.
Un segundo elemento es que no sólo operaron sobre la connotación vergonzante de la menstruación sino también sobre una definición positiva, esencialista, de la feminidad a través de la biología de ese sangrado. Estas tecnologías no hicieron desaparecer la menstruación, sólo la enmascararon mejor. Entonces, el cuerpo a-menstrual que supusieron fue sólo uno de los ideales corporales que orientaron su diseño y también su uso. Es decir, desde ese ideal, estas tecnologías adquirieron una de sus funciones: enmascarar la percepción de la menstruación como marca no reproductiva del cuerpo de una bio-mujer. Esa dimensión de la menstruación fue la de un desecho inútil, una mancha sobre un cuerpo que lo señala como mácula social: inadecuado, socialmente inaceptable. Sin embargo, como acontecimiento biológico del cuerpo de las bio-mujeres fue también uno de los indicios irreductibles del ideal femenino: el cuerpo reproductivo en potencia, una futura madre. La menstruación también cargó con connotaciones positivas como índice de fertilidad del cuerpo. Entonces, estas tecnologías contuvieron literalmente la sangre pero también, metafóricamente, dos ideales corporales: el a-menstrual masculino, como eje de medida, pero también un ideal corporal femenino no sólo impoluto en apariencia sino también fértil, reproductivo. La industria de Femcare capitalizó muy bien la ambivalencia de los sentidos culturales que cargó la menstruación de la mano del saber bio-médico, a través de estas tecnologías femeninas. Las toallas y los tampones absorbieron no sólo las connotaciones negativas de la menstruación, sino que también resaltaron las positivas interpelando el orgullo para naturalizar la feminidad en torno a la biología reproductiva de unos cuerpos leídos en clave heteronormativa. En el próximo capítulo veremos esto último a través de la poderosa marca de género que implica la primera menstruación como pasaje de niña a mujer. La idea de “hacerse señorita” a partir de la menarca es aún hoy un hito social en la vida de la mayoría de las mujeres de diferentes nacionalidades y clases sociales.
Todo lo expuesto me lleva a proponer la pertinencia encontrada en el concepto de desmentida (Verleugnung) elaborado por el Psicoanálisis para repensar estas tecnologías en el marco no sólo de las intenciones plasmadas en sus diseños sino en los sentidos que adquirieron a través de su uso social. Las toallas y los tampones manufacturados y descartables pueden pensarse como “tecnologías de desmentida efectiva” del cuerpo menstrual. ¿Por qué? Porque hacen algo más que enmascarar efectivamente la menstruación como desecho inútil, como una mancha sobre el ideal de un cuerpo femenino impoluto y como contracara de un cuerpo ideal a-menstrual, masculino. También celebran la menstruación y no sólo porque se necesita que las mujeres menstrúen lo más posible para garantizar su negocio, además, celebran la menstruación porque ésta supone salud y otro ideal femenino como es la maternidad. Porque al mismo tiempo estas tecnologías indican la existencia de un proceso fisiológico que connota una definición esencialista del ser mujer desde el cuerpo reproductivo.
La operatoria de la desmentida puede resumirse en la frase: “Ya lo sé… pero aun así” (Mannoni, 1963), frase que expone la escisión del Yo que produce un mecanismo defensivo que, en este caso, releemos como culturalmente regulado si localizamos en la menstruación “la percepción traumatizante para el Yo” que se busca desmentir. “Cada mes tenés que menstruar pero debés hacer como si no menstruaras”. Se trata de un mecanismo defensivo que es fallido, que no puede cesar su actividad. Podríamos decir que desmentir la menstruación requiere una performance repetida de desmentida. En términos teóricos, cada mes por un promedio de 40 años de la vida reproductiva de una bio-mujer.
Finalmente, es necesario aclarar que aquí se hace un uso extremadamente selectivo del Psicoanálisis, que prescinde totalmente de su lectura acerca de la feminidad porque su falocentrismo ya fue expuesto de forma magistral principalmente por Luce Irigaray, a partir de su tesis doctoral Espéculo de la otra mujer ([1974] 2007). La desmentida, como mecanismo defensivo, resulta sugerente para pensar la funcionalidad sociocultural de las tecnologías femeninas que nos ocupan si estamos en condiciones de resignificar los sesgos patriarcales de algunos de sus supuestos teóricos. Por lo cual, si aceptamos esta redefinición de estas tecnologías, la pregunta no debiera ir en la vía de la patologización que entraña la desmentida, menos aún de la patologización individual de las personas que aspiran a lo femenino. ¿Cuál es el goce singular en juego en el sujeto para sostener una creencia y aun así renegar de ella? podría reformularse en una pregunta más productiva. Tal vez esa pregunta sería ¿cuál es el goce en juego de una cultura patriarcal que recrea incesantemente un ideal de Mujer que lo único que espeja es una mirada masculina, una mirada que sólo les permite a las mujeres de carne y hueso habitar la posición de fetiche y de madre ¿más que el de seres humanas?
11 En su tesis presentada en 1918 para acceder al título de doctor en la Universidad de Buenos Aires, Luis Gallo consolidaba las teorías antiguas y actuales sobre la menstruación para señalar que en calidad de un aborto ovular, la menstruación no debería existir. Allí resumía la posición de Fraenkel y señalaba sobre la secreción interna del ovario y menstruación: “En cuanto al mecanismo de la menstruación, los estudios de Fraenkel han mostrado que el cuerpo amarillo que preside el embarazo, preside también aquélla. Estas nociones han dado nacimiento a la actual teoría del aborto ovular. El óvulo, una vez producido, sufre dos alternativas; si es fecundado, encuentra en el útero un nido formado por la caduca, preparada de antemano para recibirlo y donde va a fijarse sólidamente. El cuerpo amarillo del embarazo dirige a la vez las modificaciones del útero y la solidez de la fijación del huevo. En este caso la caduca queda adherente al útero y el embarazo sigue su curso, sin que ningún escurrimiento sanguíneo se produzca. Si el huevo no es fecundado, el cuerpo amarillo se atrofia, su acción sobre la caduca uterina no tiene lugar de ejercerse, y esta caduca, ahora, inútil, se desprende como una caduca de aborto, produciéndose al mismo tiempo una hemorragia que no es otra que la hemorragia menstrual. La sangre de las reglas no sería, entonces, según esta interpretación, sino la sangre de un aborto ovular sin fecundación. Esta teoría sostenida por His, ha sido ya formulada por Loewnhard y Reichert (1873), y es modernizada por Pinard quien, en una de sus brillantes contribuciones sostiene que, en condiciones naturales, la menstruación no debería existir” (Gallo, 1918:70, el destacado me pertenece).
12 Disponible en: http://lema.rae.es/drae/?val=menstruo
13 Con relación a esto último, se hizo mención al “síndrome de amenorrea” que experimentaron las mujeres detenidas durante la última dictadura militar argentina (Barrancos, 2007).
14 Para leer más al respecto, sugiero el libro de Anne E. Figert (1996) y el artículo de J. C. Chrisler y P. Caplan (2002).
15 De un modo más general, esa reinterpretación ya fue hecha magistralmente por Judith Butler (1987).
16 No se soslaya la diferente interpretación que hace Michael Stolberg de esta evidencia encontrada en la Medicina moderna temprana en comparación con la elaborada por Thomas Laqueur. Mientras que Stolberg considera que eran descriptos como excepcionales y diferentes del sangrado menstrual, que ocurría únicamente en las mujeres, para Laqueur, estas equivalencias se encuentran en sintonía con la semejanza anatómica entre ambos cuerpos en el modelo de un solo sexo prevalente hasta comienzos del siglo XVIII. En este libro se retoma la interpretación de Laqueur por ser la más consolidada internacionalmente.
17 Agradezco a mis amigas y amigos quienes, desde diferentes lugares del mundo, fueron informantes claves para componer este registro que también fue nutrido por algunas referencias en publicaciones antecedentes (Kim y Stein, 2009; Houppert, 1996).
18 A conclusiones semejantes llegaron Berger (1974) en su análisis del arte y Mulvey (1974) en su análisis del cine.
19 Young realiza una reflexión sobre por qué no sería exagerado considerar que el etiquetamiento menstrual, traducido en la ocultación de la evidencia de la menstruación, constituye una disciplina opresiva para las mujeres, ante la crítica de que no sería más opresiva que otras normas corporales de ocultación del cuerpo en público o de otras expectativas de control de excreciones corporales que requieren limpieza y ocultación. La autora considera que estas normas son sintomáticas de un estatus subordinado de las mujeres en nuestras sociedades. (Young, 2005:113).