La Economía y el sentido de la Vida
(Apuntes para una ética del sujeto desde la perspectiva de una Economía para la Vida)
La siguiente pregunta, de carácter profundamente existencial y humano, ha sido planteada y en múltiples sentidos respondida, por innumerables filósofos, científicos y hombres de Estado a lo largo de toda la historia de la humanidad. De una u otra forma, todos y todas nos formulamos esta misma pregunta en algún momento de nuestra existencia (Mora Rodríguez, 2001: 6).
¿Qué sentido tiene en última instancia la vida para el ser humano, frente al devenir histórico de la humanidad, frente a su propia vida y, sobre todo, frente a la muerte?
Albert Camus, en su ensayo El mito de Sísifo, también se formuló esta interrogante en los siguientes términos, formulación que nos parece la más adecuada para el propósito de nuestra reflexión (Camus, 1973: 13):
La única pregunta metafísica seria es el suicidio: ¿la vida vale o no vale la pena ser vivida?
Asumiendo esta formulación de la pregunta sobre el sentido de la vida, nos adelantamos a responder categóricamente:
¡El sentido de la vida es vivirla!
Lo primero en la vida del ser humano, no es la filosofía, no es la ciencia, no es el alma, no es la sabiduría, no es la búsqueda de la felicidad, no es el placer, no es la reflexión sobre Dios; es, la vida misma. Toda libertad, toda filosofía, toda acción, toda relación con Dios, presupone el estar vivo.
Presupone por tanto, la posibilidad de la vida, en cuanto vida material, concreta, corpórea. Y esta posibilidad de la vida presupone el acceso a los medios para poder vivir:
Me quitan la vida al quitarme los medios que me permiten vivir (W. Shakespeare).
Pero entonces, insistimos: ¿La vida vale o no vale la pena vivirla?
La pregunta no es trivial, o al menos, ya no lo es. En nuestra sociedad actual está reapareciendo una cultura del heroísmo del suicidio colectivo, una cultura de la desesperanza que se basa en la tesis de que no hay alternativa frente a las amenazas globales que hoy socavan los cimientos mismos de la sociedad mundial y al mismo planeta: la desigualdad y la exclusión social crecientes, la crisis ecológica y la crisis de las relaciones humanas. Estas crisis están íntimamente relacionadas con la negación del sujeto humano en cuanto sujeto corporal, viviente, y son producto de una sacralización de las relaciones sociales de producción, sacralización que apareció tanto en la ideología staliniana (en la antigua Unión Soviética), como actualmente en la ideología neoliberal; aunque hoy por hoy, el mito del progreso técnico infinito y la negación y aplastamiento de cualquier alternativa, asume la forma de una política de totalización del mercado; por eso nuestro énfasis en su crítica. La afirmación ciega del mercado total (fundamentalismo del mercado), implica de hecho el suicidio colectivo de la humanidad y el heroísmo correspondiente es el camino para aceptarlo.
Es la pretensión de transformar el mercado en la principal, e incluso en la única, relación social institucionalizada, sometiendo, anulando y destruyendo al resto de instituciones y relaciones sociales (y por ende al mercado mismo, que depende de aquellas). Frente a estas amenazas globales (vectores centrales de la llamada globalización), la humanidad deberá ante todo (¿o no?), reafirmar con absoluta decisión la opción por la vida. Esta es la primera condición para que puedan surgir las alternativas frente al mercado total y la percepción de su necesidad frente a tales amenazas.
No obstante su presencia en toda la historia humana, la disyuntiva de la orientación del ser humano y de su acción social, sea hacia la vida o hacia la muerte, adquiere dimensiones especiales desde el surgimiento mismo del capitalismo, ya que bajo la primacía de las relaciones sociales mercantiles, los nexos corporales y subjetivos entre los seres humanos aparecen como relaciones materiales entre cosas (los productos materiales de la producción social), al tiempo que la relación material entre las cosas es vivida como una relación social entre sujetos vivos. Es la teoría del fetichismo de Marx: los seres humanos se transforman en cosas y las cosas en sujetos animados. El ser humano ya no decide su actuación como sujeto autónomo, sino que son las mercancías, el dinero, el capital, transformados en sujetos sociales, los que orientan y deciden sobre la vida y la muerte de todos los seres humanos. Los objetos adquieren vida y subjetividad, que es la vida y subjetividad de los seres humanos, proyectada en los objetos. Por lo tanto, la orientación hacia la vida o hacia la muerte en una sociedad de este tipo, no puede ser analizada como un problema puramente “subjetivo” o casual, ligado a la buena o mala voluntad de las personas y a sus reglas morales; pero tampoco en los términos simples y mecánicos de una “estructura económica determinante de la conciencia”; sino que es el problema de una determinada espiritualidad institucionalizada en la organización material de las relaciones sociales entre los seres humanos.
Pero hoy se trata de afirmar la vida misma, porque el hecho ya evidente de la globalidad del mundo implica que la vida ya no está asegurada, independientemente de cuál sea el comportamiento humano. Al contrario, hace falta preguntar por los comportamientos necesarios para que esta vida pueda seguir existiendo. No se trata de formular a priori una ética sobre la “vida buena” o la “vida correcta”. Hoy, la globalidad del mundo con sus amenazas globales para la vida humana nos presenta el problema de la ética de una manera diferente, que podemos formular de la siguiente forma: ¿Cómo tenemos que comportarnos para que la vida humana sea posible, independientemente de lo que pensemos que ha de ser la vida buena o correcta? De esta ética se trata. Es la ética necesaria para que se pueda vivir. Es la ética de la responsabilidad por el bien común, en cuanto que condición de posibilidad de la vida humana. Es también la afirmación de la esperanza humana en todas sus formas, de la utopía como un más allá de los límites de la factibilidad humana.
Pero la vida no se puede afirmar si no es afirmándose a la vez frente a la muerte. Una afirmación de la vida sin esta afirmación frente a la muerte es una afirmación vacía e inefectiva. Vivimos afirmando nuestra vida frente a la muerte y en el ser humano esta afirmación se hace consciente. Que haya vida es resultado de esta afirmación.
En sí misma, la afirmación de la vida tiene una doble connotación: el deber vivir de cada uno y el correspondiente derecho de vivir de todos y cada uno. De este deber/derecho de vivir han de derivarse todos los valores vigentes, valores que hagan posible el deber y el derecho de vivir; pero también, el sistema de propiedad, las estructuras sociales y las formas de cálculo económico, las normas de distribución del producto, los patrones de consumo, es decir, las instituciones de la economía. La misma posibilidad de la vida desemboca en estas exigencias. Así por ejemplo, un sistema de propiedad debe considerarse legítimo, en la medida en que sea compatible con la vida real y material de todos, e ilegítimo, si no es compatible con esta exigencia. Lo mismo podríamos decir de cualquier otra institución económica parcial (empresa, organización, sindicato, etc.), y de las grandes institucionalidades (Estado, mercado).
¿Cómo entendemos entonces la economía? ¿Cómo creemos que debe ser reformulada la economía, en cuanto actividad humana y en cuanto disciplina teórica? O al menos, ¿en qué dirección? Creemos que esta reformulación debe darse en el sentido de constituir Una Economía orientada hacia la Vida, o, resumidamente, Una Economía para la Vida. Y cuando hablamos de “vida” nos referimos a la vida real de los seres humanos reales, no a la vida imaginaria e invertida de las teorías económicas neoclásica y neoliberal (y de la tradición positivista en general). Una Economía para la Vida se debe ocupar de las condiciones que hacen posible esta vida a partir del hecho de que el ser humano es un ser natural, corporal, necesitado (sujeto de necesidades). Se ocupa, por ende, particularmente, de la producción y reproducción de las condiciones materiales (biofísicas y socio-institucionales) que hacen posible y sostenible la vida a partir de la satisfacción de las necesidades y el goce de todos, y por tanto, del acceso a los valores de uso que hagan posible esta satisfacción y este goce; que hagan posible una vida plena para todos y todas{1}.
No se trata de una tesis “economicista” (reduccionismo económico), ni siquiera de una tesis “economista” (desde lo económico, tal como este término se entiende comúnmente). Las condiciones de posibilidad de la vida humana a las que nos referimos son condiciones corporales, de modo que abarcan a la sociedad en todas sus dimensiones, incluyendo desde luego a la economía. Estas condiciones de posibilidad de la vida humana constituyen, de hecho, un circuito: el circuito natural de la vida humana, metabolismo socio natural entre la humanidad y la naturaleza externa, en el marco de la Naturaleza (con mayúscula). No hay vida posible si la misma no es incluida en este circuito natural (que incluye al circuito propiamente económico). La negación y destrucción de este circuito natural significan la muerte.
Pero entonces, y según este enfoque, ¿cuál es la especificidad de la economía? La economía, aunque debe partir de este carácter multidimensional y complejo de la vida humana, la analiza en función de las condiciones de posibilidad de esta vida humana a partir de la reproducción y el desarrollo de “las dos fuentes originales de toda riqueza” (Marx): el ser humano en cuanto sujeto productor (creador) y la naturaleza externa (medio ambiente), “madre” de toda riqueza social (Petty). No se ocupa simplemente del contenido de la riqueza social (los valores de uso en cuanto satisfactores de necesidades humanas), sino de las condiciones que hacen posible la reproducción y el desarrollo de esta riqueza social y, por consiguiente, la reproducción y el desarrollo de sus “dos fuentes originales”. Por eso, analiza también la forma social de esta riqueza y su impacto en la reproducción de las condiciones de posibilidad de la vida humana.
Luego, la corporalidad del sujeto concreto resulta ser un concepto clave para una Economía orientada hacia la Vida. No se trata únicamente de la corporalidad del individuo, sino de la corporalidad del sujeto en comunidad. La comunidad tiene siempre una base y una dimensión corporal. Se trata del nexo corporal entre los seres humanos y de estos con la naturaleza. Toda relación entre los seres humanos tiene necesariamente esta base corporal y material, en la cual diariamente se juega la vida o muerte de la gente: su sobrevivencia, su actuar en comunidad, sus condiciones de existencia. Podemos llamar a esta relación corporal (entre los seres humanos y de estos con la naturaleza), sistema de división social del trabajo, o más ampliamente, sistema de coordinación del trabajo social.
Por eso, una Economía para la Vida es el análisis de la vida humana en la producción y reproducción de la vida real, y la expresión “normativa” de la vida real es el derecho de vivir. Lo que es una Economía para la Vida (en cuanto disciplina teórica), puede por tanto resumirse así: Es un método que analiza la vida real de los seres humanos en función de esta misma vida y de la reproducción de sus condiciones materiales de existencia. Un método que permite entender, criticar y evaluar las relaciones sociales de producción e intercambio, sus formas concretas de institucionalización y sus expresiones míticas. El criterio último de este método es siempre la vida del sujeto humano como sujeto concreto, corporal, viviente, necesitado (sujeto de necesidades), sujeto en comunidad. Este criterio de discernimiento se refiere a la sociedad entera y rige asimismo para la economía.
La vida real es la vida material, incluido el intercambio de materias y energía del ser humano con la naturaleza y con los otros seres humanos. El origen mismo del ser humano se explica por esta relación: relación con los otros, relación con la naturaleza externa, relación consigo mismo. Según la tradición griega fundada por Aristóteles, la economía (oikonomiké) es la ciencia que se preocupa del abastecimiento de los hogares y de la comunidad circundante (la polis), a través del acceso a los bienes necesarios para satisfacer, potenciar y desarrollar las necesidades humanas{2}. Una Economía para la Vida afirma esta vida real como la última instancia de toda vida humana. Para vivir, el ser humano tiene que hacer de su vida real la última instancia de la vida. Toda nuestra vida es una permanente relación vida-muerte. Por eso, el sentido de la vida es siempre una cuestión abierta: vivimos enfrentando, eludiendo y superando a la muerte, para finalmente sucumbir ante ella. El ser humano no es un “ser para la muerte”, sino un “ser para la vida” atravesado por la muerte, que fatalmente ocurre. Pero ni la misma muerte es aceptable por el hecho de que sea una fatalidad sin salida.
De manera que cuando afirmamos: “El sentido de la vida es vivirla”, ante todo estamos reafirmando una voluntad de vivir, reivindicando una lógica de la vida que permita reorientar la organización de la sociedad por el imperativo ético de la vida: mi vida, la vida del otro, la vida de la naturaleza externa al ser humano. Y no solamente una vida “sostenible” (aunque esto es necesario), sino una vida que contenga la referencia a la plenitud humana, aunque sin caer en la ilusión trascendental de identificarse con ella en cuanto meta calculable.
Lo anterior contrasta radicalmente con el método y los contenidos de la teoría económica dominante (neoclásica). Para ésta, la racionalidad formal abstracta (eficiencia, rendimiento, utilidad, competitividad, maximización, equilibrios macroeconómicos, etc.), se ha transformado en la “substancia”, en el valor supremo y el fin en sí mismo en referencia al cual la vida humana real se puede reproducir o no. La producción tiene que ser, ante todo, lo más eficiente posible, máxima, competitiva; para sólo después considerar y decidir cuántos y quiénes pueden vivir a partir de este resultado. Y esto no excluye la necesidad de un “cálculo de vidas” (Hayek), de un sacrificio de vidas hoy para asegurar un supuesto mayor número de vidas en un mañana venidero (siempre indefinido){3}.
El presupuesto parece lógico: “entre más grande sea el pastel más posibilidad de que el mismo alcance para todos y de que la satisfacción sea mayor”. Sin embargo se trata de una lógica instrumental, abstracta, que deja por fuera del análisis las condiciones reales de la reproducción de la vida real y los efectos indirectos de la acción humana orientada por el cálculo de utilidad (sobre el ser humano y sobre el medio ambiente). Se trata de una lógica que hace abstracción de la muerte y que invierte la realidad.
Para esta teoría económica (neoclásica), racionalización de las apariencias de la economía mercantil y capitalista, la eficiencia de la producción no se evalúa a partir del hecho de que todos y todas puedan vivir (naturaleza incluida), sino de la decisión de quienes pueden vivir y quienes no. La eficiencia se transforma en un fetiche y la exigencia de vivir es aplastada en nombre de esta eficiencia y de la lucha competitiva. En realidad, toda acción racional enmarcada en el cálculo medio-fin, tiene esta abstracción/ inversión como su base. La misma tesis de la objetividad del mundo es un resultado teórico producto de esta abstracción. En última instancia, la realidad es sustituida por, y sometida a, una empiria idealizada e ideologizada que se deduce de determinados valores y principios de actuación (la eficiencia formal, la lucha competitiva, el homo economicus), valores arbitrariamente establecidos.
Similarmente, mientras que para el pensamiento neoclásico y neoliberal (equilibrio general competitivo, mito de la mano invisible), toda asociación entre seres humanos frente al mercado es vista como una “distorsión” que el mercado sufre, para una Economía orientada hacia la Vida puede ser el medio para disolver las “fuerzas compulsivas de los hechos” que se imponen “a espaldas de los actores” (Marx), cuando las relaciones sociales humanas son transformadas en “relaciones de valor entre mercancías”. Y más que la simple asociación, se trata de la solidaridad. La existencia de estas fuerzas compulsivas de los hechos es, de hecho, un indicador de ausencia de solidaridad{4}. Quizás sean inevitables, pues toda institucionalidad es un sistema de administración de la relación vida/muerte, pero no son una necesidad (fatalidad) frente a la cual no queda más que someterse con humildad. En un país como Costa Rica, con un nivel de desigualdad en los ingresos cercano al promedio mundial, bastaría una pequeña redistribución del ingreso desde los estratos más ricos hacia los más pobres para erradicar la pobreza extrema (indigencia). No obstante, los “intereses creados” (en realidad, las fuerzas compulsivas de los hechos) bloquean esta alternativa, como ocurre en muchos otros países. Algo semejante sucede con la deuda externa, que desde hace décadas agobia al tercer mundo y bloquea su desarrollo.
La libertad humana no se puede asegurar si no es sobre la base del derecho de vivir. Vista desde la economía, esta libertad no es un sometimiento ciego a la ley del valor, una libertad entendida como renuncia misma a la libertad, sino un “control consciente de la ley del valor”; esto es, interpelación, intervención y transformación sistemática de los mercados en función del criterio de la vida humana. Esto no implica la abolición de las relaciones mercantiles ni su minimización (mal necesario), sino el sometimiento del “cálculo de eficiencia”, del cálculo egocéntrico de utilidad, al derecho de vivir de todos y todas, naturaleza incluida.
Un ejemplo de la vida cotidiana puede ayudar a entender esta postura. Con el propósito de proteger la vida de los niños y las niñas, es normal que en las calles aledañas a las escuelas y jardines infantiles se coloquen reductores de velocidad, para obligar a los automovilistas a frenar y transitar lentamente cuando pasen cerca de estos centros de estudio y de atención infantil.
Desde el punto de vista de la racionalidad formal y la eficiencia abstracta, un economista podría afirmar: “Estos reductores son una distorsión, ya que limitan la libre circulación vehicular, aumentan el gasto de combustible y hacen más lento el tránsito. No deberían existir y, en su lugar bastaría con poner un letrero que indique: ‘Cuidado: niños en la calle’, o a lo sumo, un oficial de tránsito que controle la velocidad de los autos y el paso de los niños en horas pico”.
Por otra parte, un ecologista podría argumentar: “Cuando los autos se detienen casi por completo y luego vuelven a acelerar, eso provoca un gasto mayor de combustible, lo que es perjudicial para la economía y el medio ambiente, pero por otra parte, la contaminación sónica debería reducirse al mínimo, de modo que estos reductores cumplen su papel, aunque no se debe abusar de ellos.”
Por último, un padre de familia o una maestra de escuela que se pronuncie desde la ética del sujeto corporal replicaría: “Lo más importante es proteger la vida de los niños y las niñas, por tanto, lo mejor es limitar el paso de vehículos frente a la escuela y colocar un oficial de tránsito en las horas de entrada y salida de clases, a fin de velar por la seguridad y la vida de los niños”.
Para una economía orientada hacia la vida, este último criterio sería el fundamental. Ciertamente, podrían considerarse las diversas circunstancias de cada escuela en particular (el cierre total al paso de los vehículos no siempre es posible ni necesario), pero lo central, siguiendo con el ejemplo, es la protección y defensa de la vida. Sin despreciar (abolir) los otros criterios, el anterior es el que debe primar en la decisión.
Por eso, una Economía para la Vida tiene igualmente que hacerse la siguiente pregunta:
¿Qué tipo de ser humano queremos ser y cómo podemos llegar a serlo?
Se trata de un criterio de discernimiento sobre quién es este ser humano, criterio que da la imagen según la cual el ser humano adquiere conciencia de sí mismo en el proceso de la vida real. Criterio que desemboca en la siguiente sentencia: el ser (sujeto) humano es la esencia suprema para el ser humano. Y de esta suprema esencia para el ser humano se deriva el “imperativo categórico” de desterrar todas las relaciones sociales en que el ser humano sea un ser “humillado, sojuzgado, abandonado y despreciable” (Marx). No se trata de una esencia metafísica (nace del ser humano mismo en cuanto éste quiere realizarse como ser humano, como sujeto humano concreto que se libera), sino, del llamado a una transformación, de una exigencia, de una ética del sujeto. Una ética que coloca al ser humano en el centro de la historia humana, de las instituciones y de las leyes.
El pensamiento liberal y neoliberal ni siquiera se plantea esa pregunta, porque la personalidad típicamente burguesa es producto de la renuncia a la misma (sometimiento a las leyes del libre mercado). Una Economía para la Vida, en cambio, sí tiene que hacerse esta pregunta, porque se trata de llegar a formar un sujeto para la vida y no uno para la muerte; un sujeto capaz de vivir y discernir estructuras sociales, regímenes de propiedad y formas de cálculo económico en función de la vida real (sujeto de la praxis); reproduciendo y desarrollando las “dos fuentes originales de toda riqueza”; un sujeto que busca trascender todas sus objetivaciones, aunque no pueda vivir sin ellas (sujeto libre). Asegurar la vida por la transformación de todo el sistema institucional en función de la posibilidad de vivir de todos y cada uno. Un simple cambio de “estructuras” es no solamente insuficiente, también es inviable si no logramos recuperar esta dimensión del sujeto, que siempre es, sujeto en comunidad.
Al reducir a la persona humana al individuo propietario y calculador de sus utilidades, el mercado totalizado suprime el otro polo de esta persona humana, que es el sujeto. En cuanto sujeto, el ser humano sabe que no puede vivir en este circo romano de la competitividad compulsiva, en esta “jaula de acero” (Max Weber) del mercado totalizado. Sabe que no puede vivir si no es interpelando a este individuo dominador y posesivo, que no puede vivir si el otro no vive también. Una Economía para la Vida deberá, por eso, alcanzar una recuperación radical del sujeto y de la subjetividad (o, sujeticidad), cuestionando, en el plano del pensamiento, el objetivismo de toda la tradición positivista tan enraizado en nuestra sociedad “moderna”.
La crítica de la economía política, cuyo máximo representante sigue siendo Karl Marx, colocó el desarrollo del capitalismo (su estructura, su dinámica) y de la riqueza capitalista, en el centro del análisis, para desprender del mismo su crítica del capitalismo{5}. Una Economía para la Vida (que es también una economía política crítica) debe poner en el centro de su análisis al ser humano, la centralidad del sujeto corporal (viviente, libre) como piedra angular de su concepción del mundo y de su crítica. Aunque parte de la crítica marxiana a la naturaleza de la riqueza capitalista, su preocupación central es el concepto de riqueza humana. Por ello, no parte de la mercancía y del valor, sino del valor de uso y de la satisfacción y el desarrollo de las necesidades humanas.
El conjunto de análisis y reflexiones que presentamos al lector en esta obra, pretende contribuir, aunque sea modestamente, en la dirección apuntada, proponiendo la urgente necesidad de una Economía orientada hacia la Vida. Desde luego, no se trata de un conjunto de reglas morales para “salvar al mundo” —aunque una Ética de la Vida debe estar presupuesta—, sino de un método de análisis para orientar la práctica económica en función del criterio central de la vida humana. Así, cada uno de los diecinueve capítulos restantes de la obra deben verse como una hipótesis de investigación, un punto de partida para una discusión orientada a proponer nuevos horizontes para el análisis y para la acción, y que debe seguir desarrollándose con el concurso de muchas otras mentes y en el marco de las siempre renovadas prácticas sociales.