La racionalidad medio-fin y la irracionalidad de lo racionalizado
A diferencia de lo que establece el modelo neoclásico normal del equilibrio general, una economía de mercado no puede estar constituida nada más por un sistema de relaciones de intercambio entre las mercancías (un sistema de precios), pues el mismo presupone, entre otras condiciones, un sistema altamente desarrollado de división social del trabajo{74}, el cual debe cumplir la función de coordinación entre los fines que la sociedad se plantea, y los medios de que dispone, o pueda desplegar, para alcanzar dichos fines. Un sistema de precios, en cuanto que “señales de mercado”, no puede desarrollar por sí solo esta función primordial, porque el mismo presupone de manera estricta la existencia de tal marco institucional, un sistema de interacciones productivas y reproductivas, directas e indirectas, entre la multiplicidad de agentes económicos, definido tanto en el tiempo como en el espacio{75}.
La economía de mercado es, de hecho, una forma histórica particular que adquiere la división social del trabajo, cuando ciertas condiciones adicionales están presentes. Recordémoslas brevemente.
Las condiciones formales (esto es, desde el punto de vista de la forma social) que se requieren para la existencia de una economía de mercado son las siguientes:
a) propiedad privada de las condiciones de producción (medios de producción y medios de vida);
b) división social del trabajo altamente desarrollada;
c) existencia de una multiplicidad de productores privados independientes;
d) producción orientada fundamentalmente hacia el intercambio (no sólo del excedente que genere cada productor); y
e) desarrollo de la forma dineraria del valor (dinero como equivalente general y como medio de circulación).
La producción capitalista demanda además (siempre desde el punto de vista de la forma social):
f) la generalización de la propiedad privada de los medios de producción y de vida, y en especial, la apropiación privada del excedente económico o “surplus” (ver nota al pie más adelante en este mismo apartado);
g) la transformación de los productores directos en trabajadores asalariados libres; y
h) la transformación del dinero en capital (medio de acumulación).
Una teoría de la división social del trabajo es, al mismo tiempo, una teoría de las finalidades humanas que se persiguen a través de esta división social del trabajo. Es una teoría de los medios, mas como todo medio debe servir para obtener algún fin, es imposible discutir el mundo de los medios sin penetrar en el mundo de los fines y de las finalidades. Sobra decir que para que exista un sistema de división social del trabajo, debe existir igualmente una multiplicidad de agentes o sujetos económicos; sujetos que buscan fines para los cuales se precise determinar los medios necesarios.
En primera instancia, la relación entre medios y fines parece tener (y de modo estricto lo tiene) un carácter eminentemente técnico, y por consiguiente, reducible a un concepto de racionalidad instrumental medio-fin, tal como lo propugna la economía neoclásica. Nos referimos al enfoque medio-fin, popularizado por el economista inglés Lionel Robins en su conocido artículo sobre la naturaleza y el significado de la economía{76}, y que Max Weber desarrollara de una manera más amplia y profunda en su libro Economía y Sociedad{77}. Con todo, antes de abrazar o criticar este enfoque debemos situar esta problemática en una perspectiva más amplia.
Racionalidad instrumental y racionalidad con arreglo a valores
Los agentes o sujetos sociales que constituyen una determinada organización económica buscan alcanzar, antes que los fines inmediatos mismos, determinadas finalidades, las cuales describen el horizonte de sentido de la acción social, y sirven como ámbito de determinación de los fines o metas concretas. En el marco de estas finalidades, se deducen normas que permitan mediante juicios de valor, definir fines concretos, y después de esto, los medios para alcanzarlos y la correspondiente distribución del trabajo social. La siguiente figura ilustra de forma simplificada esta relación de jerarquía entre finalidades, normas, fines concretos (metas) y medios.
A manera de ejemplo, una finalidad podría ser “perseguir la felicidad humana”, a partir de la cual se pueden derivar normas como “proteger la salud física y mental de toda la población”, en función de la cual se determinan fines concretos como “evitar los accidentes de tránsito”, “disminuir el consumo de bebidas alcohólicas” o “erradicar la enfermedad de la viruela”. Una vez realizado el fin, se le da sentido a través de la finalidad, en función de la cual el mismo fue determinado.
El ámbito de las finalidades y su relación con los fines puede ser un proceso decisorio de determinación por libre voluntad, o de supeditación. El paso de las normas a los fines se puede describir como un juicio de valor, o sea, un juicio sobre el “deber ser”, vinculado a decisiones políticas (racionalidad con arreglo a valores). La determinación de los medios es un ámbito propiamente técnico, en el cual puede primar el concepto de racionalidad instrumental o racionalidad medio-fin.
De una misma finalidad como horizonte de sentido es posible derivar muchos fines, sin que existan criterios rígidos, “racionales”, “calculados” o “económicos” para esta derivación. Determinado un fin, los medios, en cambio, se pueden derivar mediante criterios formales y racionalmente determinados, que implican una “selección técnica de los medios”.
Resumiendo, la relación entre medios y fines es una relación técnica (racionalidad instrumental), y la relación entre fines concretos y finalidades es de supeditación o de libre voluntad (racionalidad con arreglo a valores){78}.
La racionalidad instrumental y el problema de la división social del trabajo
Parece entonces que la separación entre estos dos ámbitos arriba mencionados es clara, y que a la economía, como “ciencia positiva”, únicamente le compete el ámbito de la racionalidad instrumental medio-fin. Este último, debe y puede ser desarrollado a partir de un análisis formal y riguroso de “calculabilidad”, a partir de las relaciones de intercambio o de los precios de las diferentes mercancías, y de su expresión en dinero. Éste sería entonces —según la concepción dominante— el verdadero objeto de la ciencia económica, vale decir, el análisis racional de la relación entre medios (escasos) y fines (alternativos){79}.
El planteamiento anterior (que domina en la ciencia económica desde hace más de cien años) es, en principio pertinente, dado el objeto de estudio que se autopropone. No obstante olvida que una vez hecha esta reducción de la lógica económica a una de tipo instrumental, subsiste todavía el problema de la división social del trabajo, incluso dentro del ámbito de esta racionalidad instrumental. Pero antes de seguir, aclaremos esta afirmación.
Decimos que este enfoque es “en principio” pertinente, porque de inmediato es necesario agregar tres observaciones que lo relativizan.
a) Consideramos problemática e injustificada la pretensión de aplicar la relación medio-fin a la totalidad de los fenómenos sociales, introduciendo la racionalidad formal como descripción y clave explicativa de todo el sistema social, tal como lo intenta, por ejemplo, Gary Becker:
Scarcity and choice characterise all resources allocated by the politicalprocess... by the family... by scientists... and so on in endless variety (1976: 4).
De este modo, y de acuerdo con este enfoque, podríamos interpretar la práctica totalidad de la vida humana como una aplicación del cálculo económico en cuanto que comportamiento maximizador, haciendo desaparecer la distinción entre la economía (en cuanto técnica de asignación de recursos) y las otras esferas de la sociedad.
b) Siendo el ámbito de la racionalidad material y reproductiva (ver más adelante) el que garantiza las condiciones reales de existencia de una sociedad, la racionalidad formal del cálculo económico debe estar supeditada a la racionalidad económica de la reproducción social, y finalmente,
c) Incluso los “valores” a los que la economía positiva les niega posibilidad de tratamiento científico, por no constituir “hechos falseables”, son a menudo absolutamente funcionales para la existencia de determinadas estructuras socioeconómicas. En una economía de mercado, éste es el caso, por ejemplo, de los valores de la competencia, la libre empresa y los derechos de propiedad. Pues poco sentido tendría que la ley los sentencie como tales, si la sociedad no los “internaliza” como parte de su estructura axiológica, creando incluso instituciones especializadas para promoverlos y garantizarlos{80}.
La coordinación de medios para fines por medio de la división social del trabajo, exige como condición, tanto la complementariedad (consistencia) formal, como la factibilidad material entre los fines y los medios, y no sólo una relación técnica de eficiencia o “economicidad” formal a través del sistema de precios. Luego, una teoría de la división social del trabajo tiene que analizar los problemas de la coordinación entre los diferentes procesos de trabajo{81} que conforman el sistema de división social del trabajo, coordinación que debe asegurar que estos procesos de trabajo funcionen de manera integrada, como un gran y complejo proceso de producción y reproducción a escala social.
De esta forma, incluso permaneciendo en el ámbito de la racionalidad instrumental medio-fin, el análisis de las condiciones de existencia de una economía de mercado no puede limitarse al estudio de las condiciones estrictamente formales de la existencia de un sistema de precios, tal como lo hace la economía neoclásica (existencia, estabilidad y unicidad del equilibrio){82}. Se necesita incorporar también, el análisis de la consistencia formal y de la factibilidad material del sistema de división social del trabajo, sin el cual es materialmente imposible que exista un sistema de precios; así como las relaciones o interacciones entre los agentes que surgen de estos ámbitos.
Basar la teoría económica en una teoría de la división social del trabajo implica, en primer lugar, asentarla sobre una base material o “real”, absolutamente imprescindible para el análisis científico; y en segundo lugar, implica ir más allá de aquellos fenómenos a los que la teoría neoclásica restringe el análisis de lo económico. Sin embargo, no se trata de introducir, “desde afuera”, una racionalidad que no sea instrumental para imponerla al análisis instrumental, sino al contrario; si en realidad queremos entender y explicar las relaciones medio-fin, hay que partir de la racionalidad instrumental y de su enfoque de las relaciones medio-fin, para luego trascender este tipo de racionalidad.
Al ámbito de estas condiciones materiales le llamaremos racionalidad material{83}, y cuando este análisis se impone a sí mismo la reproducción material de la vida humana como última instancia de posibilidad de tal división social del trabajo, le llamaremos racionalidad reproductiva. La siguiente figura ilustra esta dualidad de una economía de mercado; incluso cuando se toma como centro del análisis a las relaciones medio-fin.
Donde las letras A, B, C y D representan lo siguiente:
A: la consistencia formal entre los diversos procesos de trabajo
B: la factibilidad material del sistema de división social del trabajo
C: la reproducción material de la vida humana y de la naturaleza
D: la consistencia formal del sistema de precios
Hemos trazado una flecha con línea a trazos entre el rectángulo del sistema de precios y el que representa el conjunto de relaciones humanas y relaciones ser humano/naturaleza, porque los precios expresan directamente las relaciones de intercambio entre las mercancías, pero sólo indirectamente, a través de la división social del trabajo (o a través de “un rodeo”), las relaciones entre los productores y los consumidores de mercancías; esto es, las relaciones entre los agentes sociales en una economía de mercado.
Como hemos remarcado, la determinación de los precios en una economía de mercado presupone una elevada división social del trabajo, y por consiguiente, implica una determinada estructura de la producción, tal como lo aclaró Piero Sraffa en Production of Commodities by Means of Commodities (1960). En efecto, y conforme la interpretación de Sraffa, existe un vínculo directo entre la estructura de la producción y los precios, en el siguiente sentido: en una economía sin excedente, la estructura de la producción y las necesidades de reproducción (y por tanto, la división social del trabajo) determinan de forma directa los precios relativos. Por otra parte, en una economía con excedente, los precios se determinan tanto por la estructura de la producción (dentro de un rango consistente con la reproducción), como con base en la regla o norma que distribuye el excedente, que en el caso de una economía capitalista, es la norma de los “precios de producción”. (Sraffa, 1983: cap. 2; Vegara, 1979: cap. 2). La limitación del análisis de Sraffa consiste en reducir el concepto de estructura de la producción (y la división social del trabajo) a su naturaleza básicamente técnica.
La consistencia formal de un sistema de división social del trabajo se refiere (como vimos en el capítulo anterior) a las necesarias relaciones de complementariedad que deben existir entre los distintos procesos de trabajo, puesto que los mismos existen (en el tiempo y en el espacio) como elementos de un sistema y por ende, en mutua interdependencia96. Esto incluye problemas como el tamaño relativo y los coeficientes técnicos de cada proceso, la asignación de las cantidades adecuadas de los distintos trabajos concretos a cada función productiva, la reposición de los insumos materiales, la continuidad en el suministro de insumos y de los bienes de consumo, la distribución espacial de las unidades productivas y los gastos de transporte asociados, la composición de la canasta de los bienes de consumo según los gustos y preferencias de los consumidores, etc. Desde luego, la teoría neoclásica se ocupa de manera detallada de algunos de estos temas (análisis de la consistencia formal de un sistema de precios), aunque su carácter estático y formalista la ha llevado a subestimar la dimensión espacial y temporal de la actividad (re)productiva{84}.
La factibilidad material del sistema de división social del trabajo atañe a las condiciones reales que en sí mismas hacen posible un sistema de división social del trabajo. La más importante de estas condiciones es la existencia de un “producto neto” o “surplus” positivo{98b}, es decir, un producto social suficiente para garantizar la sobrevivencia de los agentes económicos en el largo plazo{85}. Aunque asimismo hay problemas de factibilidad en el plano de la realización técnica de un determinado fin (como la disponibilidad de los medios técnicos necesarios y la capacidad de carga exigida sobre los recursos naturales), lo mismo que en el plano del trabajo requerido (como las pautas de comportamiento necesarias en el trabajo: atención, destreza, intensidad, efectos sobre la salud del trabajador, las calidades especificas de la fuerza de trabajo requerida, así como una ética formal del trabajo). Si estas “restricciones” materiales no se satisfacen, la existencia misma de la sociedad no sería realmente factible. Se trata, entonces, de las “condiciones de existencia” y de su continuidad.
Pese a que la racionalidad formal y la racionalidad material y reproductiva son aproximaciones complementarias y mutuamente dependientes, la reproducción de la vida humana (y por consiguiente, de la naturaleza) actúa como condición de última instancia, como el objetivo último y la primera condición de existencia del sistema como un todo. Luego, el análisis científico de los mercados exige considerar ambos tipos de racionalidades expresadas en la figura 6.3, pues se necesita estudiar tanto las condiciones formales como las condiciones materiales de los fenómenos económicos, y sus mutuos condicionamientos; fenómenos que siempre presentan ambos tipos de características, tal como se ilustra en la figura siguiente:
Llegados a este punto resulta conveniente recalcar dos observaciones. En primer lugar, no intentamos negar la importancia central para la ciencia económica del análisis medio-fin, con todo, sí afirmamos que al ser la división social del trabajo el ámbito material que presupone la realización de estas relaciones medio-fin, todo el análisis tiene que partir de esta división social del trabajo. En segundo lugar, la existencia de un sistema de división social del trabajo requiere tanto de condiciones formales (consistencia de los procesos de trabajo) como de condiciones materiales (factibilidad material y reproductiva), y ambos presuponen, complementan y trascienden el análisis de las condiciones formales del sistema de precios (existencia y estabilidad).
La renuncia al análisis de la racionalidad material y de sus relaciones con la racionalidad formal o instrumental, conduce a un vacuo formalismo, el cual obliga a desenvolverse en deducciones “puras” con base en modelos platónicos y arbitrarios. Este formalismo sólo toma en cuenta (al menos preferentemente) los aspectos del lado izquierdo de la figura 6.3, y se acerca a la realidad material apenas de manera restringida, ya que después de todo no puede negar su existencia.
Con lo anterior tampoco pretendemos desconsiderar la relevancia crucial de la abstracción en los procedimientos del trabajo científico. En todos los campos de la ciencia, y es posible que con mayor razón en las ciencias sociales, donde el recurso a la experimentación controlada es muy limitado, la abstracción es un recurso analítico válido e imprescindible, lo mismo que la formalización lógica y matemática de sus postulados, teoremas y resultados; sin embargo, el formalismo no sustituye a la ciencia. La economía es una ciencia teórica (término por lo demás redundante), no una ciencia formal, por lo que sus teoremas deben aspirar a ser científicamente verdaderos, en su aspecto formal y en su aspecto material{86}. Ésta es una diferencia metodológica radical entre la economía dominante y una Economía orientada hacia la Vida. No obstante, se trata de un enfoque que ya fue introducido por la Crítica de la Economía Política, tal como la desarrolló Marx.
Nuestra época “moderna” celebra la racionalidad y celebra la eficiencia, al mismo tiempo que se destruyen las bases de la vida en el planeta, y sin que este hecho nos haga reflexionar seriamente sobre los conceptos de racionalidad y eficiencia correspondientes. Somos como dos competidores que están sentados cada uno sobre la rama de un árbol al borde de un precipicio, cortándola. El más eficiente será aquél que logre cortar con más rapidez la rama sobre la cual está sentado. Caerá primero y morirá primero, pero habrá ganado la carrera por la eficiencia. Es urgente, en verdad un asunto de vida o muerte, que la ciencia social, y en particular la economía, se adentre en la siguiente reflexión. Esta eficiencia, ¿es eficiente? Esta racionalidad, ¿es racional? Sentaremos las bases de esta discusión en este apartado, para continuarla en el capítulo X.
Se nos dice que con los avances técnicos y organizacionales las empresas consiguen una productividad del trabajo cada vez mayor, lo que quizás sea cierto si medimos esta productividad en relación con la fuerza de trabajo efectivamente empleada. Aun así, si relacionamos el producto producido con toda la fuerza de trabajo disponible, incluyendo en ésta a toda la población excluida, y si evaluamos de igual forma los costos externos de la actividad empresarial, concluiremos seguramente que la productividad del trabajo se halla estancada, y es posible que inclusive esté disminuyendo. Lo que a simple vista parece signo de progreso, se está transformando en un salto al vacío.
Esta eficiencia y esta racionalidad son consideradas como los aportes de la lucha competitiva, o como hoy se la llama, de la competitividad, en nombre de la cual son transformadas en nuestros valores supremos, borrando de la conciencia el sentido de la realidad que es percibida como realidad “virtual”. El trigo, aunque alimente, no debe ser producido si su producción no es competitiva. Un abrigo, aunque caliente o proteja de la lluvia, tampoco debe ser producido si su producción no es competitiva. Con la afirmación de esta realidad “virtual”, para la cual toda actividad humana (y no solamente productiva) tiene su criterio de juicio en la competitividad, se borra el valor de uso de las cosas. Tampoco un país tiene derecho a existir si no es competitivo, y si un grupo social, como los pequeños productores de granos básicos, no produce con competitividad, tiene que desaparecer. Aquellos niños que es previsible no podrán efectuar un trabajo competitivo, no deben nacer. Las emancipaciones humanas que no aumentan la competitividad, no se deben realizar. El dominio globalizante de la competitividad no admite acciones contestatarias, ni siquiera frente a los efectos destructores que ella produce.
Ésta es la irracionalidad de lo racionalizado, que es a la vez la ineficiencia de la eficiencia. El proceso de creciente racionalización que acompaña todo el despilfarro moderno, está produciendo una irracionalidad creciente. Deja de ser progreso en el mismo grado en que sus consecuencias sean regresivas, con lo cual pierde su sentido. Sin embargo, una sociedad que realiza un proceso de vida sin sentido, tampoco puede desarrollar un sentido de la vida.
La teoría de la acción racional en la tradición de Max Weber: la competitividad como valor supremo
La constatación de esta irracionalidad de lo racionalizado cuestiona nuestra usual conceptualización de la acción racional. En su forma clásica y hoy todavía dominante, fue formulada por Max Weber en las dos primeras décadas del siglo XX. El concepto weberiano de acción racional subyace igualmente en la teoría económica neoclásica (el homo economicus maximizador), desarrollada en el mismo período, si bien un poco más temprano, por Jevons en Inglaterra, y por Menger y Bohm-Bawerk en Austria y Alemania. Hasta hoy sigue siendo el basamento de la teoría económica dominante, con desarrollos posteriores que se vinculan sobre todo con Leon Walras y Wilfredo Pareto, y después de la Segunda Guerra Mundial, con las teorías de los property rights y del public choice, en los Estados Unidos. Las teorías neoliberales de los años ochenta y noventa del siglo pasado, en gran parte se pueden entender como una determinada variación de esta teoría económica neoclásica.
El concepto de la acción racional correspondiente a esta teoría económica es concebido como una acción lineal. Vincula linealmente medios y fines, y busca definir la relación más racional para juzgar sobre los medios utilizados para obtener fines específicos y determinados. El criterio de racionalidad (formal) juzga entonces sobre la racionalidad de los medios según un criterio de costo: lograr un determinado fin con el mínimo posible de medios requeridos para obtenerlo. Los fines correspondientes no pueden ser fines generales, como el honor de la patria o la grandeza de la humanidad, sino que se trata exclusivamente de fines específicos que puedan ser realizados por medio de la actividad calculada del ser humano. Estos son, en particular, los fines de las empresas, vale decir, los productos y servicios producidos para el mercado. Para alcanzar tales fines específicos se necesitan medios calculables como materias primas, instrumentos de trabajo, y tiempo de trabajo humano.
Así, se vinculan medios y fines linealmente. El medio no es un fin, sino que el fin decide sobre la economicidad de los medios, y la teoría de la acción racional hoy todavía dominante parte de esta relación medio-fin. Se pregunta entonces por la eficiencia de esta relación, comparando medios escasos y fines alternativos. Por ende, la eficiencia remite a un juicio sobre el costo de los medios en relación con el fin por lograr, juicio que sólo es cuantificable si tanto los fines como los medios son expresados en términos monetarios. El fin y los medios adquieren ahora precios; y se asegura que la realización del fin es eficiente si se consigue mediante medios cuyo costo, medidos en precios, sea inferior al precio que tiene el fin alcanzado. De esta forma, la relación medio-fin se transforma en la relación costo de producción-precio del producto, y como tal, sigue siendo una relación insumo-producto, aun cuando esté expresada en términos monetarios. Esta eficiencia se puede medir ahora cuantitativamente, y se mide por la rentabilidad del proceso de producción. Éste es rentable si hay una ganancia que indica que el precio del producto supera sus costos de producción. Si éstos son más altos que el precio del producto, hay una pérdida. Por eso, la eficiencia se puede expresar en términos de rentabilidad. Ésta es la base de la contabilidad empresarial, pero asimismo lo es de toda actividad económica, esto es, obtener una ganancia. ¿Y quién pone esto en duda? Un productor racional no producirá si no obtiene una ganancia, y su misión es incluso maximizar la misma. Además, dado un fin, la maximización de esta ganancia tiene como contraparte la minimization de los costos.
En la sociedad coexisten las más variadas relaciones medio-fin en los procesos de producción, medidos por la relación costo de producción-precio del producto, y los mercados son el lugar en el cual se entrelazan unos con otros. Ahora que, este entrelazamiento es una relación de lucha en la que se encuentran las diversas empresas, lucha de mercados que se llama competencia, e instancia que decide acerca de la eficiencia de cada uno de los productores. El resultado de esta lucha indica, de una manera tautológica, cuáles de las producciones se pueden hacer o sostener y cuáles no. El que gana demuestra, por el simple hecho de ganar, que es el más eficiente (maximiza su ganancia, minimiza sus costos).
Si toda la sociedad se organiza por el criterio de la eficiencia que se impone en la lucha de los mercados, esta competitividad y esta eficiencia se transforman en los valores supremos que deciden sobre la validez de todos los otros valores. Lo que se llama racionalidad de la acción, se resume entonces en la competitividad y la eficiencia. Los valores que incrementan la competitividad son afirmados, en tanto que los que la obstaculizan son valores por superar. La competitividad como valor supremo no crea los valores, sino que es el criterio de su validez, por eso puede aparecer como si no fuera un valor. En efecto, no estipula ningún valor ético determinado, pues lo que la transforma en valor supremo, es ésta su función de ser el criterio absoluto de todos los valores.
En la teoría de la acción racional correspondiente aparecen, por consiguiente, las justificaciones en nombre de las cuales se adjudica a la competitividad este carácter de valor supremo. Se trata en especial de una teoría que se deriva del siglo XVIII, elaborada primeramente por Adam Smith. Según esta teoría, la competencia produce de un modo no-intencional la armonía social y el interés general. Smith se refiere a esta pretendida tendencia como la “mano invisible”, la cual coordina las actividades productivas y realiza a través de esta coordinación el bien común, tesis que se puede resumir diciendo: lo racionalizado no produce irracionalidades. Con esto está constituida la ética de esta teoría de la acción racional, y la competitividad como su valor supremo.
De hecho, se trata de una gran utopía que es presentada como “realista”. Además, esta teoría de la acción racional sostiene de manera explícita y constante que ella no efectúa juicios éticos, sobre todo desde la formulación que le diera Max Weber, pero también, Wifredo Pareto. Weber reduce toda la ciencia empírica referente a la acción racional a juicios sobre la racionalidad medio-fin y los llama “juicios con arreglo a fines”; en este sentido, de acuerdo con él, la ciencia posee neutralidad valórica. Luego, con fines dados, la ciencia puede hablar de la racionalidad de los medios; racionalidad que es para Weber, “racionalidad formal”. Según él se trata de juicios de hecho, no de valores, mientras la elección de los fines, en cambio, escapa a la racionalidad de las ciencias y la llama, “racionalidad con arreglo a valores” o, “racionalidad material”, expresión esta última que procede del lenguaje jurídico y no remite a la materia como cosa. En efecto, los trata a todos al nivel de juicios de gusto, o juicios de elección de acuerdo a gustos. Si prefiero una camisa azul a una camisa similar pero blanca, efectúo una elección. Lo que me hace decidir, Weber lo llama valor, aunque a veces también, siguiendo a los utilitaristas, lo llama utilidad. El valor alude en este caso a un deseo, y el deseo decide con relación a un fin específico, al cual se dirige una acción medio-fin. Con todo, el valor puede de igual forma prohibir algo, lo que excluye determinados fines. Sin embargo, siempre se refiere a fines específicos.
De este modo, la teoría de la acción racional, que reduce la racionalidad de la acción a la relación medio-fin, es totalizada hacia el campo epistemológico y de la metodología de las ciencias. En este sentido es racionalidad instrumental. Sólo los juicios que se refieren a la racionalidad de medios en relación con fines dados competen a la ciencia. No hay ciencia posible más allá de estos juicios medio-fin{87}. Luego, la realidad es tomada en cuenta apenas como un referente de falseación o verificación de estos juicios medio-fin, enfoque que se extiende a toda la ciencia empírica en el sentido de que la realidad únicamente existe como criterio de falseación o verificación de juicios de hecho que se refieren a hechos particulares. Esta teoría de la acción niega cualquier relación no lineal de la acción con la realidad, negando a la vez cualquier juicio científico válido que no se refiera a esta relación lineal mediofin. No obstante, no todos los juicios de hecho son de este tipo, tal como se expone a continuación.
De los juicios de hecho que no son juicios de racionalidad medio-fin
Si volvemos al ejemplo de la competencia de los dos actores que están al borde de un abismo cortando la rama del árbol sobre la cual están sentados, tenemos un resultado curioso. Ellos se guían por una relación medio-fin lineal. El trabajo de cada actor y el instrumento para cortar son los medios, y el fin es cortar la rama. En términos de la teoría de la acción racional formulada por Weber, se trata de una relación racional sobre la cual la ciencia puede pronunciarse. Esta ciencia puede decir si el trabajo es el requerido y si la sierra es la adecuada y está bien afilada. En consecuencia, puede predecir científicamente el resultado: la rama será cortada. Pero cuando el actor logra este resultado, cae al abismo y muere. ¿Qué pasa en este caso con la racionalidad medio-fin, si como resultado de la acción racional el actor es eliminado? El tiene el fin de cortar la rama del árbol, y dispone de los medios para hacerlo; ahora que, en el momento en el que consigue la realización de su fin ya no puede tener más fines, porque un muerto no tiene fines. En la realización del fin de la acción, el propio fin se disuelve.
Ahora bien, hay dos posibilidades. El actor que muere como resultado de la acción medio-fin en la que corta la rama sobre la cual está sentado, puede saber que ese será el resultado de su acción. En tal caso, comete intencionalmente un suicidio. Pero, ¿es este suicidio un fin? El fin es cortar la rama, el suicidio es el resultado. ¿Es posible considerar el suicidio como un fin más? ¿Puede ser la muerte del actor el resultado exitoso de una acción racional?
Sin embargo, hay otra posibilidad. Los actores, al cortar la rama sobre la cual están sentados, pueden no tener conciencia del hecho de que con el éxito de su acción caerán al abismo y morirán. En este caso, su muerte es un efecto no-intencional de su acción intencional medio-fin. Se sigue tratando de un suicidio, aunque éste sea no-intencional, y el actor muera como consecuencia de su propio acto, que es racional en términos de la teoría de la acción racional reseñada. La acción es contradictoria en el sentido de una contradicción performativa, porque al disolverse el actor, el fin de la acción también se disuelve como su resultado. Un dicho popular resume esta situación: “No se debe cortar la rama sobre la cual uno está sentado”.
Ciertamente, esta última afirmación posee forma normativa, aun así, en el sentido de la teoría de la acción racional, no se trata de un juicio de valor. Es un juicio de hecho, si bien no del tipo que contempla la racionalidad medio-fin. Lo que dice es que no se debe cometer suicidio, aun cuando éste sea no-intencional. ¿Es el suicidio una acción racional con arreglo a valores, en el sentido de Weber? ¿En nombre de la neutralidad valórica se puede considerar a la muerte como un valor al mismo nivel que se puede hacer con la vida? Un muerto ya no tiene valores, en el mismo sentido que dijimos antes que no tiene fines. Al producir la muerte disolvemos no solo los fines, sino igualmente los valores. ¿Podemos considerar el suicidio un crimen? El crimen se comete con relación a valores, y por tanto le corresponde un castigo. El suicidio disuelve los valores, y por ende no hay castigo posible. Ni siquiera es posible considerarlo un crimen, por más que la negación al suicidio sea la raíz de toda realidad y de todos los valores{88}.
El sentido de la acción racional: actor económico y sujeto humano
La teoría de la acción racional no da respuesta a estos interrogantes sobre los hechos y los valores. Toma todo como dado, y con eso se le escapa también el problema del sentido de la acción racional. Y aunque Max Weber lo menciona, intenta someterlo al mismo concepto de la acción racional, de ahí que la defina de la siguiente manera:
Por “acción” debe entenderse una conducta humana (bien consista en un hacer externo o interno, ya en omitir o permitir) siempre que el sujeto o los sujetos de la acción enlacen a ella un sentido subjetivo. La “acción social”, por tanto, es una acción en donde el sentido mentado por su sujeto o sujetos está referido a la conducta de otros, orientándose por esta en su desarrollo (Weber, 1944: 5).
En nuestro ejemplo de la competencia entre los dos actores que están cortando la rama sobre la cual están sentados, tratando cada uno de ser el más eficiente y cortar su rama primero, se trataría claramente de una acción racional social, tal como la define Weber. El sentido mentado estaría en la propia acción de cortar la rama, y su dimensión social hace referencia a la conducta del otro, superación de la eficiencia del otro en su carrera competitiva. Se trata del sentido de una teoría de la acción racional del tipo concebido por Weber. Con todo, esta acción social, en el caso de la competencia por cortar la rama del árbol, carece de sentido. Cortar la rama de un árbol puede tener sentido como acción social si el actor corta una rama sobre la que no está sentado, por ejemplo, un campesino pobre que lo hace para tener leña en su casa. Ésta sería una acción con sentido mentado, que en su realización puede ser entendida por la racionalidad medio-fin y cuyo fin puede ser entendido por la racionalidad con arreglo a valores: la preocupación por el bienestar de la familia del actor.
No obstante, si el mismo actor corta la rama sobre la cual está sentado, no hay sentido mentado posible. Cualquier construcción de sentido tendría que hacer abstracción del actor, pero abstrayendo al actor no hay acción posible. La acción puede tener sentido para otros, mas no para él.
La teoría de la acción se hace a partir de los actores. Por eso, el actor que corta la rama sobre la cual está sentado nunca podría dar sentido a su acción. Su sin sentido está objetivamente implicado en la acción misma. Si en cambio corta una rama sobre la que no está sentado, su acción tiene potencialmente un sentido, pero este sentido no está determinado de manera objetiva por la acción medio-fin misma. Eso depende del sentido mentado. Puede hacerlo para tener leña, para construir un mueble, para limpiar el terreno, etc. Sin embargo, para que su efecto —sea este intencional o no— tenga potencialmente sentido, no debe conducir al suicidio. ¿Cuál es el sentido de la vida? Su sentido es vivirla, afirmábamos en el capítulo primero de este libro. No existe un sentido externo a la vida misma. Por eso, una acción puede tener —potencialmente— sentido sólo si no implica el suicidio del actor.
Ahora bien, si el suicidio es un efecto no-intencional (o indirecto) de una acción de racionalidad medio-fin, aparecen sentidos contrarios de la acción. El actor que corta la rama sobre la cual está sentado, puede que no lo sepa. Su sentido mentado, entonces, puede ser producir leña para su hogar, aun así, su propia acción contiene objetivamente un sin sentido del cual no tiene conciencia, y que se deriva del hecho de que está cometiendo de manera no-intencional un suicidio si destruye su medio ambiente. Interpreta su acción como una acción medio-fin racional con sentido mentado, no obstante, objetivamente su acción carece de sentido racional potencial.
Con todo, este sin-sentido únicamente se lo puede descubrir si va más allá de la interpretación de su acción en el marco de la racionalidad mediofin. Tiene que involucrarse a sí mismo. Si lo logra, el sin-sentido objetivo de su acción confronta al sentido mentado y finalmente lo doblega. Ahora estaría libre para renunciar a la acción o para cometer de modo consciente un suicidio intencional. La no intencionalidad del sin-sentido de la acción se disuelve y él deja de cortar la rama sobre la cual está sentado, o la corta con la intención asumida del suicidio. Pero en los dos casos la acción de cortar la rama pierde sentido racional.
Desde el punto de vista de una teoría de la acción racional que se autolimita al marco de la racionalidad medio-fin, es imposible descubrir este sin-sentido. Como no involucra al actor en la determinación de los fines de la acción, excluye de su análisis el efecto potencial de los fines realizados sobre la vida del actor. No se trata simplemente de un olvido o de un error, sino de la constitución de categorías del pensamiento que hacen invisible la problemática de estos efectos. La acción orientada por la eficiencia de la relación mediofin y la competencia como medio por el cual esta eficiencia es maximizada, aparecen allí como categorías últimas del pensamiento. En consecuencia, en nombre de la ciencia se excluye analizar esta relación entre los fines realizados y la vida del actor.
La teoría de la acción racional de Max Weber, y de toda la teoría económica dominante, excluye estos juicios del ámbito de la ciencia. Los trata como si fueran juicios de gusto. Muy expresamente, elimina la relación entre los fines y la vida del actor. La razón de este proceder sólo es comprensible si partimos de la teoría de la racionalidad ya examinada. Esta se orienta por la racionalidad medio-fin, identificando los juicios medio-fin (juicios con arreglo a fines) con los juicios de hecho, y niega la posibilidad de que existan juicios de hecho que no sean juicios medio-fin. Sin embargo, cuando efectuamos juicios que relacionan fines con la vida del actor (como la educación pública gratuita o los ingresos familiares mínimos a que hacen referencia Ferguson y Gould en la cita antes transcrita), en efecto no se trata de juicios medio-fin, pues la vida del actor no es un fin cuya realización se puede asegurar por un simple cálculo de los medios; pero si son juicios de hecho.
Esta teoría de la acción racional presupone fines parciales, específicos. Solamente puede hablar de un fin, cuando varios fines compiten entre sí (“fines alternativos”). Sobre la competencia de los varios fines entre sí, puede decir que la ciencia no puede efectuar ninguna decisión, sino que tiene que tratar todos los juicios referentes a la decisión en favor de uno u otro fin como juicios de gusto. Por eso la vida del actor no puede ser un fin, porque no puede ser tratada como un fin en competencia con otros fines, ya que quien elige la muerte, elige la disolución de todos los fines posibles. La vida es la posibilidad de tener fines, con todo, la vida no es un fin en el sentido de la acción racional y de la teoría neoclásica (Weber, Pareto, Robins, Friedman, Becker). No obstante, si miramos al actor como un ser vivo que trasciende a sus relaciones medio-fin, lo miramos como sujeto. Después —y sólo después— de haber decidido sobre el fin, se transforma en actor y calcula ahora los medios, incluyendo en estos su propia actividad en función de este fin. Por ello, el actor, antes de ser actor, es sujeto humano.
Racionalidad medio-fin del actor y racionalidad reproductiva del sujeto
Si el actor que descubre que está cortando la rama sobre la cual está sentado se decide por su vida, actúa como sujeto y se sale de la relación medio-fin. Pero eso no lo hace según un cálculo medio-fin, puesto que este cálculo no es posible. Se impone, como sujeto, a la propia relación medio-fin. Se trata también de una racionalidad, aun así esta no es una racionalidad medio-fin, que siempre es lineal, mientras que esta otra racionalidad es circular. Es la racionalidad del circuito natural de la vida humana. Ninguna acción calculada de racionalidad medio-fin es racional, si en su consecuencia elimina al sujeto que sostiene esta acción. Este circuito lo podemos llamar racionalidad reproductiva del sujeto, y se refiere a las condiciones de posibilidad de la vida humana.
Esta racionalidad fundamental surge porque el cálculo medio-fin, como tal, no revela el efecto de un fin realizado sobre estas condiciones de posibilidad de la vida humana. Lo que a la luz de la racionalidad medio-fin parece perfectamente racional, desde la perspectiva de la racionalidad reproductiva del sujeto puede ser perfectamente irracional. El actor que corta la rama sobre la cual está sentado no puede derivar de la racionalidad formal de su acción el hecho de que, una vez cortada la rama, él caerá al abismo. Puede calcular muy bien sus medios: la sierra es la adecuada y se halla bien calibrada y afilada, su propio trabajo está empleado con un máximo de productividad. Sobre eso, y nada más que sobre eso, decide la racionalidad medio-fin. Este cálculo no revela ningún peligro contra la vida del actor, aun así, como sujeto, tiene que razonar de forma diferente. Tiene que hacerse un juicio acerca del efecto de la realización del fin sobre su vida.
Este juicio también utiliza cálculos, sin embargo, no se trata de por sí de un cálculo medio-fin. Se trata de un juicio de hecho, sobre el cual la ciencia puede (y debe) pronunciarse. Pero la ciencia, como la concibe la teoría de la acción racional formulada por Weber y popularizada por la teoría neoclásica, niega de manera enfática la existencia de este tipo de juicios y los relega al campo de los juicios de valor, lo que en este lenguaje significa juicios de gusto y elecciones de preferencia. No obstante, un actor que se abstiene en serio de estos juicios, anda en la oscuridad por un terreno lleno de grietas profundas. Con toda seguridad caerá en una de ellas, y no puede hacer ninguna previsión. Aunque necesita de la luz, se le prohíbe prender una linterna. El resultado es la irracionalidad de lo racionalizado. El actor actúa con plena racionalidad medio-fin, sin embargo esta no le impide efectuar pasos perfectamente irracionales, y cuanto más confía en la pura racionalidad medio-fin, más peligro existe. Retomaremos esta discusión en el capítulo XII, en relación con el análisis de los valores de uso.
Para poder enfocar esta otra racionalidad reproductiva, hemos de visualizar al actor más allá de sus relaciones medio-fin. Lo vemos entonces como sujeto. Como tal no es un fin, sino condición de posibilidad de los fines. Como sujeto, el ser humano concibe fines y se refiere al conjunto de sus fines posibles. Ahora que, no puede realizar todos los fines que parecen posibles bajo un cálculo medio-fin. Al menos, debe excluir aquellos fines cuya realización atenta contra su posibilidad de existir como sujeto. Como sujeto puede ser considerado como el conjunto de sus fines posibles, si bien la realización de cualquier fin tiene como condición de posibilidad que su realización sea compatible con su existencia como sujeto en el tiempo. Si no asegura esta compatibilidad, el sujeto destruye su propia posibilidad de existir, esto es, corta la rama sobre la cual está sentado.
Con todo, este sujeto es un ser natural y, por ende, mortal. Como tal está enfrentado al peligro de la muerte, y lo enfrenta corporalmente siendo parte de la naturaleza. Pero como parte de la naturaleza, es sujeto, es decir, proyecta fines para realizarlos mediante medios adecuados, integrando estos fines en términos de una racionalidad reproductiva en su propio circuito natural de vida. Este circuito de vida es un circuito natural dentro del cual el ser humano se comporta como sujeto. Se puede hablar inclusive de un metabolismo entre el sujeto humano como ser natural y la naturaleza circundante.
Visto el ser humano como un sujeto que frente a sus fines se transforma en actor de la acción medio-fin, el sujeto es la totalidad de sus fines potenciales y posibles. Por eso antecede como sujeto a cada fin específico. El sujeto especifica los fines dentro del círculo natural de la vida humana, de ahí que tenga necesidades sin que sea necesaria la realización de ningún fin específico y la inserción en este circuito natural es la condición de posibilidad del sujeto. Como este antecede a sus fines, el circuito natural de la vida humana antecede al sujeto. No obstante lo antecede como condición de posibilidad, no por la determinación de los fines. El sujeto determina sus fines, aunque en apego al circuito natural de la vida humana que es condición de posibilidad de su propia vida como sujeto.
Expresada en términos teóricos, la necesidad es la urgencia humana de vivir en un circuito natural de la vida. Fuera de este circuito no hay vida posible. Ahora que, ningún fin específico es de por sí necesidad. El sujeto especifica su necesidad en términos de fines específicos en el marco de la condición de posibilidad de su vida como ser natural. El simple cálculo medio-fin no le asegura esta inserción. Puede subvertirla o impedirla. Por eso, como sujeto, tiene que asegurar que la racionalidad medio-fin sea canalizada y orientada de una forma tal que permita su inserción en el circuito natural de la vida humana, y aparece así la racionalidad reproductiva como criterio fundante de la racionalidad medio-fin. Luego, la necesidad atraviesa toda actividad de racionalidad medio-fin, y si no es tratada como el criterio fundante, aparece la irracionalidad de lo racionalizado. Amenaza entonces la propia vida humana.
Esta necesidad no es simplemente material en sentido fisiológico. Es material y espiritual a la vez. No se vive únicamente del pan, sino del “pan bendito”. No obstante, la corporeidad de la necesidad es la parte menos sustituible en cualquier satisfacción de necesidades. Aun así, existen diferencias muy grandes en la expresión de esta necesidad. Los aborígenes de la Tierra del Fuego, antes de su genocidio en el siglo XX que los llevó a su desaparición, vivían casi sin ropas en un clima en el cual cualquier europeo de hoy no sobreviviría ni un día en las mismas condiciones.
El sujeto de la racionalidad reproductiva no es, en sentido preciso, un sujeto con necesidades, sino un sujeto necesitado. Vive, como ser natural, la necesidad de la satisfacción de su condición de sujeto necesitado. Esta necesidad la especifica como fines que realiza por los medios adecuados a un cálculo medio-fin. Su ser sujeto necesitado lo obliga a someter estos fines a la racionalidad reproductiva por la inserción de toda su actividad en el circuito natural de la vida humana.
¿Es este sujeto un objeto posible de las ciencias empíricas? Creemos haber mostrado suficiente evidencia de que este es el caso. Sin embargo esto significa una ruptura en el interior de la teoría de la acción racional actual. No la hace desaparecer y tampoco puede sustituirla; con todo, se demuestra que no tiene acceso al análisis de la irracionalidad de lo racionalizado. Se trata precisamente de traer a la luz este problema, para enfrentar la irracionalidad de lo racionalizado. Por eso, la teoría de la acción racional requiere un cambio profundo. No se cuestiona el hecho de que una ciencia empírica deba basarse en juicios de hecho y no en juicios de valor. No obstante, aparecen juicios de hecho que no son juicios medio-fin y que rompen la consistencia de la teoría de la acción racional de Max Weber.
La teoría de la acción racional parte de la acción medio-fin, de su eficiencia y de su medida por la rentabilidad lograda en relaciones de competencia en los mercados. Al analizar toda realidad en forma de su parcialidad medio-fin, su criterio de validez empírica, en última instancia, es un criterio de falsación/ verificación. Si un fin es realizable, se tienen que demostrar los medios para alcanzarlo. Esta demostración es falseada en el caso de que los medios indicados no alcancen el fin propuesto. Hay que abandonar el fin, o indicar otros medios capaces de realizarlo. Este proceso de falsación/verificación es tan parcial como lo es la relación medio-fin, y toda su racionalidad es también lineal. Aun así, es la piedra filosofal de toda la ciencia económica dominante, y en particular, de la econometría y su teoría de la prueba basada en el teorema de Neyman-Pearson, la cual presupone una separación epistemológica entre los “hechos” y la “teoría”, entre la realidad y el conocimiento (cfr. Mora, 1988).
Si juzgamos en cambio desde el punto de vista de la racionalidad reproductiva, llegamos a afirmaciones no falsables, aunque no por ello dejen de ser científicas. Ya vimos antes que se llega a afirmaciones empíricas que no son del tipo medio-fin, sino de racionalidad circular, que incluye la vida del actor como sujeto de su acción. Se trata de afirmaciones de forma normativa que sin embargo no son juicios de valor. De esto podemos derivar que los juicios correspondientes no son falsables. Teníamos en nuestro ejemplo la afirmación siguiente:
Quien corta la rama sobre la cual está sentado, cae al abismo y muere.
Esta afirmación no es falsable, aun cuando contiene elementos falsables: que se trata de un árbol, que efectivamente debajo de él hay un abismo, que el actor está sentado sobre la rama que está cortando. Pero la afirmación “quien corta la rama sobre la cual está sentado, cae al abismo y muere”, se sigue de manera analítica del hecho de que el actor, como sujeto de sus acciones potenciales, es un ser natural. Nadie se muere de modo parcial, aunque parcialmente, todos morimos un poco cada día.
En estos juicios de racionalidad reproductiva aparece el sujeto como la totalidad de sus acciones potenciales, y aparece la inserción del sujeto en el circuito natural de la vida humana como condición de posibilidad de esta vida. Con eso, tanto la división social del trabajo como la naturaleza se presentan como totalidades interdependientes. Estas relaciones no pueden analizarse en términos de racionalidad medio-fin, ni por medio de juicios falsables. En consecuencia, su criterio de verdad no puede ser tampoco de falsación/ verificación de relaciones medio-fin. El juicio del que se trata es un juicio sobre la posibilidad del sujeto de vivir con los resultados de las acciones calculadas según una racionalidad medio-fin. Se juzga sobre esta posibilidad a partir de la necesidad del sujeto como ser natural de insertarse en el circuito natural de la vida humana. Se trata, por tanto, de un juicio de compatibilidad entre dos racionalidades, en el cual la racionalidad reproductiva juzga sobre la racionalidad medio-fin. Su criterio de verdad no puede sino basarse en la reproducción de la vida frente a la amenaza de la muerte. El problema es saber si la realización de acciones de orientación medio-fin es compatible con la reproducción de la vida de los sujetos. Lo que se constata como verdad es la compatibilidad, y lo que se constata como error es una contradicción performativa entre ambas racionalidades.
Siendo el criterio de verdad de la racionalidad reproductiva el criterio de “vida o muerte”, necesariamente es el criterio en última instancia. La racionalidad medio-fin es ilegitimada en cada caso en el cual ella entra en contradicción performativa con la racionalidad reproductiva. La racionalidad medio-fin resulta ser una racionalidad acotada y subordinada. La irracionalidad de lo racionalizado no es otra cosa que la evidencia de esta contradicción performativa. Si la racionalidad medio-fin socava la vida humana (y a la naturaleza), ello es evidencia de su carácter potencialmente irracional.
Mirado desde el punto de vista de la racionalidad reproductiva, el producto de la acción medio-fin es un valor de uso, o sea, un producto cuya disponibilidad decide sobre la vida o la muerte de los sujetos. Es obvio que eso no significa que la falta de un producto determinado implique la muerte (excepto si este “producto” es el aire o el agua){89}. Significa que el producto, visto como valor de uso, es parte de la totalidad de productos cuya ausencia provoca la muerte. Eso, desde luego, presupone que el sujeto es mortal, lo que implica que algún día inevitablemente tiene que morir. Sin embargo, la no-disponibilidad de valores de uso es una razón específica de una muerte específica. Por ende, asegurar la vida es asegurar la disponibilidad de los valores de uso correspondientes a su posibilidad.
La teoría de la acción racional que subyace a la tradición neoclásica del pensamiento económico hoy dominante, excluye esta discusión del producto de la acción medio-fin como valor de uso. Con eso abstrae las necesidades del sujeto y lo transforma en un sujeto de preferencias. Habla de “necesidades”, pero en relación con el fin último de la “buena vida” y el “máximo de comodidad” (cfr. Shackle, 1966: 10-16). Habla de la utilidad de los productos, pero entiende por utilidad un juicio de gusto correspondiente a los deseos o las preferencias del consumidor. De este modo excluye de la ciencia toda la discusión acerca de la inserción del sujeto como ser natural en el circuito natural de la vida humana.
El circuito medio-fin y su totalización
Cuanto más se desarrolla la actividad correspondiente a la racionalidad medio-fin, más difícil resulta efectuar este discernimiento necesario de las racionalidades. De hecho, la racionalidad medio-fin muy raras veces se presenta de forma tan transparente como en el ejemplo del actor que corta la rama sobre la cual está sentado. El desarrollo vertiginoso de la división social del trabajo y de las relaciones mercantiles correspondientes a la modernidad, ha transformado de manera profunda la racionalidad medio-fin. Con la complejidad creciente de la sociedad moderna, las relaciones mercantiles han promovido un “circuito medio-fin” que en la actualidad alcanza al planeta entero. En este circuito resulta que, con pocas excepciones, los fines y los medios se entrelazan, y lo que desde una perspectiva es un medio, desde otro es un fin. Se trata de una circularidad que paradójicamente podemos llamar “circularidad lineal”, como en un sistema de ecuaciones simultáneas lineales. El cálculo lineal medio-fin de cada actor-productor se integra en una circularidad medio-fin, en la cual cada medio es también fin y cada fin es también medio. Esta circularidad es más evidente en las concepciones del mercado que presenta la teoría económica neoclásica. No interrumpe el cálculo lineal de cada actor, pero vincula las relaciones medio-fin de modo circular constituyendo un mercado que hoy es un mercado mundial. Esta circularidad la podemos imaginar conforme a la geometría del círculo, en la que partimos de un triángulo como el multiángulo más simple, hasta llegar a un número infinito de ángulos y líneas rectas infinitamente pequeñas que conectan estos ángulos.
La circularidad medio-fin se puede entender de forma análoga. Cada uno de los actores en el mercado sigue efectuando su cálculo medio-fin, con todo, el conjunto constituye una circularidad que llamamos mercado. El mercado como tal es ahora el ámbito de la racionalidad medio-fin, pero lo es como circularidad a partir de los cálculos lineales de cada actor. Mediante esta transformación de las muchas acciones caóticas medio-fin en la circularidad del mercado, se autoconstituye el mercado como un orden. Se trata de un efecto indirecto, no-intencional, de las acciones de cada actor orientadas por los criterios de cálculo derivados del mercado. Desde Adam Smith, a esta autoconstitución del mercado, que lleva al orden del mercado, se le llama la “mano invisible”. Todo el pensamiento burgués interpreta esta mano invisible en un sentido armónico, vale decir, como una tendencia al automatismo del mercado, hacia el interés general, hacia el equilibrio.
La constitución del mercado como círculo medio-fin ocurre tanto en la realidad como en el pensamiento. En ambos casos acontece un proceso de abstracción determinado, que se efectúa tanto en la realidad como en el pensamiento, y que para poder constituir el orden del mercado por la circularidad medio-fin, recurre a un cálculo de rentabilidad que excluye cualquier referencia a la racionalidad reproductiva. Esto lo efectúa el cálculo empresarial con base en la contabilidad por partida doble. En cuanto a los salarios, estos no tienen su referencia en las necesidades del trabajador, sino en el precio de escasez de la fuerza de trabajo en el mercado. Si el mercado no ejerce la demanda correspondiente, el desempleo y la exclusión consiguiente no entran en el cálculo del empresario individual, a menos que el Estado lo obligue (leyes de salario mínimo). Respecto a la naturaleza, la empresa calcula sus costos de extracción de los recursos naturales, no obstante en su cálculo no entran las necesidades de reproducción de la propia naturaleza, a menos, nuevamente, que la legislación ambiental interponga algunas restricciones (que toda empresa tiende a considerar como distorsiones). El cálculo mediofin se totaliza como razón instrumental.
En este sentido, el cálculo empresarial abstrae la racionalidad reproductiva en todos sus ámbitos. Se trata de un proceso real de abstracción. Ahora bien, esta misma abstracción ocurre en el pensamiento, cuando la teoría económica, y en general las ciencias sociales, asumen la función de legitimación de esta constitución del mercado por el circuito medio-fin. Estas ciencias incluso hacen de la abstracción de la racionalidad reproductiva una elección de cientificidad{90}.
Esta orientación de las ciencias surge con nitidez hacia finales del siglo XIX con la teoría económica neoclásica, y con la elaboración por parte de Marx Weber de la metodología de las ciencias correspondiente. El propio pensamiento económico es ahora obligado, en nombre de la cientificidad, a abstraer la racionalidad reproductiva y a constituir una teoría de la acción racional basada con exclusividad en la afirmación de la racionalidad medio-fin. Weber lo hace identificando los juicios medio-fin con los juicios de hecho. Para él, no puede haber juicios de hecho que no sean juicios medio-fin, y una ciencia empírica solamente puede pronunciarse con legitimidad sobre juicios de hecho.
En consecuencia, la ciencia se autolimita a la elaboración de juicios mediofin, que Weber llama juicios con arreglo a fines. Todos los otros juicios los trata de manera análoga y los llama juicios con arreglo a valores, acerca de los cuales la ciencia no se puede pronunciar legítimamente. De la racionalidad medio-fin habla como racionalidad formal, y de todas las otras racionalidades con arreglo a valores habla como racionalidad material. La racionalidad material se halla excluida de las ciencias, y con ella toda reflexión en términos de la racionalidad reproductiva. Por este procedimiento, la metodología de las ciencias refleja a la perfección el proceso de abstracción real llevado a cabo por el mercado. Ambas abstracciones se identifican. Por tanto, el producto no aparece como valor de uso sino que su valor parece restringirse al resultado de deseos o preferencias de los consumidores, quienes juzgan conforme a utilidades subjetivas. Y en esto toda la teoría económica burguesa hace un frente común.
El resultado es la desorientación, con referencia a la racionalidad reproductiva, ya no sólo del mercado, sino asimismo del propio pensamiento sobre el mercado y el orden social. Frente al criterio del mercado todas las acciones medio-fin son igualmente racionales, con tal que sean eficientes, aunque en términos de la racionalidad reproductiva tengan efectos destructivos. Luego, las actividades que conducen a la destrucción del ser humano y de la naturaleza son promovidas por el mercado del mismo modo que aquellas actividades compatibles con la racionalidad reproductiva, o incluso aún más. Cortar la rama del árbol sobre la cual el actor está sentado, es tan racional como cortar cualquier otra rama. El resultado es una tendencia del mercado, en sí misma inevitable, hacia la destrucción, en términos de la racionalidad reproductiva. Es una tendencia tanto a la destrucción de los seres humanos como de la naturaleza, que es condición necesaria de la propia vida humana. Esta tendencia destructiva es la irracionalidad de lo racionalizado.
La tendencia a la destrucción de los seres humanos y de la naturaleza, sin embargo, no es necesariamente la finalidad de nadie. Es resultado de la propia racionalidad medio-fin y de su totalización. El mercado, como sistema coordinador de la división social del trabajo, la hace surgir. Puede ser asumida de forma intencional, aun así su origen resulta de una manera no-intencional como efecto indirecto de la racionalidad medio-fin y su totalización. Por eso, con relación a estos efectos, la teoría económica neoclásica —cuando los toma en cuenta— habla de “efectos externos” o “externalidades”. Son externos con relación a la acción medio-fin interpretada de modo lineal, son externos al intercambio mercantil y al sistema de precios. Y como la racionalidad reproductiva no es objeto de esta ciencia, los analiza como “efectos externos”, como “consideraciones de equidad”, como “bienes de mérito”, o en general, como “fallos del mercado” y “juicios de valor”. Con todo, vistos desde la racionalidad reproductiva, estos “fallos del mercado” son perfectamente internos al circuito de la vida humana, así como también son efectos no-intencionales de la acción intencional de un sistema de división social del trabajo coordinado por el mercado.
Las destrucciones están hoy a la vista. La exclusión de una gran parte de la humanidad de la división social del trabajo y la progresiva destrucción de la naturaleza, son visibles con facilidad, como nos podemos percatar con tan sólo leer la prensa diaria. Ni el neoliberal más “químicamente puro” niega su existencia. Lo que no está inmediatamente a la vista es el hecho de que ambas destrucciones son efectos indirectos de la propia racionalidad medio-fin totalizada por los mercados. La complejidad del circuito medio-fin originado en el mercado, tiende a esconder la relación de causalidad entre la racionalidad medio-fin y sus efectos destructores, pero la teoría económica y la metodología dominante de las ciencias en la actualidad, hacen lo suyo para impedir una toma de conciencia acerca de esta relación.
Hacia una teoría crítica de la racionalidad reproductiva
Se necesita entonces desarrollar una ciencia empírica que se preocupe de las condiciones de posibilidad de la vida humana, y por consiguiente de la racionalidad reproductiva. Esta ciencia es la teoría crítica de las condiciones de la vida de hoy. No todo lo que critica algo es ciencia crítica. Aquí se trata de ciencia crítica en el sentido de confrontar de manera crítica la racionalidad medio-fin con su fundamento, que es el conjunto de las condiciones de posibilidad de la vida humana, que incluye necesariamente la vida de toda la naturaleza, porque el ser humano es un ser natural. Nos referiremos a este conjunto de condiciones de posibilidad, como el conjunto interdependiente de la división social del trabajo y de la naturaleza. El objeto de esta ciencia crítica es la necesidad y la posibilidad de guiar la acción medio-fin de tal forma que la acción humana adquiera un criterio de discernimiento relativo a la inserción de los seres humanos en el circuito natural de la vida humana.
En términos metodológicos, la condición de posibilidad y el punto de partida de esta ciencia empírica es la existencia de juicios de hecho que no sean juicios medio-fin. Se trata de los juicios de hecho cuyo criterio de verdad es el criterio de la reproducción de la vida frente a la amenaza de la muerte (criterio de “vida o muerte”), y no de falsación/verificación. Su objeto es, además, analizar todas las acciones medio-fin bajo la perspectiva de su compatibilidad con la racionalidad reproductiva, y ofrecer criterios para una acción de intervención y transformación de estas acciones que sea capaz de impedirlas o reorientarlas siempre y cuando resulten no compatibles con la racionalidad reproductiva.
Lo que la teoría crítica de la racionalidad reproductiva postula como la necesidad de la inserción en el circuito natural de la vida humana, en la totalización del circuito medio-fin, es prometido como resultado del sometimiento ciego al automatismo del mercado, cuyo resultado es identificado como el “interés general”. Precisamente aquello que por sus efectos indirectos destruye la vida humana y la naturaleza, es totalizado y celebrado como el camino más seguro para sostenerla. Este sigue siendo el utopismo de la burguesía, hoy encarnado en el pensamiento neoliberal, mientras que su crítica implica la acción hacia una constitución tal de la sociedad y del sistema económico, de modo que sea factible guiar las acciones medio-fin según la compatibilidad de racionalidades. En consecuencia, esta ciencia llevará a una crítica de fondo de todo sistema económico que se oriente por la ilusión de la totalización del automatismo autorregulador del mercado y de la maximización del crecimiento económico como criterio máximo de la eficiencia.
Luego, podemos reconocer la existencia de una doble dimensión del orden del mercado. Como orden positivo, es producto del caos que se ordena en la constitución del circuito medio-fin; pero como tal orden, produce el desorden por su tendencia a la destrucción. Se trata de un orden que se afirma por la reacción al desorden y que reproduce este desorden por sus tendencias destructivas. Desarrollamos este punto en el capítulo noveno.
La racionalidad de la locura y la locura de la racionalidad
La visión del sujeto que se afirma solo, que se salva solo, resulta ser una trampa. En su análisis de los pánicos que se suscitan en la bolsa de valores, Kindleberger muestra cómo se desarrolla esta trampa. En estos casos, la bolsa es el lugar más visible de la problemática del circuito medio-fin, constituida por el mercado visto y tratado como automatismo. Cuando el orden del mercado produce una crisis, se hace más visible su desorden intrínseco y las fuerzas compulsivas de los hechos que este reproduce. Frente a la crisis, cada uno de los participantes del mercado es arrasado por un torbellino del que no sabe cómo escapar. La irracionalidad de lo racionalizado triunfa de modo visible, y el comportamiento resultante, Kindleberger lo resume así:
Cuando todos se vuelven locos, lo racional es volverse loco también.
La totalización del mercado lleva a la renuncia de cualquier comportamiento racional. Lo racional es la locura, y todos los criterios se confunden. No obstante, no hay salida. Esta irracionalidad, en la cual la racionalidad de la locura hace imposible la salida, es resumida de la siguiente manera por Kindleberger:
Cada participante en el mercado, al tratar de salvarse él mismo, ayuda a que todos se arruinen.
Todos se quieren salvar, pero al tratar cada uno de salvarse por su propia cuenta, se impiden mutuamente la posibilidad de salvarse. Sin embargo no se trata nada más de la situación de la bolsa en situaciones de pánico. Es la situación del automatismo del mercado siempre que este es totalizado.
Ahora bien, el quererse salvar no es suficiente, si bien es condición necesaria. A partir de esta situación, toda relación humana tiene que ser reenfocada. No hay salida, excepto por un reconocimiento mutuo entre sujetos, a partir del cual, estos sometan todo el circuito medio-fin a la satisfacción de sus necesidades. Si se parte de este reconocimiento, es necesaria una solidaridad que sólo es posible si este reconocimiento la sustenta. Con todo, no se trata de un reconocimiento mutuo de los participantes en el mercado, sino entre sujetos que se reconocen mutuamente como seres naturales y necesitados. Mientras esto no ocurra, la racionalidad de la locura llevará a la humanidad a nuevas crisis, hasta que estas sean de tal magnitud que ya no haya solución posible.